Para una comprensión adecuada de Vicente Huidobro
(1893-1948), resulta muy conveniente tener en cuenta el contexto global
de la poesía escrita en español. Como se sabe, nuestro
siglo XIX sufría una anemia poética bastante
aguda, bien que no muy notoria para sus cultores. Si exceptuamos a
Bécquer y Rosalía de Castro, queda poco por rescatar
de los románticos españoles; sólo que los románticos
hispanoamericanos son mucho menos interesantes que sus equivalentes
peninsulares, los que en a su vez tampoco podrían parangonarse
con los románticos alemanes, ingleses o rusos, y ni siquiera
con los franceses o con norteamericanos como Poe o Emily Dickinson.
Pero he aquí que en 1988 el nicaragüense Rubén
Darío (1967-1916) publica Azul y, junto al cubano
José Martí (1853-1895), inicia el movimiento
modernista. Aunque parcialmente inspirado en la poética de
los parnasianos y de los simbolistas franceses, el modernismo representó
un primer momento de emancipación de Hispanoamérica
frente a España; incluso se puede notar la influencia de Darío
sobre poetas españoles muy significativos y no demasiado menores
que él.
Pues bien, el preámbulo anterior tenía como propósito
desplegar el telón de fondo en que se proyecta la aparición
de Huidobro en Hispanoamérica (1914-1916) y luego en Madrid
(1918), tras su primera residencia de un par de años en París.
Mucho se ha escrito y debatido acerca de la significación real
de la obra del poeta chileno y de su teoría creacionista, pero
no hay riesgo en afirmar que con ambas él logró sintonizar
y sincronizar la poesía hispánica con la que se escribía
contemporáneamente en Londres, Nueva York y sobre todo París
(a la sazón convertida en gran metrópolis mundial del
arte de vanguardia). De todos modos, debe notarse que hablamos de
sintonía y sincronía, no de superación.
Claro que su mérito mayor tampoco se limita a un plano cronológico,
sino que implica algo más. En primer lugar, en Huidobro confluyen
dos atributos típicos de la verdadera creatividad: talento
y talante. Su talento más notorio es el de poeta, pero también
fue un narrador prolífico y original (por ejemplo, hay microcuentos
suyos muy anteriores al auge relativamente reciente de este nuevo
género); asimismo, también escribió dos obras
de teatro, más diversos ensayos, manifiestos y aforismos llenos
de ingenio y perspicacia. Por otra parte, su talante queda de manifiesto
en el aplomo con que expone, opina y polemiza: se bate siempre de
igual a igual frente a todos, sin enmascararse jamás en una
actitud de pseudomodestia (la humildad es un idioma que a él
nunca le interesó aprender o siquiera chapurrear). Además,
hay en él un tercer atributo significativo (y cada vez más
escaso): un olfato crítico tan certero que, siendo contemporáneo
de grandes pintores y artistas muy diversos, lograba dimensionar tempranamente
y con nitidez el peso relativo de cada uno, muy en especial tratándose
de los más grandes.
Nacido en una familia aristocrática y muy adinerada, mimado
por una madre talentosa que lo hacía sentir como un verdadero
príncipe, Vicente García Huidobro Fernández
(su verdadero nombre) desarrolló una autoconfianza descomunal
y una natural proclividad hacia la hegemonía intelectual. Recibió
una sólida formación en un colegio jesuita, que sin
duda contribuyó a que coexistieran en él la vocación
poética y la aptitud teórico-crítica. Publica
su primer libro a los dieciocho años (1911); tres años
más tarde ya contaba con cuatro obras a su haber. Estos libros
primerizos son más bien convencionales, aunque revelan ya algunas
peculiaridades expresivas que hacen muy verosímil la afirmación
contenida en "El creacionismo" (Manifestes, París,
1925): "El creacionismo no es una escuela que yo haya querido
imponer a alguien; el creacionismo es una teoría estética
general que empecé a elaborar hacia 1912, y cuyos tanteos y
primeros pasos los hallaréis en mis libros y artículos
escritos mucho antes de mi primer viaje a París". Por
ejemplo, su tercera obra (1914) incluye cuatro caligramas perfectamente
coetáneos a los que Apollinaire publica ese mismo año
en París. Aunque los primeros poemas visuales se escribieron
entre los griegos antiguos (Simmias, Teócrito, Dosíadas),
y a pesar de que los de Huidobro no son propiamente creacionistas,
de todos modos ilustran la precocidad de su búsqueda y su inconformismo
frente a lo establecido, inquietud que sin embargo coexiste (como
en todo auténtico innovador) con una lectura atenta y justipreciadora
de la tradición.
En 1916 publica su quinto título (Adán) y también
un sexto: El espejo de agua, polémico opúsculo
cuya segunda edición (1918) es para algunos la única
real, pues la primera sería un truco huidobriano para predatar
el primer poema allí contenido, cuyos versos resumen bien la
propuesta creacionista: "Por qué cantáis la rosa,
¡oh, Poetas! / Hacedla florecer en el poema" [...] "El
poeta es un pequeño Dios". Esa citadísima "Arte
Poética" me parece un poema involuntariamente paradójico:
proclama una revolución poética, pero en versos vagamente
rimados y grandilocuentes que no realizan en vivo y en directo la
libertad creacionista que pretenden inaugurar.
Un año después (1917), y en francés, publica
Horizon carré, título que muestra en sí
mismo esa típica voluntad suya de recusar la razón y
el realismo: en efecto, un "horizonte cuadrado" sólo
es imaginable, jamás perceptible en el mundo real.
En 1918 publicó otros dos poemarios en francés: (Tour
Eiffel y Poemas árticos) y otro en castellano: Ecuatorial.
En estos libros (y en otros anteriores) es visible la renuncia a la
puntuación, un cierto quiebre de la versificación vertical,
el uso de mayúsculas y otros grafismos insólitos, aparte
del versolibrismo, las imágenes audaces y los neologismos.
Pero, para decirlo con sinceridad, estos libros tienen más
valor epocal que mérito intrínseco. Con ellos Huidobro
se puso a la cabeza de la vanguardia poética en español,
y hasta reclutó algunos admiradores en la propia España
(como los poetas Gerardo Diego y Juan Larrea); no obstante,
la poesía europea se mostraba tan rica y dinámica, que
haría falta mucho provincianismo para afirmar (como hacen algunos)
que Huidobro descolló también fuera de nuestro idioma.
Baste recordar que por esos mismos años, y a veces un poco
antes, en la poesía de lengua inglesa se mostraban muy activos
Pound, Eliot, Williams; en francés, Apollinaire, Cendrars,
Eluard; en alemán, Trakl, Benn, Brecht; en italiano, Campana,
Ungaretti, Montale; en portugués, Pessoa; en ruso, Maiakovski,
Esenin y Pasternak. Para no decir nada de los grandes solitarios de
las generaciones precedentes: Yeats, Kavafis, Rilke.
Por lo demás, Huidobro siguió evolucionando, y en 1931
publicó Altazor o el viaje en paracaídas, un
poema largo que consta de un "Prefacio" y siete cantos.
Esta obra ambiciosa y cósmica, experimental y subjetiva, constituye
la mejor puesta en práctica del credo huidobriano. Según
dicho credo, "el poema creacionista sólo nace de un estado
de superconsciencia o de delirio poético", y en él
"cada parte constitutiva y todo el conjunto muestra un hecho
nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquier otra
realidad que no sea la propia". Estas fórmulas y otras
análogas no constituyen, sin embargo, más que una radicalización
de la novedad de toda buena metáfora; además, su propia
concepción del oficio ("Un poeta debe decir aquellas cosas
que nunca se dirían sin él") la hubieran suscrito
todos los poetas genuinos anteriores a él. Lo nuevo reside
en la prioridad que él da a la imaginación por sobre
la sensibilidad y la mera emotividad. Esta última no sólo
no le interesa: le estorba. En cambio, sí destaca la capacidad
humana de aprender de la naturaleza su "técnica"
creadora: "Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol";
o sea, sin imitarla en sus elementos o materias, sino en sus procedimientos.
La mera reproducción de lo real es, también en otras
artes, una práctica indigna del creador, como lo sugiere esta
frase tan propia de un vanguardista: "Axioma para los músicos:
Los pájaros cantan mal".
Pero este ser de tanta prestancia y aparentemente cerebral, es un
poeta genuino y, a ratos, un lírico sublime, capaz de deponer
su mesianismo para auscultarse y tocar las fibras más hondas
del amor, del dolor y hasta de la ternura contemplativa. Así
lo prueba el Canto II de Altazor, bellamente celebratorio del eterno
femenino:
"Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos
Se hace más alto el cielo en tu presencia
La tierra se prolonga de rosa en rosa
Y el aire se prolonga de paloma en paloma
Al irte dejas una estrella en tu sitio
Dejas caer tus luces como un barco que pasa
Mientras te sigue mi canto embrujado
Como una serpiente fiel y melancólica
Y tú vuelves la cabeza detrás de algún
astro".
El poema prosigue su desfile de imágenes:
"Heme aquí perdido entre mares desiertos
Solo como la pluma que cae de un pájaro en la noche
Heme aquí en una torre de frío
Abrigado del recuerdo de tus labios marítimos
Del recuerdo de tus complacencias y de tu cabellera
Luminosa y desolada como los ríos de montaña
¿Irías a ser ciega que Dios te dio esos ojos?"
[...]
"Te hallé como una lágrima en libro olvidado
con tu nombre sensible desde antes en mi pecho
Tu nombre hecho del ruido de palomas que se vuelan
Traes en ti el recuerdo de otras vidas más altas
De un Dios encontrado en alguna parte
Y al fondo de ti misma recuerdas que eras tú
El pájaro de antaño en la clave del poeta".
Solemne y lúdico al mismo tiempo, el personaje Altazor es
un viajero cósmico cuyas preocupaciones y actitudes son obviamente
los del propio Huidobro, su trasunto evidente. El poema es un largo
monólogo lleno de momentos fulgurantes (sobre todo en el Prefacio
y en el Canto II, ya citado); pero acá y allá la tensión
poética va cediendo y la fatiga de los materiales imaginativos
deja a la vista cierta mecanicidad, una suerte de automatismo, que
a veces lo hace desbarrar por la vía del exceso y de la gratuidad.
Al cabo el lector no aspirará a otro placer que el de asistir
a la función de gala de un yo imaginativo y vivaz, pero más
solitario que solidario, experimental antes que experiencial, con
más sed de travesura verbal que de aventura humana, seducido
por la innovación mucho más que por la profundización.
Con todo, se trata de uno de los poemas más memorables de nuestro
idioma.
En 1941 publica otros dos libros: Ver y palpar y El ciudadano
del olvido, menos orgánicos y programáticos que
Altazor, pero donde se pueden leer algunos de sus mejores logros.
Lo mismo cabe decir de Últimos poemas, volumen póstumo,
y de un puñado de poemas sueltos con que se cierra su obra
poética. Entre ellos sobresale "Pasión pasión
y muerte", un bello poema que sigue muy de cerca "Pascua
en Nueva York" (1914) de Cendrars, poeta cuyos Diecinueve poemas
elásticos (1916) resuenan desde el título en Poemas
árticos (1918), ya citado. Confieso que a ratos la cercanía
de Huidobro respecto a Cendrars me resulta rayana en el plagio, y
por ello mismo asombra que el asunto no haya sido estudiado ni, al
parecer, advertido.
Pero la potencia innovadora de Huidobro es innegable. Para dar una
referencia comparativa, piénsese en 1922, año tan clave
en la consolidación de la vanguardia mundial: en esa fecha
se publica Ulises, de Joyce; La tierra baldía, de Eliot; Trilce,
de Vallejo; Los gemidos, de Pablo de Rokha; Veinte poemas para ser
leídos en el tranvía, de Girondo. Es también
el año de la célebre Semana de Arte Moderno, organizada
en Sao Paulo. Pues bien, en 1922 Huidobro tenía publicada ya
una docena de libros de poesía, la mitad de los cuales se inscribe
en la vanguardia de modo cabal y paradigmático.
Para los poetas chilenos, la imaginación aérea y lúcida
de Huidobro representa un contrapeso frente al sonambulismo subterráneo
de Neruda, la angustia furiosa y algo gradilocuente de Pablo de Rokha,
la presencia casi bíblica de la Mistral. En un plano sudamericano,
creo que resulta mejor poeta que Borges, pero menos entrañable
que Vallejo. No obstante, sus semillas de libertad germinaron por
todo el subcontinente, posibilitando de un modo misterioso nuevas
corrientes libertarias. Pero estas últimas han ido deshojando
y podando su propio árbol genealógico, el que parece
arraigar cada vez más en el subsuelo antes que en el aire o
en los espacios siderales. Así, figuras como Parra o Gonzalo
Rojas, Cardenal o Lihn, Cadenas o Dalton parecen más bien sus
sobrinos antes que hijos o nietos, y ciertamente serían los
últimos en suscribir la definición huidobriana del poeta
como "un pequeño Dios". Ahora la poesía anda
a pie, en bicicleta o en auto, no en avión ni en paracaídas.
Sin embargo, Huidobro impresiona por su desplante y su autonomía
creadora, por la vivacidad de su inteligencia y de su imaginación.
Por cierto, hay aspectos casi legendarios en su figura, la que por
otro lado no puede evocarse sin que aparezca como telón de
fondo una época tan irrepetible como él. El tiempo dirá
hasta qué punto son anecdóticos o nucleares ciertos
gestos y pasajes de su vida: el haberse propuesto conscientemente
ser el mejor poeta del país y luego de la lengua; el haberse
enrolado como voluntario durante la Segunda Guerra Mundial; el haber
robado y traído a Chile el teléfono de Hitler; su militancia
en la izquierda (más larga de lo que se cree); el haber raptado
a una beldad y partido con ella a Europa; el haber escrito bajo otros
nombres a los diarios europeos cartas absurdas contra él mismo,
a fin de ganar el espacio para replicar y explicar una vez más
qué era el creacionismo.
De cualquier modo, Huidobro fue coherente consigo mismo. De existir
en estos tiempos, seguramente habría aborrecido el mercado
y la amnesia de esos descendientes que hoy se pasean por la escena
pública transformados en popes de sus propias capillas. Y es
esa lección de coherencia la que no podemos ni debemos olvidar.
Santiago, 30 de junio de 1993