ANTIPOESÍA
Y ECOLOGÍA PSÍQUICA
Eduardo
Llanos Melussa
El viernes 28 de abril del 2000 se efectuó
un Seminario acerca de las relaciones entre Antipoesía y Psicoanálisis.
Por limitaciones de tiempo, el autor no llevó escrito el texto
de su intervención y debió reconstruirlo a partir de
una transcripción, gentileza de Eugenia Jacir. El texto oscila
entonces entre el coloquialismo de la intervención –aunque
podados los anacolutos y demás ripios tan frecuentes en la
improvisación oral– y la formalidad de una ponencia propiamente
tal. Salvo en las citas de los poemas, los puntos suspensivos entre
corchetes [...] indican los casos en que la grabación se hacía
ininteligible por falta de volumen o presentaba lagunas. En esta reconstrucción
escrita se buscaba redondear las ideas manteniendo las ventajas de
cada uno de esos dos registros, aunque es igualmente posible que sólo
se noten las desventajas de ambos. Pero alguna clase de riesgo había
que correr.
[...] Hugo Rojas ha puesto un telón de fondo que me ahorrará
ciertas reflexiones relativas al tratamiento que hace Freud del texto
literario y del talento artístico. Si descontamos la cuota
de cortesía o de modestia protocolar que pudiera atribuírsele
a Freud en esas declaraciones recién citadas por Hugo, resulta
de todos modos bastante obvio que Freud respetaba sinceramente el
arte y la literatura como accesos al psiquismo profundo. Lo que yo
pensaba decir sobre ese aspecto ya está suficientemente claro,
de modo que omitiré esa parte de mi exposición. Aclaro,
además, que no traigo propiamente escrita mi ponencia, aunque
sí tengo punteadas diversas ideas que me gustaría compartir
con ustedes ahora; probablemente, algunas de esas ideas las reservaré
para plantearlas luego en la mesa redonda.
[I]
En primer término, quisiera hacer un par de planteamientos
respecto a la individuación creadora. Se trata de un tema preliminar,
pero no tangencial, en relación con el asunto que nos reúne.
Mucho menos en este caso, porque Nicanor Parra debió desarrollarse
y consolidarse como creador en un contexto especialmente complejo.
Mirada desde afuera y a medio siglo o más
de distancia, la escena poética de Chile puede parecer bastante
habitable, porque en Chile ya nos hemos ido acostumbrando a que en
cada generación emerjan talentos poéticos originales,
o que por lo menos no se limitan a ser epígonos o prosecutores
de proyectos ajenos y anteriores. Sin embargo, crecer y hacerse espacio
en un medio hegemonizado por figuras previas es un proceso extraordinariamente
arduo y desafiante, sólo recomendable a sujetos con bastante
fuerza yoica y considerables grados de autonomía y salud mental.
Por ejemplo, se ha hablado bastante respecto de la importancia que
tuvo para Nicanor la presencia de Neruda; pero habría que decir
que esa situación es por lo menos bilateral, ya que Neruda
tampoco parece indiferente a la presencia de este hermano menor que
se resiste a ser hijo o discípulo y que, al contrario, insiste
en individuarse en una dirección bastante distinta y en varios
sentidos opuesta. Agréguense, además, otros dos elementos
de juicio: por una parte, Neruda constituía una voz dominante
no sólo en Chile, sino en toda Latinoamérica; por otra
parte, a esa presencia perturbadora se sumaban también poetas
reconocidos y nada tímidos, como Vicente Huidobro y Pablo de
Rokha.
Por lo demás, fuera de Chile también se hacían
sentir otros padres tutelares. En un ensayo publicado hace unas tres
décadas, Benedetti sostuvo que en la poesía latinoamericana
gravitaban dos grandes presencias: el peruano César Vallejo
y el chileno Pablo Neruda, con notables diferencias en el influjo
ejercido por cada uno: más silencioso el de Vallejo, pero también
más liberador, mientras que el de Neruda solía resultar
seductor, pero también -y por lo mismo- poéticamente
frustáneo, casi esclavizador. Y cualquiera que lea a los mejores
poetas de los años cincuenta y sesenta comprobará que
efectivamente ningún nerudiano logró desarrollar una
voz propia, mientras que los mejores -desde Parra y Gonzalo Rojas
hasta Cardenal, Lihn, Cadenas o Teillier- están mucho más
cerca de la humildad y el condolor vallejianos que del mesianismo
nerudiano.
En un cierto sentido, el éxito de la antipoesía -por
ejemplo, su asimilación, en mayor o menor grado, por parte
de tantos poetas latinoamericanos- puede explicarse en gran medida
por la promesa de liberación que ella implicaba. Por supuesto,
esa liberación se había iniciado mucho antes (con Huidobro
y sobre todo con Vallejo); pero la antipoesía la intensifica
decididamente. Con todo, los méritos de la antipoesía
tampoco consisten exclusivamente en haber oxigenado una atmósfera
de encierro, como espero mostrar en esta intervención.
[II]
Para hacerle honor al título del seminario que nos convoca,
comenzaré por dar algunas pistas de carácter psicoanalítico
o al menos psicológico. Empiezo por una casualidad curiosa,
que ya he hecho notar en otras ocasiones, pero que ahora quisiera
compartir con ustedes: por destino o lo que fuere, las iniciales de
Nicanor Parra, N. P., son exactamente las mismas de Pablo Neruda,
pero invertidas, o sea, P.N. Es también curioso que P. N. se
lea ‘peene’, o sea, casi como ‘pene’. Por mucho que uno evite sobreinterpretar
estos datos puramente azarísticos, cuesta no relacionar lo
anterior con una eventual visión lacaniana de Neruda como el
gran falo o totem sagrado de la poesía chilena. Esto podría
entenderse también como un mero chiste inicial, un recurso
para romper el hielo antes de exponerles los planteamientos de fondo.
Pero déjenme recordarles que, más o menos en esta línea
-y por cierto con más humor que yo-, el propio Nicanor comentó
alguna vez lo siguiente: “Neruda nació en Parral, pero yo no
nací en Nerudal”.
[...] Cuando un creador siente bullir dentro de sí la pulsión
creadora, intuye que deberá arreglárselas para proteger
su propia identidad en armonía con esa suerte de ecosistema
en que deberá desenvolverse. Árboles antiguos y/o muy
crecidos le harán sombra; diversos depredadores podrían
fagocitarlo; otros especímenes podrán atraerlo y mantenerlo
a su servicio; quizás no falten congéneres que establezcan
con él relaciones simbióticas y rara vez de cooperación.
Estos vínculos extraños se dan de hecho en el arte y
la literatura, y con una frecuencia y un dramatismo mucho mayores
que los imaginables. En todo caso, pueden y acaso deben entenderse
más bien como pruebas o desafíos preparatorios para
la individuación creadora.
Pero ocurre que en este país la canonización de las
obras literarias corre a parejas con la beatificación de sus
autores; quizás la aureola de intocables con que se va nimbando
a los creadores sea simplemente una manera de ahorrarse el trabajo
de leerlos en serio. Gabriela Mistral puede ser un caso de ésos;
Neruda, otro. Digamos las cosas por su nombre: una figura como Neruda
sólo atrae y/o acepta admiradores y aduladores, pero no amigos.
La santificación de Neruda, que subsistirá por muchos
años, impide conocer los pormenores de las relaciones Parra
y Neruda. Una pista al respecto la dio el propio Parra en 1962, en
un discurso de recepción de Neruda en la Facultad de Filosofía
de la Universidad de Chile: “Hay dos maneras de refutar a Neruda:
una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo de mala fe.
Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado”.
En el caso concreto de Nicanor, creo que esa dificultad fungió
como un estímulo para la individuación creadora; es
más: creo que resulta muy visible en la textura a ratos erizada
de la antipoesía. Pero si ustedes piensan que estas menciones
a Neruda son injustificadas, les recordaré otra declaración
reveladora. En 1969, Nicanor había publicado Obra Gruesa
y había recibido el Premio Nacional de Literatura; además,
sus poemas se venían leyendo en múltiples idiomas desde
hacía al menos una década, de modo que ya era indiscutiblemente
una figura continental; pues bien, en ese momento apoteósico
alguien lo entrevista en su casa de veraneo en Isla Negra y le pregunta
más o menos lo siguiente: “¿Cómo se siente usted,
ahora que es evidente que se proyecta como el principal poeta vivo
de Latinoamérica?”. Nicanor sólo declaró: “No
aspiro a ser el mejor poeta de América Latina; me conformaría
con ser el mejor poeta de Isla Negra”. Como ven, esta respuesta no
es sólo ingeniosa y ambigua, sino representativa de un cierto
humor chilensis. De hecho, en su estructura se parece bastante a un
chiste de la revista Condorito, en que alguien llega a un pueblito
y ve un local con un letrero donde se lee: Aquí se vende
la mejor chicha del país. Sigue caminando y al lado encuentra
un segundo local, cuyo cartel dice: Aquí se vende la mejor
chicha del mundo. Al lado de ése hay un tercer local, cuyo
letrero dice simplemente: Aquí se vende la mejor chicha
de la cuadra.
En ambos casos hay un paso oblicuo ante la trampa de la grandilocuencia;
en ambos casos se responde con la misma cazurronería para desenmascararla.
También llama la atención una idéntica ambigüedad
de carácter paradójico: en un plano, la respuesta de
Nicanor descarta el parámetro grandioso (“no aspiro a ser el
mejor poeta de América latina”) y afirma la sobriedad y la
modestia (“me conformaría con ser el mejor poeta de Isla Negra”);
en otro plano, se da a entender que, como Neruda es el habitante más
conocido de Isla Negra y también el poeta más reconocido
del subcontinente, superarlo como mejor poeta de Isla Negra implica
superarlo también en toda América Latina. Idéntica
conclusión paradójica se impone ante el tercer letrero,
en el caso del chiste de Condorito. Estamos, pues, en presencia
de un discurso que parece autocontradictorio, pero que en realidad
exhibe deliberadamente sus polaridades, sin avergonzarse por ellas.
No se trata entonces de una paradoja involuntaria, sino de una voluntad
de integración que intenta asumir al mismo tiempo los dos polos.
[III]
Para terminar con el tema de las relaciones entre Neruda y Nicanor,
quisiera recordarles que a Alturas de Machu Picchu, quizás
el más celebrado poema nerudiano, se podría perfectamente
oponer un pequeño texto que en principio no parece en absoluto
antinerudiano, y probablemente no lo sea, si bien admite igualmente
una lectura irónica. Me refiero a “Amor no correspondido”,
subtitulado Huainito y publicado en Hojas de Parra. Lo citaré
íntegro, porque es breve:
Bajando de Machu Picchu
perlas challay
me enamoré de una chola
chiguas challay
más linda que una vicuña,
perlas challay
pero ella no me hizo caso,
palomitay!
Eres demasiado viejo,
perlas challay
me dijo y huyó riendo
chiguas challay
y yo me quedé pensando
chiguas challay
qué cosas tiene la vida
palomitay!
Mejor que me vuelva a Chile
perlas challay
donde me espera mi vieja
chiguas challay
con mis siete ratoncitos
perlas challay
y aquí no ha pasado nada
huifayayay!!!
Ustedes se dan cuenta de que, más allá de si se trata
de un texto autobiográfico o no, en él resulta relevante
esa especie de autoironía y de autosarcasmo: el hablante se
ríe de sí mismo. No estamos aquí ante el lírida
que poetiza el instante en que enfrenta el espejo o se asoma a la
ventana para verse pasar; tampoco estamos frente a un profeta laico
que se asume mesiánicamente como la voz de todos; mucho menos
podría decirse que es el amante modelo o un Casanovas exitoso
con cuyas conquistas podrían los lectores olvidar compensatoriamente
sus frustraciones amatorias o “realizar” imaginariamente sus fantasías
al respecto. En lugar de eso tenemos un sujeto común y corriente
-como la mayoría de los lectores y de los mortales-, con más
penas de amor por confesar que hazañas para exhibir. Noten
además que, en lugar de la conocida invitación nerudiana
(“sube a nacer conmigo, hermano”), aquí se parte al revés:
“Bajando de Machu Picchu...”. Resultan muy simbólicos el verbo
(bajar), el lugar mencionado (la ciudad sagrada de los incas, hoy
convertida en atracción turística) y, sobre todo, el
contexto aludido (en poesía, mencionar Machu Picchu implica
evocar casi pavlovianamente a Neruda). Por si piensan que estoy forzando
el texto para hacerlo significar lo que él de ninguna manera
expresa, aclaro que estoy hablando de connotaciones, no de denotaciones
explícitas; por lo demás, ante una audiencia psicoanalítica,
no deberíamos abstenernos de considerar los subtextos inconscientes
que pueden latir bajo los textos (en especial tratándose de
poemas, género tan sobredeterminado). Por otra parte, ellos
mismos pueden ser bastante nítidos. Recuérdese, por
ejemplo, “Manifiesto”, que precisamente comienza con un par de versos
muy afines a los citados: “Señoras y señores / Esta
es nuestra última palabra. -Nuestra primera y última
palabra- / Los poetas bajaron del Olimpo.” De nuevo aparece aquí
la idea de bajar de ciertas alturas prestigiadas y supuestamente prestigiosas
(el Olimpo y toda esa “siutiquería grecolatinizante”, como
dirá en Mai mai peñi / Discurso de Guadalajara).
En principio, este hablante ni siquiera tiene algo muy relevante que
contarle a la comunidad; apenas poetiza un episodio que, mirado con
cierto detenimiento, más bien parece dejarlo en ridículo.
Pero resulta que esa misma sencillez del hablante, que en un plano
lo hace descartable como posible candidato a profeta u oficiante mayor
de la liturgia poética, en otro plano lo reivindica como ser
humano, porque está hablando desde esa fragilidad humana que
todos compartimos. En lugar de las altas cumbres –inhabitables por
definición–, el poeta baja al valle comunitario en que los
mortales compartimos con humor nuestra precariedad, nuestros pequeños
fracasos.
Nótese además que en ambos casos se reivindican las
minorías étnicas incorporando sus dialectos: el mapuche
(Mai mai peñi) y el quechua (chiguas challay).
Aunque un abanico similar había quedado abierto mucho antes:
“Lo que el difunto dijo de sí mismo” (Versos de salón):
“Escribí en araucano y en latín / Los demás escribían
en francés / Versos que hacían dar diente con diente”.
En el fragmento precitado no nos sorprende sólo la paradoja
del título, sino también la coexistencia de ese sarcasmo
antieuropeísta (“Los demás escribían en francés”)
y la presentación autocontradictoria de un hablante que dice
haber escrito en araucano y en latín (lo cual es correlativo
a haber escrito antipoemas y poemas, versos de crítica social
y otros más bien “de salón”).
Y si alguien cree que se trata de simples casualidades, me permitiré
citar “Soliloquio del Individuo”, último texto de Poemas
y antipoemas: “[...] Yo soy el Individuo. / Bajé a un valle
regado por un río, / Allí encontré lo que necesitaba,
/ Encontré un pueblo salvaje, / Una tribu, / Yo soy el Individuo
[...]”.
¿Acaso no reencontramos en estos versos la misma dialéctica
entre la altura y el valle, la tribu y el Individuo (con mayúscula),
la lengua y el habla, el consciente y el inconsciente (individual
y colectivo)?
[IV]
Ahora bien, como la antipoesía es mucho más que esa
episódica autoafirmación frente a un Neruda totémico,
creo que podemos bajarnos de ese tren y continuar nuestro viaje por
otros carriles. Siguiendo una vía aparentemente anecdótica,
arribaremos más rápidamente al terreno propicio para
discutir sobre la antipoesía y sus posibles relaciones con
el psicoanálisis.
Espero que avancemos en dirección al tema que me parece más
relevante destacar en un encuentro como éste y que se menciona
en el título con que se anunció esta ponencia: ecología
de la psique.
Vale la pena traer a colación la tesis de Harold Bloom. Reducida
esquemáticamente, esa tesis afirma que un creador necesita
leer mal a los contemporáneos o a los antecesores que admira
y/o gravitan con demasiado peso en la escena en que él está
actuando; de lo contrario, su talento se troncharía por un
sentimiento de inferioridad y no habría individuación
propiamente tal. Por cierto, Bloom ofrece muchos matices al exponer
su tesis, pero para los efectos de estas reflexiones puede bastarnos
esa versión sumaria que acabo de hacer.
En el caso de Nicanor, ¿en qué consistió su estrategia
de “leer mal” a los poetas precedentes? En otras ocasiones he hablado
de la antipoesía como una democratización intrasubjetiva
del poeta. Con eso he querido decir que, más marcada y programáticamente
que en cualesquiera otras poéticas, en la poética parriana
es primordial la asunción de las contradicciones personales
como un hecho legítimo a partir del cual el poeta comienza
una suerte de desalienación. En casi todas las poéticas
previas, el hablante evita asumir sus polaridades y sus contradicciones;
se inventa una coherencia personal que sólo existe en el papel.
En cambio, en la vida real, los humanos somos comparables precisamente
porque compartimos el rasgo humanísimo de ser contradictorios.
Trasladada esta convicción a la poesía, ese hecho obliga
al autor a asumir las múltiples formas con que en él
encarna esa inautenticidad inevitable, esa falta de integración
interior. El sujeto de la antipoesía no es un individuo en
el sentido etimológico de la expresión (es decir, un
ser indiviso, sin divisiones internas); al contrario, es más
bien un indivi/dúo: un sujeto con conciencia de ser a lo menos
un dúo: el “yo actual” y otro “yo virtual” que contradice al
primero. Entre esas polaridades se despliega el discurso antipoético.
A veces esa reivindicación del carrusel de yoes parece un simple
caos más o menos patético, como en “Rompecabezas”, texto
perteneciente a Poemas y antipoemas: “[...] Yo soy un tipo
ridículo / [...] / Me río detrás de una silla,
/ mi cara se llena de moscas. // Yo soy quien se expresa mal / expresa
en vistas de qué ...” Otras veces el discurso fluctúa
entre un ser íntimamente desacordado, en pugna interior consigo
mismo, y otro ser más bien chacotero, como en “Saranguaco”,
de La camisa de fuerza: “Es de noche, no piensa ser de noche
/ es de día, no piensa ser de día. // Cómo va
a ser de noche si es de día / Cómo va a ser de día
si es de noche / ¿Creen que están hablando con un loco?
// [...] // Lo que sucede es que me siento mal / [...] / Cómo
que mal: ¡me siento perfectamente! / ¡En mi vida me he
sentido mejor! / ¡Ojalá me sintiera desdichado! // Observen
bien y verán / que estoy riéndome a carcajadas”.
Creo que la estrategia parriana consistió en exigirle a la
poesía previa esa prueba de realismo psicológico y humano
elemental. Siguiendo la tesis de Bloom, resulta fácil imaginar
a Parra tratando de “leer mal” a los poetas previos, a fin de hallar
un espacio en que su genuina individualidad creadora pudiera desarrollarse
con autonomía. Imagino que en su juventud Nicanor escrutaba
la poesía vigente sometiéndola a un test de realismo
psicológico para detectar hasta qué punto cada poeta
asumía, en sí mismo, las zonas virtuosas y las zonas
precarias del ser humano. ¿Registraba este autor las contradicciones
del ser humano real? ¿Las asumía como propias o, al
contrario, cultivaba la cosmética consoladora de autorretratarse
como un ser coherente? Seguramente, en casi todos los casos la respuesta
era negativa, y entonces Nicanor iba descartando cada una de esas
opciones poéticas, recusándolas como simples variantes
de una misma enajenación y un mismo autoengaño. Desde
esa perspectiva, prácticamente toda la poesía previa
podría resultar cuestionable. Con la excepción de Arquíloco,
Villon o algunos pocos autores, los poetas no parecen interesados
en asumir y menos en exhibir las contradictorias oscilaciones interiores.
Y eso torna a la poesía casi inevitablemente artificial para
una mayoría.
Sin embargo, el lector tampoco está acostumbrado al espectáculo
de un poeta que asume en público sus fragmentaciones internas.
Más incluso: espera que el poeta le ofrezca una escena íntima
relativamente sublime. Y del mismo modo supersticioso en que ciertas
tribus primitivas linchan al emisario que trae malas noticias, así
también Poemas y antipoemas provoca –desde su publicación
en 1954 e ininterrumpidamente– reacciones airadas y ultraconservadoras.
Otros críticos y lectores reconocían la belleza de ciertos
poemas indudablemente líricos (“Es olvido”, “Hay un día
feliz”, “Se canta al mar”), pero arriscaban la nariz ante los antipoemas
propiamente tales. Al mismo tiempo, la sección de los antipoemas
fue celebrada por muchos como una renovación auténtica
y saludable, verdaderamente oportuna en momentos en que la poesía
en español era “el paraíso del tonto solemne”, como
dirá en “La montaña rusa”, de Versos de salón
(1962).
Pero tanto los partidarios de los poemas como los entusiastas de los
antipoemas han pasado por alto esa humilde y brevísima conectiva
“y”, que, como decía antes, es mucho más que la simple
conjuntiva sintáctica o semántica que suele ser: con
su diminuta y casi imperceptible presencia, la “y” que conecta los
“poemas” y los “antipoemas” es también una invitación
pragmática, un recordatorio que el lector debe tener en cuenta
para “deconstruir” y superar de una buena vez las falsas dicotomías.
Notemos, para empezar, que Poemas y Antipoemas es ya desde
el título una propuesta bipolar: lirismo subjetivo (incluso
tradicional) y conversación comunitaria, afirmación
y negación, orden y aventura, tradición e innovación.
En una segunda lectura, pues, la partícula “y” revela ser mucho
más importante de lo que se suele creer: pasa casi inadvertida,
pero sin ella no hay unión ni integración. Del mismo
modo, cada antipoema reivindica -a través de la ironía
y el doble sentido- los dos significados polares. Insisto: los
dos y no uno solo.
Si hubiera querido privilegiar el aspecto más novedoso o desafiante
del libro, Nicanor podría haberlo titulado Antipoemas
a secas. Por lo demás, así como externamente el título
se compone de esos tres términos, así también
internamente el libro se compone de tres grupos de poemas (I, II,
III). Si en un plano reivindica el caos, en otro ofrece mucho orden.
Al fin y al cabo, eso es un ser vivo: sístole y diástole,
eros y tánatos en una sola globalidad que logra su coherencia
precisamente gracias a la aceptación de la polifonía
natural de sus diálogos internos.
[V]
Si seguimos el recorrido que el propio libro nos propone, confirmamos
rápidamente lo antes dicho. No encontraremos en él sólo
radicalidad, sino además –y sobre todo– una riquísima
diversidad. El espectro va desde un poema familiar dirigido a su hija
“Catalina Parra” (ocho estrofas de hexasílabos con rima asonante),
hasta la descarnada denuncia de “Los vicios del mundo moderno”, poema
que, oscilando entre la enumeración caótica y el discurso
racional, termina en una conclusión libertaria, pero que no
se hace ilusiones consoladoras respecto a una hipotética solución
colectiva: “Tratemos de ser felices, recomiendo yo, chupando la miserable
costilla humana. / Extraigamos de ella el líquido renovador,
/ Cada cual de acuerdo con sus inclinaciones personales. / ¡Aferrémonos
a esta piltrafa divina! / Jadeantes y tremebundos / Chupemos estos
labios que nos enloquecen; / La suerte está echada. / Aspiremos
este perfume enervador y destructor / Y vivamos un día más
la vida de los elegidos: / De sus axilas extrae el hombre la cera
necesaria para forjar el rostro de sus ídolos. / Y del sexo
de la mujer la paja y el barro de sus templos. / Por todo lo cual
/ Cultivo un piojo en mi corbata / Y sonrío a los imbéciles
que bajan de los árboles”.
Significativamente, el libro concluye con ese “Soliloquio del Individuo”,
que ya comenté. Por ahora sólo quisiera llamar la atención
hacia el título. Un “soliloquio” es la locución de un
solo hombre y/o también la locución de un hombre solo;
en cualquier caso, parecería redundante insistir en que se
trata del soliloquio de un individuo. Sin embargo, no se trata de
un individuo: quien habla es el Individuo, el hombre
por antonomasia, la persona humana arquetípica (de ahí
la mayúscula).
En otras palabras, Poemas y antipoemas traza una larga espiral
dialéctica que va y viene entre el individuo, el indivi/dúo
y el Individuo con mayúscula. El individuo habita
la desolación y evoca –en una mezcla de nostalgia y melancolía–
episodios amorosos (“Es olvido”, “Cartas a una desconocida”), personales
o familiares (“Catalina Parra”, “Hay un día feliz”, “Se canta
al mar”). El indivi/dúo se autoacompaña al observarse
a sí mismo y asumiendo luego –públicamente y sin disociarse–
sus contradicciones internas, como en ese “Epitafio” tan conocido:
“[...] Ni muy listo ni tonto de remate / Fui lo que fui: una mezcla
/ De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel
y bestia!”. Finalmente, el Individuo con mayúscula asume
la dialéctica entre su subjetividad y la intersubjetividad
de la tribu, posibilitando así la emergencia de un auténtico
poeta (un brujo de la tribu, como gusta decir Nicanor). Así,
pues, “con una voz ni delgada ni gruesa”, este poeta puede trascender
los meros dramas privados y sintonizar con los anhelos y dramas profundos
de la comunidad, orientándose hacia ella por una vía
natural, no programática. Y ello ocurre porque en la antipoesía
–y muchas veces en un mismo antipoema– se conjugan tendencias que
en casi todos, y hasta en la propia cultura, se viven como polaridades
inconciliables.
En este sentido, resulta elocuente “Solo de piano”, de Poemas y
Antipoemas. Es un texto relativamente breve, que opera como una
suerte de articulador dialéctico entre las polaridades ya aludidas,
que son muy nítidas en ese libro, pero que cruzan toda la obra
parriana: “[...] Ya que también existe un cielo en el infierno,
/ Dejad que yo también haga algunas cosas: // Yo quiero hacer
un ruido con los pies / Y quiero que mi alma encuentre su cuerpo”.
Una vez más, estamos ante la relativización de las dicotomías:
‘cielo versus infierno’, e incluso ‘hombre versus Dios’:
“[...] Ya que nosotros mismos no somos más que seres / (Como
el dios mismo no es otra cosa que dios)”. ¿Puede ser mera coincidencia
que “dios” aparezca aquí con minúscula –y reducido a
“cosa”– y en otro poema del mismo libro el Individuo aparezca con
mayúscula? ¿No subyace a todo ello una misma poética
y hasta una cosmovisión integradora?
[VI]
Esa especie de rebeldía humana ante el orden divino se dejaba
ver también en Cancionero sin nombre (1937). No lo tengo
a mano, pero recuerdo que sus versos iniciales dicen algo así
como: “Permiso,
vengo a matar un ángel”. En todo caso, se trata de otra constante
que atraviesa de punta a cabo la obra parriana. Baste recordar Sermones
y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Nuevos sermones
y prédicas del Cristo de Elqui (1979) y “Poemas del Papa”,
incluidos en Hojas de Parra (1985).
Pero el personaje central de la obra parriana no es meramente un heresiarca
ni un remiso luciferino. Más bien se trata de alguien que,
como ya hemos anotado, ejerce su derecho a contener varios yoes, sin
permitir interferencias ni presiones externas que pudieran infundirle
falsos pudores o inducir mediaciones de otra índole.
En este sentido, la autonomía de Parra es incomparablemente
más subversiva que la hallable en ciertos poetas programáticos,
que se limitan a versificar acríticamente media docena de slogans.
La antipoesía nos interpela en nuestra condición de
seres pensantes, y hacerse el desentendido ante sus preguntas incómodas
no resuelve los problemas que ella y la realidad misma nos ponen enfrente.
Véase, como ejemplo, el poema “Regla de tres”, incluido en
La camisa de fuerza:
Independientemente
De los veinte millones de desaparecidos
Cuánto creen ustedes que costó
La campaña de endiosamiento de Stalin
En dinero contante y sonante:
Porque los monumentos cuestan plata.
Cuánto creen ustedes que costó
Demoler esas masas de concreto?
Sólo la remoción de la momia
Del mausoleo a la fosa común
Ha debido costar una fortuna.
Y cuánto creen ustedes que
gastaremos
En reponer esas estatuas sagradas?
Se advierte en seguida que lo relevante de este texto no es tanto
la protesta por el culto a la personalidad de Stalin, ni siquiera
el costo económico que ella supuso –si bien eso está
explícitamente aludido–, sino la pregunta final. En efecto,
da la impresión de que ese endiosamento tuvo “éxito”
no sólo por el manejo propagandístico, sino también
porque respondería a una religiosidad desplazada que parece
connatural al sujeto y/o al colectivo. En cualquier caso, lo inquietante
de la pregunta final (“Y cuánto creen ustedes que gastaremos
/ En reponer esas estatuas sagradas”) es su presuposición:
más allá de cuánto tiempo y dinero nos vaya en
ello, implícitamente afirma que una extraña tendencia
nos llevará –de modo imperceptible y fatal– a cometer el mismo
error de deificar figuras humanas (que, por si fuera poco, no merecen
ni de lejos semejante sacralización).
[VII]
Para mantener y reforzar su autonomía, el antipoeta ha debido
evolucionar y crear diversos personajes. Al comienzo predominaba una
suerte de energúmeno, alguien capaz de cultivar “un piojo en
la corbata” y de sonreír de los “imbéciles que bajan
de los árboles”. Junto a ese personaje cohabitan el ingenuo
que se deja explotar por una suerte de vampiresa (“La víbora”)
o por unas tías fingidoras (“El túnel”); el autocrítico
que traza un retrato nada complaciente de sí mismo (“El peregrino”,
“Recuerdos de juventud”, “La trampa”); un poeta lúcido y asertivo
que explicita polémicamente su credo poético (“Advertencia
al lector”, “La montaña rusa”, “Pido que se levante la sesión”)
y que al mismo tiempo versifica con humor la denuncia social (“Autorretrato”,
“Los vicios del mundo moderno”, “Noticiario 1957”). La lista de personajes
incluye también a un sujeto profundamente conocedor de sus
raíces folklóricas (La cueca larga) y populares
(“Los dos compadres”), que sin embargo coexiste sin dificultades con
otro más cosmopolita, cuyos textos incorporan burlonamente
en francés un intertexto mallarmeano (“Ars poétique”)
o un concentradísimo metapoema en inglés: “Poetry /
the illegitimate child / of Mrs. Reason / & Mister Mys(t)ery”.
Del mismo modo, la línea humorística puede ir desde
el sarcasmo (“Canción para pasar el sombrero”) hasta el absurdo
(“Proyecto de tren instantáneo entre Santiago y Puerto Montt”),
para luego adelgazarse y aproximarse al ejercicio lúdico (como
en “Anagramas”). Agreguemos todavía al sujeto preocupado tanto
del colapso ecológico como de la identidad cultural latinoamericana
(Mai mai peñi...) y de la situación política
del país y del mundo.
Aunque esta pluralidad de yoes podría resultar babélica,
el lector termina por acostumbrarse a ella en cada libro. Quizás
previendo esa posible habituación, el antipoeta vuelve a desconcertar,
esta vez saltando fuera del marco llamado libro. Un primer salto en
tal sentido fueron los Artefactos, que se publicaron durante
el gobierno socialista y popular de Salvador Allende (1972); una década
después, el gesto se reitera con los Chistes para desorientar
a la poesía/policía, que aparecen en plena dictadura
de Pinochet, precisamente en el año previo (1982) a las movilizaciones
ciudadanas que preludiaron su fin. En ambos casos se trata, ya no
de libros, sino de cajas con tarjetas. Esas tarjetas (“artefactos”
o “chistes”) están a menudo manuscritas: advertimos así
una proximidad grafológica, que al mismo tiempo se relativiza
por el relieve que alcanzan las ilustraciones de artistas plásticos.
Como obras en colaboración, ambas ponen en cuestión
el concepto de “autor” y reivindican un quehacer grupal y cooperativo
que tiende puentes entre la poesía y las artes gráficas.
Pero además las tarjetas están hechas como postales,
de modo que pueden partir literalmente en cualquier dirección
y hacia cualesquiera emisores. Esta diáspora de mensajes no
es, sin embargo, un caos, ya que en los dos casos los contiene una
cajita de cartulina. En cierto modo, eso es la representación
sensible de la antipoesía: un hormiguero de yoes moviéndose
dentro de un libro; hasta cierto punto, también ésa
es una maqueta de la sociedad y de un país: una multitud de
individuos coexistiendo o aprendiendo a coexistir en armonía.
Y es gracias a esa armonía y a las eventuales desarmonías
que el todo llega a ser más que la suma de sus partes.
Párrafo aparte merece el caso de Sermones y prédicas
del Cristo de Elqui. Más allá del juicio estético
sobre el libro, resulta pertinente observar aquí la serie de
mediaciones que él supone. Tenemos en primer lugar a Nicanor
Parra como poeta firmante; en segundo lugar, asoma un personaje real,
en su momento conocido como Cristo de Elqui; en tercer lugar, este
personaje, que era un predicador muy sui generis (algo así
como un Juan Bautista chilensis), efectivamente publicaba sus textos,
de modo que puede considerarse un autor; en cuarto lugar, cabe consignar
que este autor en realidad tenía una existencia cívica
y (como todos) una identidad (se llamaba Domingo Zárate Vega).
Dado que Nicanor Parra se vale intertextualmente del Cristo de Elqui
para decir lo suyo, en el texto predomina una indeterminación
muy alta, pues nunca se sabe quién está hablando: cada
enunciado podría ser atribuido a Domingo Zárate Vega
o bien a “El Cristo de Elqui”, como también a Nicanor Parra
mismo o a un hablante ocasional, como en otras obras suyas. Noten
que en este caso están operando además, como gran intertexto
y metatexto, los cuatro evangelios –no siempre coincidentes–, o sea,
los sermones y prédicas del Cristo real.
En virtud de esta suerte de democracia intrapsíquica o psicodramática
(en el sentido de J. L. Moreno), los personajes o hablantes se turnan
en el protagonismo de la escena antipoética, y su convivencia
no responde a otro principio que la autorregulación.
En este sentido, esta ecología de la psique es un modelo en
miniatura de una comunidad capaz de autogobernarse por reglas de escala
humana y ecosistémica. De ahí la siguiente autodefinición
incluida en Mai mai peñi: “Terminaré x [por]donde
debí comenzar / ni socialista ni capitalista / sino todo lo
contrario: ecologista”. También resulta coherente que a continuación
transcriba la propuesta de Daimiel (una declaración colectiva
publicada a raíz de un encuentro ecologista español):
“entendemos x [por] ecologismo / un movimiento socioeconómico
/ basado en la idea de armonía / de la especie humana con su
medio / que lucha x [por] una vida lúdica / creativa / igualitaria
/ pluralista / libre de explotación / y basada en la comunicación
/ y colaboración de las personas”.
[VIII]
Entre todos estos personajes de la antipoesía, hay uno que
merece una mención aparte. Me refiero a Nadie. Hace su aparición
fantasmal en una obra de teatro que –bajo el título de Hojas
de Parra y a partir de textos inéditos de Nicanor– los
actores José Manuel Salcedo y Jaime Vadel montaron en una carpa
de circo. En ese momento (1975) la situación política
del país no estaba para bromas, y la carpa terminó incendiada
por agentes de seguridad del régimen militar. ¿En qué
residía lo subversivo de esa obra? Ocurre que en ella se promovía
a un candidato presidencial llamado Nadie, nombre que permitía
a sus partidarios aclamarlo con consignas del siguiente tipo: “¿Quién
nos sacará del subdesarrollo? ¡¡¡Nadie!!!
¿Quién defiende los derechos del pueblo? ¡¡¡Nadie!!!”
Cabe consignar que la acción transcurría en las inmediaciones
de un cementerio, cuyo crecimiento iba llenando de tumbas la escena.
Como se comprenderá, el simbolismo no podía resultar
grato a una dictadura mortífera.
Sin embargo, creo que el personaje Nadie no se agotaba en esa denuncia
paradojal (que seguramente Ionesco hubiera suscrito con sumo gusto).
La indefensión de esos años era un sentimiento profundo
y soterrado de millones de chilenos, y esos parlamentos zumbones contaban
con la complicidad del típico humor negro chileno. Pero, sin
perjuicio de ello, esa aclamación del candidato Nadie admitía
también una lectura existencial. Así como colectivo
en desamparo puede encontrar a su profeta para orientarse hacia un
mañana mejor, así también en cualquier hombre
que se ausculte y asuma honestamente sus contradicciones brota un
yo nuevo. De cara a su Sahara interior, un hombre se torna paradójicamente
fértil. Al asumirse como un don Nadie, uno se recontacta con
su nadidad original y se reconcilia con uno mismo y, a partir de eso,
con los otros. Un don Nadie es, pues, un habitante de la Nada (un
nadaícola, si se nos permite el neologismo). Pero esa
Nada es fértil y sociable. Un poeta o un artista genuinamente
“original” es precisamente alguien que en cierto modo se ha “originado”
a sí mismo. Escarbando en su propio baldío, conociendo
uno a uno sus múltiples yoes, ese hombre empieza a reconocer
–para sí y para otros– su precariedad y su falta de sustancia.
Al mismo tiempo, y por una extraña paradoja, ese hombre cumple
una función ecosistémica invalorable e insustituible:
comprobando y mostrando su esclavitud interior, da muestras de estar
un poco libre o, al menos, en condiciones de valorar y conquistar
su libertad; por lo mismo, estará también en condiciones
de reconocer, respetar y promover la libertad del otro.
A propósito de esto, recuerdo una entrevista publicada en la
Revista Cosas, quizás en 1981 ó 1982. Cuando
se le pregunta cómo espera ser recordado, Nicanor respondió:
“Como alguien que hizo algo de la nada”. De nuevo tenemos un mensaje
en dos planos: en primer término, podría parecer una
respuesta un tanto arrogante, pues nada puede provenir de la nada;
en segundo término, descubrimos que la respuesta también
se puede entender en clave existencial: haber encarnado y luego encarado
la ‘nada’, y haber hecho ‘algo’ a partir de eso. Y ese ‘algo’ quizás
sea haber construido un self trascendente; sólo que
ese self trasciende gracias a que periódicamente desciende
a recorrer su propio caos y a auscultar la polifonía interior,
las quejas, cuitas y balbuceos de sus otros yoes reprimidos.
Recordemos el poema “Yo pecador”, una seguidilla caleidoscópica
de autodefiniciones: “[...] Yo sacristán obsceno / Niño
prodigio de los basurales”. La antipoesía es entonces una empresa
de reciclaje operando en los basurales del hombre (su nadidad, su
humanísima incoherencia) y de Occidente (Chile, un rincón
de América Latina y el Tercer Mundo).
En este sentido, creo que la antipoesía nos sugiere la posibilidad
de completar el modelo freudiano del hombre por la vía de concebirlo
como un proyecto ampliable. Las conocidas dicotomías freudianas
(procesos primario y secundario, psiquismo inconsciente y psiquismo
consciente, ello y yo) serían como el subterráneo y
el primer piso de una casa inconclusa. La búsqueda de una ecología
intrasubjetiva sería, pues, un proceso terciario y supraconsciente.
Si es verdad que el lenguaje es la morada del ser, la antipoesía
se nos propone en principio como la hu/morada del ser, que en última
instancia nos invita a ampliar la casa del psiquismo con un nuevo
piso o al menos con una mansarda.
Tal dimensión está más allá de las palabras:
“¡Qué inmundo es escribir versos!”, se leía ya
en “Composiciones”, texto incluido en Versos de salón.
Efectivamente, el antipoeta se definía allí –y en los
primeros versos– de forma paradojal: “Cuidado, todos mentimos / Pero
yo digo la verdad”. Quizás huelga comentar esta variante de
la paradoja del mentiroso. Si es verdad que todos “mentimos”, entonces
yo también miento, y nada garantiza que no lo esté haciendo
ahora mismo; de ese modo, si lo que digo es falso, también
es falso que todos mintamos, por lo cual miento al agregar: “Pero
yo digo la verdad”. Mi ego cree decir la verdad, y seguramente quiere
que sea verdad y que esa verdad resulte creíble. Sólo
que, en el “ecosistema” de lo psíquico, el ego resulta
ser el gran depredador y máximo contaminador. Y su principal
instrumento y mayor orgullo es la razón discursiva y analítica,
con todas sus pretensiones de verdad –de todo lo cual esta ponencia
no se ha distanciado tanto cuanto querría–. Esa razón
sería, pues, un simple espejismo: literalmente, una especulación,
un juego de espejos. Tal parece sugerir toda la obra parriana, de
la que pueden entresacarse múltiples ejemplos; recuerdo uno
de Chistes para desorientar a la poesía / policía
(1982), que no tengo a mano, pero que puede citar: “Fume Logos / el
cigarrillo de los filósofos occidentales”.
Para salir al paso de esta polución verbal, de este smog semántico
creciente, la antipoesía reivindica la polisemia, la ambigüedad,
la indeterminación. Del mismo modo que el principio de incertidumbre
nos enseña que no es posible progresar simultáneamente
en dos tipos de precisión (por ejemplo, midiendo con exactitud
la velocidad de las partículas y al mismo tiempo su posición),
así también habría una suerte de indeterminación
ineludible que el poeta y el hombre deben asumir como barreras infranqueables.
Pero la poesía, el humor, la paradoja o el aforismo, así
como los proverbios y dichos populares, pueden –si bien sólo
por relámpagos– salvar esos límites. De ese modo, haciéndose
cargo de la sobredeterminación de lo psíquico, esta
poesía se hace cargo también de la indeterminación.
La clave de esos recursos expresivos parece residir en su circularidad.
“En el círculo los extremos se tocan”, escribió Heráclito.
Pues bien, veamos unos últimos ejemplos.
–En Trabajos prácticos, hay uno que quisiera citar justamente
porque parece muy anodino. Consiste sólo en el conocidísimo
cartel comercial que El Mercurio regala a quienes publican
en ese diario sus avisos para vender sus bienes:
SE VENDE
EL MERCURIO
Todos hemos visto mil veces ese cartel rojo, cuyo diseño hace
que “Se vende” constituya la figura y “El Mercurio” aparezca como
fondo. Puesto en la ventana de una casa o de un auto, nos comunica
que esa casa o ese coche están en venta. Sacado de su contexto
de uso normal y exhibido por sí solo, ese texto parece mudo,
pero constituye su propio contexto. En la exposición, descontextualizado
y recotextualizado, nadie le encontraba sentido. Pero ocurre que ese
cartel también puede leerse como un mensaje polisémico.
Así, “El Mercurio se vende” podría entenderse
como una invitación para comprar el objeto diario y/o la empresa
periodística homónima, pero también como una
confesión de venalidad: El Mercurio se vende o se arrienda
(por ejemplo, a los poderosos). El espectador puede entonces recordar
el aforismo jurídico: a confesión de partes, relevo
de pruebas. Sin embargo, hay todavía una cuarta lectura posible:
anunciar Se vende en el vacío –con nada cerca que pudiera
entenderse como objeto vendible– podría significar precisamente
que se vende el aire (cuestión que Neruda en “Oda al aire”
esperaba que jamás ocurriera) o incluso que se vende la nada
misma; ahora bien, si hasta el aire y la nada están a la venta,
entonces todo es mercancía. Una vez más, estamos ante
un maridaje de opuestos: lo material y lo incorpóreo, lo tangible
y lo intangible, lo dicho y lo no dicho, el todo y la nada.
–En el mismo contexto, Parra diseñó una estampilla con
la imagen de Pinochet y una línea que decía simplemente
“Correos de Chile”. En este caso el público sonreía
con razón: el sello postal constituía una burla frente
al autohomenaje del poderoso. Pero eso tampoco era todo; también
esa ínfima línea encerraba un segundo mensaje. El verbo
‘correr’ se conjuga en imperativo precisamente así: correos
(vosotros); por lo tanto, la estampilla interpelaba a Pinochet diciéndole
algo equivalente a: correos, idos del país.
–Pero en materia política Parra ha resultado siempre provocativo,
especialmente a partir de Obra gruesa (1969). “Yo comunista,
yo conservador”, reza un verso de “Yo pecador”. Aunque no tengo a
mano Artefactos (1972), recuerdo bien algunos ejemplos citables
como ironías de la Historia. “Cuba sí / Yanquies no”,
decía una consigna de los años sesenta y setenta. Entonces
Nicanor replicó: “Cuba sí / Yanquies también”.
Pero ocurre que algunos de los que se irritaron por ese chiste terminaron
años después Estados Unidos y en ciertos casos se quedaron
trabajando allá (y no en la URSS), mientras Nicanor se mantiene
en el país. “La izquierda unida / jamás será
vencida”, voceábamos en esos mismos años. Una vez más,
Nicanor reformulaba la consigna en términos que resultaban
desafiantes: “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán
vencidas”. Y ocurrió que, tanto en el plebiscito de 1988 como
en la elección presidencial de 1989, a Pinochet se lo derrotó
con una fórmula –la Concertación de Partidos por la
Democracia– que en la práctica se puede definir al menos en
parte como “la ‘derecha’ y de la ‘izquierda’ unidas, jamás
serán vencidas”. Esa capacidad para adelantarse a la historia
lanzando anticonsignas que parecen chistosas y/o provocativas, también
trasunta una libertad y un coraje propios de quien se ha dado la molestia
de mirarse hacia dentro y ha descubierto sus propias contradicciones,
llegando a la convicción de que sus interlocutores también
tienen las mismas o peores y que es su carácter proyectivo
lo que los torna refractarios a la relativización.
–En Chistes para desorientar a la poesía / policía,
una de las tarjetas afirmaba que un reloj descompuesto daba la hora
exacta una vez al día. Ignoro si Nicanor lo sabe, pero casi
lo mismo se lee en una greguería de Ramón Gómez
de la Serna; sólo que Parra agregaba algo que le da mucho más
vuelo epistemológico al chiste: “...[En cambio] los demás
[relojes] nunca”; es decir, no sólo es verdad que el reloj
descompuesto da la hora exacta al menos una vez al día, sino
que –paradójicamente y hablando en sentido estricto– los relojes
que funcionan lo hacen sin dar jamás la hora exacta.
Como se ve, eso ya no es un chiste, pues implica una interrogante
de bastante más calado. En última instancia, ¿qué
es la hora exacta? Recordemos que Nicanor se doctoró en Física
en Inglaterra y fue por muchos años profesor de Mecánica
Racional, de modo que la teoría de la relatividad, el principio
de incertidumbre y el teorema de Gödel le son perfectamente familiares.
Pero he aquí que, sin didactismo ni alardes académicos
(o cacadémicos) o epistemológicos (o despistemológicos),
se las arregla para mostrarnos que, en la medición del tiempo
–como quizás en todo–, la exactitud es relativa por definición.
–Examinemos de cerca otro caso. En 1975, en la revista Manuscritos,
Parra publicó una colección de inéditos bajo
el título de News
from nowhere. Si traducimos directamente, el título
equivaldría obviamente a Noticias desde ninguna parte.
Sin embargo, basta separar visualmente nowhere para obtener
casi lo contrario: now / here, o sea, noticias de ahora
y aquí. Una vez más, presenciamos un intento por
pasar desde la palabra plana a la palabra plena, desde
el decir literal al decir lateral, desde la denotación
a la connotación. En términos psicoanalíticos,
esta descontextualización y esta recontextualización
simultáneas parecen ir tras la fusión y superación
de los opuestos: la necesidad y el deseo; lo real y lo imaginario;
el símbolo y la pulsión; la comunidad que nos uniforma
y la individualidad que reivindica su forma peculiar; la cultura que
nos inhibe y la animalidad que pugna por expresarse; la prosa de cada
día y la poesía perenne.
–En el video que veíamos recién, grabado en noviembre
de 1998, aparece Nicanor leyendo un inédito titulado “Carta
del prisionero”. No lo conocía, pero me ha llamado la atención
cómo se inicia: “El siglo XX y yo nos estamos muriendo”. Noten
que en principio se trata de una constatación seria; sin embargo,
de inmediato aparece el humor: “La mansa [inmensa] novedad: ¿quién
no se está muriendo?” Esa última pregunta, brotada
en un contexto más bien burlón, es, no obstante, una
metafísica concentrada y cruda. Si nos limitamos a una recepción
superficial, se trata de un mero chiste; sin embargo, también
toca un asunto mucho más hondo, pues nos recuerda esa muerte
a la que estamos arrojados y que acontece cotidianamente (y no sólo
en el último instante de nuestra vida biológica). Pero
la antipoesía no necesita citar a Heidegger para instalarse
en ese paisaje existencial. En tanto hija “natural” de Nadie y la
Nada, retoza allí como a sus anchas, y al exhibir sin falsos
pudores su condición de “illegitimate child”, la antipoesía
legitima la naturalidad de sus orígenes híbridos.
Estos ejemplos –que por cierto rebasan el marco habitual de la poesía–
tienen en común ese mismo extrañamiento o desautomatización
perceptual que los formalistas rusos consideraban una función
inconfundible del arte. Por esa vía, depurando y flexibilizando
la percepción, desmecanizándola, tenemos la posibilidad
de reencontrarnos unos a otros y también con nuestra propia
dignidad humana. Ésa es una de las respuestas que la antipoesía
formula ante su propia pregunta: “[...] ¡Para qué hemos
nacido como hombres / Si nos dan una muerte de animales!” (Poemas
y antipoemas, “Autorretrato”).
[IX]
Que esta mezcla de humor y sabiduría se llame búsqueda
espiritual o existencial, resulta secundario. En estas instancias
transverbales –y transpersonales–, las palabras son todas –cual más,
cual menos– irremisiblemente inadecuadas. Baste recordar los últimos
versos de “Cambios de nombre”, primer poema de Versos de Salón:
“Y antes que se me olvide / Al propio dios hay que cambiarle nombre
/ Que cada cual lo llame como quiere: / Ése es un problema
personal”.
En cualquier caso, me parece pertinente citar una frase de Gabriela
Mistral –que a esta hora de la tarde debe estar en el cielo tomando
mate junto a Pablo de Rokha, Víctor Jara y Violeta Parra, la
hermana de Nicanor–. Según nuestra poetisa, “el artista es
a su pueblo lo que el alma es al cuerpo”.
Dicho en términos más próximos a “las ciencias
de lo psíquico” –aunque mucho menos expresivos que la analogía
mistraliana–, un país que aspira a sanarse debe agradecer la
existencia de artistas sanadores. Por mi parte, he agradecido sincera
y reiteradamente la suerte de haber nacido y vivido en un país
y en unos años que me permitieron leer y conocer de cerca a
poetas tan individuados y diversos como Nicanor Parra, Gonzalo Rojas,
Enrique Lihn y Jorge Teillier. Aunque soy psicólogo, nunca
se me ocurrió explorar sus obras en busca de “síntomas”.
Pero también es cierto que un poeta genuino es inagotable y,
por tanto, reclama una lectura más atenta que la que se suele
dispensar a los escritos no poéticos. Si esa reflexión
les resonara, estas observaciones habrán cumplido su propósito.
De todos modos, muchas gracias.
Santiago, Museo de Bellas Artes, viernes 28 de abril 2000