Prólogo
a Cartas de prisionero de Floridor Pérez
(LOM, Libros del Ciudadano, Santiago, 2002)
Por Eduardo Llanos Melussa
De entrada, una explicitación: creo que, entre los diversos
escritos de víctimas de la dictadura chilena, Cartas de
prisionero es uno de los testimonios más auténticos
y perdurables. Y si se amplía la mirada hacia el Cono Sur de
los años setenta -un contexto pródigo en poesía
contestataria-, habría que decir que contiene algunos de los
poemas más dignos y vibrantes de ese período.
Su autor era un abnegado y laborioso profesor rural, que unía
a su vocación docente un
genuino compromiso comunitario. La utopía colectivista era
compartida por casi toda esa generación, como por lo demás
venía ocurriendo desde comienzos de siglo con cada nueva generación
de la literatura chilena.
Sólo que, nacidos en torno a 1940, los poetas de la generación
diezmada tuvieron poco tiempo para madurar en democracia: el golpe
militar de 1973 los sorprendió a casi todos bastante jóvenes,
y sus obras, aunque prometedoras, eran todavía incipientes.
Sin embargo, el grupo mantenía una actitud inusualmente fraterna
y, además, reconocía sin complejos el magisterio de
poetas como Nicanor Parra (1914) y Gonzalo Rojas (1917), quienes les
ofrecían alternativas más asimilables que los grandes
egos de las generaciones anteriores. Además, pese a la escasa
diferencia de edad, esos poetas jóvenes dejaban resonar también
los ejemplos de poetas como Lihn (1929-1988), Barquero (1931), Uribe
(1933) y Teillier (1935-1996).
Para quienes confunden la poesía con la publicidad o con el
mercadeo, la actitud de Floridor Pérez* y sus coetáneos
parecerá una abnegación excesiva: de tanto preocuparse
por reconocer a sus hermanos mayores, estos poetas podían olvidarse
de la promoción propia. Sin embargo, quizás fue precisamente
ésa su mayor muestra de madurez: haber entendido a tiempo que
el espíritu auténticamente poético no es compatible
con la ley de la selva, menos en un país donde el público
sensible disminuye cada día. La generación diezmada
no pretendía "conquistar un mercado lector" ni agenciarse
reconocimientos desde el poder, sino más bien sumarse a un
coro polifónico que, como correlato de la democratización
política, debía admitir toda clase de matices. De ahí
la soltura y la versatilidad en el empleo de formas variadas; de ahí
también la solidaridad y el criticismo irreverente de los contenidos.
Abordando ya derechamente a Floridor, se podría decir que su
caso presenta semejanzas parciales con varios de nuestros poetas mayores:
profesor primario que ejerce en pueblos terrosos, como Gabriela Mistral;
hombre de origen rural, como Pablo de Rokha; socarrón y paródico,
como Parra; demoroso en publicar, como Rojas; querendón de
sus lares, como Barquero y Teillier; proclive a la autoironía
y a la desolemnización, como Lihn y Uribe. Combinadas, estas
similitudes dan a su obra un aire de condensada chilenidad, sea lo
que fuere lo que a estas alturas pueda significar esa palabra.
En tal sentido, resultan elocuentes los títulos de los dos
primeros poemarios de Floridor: Para saber y cantar (1965)
y Cielografía de Chile (1973). En ambos casos la expresión
es deliberadamente criolla y local. Desde sus portadas, esos libros
renuncian al pseudouniversalismo abstractoide y al descastamiento,
y en cambio se declaran en situación de arraigo voluntario.
De ese arraigo voluntario y simbólico, la dictadura lo traslada
bruscamente a una reclusión forzada y crudamente real. Y así,
prisionero como varios otros escritores (mayores y nacientes), Floridor
Pérez va escribiendo el libro que ahora el lector tiene entre
sus manos.
Cartas de prisionero incluye poesía testimonial, política
y social, pero también poesía amatoria y de reflexión
metapoética. Para no ir más lejos, véase el primer
poema:
"¡Se prohíbe cantar!
¿Oyeron?
Se prohíbe cantar."
-Que buen título
para una canción.
Claramente contestatario, el poema cita las palabras amenazantes
del militar a cargo de los prisioneros, para luego mostrar un reverso
inesperado: mientras el celador pretende doblegar atemorizando, el
poeta ve en la amenaza un estupendo título para una canción
o, como ocurrió en la práctica, un inmejorable comienzo
para un testimonio poético. Es decir, incluso hecho prisionero,
el poeta sigue ejerciendo -y ejercitando- la libertad de expresión;
privado de su libertad y maltratado, sólo puede reivindicar
el albedrío del lenguaje.
Tampoco la amada podrá librarse de las reformulaciones críticas
por parte del poeta. Así, cuando Natacha le escribe: "No
puedo vivir sin ti, cariño", él responde simplemente:
"¿Y por qué ibas a vivir sin mí, carajo?"
Y otro tanto se observa en la segunda carta a Natacha: "'Amor,
/ me vas a perdonar / no haberte contestado antes'. // No. No la voy
a perdonar. // 'Amor, no te imaginas / cuánto he sufrido /
con esta separación.' // Sí. Sí me imagino."
De paso, digamos que estas querellas amatorias resultan muy frecuentes
cuando los amantes están separados por las rejas del campo
de prisioneros. La súbita transformación del cariño
en carajo agrega un sufrimiento adicional a una experiencia de por
sí dolorosa. Por eso es que el poeta, aguardando la libertad
tras la alambrada, sabe muy bien cuál será su triunfo
mayor:
No saben -nos decían- qué
les espera.
Pero yo lo sabía:
tras días piedra meses muro,
tú me esperabas a la puerta del cuartel.
Y ésa fue mi victoria.
Por nuestra parte, diríamos que hay otra victoria implícita
en esa experiencia. La prisión política y la cesantía
ulterior pudieron arrancarle una abjuración de sus ideales,
y no lo consiguieron; hubieran podido transformarlo en un resentido,
y afortunadamente también fallaron; pudieron, en fin, convertirlo
en un amnésico involutivo que perifonea en el mercado su dolor,
lo que tampoco ocurrió.
Por cierto, esa actitud no es simple cautela ni mera resignación;
es más bien el trasunto de una convicción profunda:
Recorren mis libros como un campo minado.
Saben que un poema puede ser explosivo
Pero ignoran que el detonante es el lector.
Bayonetean tu jardín, cavan el huerto
Pero sólo hallan raíces, semillas
Que florecerán cuando se vayan.
La experiencia de la prisión no sólo no tronchó
al poeta, sino que incluso lo fortaleció, y estas semillas
poéticas siguen germinando a casi treinta años de los
acontecimientos históricos que las provocaron. Así,
la poesía estuvo a la altura de su circunstancia, pero terminó
trascendiéndola.
Como se trata de presentar el libro y no de demorar al lector con
un largo estudio preliminar, me abstendré de comentar otros
poemas notables, como el epigrama "Cierto que tardé",
un coloquial y humorístico requiebro amoroso; la elegía
"In memoriam", un inolvidable homenaje a un campesino que
terminó victimado por la dictadura, y, finalmente, esa pieza
titulada "La partida inconclusa", insuperable amalgama de
testimonio, microcuento, poema coloquial y reflexión metapoética.
Quiero tan sólo agregar que esos textos sobrevivirán
largamente a su autor, pues merecen figurar en las más exigentes
antologías del idioma.
Antes de terminar, dos palabras sobre la edición, que por varias
razones está llamada a ser la definitiva. Comparada con las
previas, esta reedición es la más completa, pues recupera
poemas no incluidos antes (1984, 1985, 1990); además, algunos
poemas presentan cambios leves, pero significativos; por último,
integra una colección de amplio alcance y que llegará
a un público más variado y afín a la obra misma.
De modo que está ocurriendo lo más natural y previsible:
tarde o temprano debían confluir -en alguna encrucijada de
la historia- los trayectos del libro, del sello, del formato y los
imprescindibles lectores.
Eduardo Llanos Melussa.
Santiago, 19 de Octubre 2002
* Floridor Pérez Lavín
nació en Yates (Cochamó, Golfo de Reloncaví)
el 13 de octubre de 1937.