Tomas la ruta,
retrocedes en el tiempo, ciegamente avanzas hacia múltiples,
antiquísimas épocas. Abandonas este Santiago absurdo, asimétrico, y
enfilas por la carretera, aliviado de saber que finalmente te diriges
a la ciudad de Concepción. Pero lo que no puedes saber, lo que no
quieres saber es que, en realidad, el nombre del lugar te conducirá
hasta una trampa porque estás viajando hasta el origen. Hacia tu
propio origen. No adviertes que te vas en picada por el centro del
drama y del delito.
... No sabes, no
quieres, no puedes adivinar que eres la víctima activa de un secreto
que ya hace mucho te arruinó la vida. Más atrás, a tu espalda,
encaramado sobre una roca, un Oráculo senil y desdentado se ríe a
carcajadas. Tu madre, desvelada y convertida en una prófuga, se da
vueltas en su cama convulsionada entre el rencor y los recuerdos. El
esqueleto de tu padre experimenta una leve pulverización en el borde
superior de otro de sus huesos. Su tumba en Concepción está desierta.
La carretera en esta hora se vuelve opaca. Más opaca que tú que, para
tu mal, ya eres opaco.
... Dejas
Santiago. Vas dejando Santiago y tu pensamiento se eleva descontrolado
por la plenitud del orgullo que te provoca esa capacidad que tienes de
pasar todo por alto y así es como te haces el dueño de lo que no te
pertenece o bien dilapidas la totalidad de lo que tienes. Cuando no
estas estafando, te estafas a tí mismo. Subes la velocidad, tu mente
se hace más rápida que el auto. Es tu tercer, tu cuarto viaje a
Concepción, siempre decides que la próxima estafa, la próxima estancia
la harás en Concepción. Lo decides sin saber que lo decides ni por qué
decides Concepción.Ya lo dije: pasas por alto todo, ni siquiera
piensas en el peso de los nombres. Ni en el sentido de tu propio
nombre piensas.
... Atardece.
Incrustados a la carretera van desfilando monocordes los paisajes. La
sequía se haría visible para cualquier ojo; los pastizales quemados,
una manada de animales hambrientos escarbando en tierra yerma,
las laderas, los montes. Cada puente por el que atraviesas se parece a
una mueca irónica que sólo estuviera conectando la sequía a la sequía.
Pero tú no lo notas. Unicamente piensas en que debes llegar a tiempo,
siempre vives con la sensación que se te acaba el tiempo. Toda tu
cabeza está ocupada por la inminencia de la fiesta que te espera en
Concepción. La fiesta se prende poderosamente a tu pie y entonces
aceleras. Invadido por la velocidad adelantas el baile, te preparas
como si fueras un guerrero ancestral que va a atrapar el cuerpo que
necesita para saciar su compromiso sangriento con la noche. Las
fiestas te resultan un desafío, sin embargo, en algún lugar, le temes
a la indefensión que envuele a cualquier fiesta. Pero ahora te vas sin
saber que mientras más velocidad alcanzas, veloz acudes a una cita ya
pactada. Feroz, inamovible resulta la sequía.
... Allá lejos, tu madre permanece traspuesta en
medio de la noche y en su desvelo empieza a revisar, con una ira
infinita, el curso de su historia. Está tan furiosa tu madre, tan
llena de memoria. Permanece viva sólo para recordar, para sacar
fuerzas del odio y enfrentar el nuevo día odiando. Tu madre sólo vibra
cuando logra aborrecer y, por eso, su efuerzo se concentra en cambiar
ligeramente su única, monótona versión y volverla aún más
desfavorable. "El maldito" -se dice-. "Ah, ese maldito". Se sienta en
la cama, enciende la luz, traga la pastilla con el cuerpo erizado y el
cuello adolorido por la constante tensión. Pasará, al menos, una hora
antes que cese su furor. En el curso de esta hora, te verá como el
fiel reflejo de tu padre. Verá en ti a tu padre y, a la vez, en un
inesperado doblaje de su mente, al enemigo de tu padre. En los últimos
segundos previos al sueño, se le incrusta en la cabeza la insoslayable
sensación que muy pronto se cumplirá su venganza y sólo así logra el
sosiego. Tú nunca lo podrías comprender, pero la verdad es que ella te
preparó para que tú te convirtieras en su espada. Resulta
impresionante cómo brilla el odio en la afilada daga de tu madre.
... Dejas la carretera. Ya ha
oscurecido totalmente. La entrada a Concepción se torna oscilante y
confusa. Tu mirada no se molesta en atravesar la oscuridad para
observar el sector aledaño por el que te internas. Las casas pareciera
que se van a caer de un momento a otro. Son infinitamente débiles las
casas, como débil la luz que las alumbra. La sequía cruje, se retuerce
entremedio de las tablas. Una sombra curiosa y encorvada se recorta
contra la ventana y queda atrás al instante, sumergida en su
particular, ajena historia. Aunque imperceptiblemente te has cruzado
con una sombra arcaica justo cuando estás entrando a Concepción, tú,
claro, no la adviertes, sólo piensas en cuál es la dimensión del
trecho que te separa de la fiesta. Pero de modo súbito, sientes que te
invade imperativa un hambre que te hiere. Te detienes al borde de la
primera posada que encuentras. Bajas. Te animas cuando recorres de una
mirada rápida las incontables cervezas encima de las mesas, el neón
encendido alumbrando la barra, el ruido de las conversaciones que se
montan unas sobre otras. Estás en el centro de una atmósfera que te
gusta. Te sientes tan cómodo, tan excitado en ese ambiente: el neón,
las mesas, las incontables botellas de cerveza. Ya sentado en la barra
ordenas. Pides lo más barato y, de inmediato, entras en una cargada
conversación con la mesera. -"¿De Concepción?" -preguntas. -"De Lota"
-te responde, a la vez que agrega: -"Yo nací en Lota".
... Apelando a todas las cinematografías
conocidas, rozas su mano, creces frente a la muchacha mientras
celebras sus caderas. Intimas, comes con avidez, preguntas por su hora
de salida. La muchacha te va siguiendo el juego y tú te maravillas de
ti mismo, siempre lo mismo, ese asentado dominio del halago, cómo
tarde o temprano las otras mentes se pliegan a tu halago en el que
confluyen verdades con mentiras. Lo que sí sabes, prácticamente lo
único que sabes es que halagando es como se llega al centro y tocas y
te haces uno con el corazón de la carencia. Te acomodas en la silla y
por un instante piensas en dejar irse la fiesta, quedarte en la posada
para después pasar la noche con la muchacha a la que ya consideras
seducida. Piensas que sería bello, por qué no, mentir toda la noche,
fingir toda la noche, extremarte. Estás mareado por la indecisión. Te
preguntas si serán las mesas, será el neón, será la juerga pobre y
justo cuando decides quedarte, tal como si no fueras tú el
propietario de tu cuerpo, te levantas sin molestarte en
aparentar.Cuando abandonas el local apenas en un murmullo dices: -"Por
ahí seguramete nos veremos"-. Sales a la calle para tomar el auto. Y
no obstante, mientras procedes a reiniciar tu marcha, algo te extraña
de ti mismo.
... Aún permaneces en los
bordes de la ciudad mientras tu madre, acostada curva en el borde de
su cama expatriada en los suburbios del otro hemisferio, sueña. Casi
todos los amaneceres tu madre tiene sueños que terminan destrozándola.
En este mismo momento sueña con un cristal. El cristal va
expandiéndose y empieza a ocupar peligrosamente toda la superficie. Tu
madre retrocede para no ser capturada aunque resulta inútil porque el
cristal termina por alcanzarla y entonces se deja caer sobre ella la
herida, la sangre, su cuello, su terror. En los momentos de la sangre,
su cuerpo experimenta un brusco salto en la cama, su mano se crispa y
lentamente empieza a distenderse. El finísmo cristal le atraviesa el
cuello, provocándole una agonía lenta. Y ella, en la nitidez de su
agonía, se disgrega por la angustia entre morir y observarse en su
muerte. Luego la imagen se escabulle hasta la nada. Ya ha amanecido.
Tu madre se despierta y se levanta a duras penas para empezar el día.
Aún no se desprende de ella el cristal, la herida, la sensación
de su cuello rebanado. El día, como siempre gris, enturbia aún más su
ánimo y mientras camina se tropieza contra su propia cama. Se remece
por el dolor agudo en la pantorrilla que le corta la respiración. Soba
su pierna, luego camina cojeando hasta el espejo. Se mira en el espejo
y anonadada ante su propia imagen, cierra los ojos. Mientras sus
párpados caen, va deslizándose entre ellos el cuerpo de tu padre y en
ese mismo instante, se desencadena sobre ella la náusea matutina. La
conocida náusea matutina.
... Manejas,
apenas tomaste una cerveza y, sin embargo, pareces achispado. Te
detienes en las orillas de la plaza y buscas entre tus bolsillos la
dirección de la casa en la que ya, con seguridad, empezó la fiesta. La
ciudad empieza a traicionarte, has visitado tanto este lugar pero
ahora no recuerdas por cual de los cuatro caminos posibles debes
enfilar. Te atemoriza la posibilidad de equivocarte, de empezar a dar
vueltas y vueltas solitario, hundido de raíz en una noche vana.
Estacionas el auto. Vas hacia el primer teléfono público y respiras
aliviado cuando te encuentras con las señas que te entrega tu amigo.
Subes de nuevo al coche. Pasas las calles hasta que reconoces la
puerta que te permitirá la entrada. Te arreglas el pelo. Sientes que
tu viaje se ha cumplido en los momentos en que escuchas la música que
traspasa las murallas. Cuando entras en la casa una violenta felicidad
te invade. Pareciera que cargaras una infinitud de dioses bacanales
sobre tu cabeza. Un cierto confuso hálito te envuelve mientras saludas
y vuelves a saludar como si fueras el dueño de esa fiesta que les
diera la bienvenida a sus numerosos invitados. Te haces notar en
cuanto cruzas la puerta. Es evidente que necesitas desesperadamente
ser notado.
... Con un tenue disimulo
tragas el primer estimulante de la noche. Lo tragas con la ayuda del
combinado que te acabas de servir. El pisco y la pastilla son para ti
sabores ampliamente conocidos de los que esperas un pronto resultado.
Circulas, te mueves con soltura, pero en realidad estás empezando a
buscar un cuerpo sobre el cual dejar la caer la fuerza de tu angustia.
Sin querer, te ves enfrascado en una conversación con la muchacha más
anodina y más pálida. Bailas con ella. Tu ojo se agudiza mientras
lanzas frases que no logran convencerte porque es la muchacha la que
no te logra convencer. Su palidez rayana en lo malsano te
separa, los modales, la sonrisa demasiado prefijada. No viajaste, no
saliste de Santiago para este torpe intercambio de la nada. Sientes
que crece en ti el impulso por destruir a esta anciana disfrazada de
doncella que se esfuerza en mostrar lo que a ti te parece un vacío
recubierto por una cordura estúpida. Cuando te sientas en el incómodo
sillón, te reprimes un instante y luego expulsas la frase que se abre
paso en tu cerebro: -"Algo en ti me está provocando un agudo dolor de
cabeza"-, le dices. Te levantas y en el momento en que te alejas, la
más palida y anodina enrojece y desde su asiento te responde como un
rayo: -"Imbécil". Sonríes satisfecho mientras caminas para buscar un
trago. La noche en ti acaba de encumbrarse con un esplendor que te
parece magistral.
... Sigues deambulando
entre los grupos, hablando de una cosa y otra. Intentas cerrar alguno
de tus imprecisos negocios ya que, después de todo, tu situación es
agobiante, porque no tienes dónde caerte muerto. El dinero antra y
sale de tu bolsillo como por arte de una magia adversa. -"Ya se
arreglará"-, piensas, mientras luchas por dejar atrás las deudas que
te rondan, los acreedores que te persiguen minuciosamente, el
angustioso presente por el que te empujan tus deseos. Estás
llegando a un punto límite en donde la tristeza se abre paso para
ocupar artera todo el espacio de tu mente. Te empiezas a sentir la
víctima de una serie de maquinaciones que te obligan a mantenerte en
la cuerda floja, que te impulsan a una estafa y otra. Tu cabeza culpa
a cada uno de los conocidos, ya ni siquiera sabes qué estás haciendo
en Concepción ni menos justificas tu presencia en una fiesta
traspasada de provincia. Piensas que te está matando la mediocridad
que te circunda, siempre está ahí la abrumadora normalidad en la que
es imposible reconocerte, esas risas a medias, el irritante tono
mesurado de las voces, la vocación sedentaria a asegurarse en
cualquier silla. Tu pensamiento parpadea y te disloca. No vas a
cederle todo el espacio a esa melancolía que conoces. Decides que es
imperioso cambiar de una vez por todas el curso amorfo de esta fiesta.
No puedes entender en cuánto y con que saña tu deseo se verá
reconocido. Ciego de ti, no ves que la sombra satisfecha de un Oráculo
empieza a agregar una marca más en el centro de la piedra.
Los trabajadores de la
muerte
Diamela
Eltit
Novela
Seix Barral - Biblioteca
Breve
(1998)