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ANTIPOESÍA Y ECOLOGÍA PSÍQUICA

Eduardo Llanos Melussa


El viernes 28 de abril del 2000 se efectuó un Seminario acerca de las relaciones entre Antipoesía y Psicoanálisis. Por limitaciones de tiempo, el autor no llevó escrito el texto de su intervención y debió reconstruirlo a partir de una transcripción, gentileza de Eugenia Jacir. El texto oscila entonces entre el coloquialismo de la intervención –aunque podados los anacolutos y demás ripios tan frecuentes en la improvisación oral– y la formalidad de una ponencia propiamente tal. Salvo en las citas de los poemas, los puntos suspensivos entre corchetes [...] indican los casos en que la grabación se hacía ininteligible por falta de volumen o presentaba lagunas. En esta reconstrucción escrita se buscaba redondear las ideas manteniendo las ventajas de cada uno de esos dos registros, aunque es igualmente posible que sólo se noten las desventajas de ambos. Pero alguna clase de riesgo había que correr.


[...] Hugo Rojas ha puesto un telón de fondo que me ahorrará ciertas reflexiones relativas al tratamiento que hace Freud del texto literario y del talento artístico. Si descontamos la cuota de cortesía o de modestia protocolar que pudiera atribuírsele a Freud en esas declaraciones recién citadas por Hugo, resulta de todos modos bastante obvio que Freud respetaba sinceramente el arte y la literatura como accesos al psiquismo profundo. Lo que yo pensaba decir sobre ese aspecto ya está suficientemente claro, de modo que omitiré esa parte de mi exposición. Aclaro, además, que no traigo propiamente escrita mi ponencia, aunque sí tengo punteadas diversas ideas que me gustaría compartir con ustedes ahora; probablemente, algunas de esas ideas las reservaré para plantearlas luego en la mesa redonda.


[I]

En primer término, quisiera hacer un par de planteamientos respecto a la individuación creadora. Se trata de un tema preliminar, pero no tangencial, en relación con el asunto que nos reúne. Mucho menos en este caso, porque Nicanor Parra debió desarrollarse y consolidarse como creador en un contexto especialmente complejo. Mirada desde afuera y a medio siglo o más de distancia, la escena poética de Chile puede parecer bastante habitable, porque en Chile ya nos hemos ido acostumbrando a que en cada generación emerjan talentos poéticos originales, o que por lo menos no se limitan a ser epígonos o prosecutores de proyectos ajenos y anteriores. Sin embargo, crecer y hacerse espacio en un medio hegemonizado por figuras previas es un proceso extraordinariamente arduo y desafiante, sólo recomendable a sujetos con bastante fuerza yoica y considerables grados de autonomía y salud mental.

Por ejemplo, se ha hablado bastante respecto de la importancia que tuvo para Nicanor la presencia de Neruda; pero habría que decir que esa situación es por lo menos bilateral, ya que Neruda tampoco parece indiferente a la presencia de este hermano menor que se resiste a ser hijo o discípulo y que, al contrario, insiste en individuarse en una dirección bastante distinta y en varios sentidos opuesta. Agréguense, además, otros dos elementos de juicio: por una parte, Neruda constituía una voz dominante no sólo en Chile, sino en toda Latinoamérica; por otra parte, a esa presencia perturbadora se sumaban también poetas reconocidos y nada tímidos, como Vicente Huidobro y Pablo de Rokha.

Por lo demás, fuera de Chile también se hacían sentir otros padres tutelares. En un ensayo publicado hace unas tres décadas, Benedetti sostuvo que en la poesía latinoamericana gravitaban dos grandes presencias: el peruano César Vallejo y el chileno Pablo Neruda, con notables diferencias en el influjo ejercido por cada uno: más silencioso el de Vallejo, pero también más liberador, mientras que el de Neruda solía resultar seductor, pero también -y por lo mismo- poéticamente frustáneo, casi esclavizador. Y cualquiera que lea a los mejores poetas de los años cincuenta y sesenta comprobará que efectivamente ningún nerudiano logró desarrollar una voz propia, mientras que los mejores -desde Parra y Gonzalo Rojas hasta Cardenal, Lihn, Cadenas o Teillier- están mucho más cerca de la humildad y el condolor vallejianos que del mesianismo nerudiano.

En un cierto sentido, el éxito de la antipoesía -por ejemplo, su asimilación, en mayor o menor grado, por parte de tantos poetas latinoamericanos- puede explicarse en gran medida por la promesa de liberación que ella implicaba. Por supuesto, esa liberación se había iniciado mucho antes (con Huidobro y sobre todo con Vallejo); pero la antipoesía la intensifica decididamente. Con todo, los méritos de la antipoesía tampoco consisten exclusivamente en haber oxigenado una atmósfera de encierro, como espero mostrar en esta intervención.


[II]

Para hacerle honor al título del seminario que nos convoca, comenzaré por dar algunas pistas de carácter psicoanalítico o al menos psicológico. Empiezo por una casualidad curiosa, que ya he hecho notar en otras ocasiones, pero que ahora quisiera compartir con ustedes: por destino o lo que fuere, las iniciales de Nicanor Parra, N. P., son exactamente las mismas de Pablo Neruda, pero invertidas, o sea, P.N. Es también curioso que P. N. se lea ‘peene’, o sea, casi como ‘pene’. Por mucho que uno evite sobreinterpretar estos datos puramente azarísticos, cuesta no relacionar lo anterior con una eventual visión lacaniana de Neruda como el gran falo o totem sagrado de la poesía chilena. Esto podría entenderse también como un mero chiste inicial, un recurso para romper el hielo antes de exponerles los planteamientos de fondo. Pero déjenme recordarles que, más o menos en esta línea -y por cierto con más humor que yo-, el propio Nicanor comentó alguna vez lo siguiente: “Neruda nació en Parral, pero yo no nací en Nerudal”.

[...] Cuando un creador siente bullir dentro de sí la pulsión creadora, intuye que deberá arreglárselas para proteger su propia identidad en armonía con esa suerte de ecosistema en que deberá desenvolverse. Árboles antiguos y/o muy crecidos le harán sombra; diversos depredadores podrían fagocitarlo; otros especímenes podrán atraerlo y mantenerlo a su servicio; quizás no falten congéneres que establezcan con él relaciones simbióticas y rara vez de cooperación. Estos vínculos extraños se dan de hecho en el arte y la literatura, y con una frecuencia y un dramatismo mucho mayores que los imaginables. En todo caso, pueden y acaso deben entenderse más bien como pruebas o desafíos preparatorios para la individuación creadora.

Pero ocurre que en este país la canonización de las obras literarias corre a parejas con la beatificación de sus autores; quizás la aureola de intocables con que se va nimbando a los creadores sea simplemente una manera de ahorrarse el trabajo de leerlos en serio. Gabriela Mistral puede ser un caso de ésos; Neruda, otro. Digamos las cosas por su nombre: una figura como Neruda sólo atrae y/o acepta admiradores y aduladores, pero no amigos. La santificación de Neruda, que subsistirá por muchos años, impide conocer los pormenores de las relaciones Parra y Neruda. Una pista al respecto la dio el propio Parra en 1962, en un discurso de recepción de Neruda en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile: “Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado”.

En el caso concreto de Nicanor, creo que esa dificultad fungió como un estímulo para la individuación creadora; es más: creo que resulta muy visible en la textura a ratos erizada de la antipoesía. Pero si ustedes piensan que estas menciones a Neruda son injustificadas, les recordaré otra declaración reveladora. En 1969, Nicanor había publicado Obra Gruesa y había recibido el Premio Nacional de Literatura; además, sus poemas se venían leyendo en múltiples idiomas desde hacía al menos una década, de modo que ya era indiscutiblemente una figura continental; pues bien, en ese momento apoteósico alguien lo entrevista en su casa de veraneo en Isla Negra y le pregunta más o menos lo siguiente: “¿Cómo se siente usted, ahora que es evidente que se proyecta como el principal poeta vivo de Latinoamérica?”. Nicanor sólo declaró: “No aspiro a ser el mejor poeta de América Latina; me conformaría con ser el mejor poeta de Isla Negra”. Como ven, esta respuesta no es sólo ingeniosa y ambigua, sino representativa de un cierto humor chilensis. De hecho, en su estructura se parece bastante a un chiste de la revista Condorito, en que alguien llega a un pueblito y ve un local con un letrero donde se lee: Aquí se vende la mejor chicha del país. Sigue caminando y al lado encuentra un segundo local, cuyo cartel dice: Aquí se vende la mejor chicha del mundo. Al lado de ése hay un tercer local, cuyo letrero dice simplemente: Aquí se vende la mejor chicha de la cuadra.

En ambos casos hay un paso oblicuo ante la trampa de la grandilocuencia; en ambos casos se responde con la misma cazurronería para desenmascararla. También llama la atención una idéntica ambigüedad de carácter paradójico: en un plano, la respuesta de Nicanor descarta el parámetro grandioso (“no aspiro a ser el mejor poeta de América latina”) y afirma la sobriedad y la modestia (“me conformaría con ser el mejor poeta de Isla Negra”); en otro plano, se da a entender que, como Neruda es el habitante más conocido de Isla Negra y también el poeta más reconocido del subcontinente, superarlo como mejor poeta de Isla Negra implica superarlo también en toda América Latina. Idéntica conclusión paradójica se impone ante el tercer letrero, en el caso del chiste de Condorito. Estamos, pues, en presencia de un discurso que parece autocontradictorio, pero que en realidad exhibe deliberadamente sus polaridades, sin avergonzarse por ellas. No se trata entonces de una paradoja involuntaria, sino de una voluntad de integración que intenta asumir al mismo tiempo los dos polos.


[III]

Para terminar con el tema de las relaciones entre Neruda y Nicanor, quisiera recordarles que a Alturas de Machu Picchu, quizás el más celebrado poema nerudiano, se podría perfectamente oponer un pequeño texto que en principio no parece en absoluto antinerudiano, y probablemente no lo sea, si bien admite igualmente una lectura irónica. Me refiero a “Amor no correspondido”, subtitulado Huainito y publicado en Hojas de Parra. Lo citaré íntegro, porque es breve:

Bajando de Machu Picchu
perlas challay
me enamoré de una chola
chiguas challay
más linda que una vicuña,
perlas challay
pero ella no me hizo caso,
palomitay!

Eres demasiado viejo,
perlas challay
me dijo y huyó riendo
chiguas challay
y yo me quedé pensando
chiguas challay
qué cosas tiene la vida
palomitay!

Mejor que me vuelva a Chile
perlas challay
donde me espera mi vieja
chiguas challay
con mis siete ratoncitos
perlas challay
y aquí no ha pasado nada
huifayayay!!!

Ustedes se dan cuenta de que, más allá de si se trata de un texto autobiográfico o no, en él resulta relevante esa especie de autoironía y de autosarcasmo: el hablante se ríe de sí mismo. No estamos aquí ante el lírida que poetiza el instante en que enfrenta el espejo o se asoma a la ventana para verse pasar; tampoco estamos frente a un profeta laico que se asume mesiánicamente como la voz de todos; mucho menos podría decirse que es el amante modelo o un Casanovas exitoso con cuyas conquistas podrían los lectores olvidar compensatoriamente sus frustraciones amatorias o “realizar” imaginariamente sus fantasías al respecto. En lugar de eso tenemos un sujeto común y corriente -como la mayoría de los lectores y de los mortales-, con más penas de amor por confesar que hazañas para exhibir. Noten además que, en lugar de la conocida invitación nerudiana (“sube a nacer conmigo, hermano”), aquí se parte al revés: “Bajando de Machu Picchu...”. Resultan muy simbólicos el verbo (bajar), el lugar mencionado (la ciudad sagrada de los incas, hoy convertida en atracción turística) y, sobre todo, el contexto aludido (en poesía, mencionar Machu Picchu implica evocar casi pavlovianamente a Neruda). Por si piensan que estoy forzando el texto para hacerlo significar lo que él de ninguna manera expresa, aclaro que estoy hablando de connotaciones, no de denotaciones explícitas; por lo demás, ante una audiencia psicoanalítica, no deberíamos abstenernos de considerar los subtextos inconscientes que pueden latir bajo los textos (en especial tratándose de poemas, género tan sobredeterminado). Por otra parte, ellos mismos pueden ser bastante nítidos. Recuérdese, por ejemplo, “Manifiesto”, que precisamente comienza con un par de versos muy afines a los citados: “Señoras y señores / Esta es nuestra última palabra. -Nuestra primera y última palabra- / Los poetas bajaron del Olimpo.” De nuevo aparece aquí la idea de bajar de ciertas alturas prestigiadas y supuestamente prestigiosas (el Olimpo y toda esa “siutiquería grecolatinizante”, como dirá en Mai mai peñi / Discurso de Guadalajara). En principio, este hablante ni siquiera tiene algo muy relevante que contarle a la comunidad; apenas poetiza un episodio que, mirado con cierto detenimiento, más bien parece dejarlo en ridículo. Pero resulta que esa misma sencillez del hablante, que en un plano lo hace descartable como posible candidato a profeta u oficiante mayor de la liturgia poética, en otro plano lo reivindica como ser humano, porque está hablando desde esa fragilidad humana que todos compartimos. En lugar de las altas cumbres –inhabitables por definición–, el poeta baja al valle comunitario en que los mortales compartimos con humor nuestra precariedad, nuestros pequeños fracasos.

Nótese además que en ambos casos se reivindican las minorías étnicas incorporando sus dialectos: el mapuche (Mai mai peñi) y el quechua (chiguas challay). Aunque un abanico similar había quedado abierto mucho antes: “Lo que el difunto dijo de sí mismo” (Versos de salón): “Escribí en araucano y en latín / Los demás escribían en francés / Versos que hacían dar diente con diente”. En el fragmento precitado no nos sorprende sólo la paradoja del título, sino también la coexistencia de ese sarcasmo antieuropeísta (“Los demás escribían en francés”) y la presentación autocontradictoria de un hablante que dice haber escrito en araucano y en latín (lo cual es correlativo a haber escrito antipoemas y poemas, versos de crítica social y otros más bien “de salón”).

Y si alguien cree que se trata de simples casualidades, me permitiré citar “Soliloquio del Individuo”, último texto de Poemas y antipoemas: “[...] Yo soy el Individuo. / Bajé a un valle regado por un río, / Allí encontré lo que necesitaba, / Encontré un pueblo salvaje, / Una tribu, / Yo soy el Individuo [...]”.

¿Acaso no reencontramos en estos versos la misma dialéctica entre la altura y el valle, la tribu y el Individuo (con mayúscula), la lengua y el habla, el consciente y el inconsciente (individual y colectivo)?


[IV]

Ahora bien, como la antipoesía es mucho más que esa episódica autoafirmación frente a un Neruda totémico, creo que podemos bajarnos de ese tren y continuar nuestro viaje por otros carriles. Siguiendo una vía aparentemente anecdótica, arribaremos más rápidamente al terreno propicio para discutir sobre la antipoesía y sus posibles relaciones con el psicoanálisis.

Espero que avancemos en dirección al tema que me parece más relevante destacar en un encuentro como éste y que se menciona en el título con que se anunció esta ponencia: ecología de la psique.

Vale la pena traer a colación la tesis de Harold Bloom. Reducida esquemáticamente, esa tesis afirma que un creador necesita leer mal a los contemporáneos o a los antecesores que admira y/o gravitan con demasiado peso en la escena en que él está actuando; de lo contrario, su talento se troncharía por un sentimiento de inferioridad y no habría individuación propiamente tal. Por cierto, Bloom ofrece muchos matices al exponer su tesis, pero para los efectos de estas reflexiones puede bastarnos esa versión sumaria que acabo de hacer.

En el caso de Nicanor, ¿en qué consistió su estrategia de “leer mal” a los poetas precedentes? En otras ocasiones he hablado de la antipoesía como una democratización intrasubjetiva del poeta. Con eso he querido decir que, más marcada y programáticamente que en cualesquiera otras poéticas, en la poética parriana es primordial la asunción de las contradicciones personales como un hecho legítimo a partir del cual el poeta comienza una suerte de desalienación. En casi todas las poéticas previas, el hablante evita asumir sus polaridades y sus contradicciones; se inventa una coherencia personal que sólo existe en el papel. En cambio, en la vida real, los humanos somos comparables precisamente porque compartimos el rasgo humanísimo de ser contradictorios. Trasladada esta convicción a la poesía, ese hecho obliga al autor a asumir las múltiples formas con que en él encarna esa inautenticidad inevitable, esa falta de integración interior. El sujeto de la antipoesía no es un individuo en el sentido etimológico de la expresión (es decir, un ser indiviso, sin divisiones internas); al contrario, es más bien un indivi/dúo: un sujeto con conciencia de ser a lo menos un dúo: el “yo actual” y otro “yo virtual” que contradice al primero. Entre esas polaridades se despliega el discurso antipoético. A veces esa reivindicación del carrusel de yoes parece un simple caos más o menos patético, como en “Rompecabezas”, texto perteneciente a Poemas y antipoemas: “[...] Yo soy un tipo ridículo / [...] / Me río detrás de una silla, / mi cara se llena de moscas. // Yo soy quien se expresa mal / expresa en vistas de qué ...” Otras veces el discurso fluctúa entre un ser íntimamente desacordado, en pugna interior consigo mismo, y otro ser más bien chacotero, como en “Saranguaco”, de La camisa de fuerza: “Es de noche, no piensa ser de noche / es de día, no piensa ser de día. // Cómo va a ser de noche si es de día / Cómo va a ser de día si es de noche / ¿Creen que están hablando con un loco? // [...] // Lo que sucede es que me siento mal / [...] / Cómo que mal: ¡me siento perfectamente! / ¡En mi vida me he sentido mejor! / ¡Ojalá me sintiera desdichado! // Observen bien y verán / que estoy riéndome a carcajadas”.

Creo que la estrategia parriana consistió en exigirle a la poesía previa esa prueba de realismo psicológico y humano elemental. Siguiendo la tesis de Bloom, resulta fácil imaginar a Parra tratando de “leer mal” a los poetas previos, a fin de hallar un espacio en que su genuina individualidad creadora pudiera desarrollarse con autonomía. Imagino que en su juventud Nicanor escrutaba la poesía vigente sometiéndola a un test de realismo psicológico para detectar hasta qué punto cada poeta asumía, en sí mismo, las zonas virtuosas y las zonas precarias del ser humano. ¿Registraba este autor las contradicciones del ser humano real? ¿Las asumía como propias o, al contrario, cultivaba la cosmética consoladora de autorretratarse como un ser coherente? Seguramente, en casi todos los casos la respuesta era negativa, y entonces Nicanor iba descartando cada una de esas opciones poéticas, recusándolas como simples variantes de una misma enajenación y un mismo autoengaño. Desde esa perspectiva, prácticamente toda la poesía previa podría resultar cuestionable. Con la excepción de Arquíloco, Villon o algunos pocos autores, los poetas no parecen interesados en asumir y menos en exhibir las contradictorias oscilaciones interiores. Y eso torna a la poesía casi inevitablemente artificial para una mayoría.

Sin embargo, el lector tampoco está acostumbrado al espectáculo de un poeta que asume en público sus fragmentaciones internas. Más incluso: espera que el poeta le ofrezca una escena íntima relativamente sublime. Y del mismo modo supersticioso en que ciertas tribus primitivas linchan al emisario que trae malas noticias, así también Poemas y antipoemas provoca –desde su publicación en 1954 e ininterrumpidamente– reacciones airadas y ultraconservadoras. Otros críticos y lectores reconocían la belleza de ciertos poemas indudablemente líricos (“Es olvido”, “Hay un día feliz”, “Se canta al mar”), pero arriscaban la nariz ante los antipoemas propiamente tales. Al mismo tiempo, la sección de los antipoemas fue celebrada por muchos como una renovación auténtica y saludable, verdaderamente oportuna en momentos en que la poesía en español era “el paraíso del tonto solemne”, como dirá en “La montaña rusa”, de Versos de salón (1962).

Pero tanto los partidarios de los poemas como los entusiastas de los antipoemas han pasado por alto esa humilde y brevísima conectiva “y”, que, como decía antes, es mucho más que la simple conjuntiva sintáctica o semántica que suele ser: con su diminuta y casi imperceptible presencia, la “y” que conecta los “poemas” y los “antipoemas” es también una invitación pragmática, un recordatorio que el lector debe tener en cuenta para “deconstruir” y superar de una buena vez las falsas dicotomías. Notemos, para empezar, que Poemas y Antipoemas es ya desde el título una propuesta bipolar: lirismo subjetivo (incluso tradicional) y conversación comunitaria, afirmación y negación, orden y aventura, tradición e innovación. En una segunda lectura, pues, la partícula “y” revela ser mucho más importante de lo que se suele creer: pasa casi inadvertida, pero sin ella no hay unión ni integración. Del mismo modo, cada antipoema reivindica -a través de la ironía y el doble sentido- los dos significados polares. Insisto: los dos y no uno solo.

Si hubiera querido privilegiar el aspecto más novedoso o desafiante del libro, Nicanor podría haberlo titulado Antipoemas a secas. Por lo demás, así como externamente el título se compone de esos tres términos, así también internamente el libro se compone de tres grupos de poemas (I, II, III). Si en un plano reivindica el caos, en otro ofrece mucho orden. Al fin y al cabo, eso es un ser vivo: sístole y diástole, eros y tánatos en una sola globalidad que logra su coherencia precisamente gracias a la aceptación de la polifonía natural de sus diálogos internos.


[V]

Si seguimos el recorrido que el propio libro nos propone, confirmamos rápidamente lo antes dicho. No encontraremos en él sólo radicalidad, sino además –y sobre todo– una riquísima diversidad. El espectro va desde un poema familiar dirigido a su hija “Catalina Parra” (ocho estrofas de hexasílabos con rima asonante), hasta la descarnada denuncia de “Los vicios del mundo moderno”, poema que, oscilando entre la enumeración caótica y el discurso racional, termina en una conclusión libertaria, pero que no se hace ilusiones consoladoras respecto a una hipotética solución colectiva: “Tratemos de ser felices, recomiendo yo, chupando la miserable costilla humana. / Extraigamos de ella el líquido renovador, / Cada cual de acuerdo con sus inclinaciones personales. / ¡Aferrémonos a esta piltrafa divina! / Jadeantes y tremebundos / Chupemos estos labios que nos enloquecen; / La suerte está echada. / Aspiremos este perfume enervador y destructor / Y vivamos un día más la vida de los elegidos: / De sus axilas extrae el hombre la cera necesaria para forjar el rostro de sus ídolos. / Y del sexo de la mujer la paja y el barro de sus templos. / Por todo lo cual / Cultivo un piojo en mi corbata / Y sonrío a los imbéciles que bajan de los árboles”.

Significativamente, el libro concluye con ese “Soliloquio del Individuo”, que ya comenté. Por ahora sólo quisiera llamar la atención hacia el título. Un “soliloquio” es la locución de un solo hombre y/o también la locución de un hombre solo; en cualquier caso, parecería redundante insistir en que se trata del soliloquio de un individuo. Sin embargo, no se trata de un individuo: quien habla es el Individuo, el hombre por antonomasia, la persona humana arquetípica (de ahí la mayúscula).

En otras palabras, Poemas y antipoemas traza una larga espiral dialéctica que va y viene entre el individuo, el indivi/dúo y el Individuo con mayúscula. El individuo habita la desolación y evoca –en una mezcla de nostalgia y melancolía– episodios amorosos (“Es olvido”, “Cartas a una desconocida”), personales o familiares (“Catalina Parra”, “Hay un día feliz”, “Se canta al mar”). El indivi/dúo se autoacompaña al observarse a sí mismo y asumiendo luego –públicamente y sin disociarse– sus contradicciones internas, como en ese “Epitafio” tan conocido: “[...] Ni muy listo ni tonto de remate / Fui lo que fui: una mezcla / De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!”. Finalmente, el Individuo con mayúscula asume la dialéctica entre su subjetividad y la intersubjetividad de la tribu, posibilitando así la emergencia de un auténtico poeta (un brujo de la tribu, como gusta decir Nicanor). Así, pues, “con una voz ni delgada ni gruesa”, este poeta puede trascender los meros dramas privados y sintonizar con los anhelos y dramas profundos de la comunidad, orientándose hacia ella por una vía natural, no programática. Y ello ocurre porque en la antipoesía –y muchas veces en un mismo antipoema– se conjugan tendencias que en casi todos, y hasta en la propia cultura, se viven como polaridades inconciliables.

En este sentido, resulta elocuente “Solo de piano”, de Poemas y Antipoemas. Es un texto relativamente breve, que opera como una suerte de articulador dialéctico entre las polaridades ya aludidas, que son muy nítidas en ese libro, pero que cruzan toda la obra parriana: “[...] Ya que también existe un cielo en el infierno, / Dejad que yo también haga algunas cosas: // Yo quiero hacer un ruido con los pies / Y quiero que mi alma encuentre su cuerpo”. Una vez más, estamos ante la relativización de las dicotomías: ‘cielo versus infierno’, e incluso ‘hombre versus Dios’: “[...] Ya que nosotros mismos no somos más que seres / (Como el dios mismo no es otra cosa que dios)”. ¿Puede ser mera coincidencia que “dios” aparezca aquí con minúscula –y reducido a “cosa”– y en otro poema del mismo libro el Individuo aparezca con mayúscula? ¿No subyace a todo ello una misma poética y hasta una cosmovisión integradora?

[VI]

Esa especie de rebeldía humana ante el orden divino se dejaba ver también en Cancionero sin nombre (1937). No lo tengo a mano, pero recuerdo que sus versos iniciales dicen algo así como: “Permiso, vengo a matar un ángel”. En todo caso, se trata de otra constante que atraviesa de punta a cabo la obra parriana. Baste recordar Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979) y “Poemas del Papa”, incluidos en Hojas de Parra (1985).

Pero el personaje central de la obra parriana no es meramente un heresiarca ni un remiso luciferino. Más bien se trata de alguien que, como ya hemos anotado, ejerce su derecho a contener varios yoes, sin permitir interferencias ni presiones externas que pudieran infundirle falsos pudores o inducir mediaciones de otra índole.

En este sentido, la autonomía de Parra es incomparablemente más subversiva que la hallable en ciertos poetas programáticos, que se limitan a versificar acríticamente media docena de slogans. La antipoesía nos interpela en nuestra condición de seres pensantes, y hacerse el desentendido ante sus preguntas incómodas no resuelve los problemas que ella y la realidad misma nos ponen enfrente. Véase, como ejemplo, el poema “Regla de tres”, incluido en La camisa de fuerza:

Independientemente
De los veinte millones de desaparecidos
Cuánto creen ustedes que costó
La campaña de endiosamiento de Stalin
En dinero contante y sonante:

Porque los monumentos cuestan plata.
Cuánto creen ustedes que costó
Demoler esas masas de concreto?
Sólo la remoción de la momia
Del mausoleo a la fosa común
Ha debido costar una fortuna.

Y cuánto creen ustedes que gastaremos
En reponer esas estatuas sagradas?

Se advierte en seguida que lo relevante de este texto no es tanto la protesta por el culto a la personalidad de Stalin, ni siquiera el costo económico que ella supuso –si bien eso está explícitamente aludido–, sino la pregunta final. En efecto, da la impresión de que ese endiosamento tuvo “éxito” no sólo por el manejo propagandístico, sino también porque respondería a una religiosidad desplazada que parece connatural al sujeto y/o al colectivo. En cualquier caso, lo inquietante de la pregunta final (“Y cuánto creen ustedes que gastaremos / En reponer esas estatuas sagradas”) es su presuposición: más allá de cuánto tiempo y dinero nos vaya en ello, implícitamente afirma que una extraña tendencia nos llevará –de modo imperceptible y fatal– a cometer el mismo error de deificar figuras humanas (que, por si fuera poco, no merecen ni de lejos semejante sacralización).


[VII]

Para mantener y reforzar su autonomía, el antipoeta ha debido evolucionar y crear diversos personajes. Al comienzo predominaba una suerte de energúmeno, alguien capaz de cultivar “un piojo en la corbata” y de sonreír de los “imbéciles que bajan de los árboles”. Junto a ese personaje cohabitan el ingenuo que se deja explotar por una suerte de vampiresa (“La víbora”) o por unas tías fingidoras (“El túnel”); el autocrítico que traza un retrato nada complaciente de sí mismo (“El peregrino”, “Recuerdos de juventud”, “La trampa”); un poeta lúcido y asertivo que explicita polémicamente su credo poético (“Advertencia al lector”, “La montaña rusa”, “Pido que se levante la sesión”) y que al mismo tiempo versifica con humor la denuncia social (“Autorretrato”, “Los vicios del mundo moderno”, “Noticiario 1957”). La lista de personajes incluye también a un sujeto profundamente conocedor de sus raíces folklóricas (La cueca larga) y populares (“Los dos compadres”), que sin embargo coexiste sin dificultades con otro más cosmopolita, cuyos textos incorporan burlonamente en francés un intertexto mallarmeano (“Ars poétique”) o un concentradísimo metapoema en inglés: “Poetry / the illegitimate child / of Mrs. Reason / & Mister Mys(t)ery”. Del mismo modo, la línea humorística puede ir desde el sarcasmo (“Canción para pasar el sombrero”) hasta el absurdo (“Proyecto de tren instantáneo entre Santiago y Puerto Montt”), para luego adelgazarse y aproximarse al ejercicio lúdico (como en “Anagramas”). Agreguemos todavía al sujeto preocupado tanto del colapso ecológico como de la identidad cultural latinoamericana (Mai mai peñi...) y de la situación política del país y del mundo.

Aunque esta pluralidad de yoes podría resultar babélica, el lector termina por acostumbrarse a ella en cada libro. Quizás previendo esa posible habituación, el antipoeta vuelve a desconcertar, esta vez saltando fuera del marco llamado libro. Un primer salto en tal sentido fueron los Artefactos, que se publicaron durante el gobierno socialista y popular de Salvador Allende (1972); una década después, el gesto se reitera con los Chistes para desorientar a la poesía/policía, que aparecen en plena dictadura de Pinochet, precisamente en el año previo (1982) a las movilizaciones ciudadanas que preludiaron su fin. En ambos casos se trata, ya no de libros, sino de cajas con tarjetas. Esas tarjetas (“artefactos” o “chistes”) están a menudo manuscritas: advertimos así una proximidad grafológica, que al mismo tiempo se relativiza por el relieve que alcanzan las ilustraciones de artistas plásticos. Como obras en colaboración, ambas ponen en cuestión el concepto de “autor” y reivindican un quehacer grupal y cooperativo que tiende puentes entre la poesía y las artes gráficas. Pero además las tarjetas están hechas como postales, de modo que pueden partir literalmente en cualquier dirección y hacia cualesquiera emisores. Esta diáspora de mensajes no es, sin embargo, un caos, ya que en los dos casos los contiene una cajita de cartulina. En cierto modo, eso es la representación sensible de la antipoesía: un hormiguero de yoes moviéndose dentro de un libro; hasta cierto punto, también ésa es una maqueta de la sociedad y de un país: una multitud de individuos coexistiendo o aprendiendo a coexistir en armonía. Y es gracias a esa armonía y a las eventuales desarmonías que el todo llega a ser más que la suma de sus partes.

Párrafo aparte merece el caso de Sermones y prédicas del Cristo de Elqui. Más allá del juicio estético sobre el libro, resulta pertinente observar aquí la serie de mediaciones que él supone. Tenemos en primer lugar a Nicanor Parra como poeta firmante; en segundo lugar, asoma un personaje real, en su momento conocido como Cristo de Elqui; en tercer lugar, este personaje, que era un predicador muy sui generis (algo así como un Juan Bautista chilensis), efectivamente publicaba sus textos, de modo que puede considerarse un autor; en cuarto lugar, cabe consignar que este autor en realidad tenía una existencia cívica y (como todos) una identidad (se llamaba Domingo Zárate Vega). Dado que Nicanor Parra se vale intertextualmente del Cristo de Elqui para decir lo suyo, en el texto predomina una indeterminación muy alta, pues nunca se sabe quién está hablando: cada enunciado podría ser atribuido a Domingo Zárate Vega o bien a “El Cristo de Elqui”, como también a Nicanor Parra mismo o a un hablante ocasional, como en otras obras suyas. Noten que en este caso están operando además, como gran intertexto y metatexto, los cuatro evangelios –no siempre coincidentes–, o sea, los sermones y prédicas del Cristo real.

En virtud de esta suerte de democracia intrapsíquica o psicodramática (en el sentido de J. L. Moreno), los personajes o hablantes se turnan en el protagonismo de la escena antipoética, y su convivencia no responde a otro principio que la autorregulación. En este sentido, esta ecología de la psique es un modelo en miniatura de una comunidad capaz de autogobernarse por reglas de escala humana y ecosistémica. De ahí la siguiente autodefinición incluida en Mai mai peñi: “Terminaré x [por]donde debí comenzar / ni socialista ni capitalista / sino todo lo contrario: ecologista”. También resulta coherente que a continuación transcriba la propuesta de Daimiel (una declaración colectiva publicada a raíz de un encuentro ecologista español): “entendemos x [por] ecologismo / un movimiento socioeconómico / basado en la idea de armonía / de la especie humana con su medio / que lucha x [por] una vida lúdica / creativa / igualitaria / pluralista / libre de explotación / y basada en la comunicación / y colaboración de las personas”.


[VIII]

Entre todos estos personajes de la antipoesía, hay uno que merece una mención aparte. Me refiero a Nadie. Hace su aparición fantasmal en una obra de teatro que –bajo el título de Hojas de Parra y a partir de textos inéditos de Nicanor– los actores José Manuel Salcedo y Jaime Vadel montaron en una carpa de circo. En ese momento (1975) la situación política del país no estaba para bromas, y la carpa terminó incendiada por agentes de seguridad del régimen militar. ¿En qué residía lo subversivo de esa obra? Ocurre que en ella se promovía a un candidato presidencial llamado Nadie, nombre que permitía a sus partidarios aclamarlo con consignas del siguiente tipo: “¿Quién nos sacará del subdesarrollo? ¡¡¡Nadie!!! ¿Quién defiende los derechos del pueblo? ¡¡¡Nadie!!!”
Cabe consignar que la acción transcurría en las inmediaciones de un cementerio, cuyo crecimiento iba llenando de tumbas la escena. Como se comprenderá, el simbolismo no podía resultar grato a una dictadura mortífera.

Sin embargo, creo que el personaje Nadie no se agotaba en esa denuncia paradojal (que seguramente Ionesco hubiera suscrito con sumo gusto). La indefensión de esos años era un sentimiento profundo y soterrado de millones de chilenos, y esos parlamentos zumbones contaban con la complicidad del típico humor negro chileno. Pero, sin perjuicio de ello, esa aclamación del candidato Nadie admitía también una lectura existencial. Así como colectivo en desamparo puede encontrar a su profeta para orientarse hacia un mañana mejor, así también en cualquier hombre que se ausculte y asuma honestamente sus contradicciones brota un yo nuevo. De cara a su Sahara interior, un hombre se torna paradójicamente fértil. Al asumirse como un don Nadie, uno se recontacta con su nadidad original y se reconcilia con uno mismo y, a partir de eso, con los otros. Un don Nadie es, pues, un habitante de la Nada (un nadaícola, si se nos permite el neologismo). Pero esa Nada es fértil y sociable. Un poeta o un artista genuinamente “original” es precisamente alguien que en cierto modo se ha “originado” a sí mismo. Escarbando en su propio baldío, conociendo uno a uno sus múltiples yoes, ese hombre empieza a reconocer –para sí y para otros– su precariedad y su falta de sustancia. Al mismo tiempo, y por una extraña paradoja, ese hombre cumple una función ecosistémica invalorable e insustituible: comprobando y mostrando su esclavitud interior, da muestras de estar un poco libre o, al menos, en condiciones de valorar y conquistar su libertad; por lo mismo, estará también en condiciones de reconocer, respetar y promover la libertad del otro.

A propósito de esto, recuerdo una entrevista publicada en la Revista Cosas, quizás en 1981 ó 1982. Cuando se le pregunta cómo espera ser recordado, Nicanor respondió: “Como alguien que hizo algo de la nada”. De nuevo tenemos un mensaje en dos planos: en primer término, podría parecer una respuesta un tanto arrogante, pues nada puede provenir de la nada; en segundo término, descubrimos que la respuesta también se puede entender en clave existencial: haber encarnado y luego encarado la ‘nada’, y haber hecho ‘algo’ a partir de eso. Y ese ‘algo’ quizás sea haber construido un self trascendente; sólo que ese self trasciende gracias a que periódicamente desciende a recorrer su propio caos y a auscultar la polifonía interior, las quejas, cuitas y balbuceos de sus otros yoes reprimidos.

Recordemos el poema “Yo pecador”, una seguidilla caleidoscópica de autodefiniciones: “[...] Yo sacristán obsceno / Niño prodigio de los basurales”. La antipoesía es entonces una empresa de reciclaje operando en los basurales del hombre (su nadidad, su humanísima incoherencia) y de Occidente (Chile, un rincón de América Latina y el Tercer Mundo).

En este sentido, creo que la antipoesía nos sugiere la posibilidad de completar el modelo freudiano del hombre por la vía de concebirlo como un proyecto ampliable. Las conocidas dicotomías freudianas (procesos primario y secundario, psiquismo inconsciente y psiquismo consciente, ello y yo) serían como el subterráneo y el primer piso de una casa inconclusa. La búsqueda de una ecología intrasubjetiva sería, pues, un proceso terciario y supraconsciente. Si es verdad que el lenguaje es la morada del ser, la antipoesía se nos propone en principio como la hu/morada del ser, que en última instancia nos invita a ampliar la casa del psiquismo con un nuevo piso o al menos con una mansarda.

Tal dimensión está más allá de las palabras: “¡Qué inmundo es escribir versos!”, se leía ya en “Composiciones”, texto incluido en Versos de salón. Efectivamente, el antipoeta se definía allí –y en los primeros versos– de forma paradojal: “Cuidado, todos mentimos / Pero yo digo la verdad”. Quizás huelga comentar esta variante de la paradoja del mentiroso. Si es verdad que todos “mentimos”, entonces yo también miento, y nada garantiza que no lo esté haciendo ahora mismo; de ese modo, si lo que digo es falso, también es falso que todos mintamos, por lo cual miento al agregar: “Pero yo digo la verdad”. Mi ego cree decir la verdad, y seguramente quiere que sea verdad y que esa verdad resulte creíble. Sólo que, en el “ecosistema” de lo psíquico, el ego resulta ser el gran depredador y máximo contaminador. Y su principal instrumento y mayor orgullo es la razón discursiva y analítica, con todas sus pretensiones de verdad –de todo lo cual esta ponencia no se ha distanciado tanto cuanto querría–. Esa razón sería, pues, un simple espejismo: literalmente, una especulación, un juego de espejos. Tal parece sugerir toda la obra parriana, de la que pueden entresacarse múltiples ejemplos; recuerdo uno de Chistes para desorientar a la poesía / policía (1982), que no tengo a mano, pero que puede citar: “Fume Logos / el cigarrillo de los filósofos occidentales”.

Para salir al paso de esta polución verbal, de este smog semántico creciente, la antipoesía reivindica la polisemia, la ambigüedad, la indeterminación. Del mismo modo que el principio de incertidumbre nos enseña que no es posible progresar simultáneamente en dos tipos de precisión (por ejemplo, midiendo con exactitud la velocidad de las partículas y al mismo tiempo su posición), así también habría una suerte de indeterminación ineludible que el poeta y el hombre deben asumir como barreras infranqueables. Pero la poesía, el humor, la paradoja o el aforismo, así como los proverbios y dichos populares, pueden –si bien sólo por relámpagos– salvar esos límites. De ese modo, haciéndose cargo de la sobredeterminación de lo psíquico, esta poesía se hace cargo también de la indeterminación.

La clave de esos recursos expresivos parece residir en su circularidad. “En el círculo los extremos se tocan”, escribió Heráclito.

Pues bien, veamos unos últimos ejemplos.
–En Trabajos prácticos, hay uno que quisiera citar justamente porque parece muy anodino. Consiste sólo en el conocidísimo cartel comercial que El Mercurio regala a quienes publican en ese diario sus avisos para vender sus bienes:

SE VENDE
EL MERCURIO

Todos hemos visto mil veces ese cartel rojo, cuyo diseño hace que “Se vende” constituya la figura y “El Mercurio” aparezca como fondo. Puesto en la ventana de una casa o de un auto, nos comunica que esa casa o ese coche están en venta. Sacado de su contexto de uso normal y exhibido por sí solo, ese texto parece mudo, pero constituye su propio contexto. En la exposición, descontextualizado y recotextualizado, nadie le encontraba sentido. Pero ocurre que ese cartel también puede leerse como un mensaje polisémico. Así, “El Mercurio se vende” podría entenderse como una invitación para comprar el objeto diario y/o la empresa periodística homónima, pero también como una confesión de venalidad: El Mercurio se vende o se arrienda (por ejemplo, a los poderosos). El espectador puede entonces recordar el aforismo jurídico: a confesión de partes, relevo de pruebas. Sin embargo, hay todavía una cuarta lectura posible: anunciar Se vende en el vacío –con nada cerca que pudiera entenderse como objeto vendible– podría significar precisamente que se vende el aire (cuestión que Neruda en “Oda al aire” esperaba que jamás ocurriera) o incluso que se vende la nada misma; ahora bien, si hasta el aire y la nada están a la venta, entonces todo es mercancía. Una vez más, estamos ante un maridaje de opuestos: lo material y lo incorpóreo, lo tangible y lo intangible, lo dicho y lo no dicho, el todo y la nada.

–En el mismo contexto, Parra diseñó una estampilla con la imagen de Pinochet y una línea que decía simplemente “Correos de Chile”. En este caso el público sonreía con razón: el sello postal constituía una burla frente al autohomenaje del poderoso. Pero eso tampoco era todo; también esa ínfima línea encerraba un segundo mensaje. El verbo ‘correr’ se conjuga en imperativo precisamente así: correos (vosotros); por lo tanto, la estampilla interpelaba a Pinochet diciéndole algo equivalente a: correos, idos del país.

–Pero en materia política Parra ha resultado siempre provocativo, especialmente a partir de Obra gruesa (1969). “Yo comunista, yo conservador”, reza un verso de “Yo pecador”. Aunque no tengo a mano Artefactos (1972), recuerdo bien algunos ejemplos citables como ironías de la Historia. “Cuba sí / Yanquies no”, decía una consigna de los años sesenta y setenta. Entonces Nicanor replicó: “Cuba sí / Yanquies también”. Pero ocurre que algunos de los que se irritaron por ese chiste terminaron años después Estados Unidos y en ciertos casos se quedaron trabajando allá (y no en la URSS), mientras Nicanor se mantiene en el país. “La izquierda unida / jamás será vencida”, voceábamos en esos mismos años. Una vez más, Nicanor reformulaba la consigna en términos que resultaban desafiantes: “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”. Y ocurrió que, tanto en el plebiscito de 1988 como en la elección presidencial de 1989, a Pinochet se lo derrotó con una fórmula –la Concertación de Partidos por la Democracia– que en la práctica se puede definir al menos en parte como “la ‘derecha’ y de la ‘izquierda’ unidas, jamás serán vencidas”. Esa capacidad para adelantarse a la historia lanzando anticonsignas que parecen chistosas y/o provocativas, también trasunta una libertad y un coraje propios de quien se ha dado la molestia de mirarse hacia dentro y ha descubierto sus propias contradicciones, llegando a la convicción de que sus interlocutores también tienen las mismas o peores y que es su carácter proyectivo lo que los torna refractarios a la relativización.

–En Chistes para desorientar a la poesía / policía, una de las tarjetas afirmaba que un reloj descompuesto daba la hora exacta una vez al día. Ignoro si Nicanor lo sabe, pero casi lo mismo se lee en una greguería de Ramón Gómez de la Serna; sólo que Parra agregaba algo que le da mucho más vuelo epistemológico al chiste: “...[En cambio] los demás [relojes] nunca”; es decir, no sólo es verdad que el reloj descompuesto da la hora exacta al menos una vez al día, sino que –paradójicamente y hablando en sentido estricto– los relojes que funcionan lo hacen sin dar jamás la hora exacta. Como se ve, eso ya no es un chiste, pues implica una interrogante de bastante más calado. En última instancia, ¿qué es la hora exacta? Recordemos que Nicanor se doctoró en Física en Inglaterra y fue por muchos años profesor de Mecánica Racional, de modo que la teoría de la relatividad, el principio de incertidumbre y el teorema de Gödel le son perfectamente familiares. Pero he aquí que, sin didactismo ni alardes académicos (o cacadémicos) o epistemológicos (o despistemológicos), se las arregla para mostrarnos que, en la medición del tiempo –como quizás en todo–, la exactitud es relativa por definición.

–Examinemos de cerca otro caso. En 1975, en la revista Manuscritos, Parra publicó una colección de inéditos bajo el título de News from nowhere. Si traducimos directamente, el título equivaldría obviamente a Noticias desde ninguna parte. Sin embargo, basta separar visualmente nowhere para obtener casi lo contrario: now / here, o sea, noticias de ahora y aquí. Una vez más, presenciamos un intento por pasar desde la palabra plana a la palabra plena, desde el decir literal al decir lateral, desde la denotación a la connotación. En términos psicoanalíticos, esta descontextualización y esta recontextualización simultáneas parecen ir tras la fusión y superación de los opuestos: la necesidad y el deseo; lo real y lo imaginario; el símbolo y la pulsión; la comunidad que nos uniforma y la individualidad que reivindica su forma peculiar; la cultura que nos inhibe y la animalidad que pugna por expresarse; la prosa de cada día y la poesía perenne.

–En el video que veíamos recién, grabado en noviembre de 1998, aparece Nicanor leyendo un inédito titulado “Carta del prisionero”. No lo conocía, pero me ha llamado la atención cómo se inicia: “El siglo XX y yo nos estamos muriendo”. Noten que en principio se trata de una constatación seria; sin embargo, de inmediato aparece el humor: “La mansa [inmensa] novedad: ¿quién no se está muriendo?” Esa última pregunta, brotada en un contexto más bien burlón, es, no obstante, una metafísica concentrada y cruda. Si nos limitamos a una recepción superficial, se trata de un mero chiste; sin embargo, también toca un asunto mucho más hondo, pues nos recuerda esa muerte a la que estamos arrojados y que acontece cotidianamente (y no sólo en el último instante de nuestra vida biológica). Pero la antipoesía no necesita citar a Heidegger para instalarse en ese paisaje existencial. En tanto hija “natural” de Nadie y la Nada, retoza allí como a sus anchas, y al exhibir sin falsos pudores su condición de “illegitimate child”, la antipoesía legitima la naturalidad de sus orígenes híbridos.

Estos ejemplos –que por cierto rebasan el marco habitual de la poesía– tienen en común ese mismo extrañamiento o desautomatización perceptual que los formalistas rusos consideraban una función inconfundible del arte. Por esa vía, depurando y flexibilizando la percepción, desmecanizándola, tenemos la posibilidad de reencontrarnos unos a otros y también con nuestra propia dignidad humana. Ésa es una de las respuestas que la antipoesía formula ante su propia pregunta: “[...] ¡Para qué hemos nacido como hombres / Si nos dan una muerte de animales!” (Poemas y antipoemas, “Autorretrato”).


[IX]

Que esta mezcla de humor y sabiduría se llame búsqueda espiritual o existencial, resulta secundario. En estas instancias transverbales –y transpersonales–, las palabras son todas –cual más, cual menos– irremisiblemente inadecuadas. Baste recordar los últimos versos de “Cambios de nombre”, primer poema de Versos de Salón: “Y antes que se me olvide / Al propio dios hay que cambiarle nombre / Que cada cual lo llame como quiere: / Ése es un problema personal”.

En cualquier caso, me parece pertinente citar una frase de Gabriela Mistral –que a esta hora de la tarde debe estar en el cielo tomando mate junto a Pablo de Rokha, Víctor Jara y Violeta Parra, la hermana de Nicanor–. Según nuestra poetisa, “el artista es a su pueblo lo que el alma es al cuerpo”.

Dicho en términos más próximos a “las ciencias de lo psíquico” –aunque mucho menos expresivos que la analogía mistraliana–, un país que aspira a sanarse debe agradecer la existencia de artistas sanadores. Por mi parte, he agradecido sincera y reiteradamente la suerte de haber nacido y vivido en un país y en unos años que me permitieron leer y conocer de cerca a poetas tan individuados y diversos como Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn y Jorge Teillier. Aunque soy psicólogo, nunca se me ocurrió explorar sus obras en busca de “síntomas”. Pero también es cierto que un poeta genuino es inagotable y, por tanto, reclama una lectura más atenta que la que se suele dispensar a los escritos no poéticos. Si esa reflexión les resonara, estas observaciones habrán cumplido su propósito. De todos modos, muchas gracias.


Santiago, Museo de Bellas Artes, viernes 28 de abril 2000

 
 

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Antipoesía y Ecología Psíquica.
Eduardo Llanos Melussa.
Santiago, Museo de Bellas Artes
Viernes 28 de Abril de 2000.