Diamela Eltit

 
 


EL TRABAJO DE LA NOVELA

Francine Masiello


Se ha terminado una época en la historia de la América Latina: desaparece el mundo del trabajo. La extinción del movimiento laboral, el aflojamiento de las luchas obreras, la desaparición de las grandes empresas que sostenían la mano de obra son imágenes que forman parte de la historia actual. Nos quedamos, entonces, con la brasa de fe en lo que ya no existe más, un hueco en la estructuración de nuestro mundo. Donde antes había la promesa de horario fijo y salario garantizado, ahora se halla la incertidumbre. Donde antes había lealtad entre obreros, ahora domina la traición. Se traza, por un lado, un mapa de paranoia frente al estado protector y, por el otro, una desconfianza en el pacto ético que antes nos vinculaba.

La literatura y el cine han sido sensibles a estos cambios del mundo, buscando concebir una poética en torno al drama de la desocupación. Es decir, mientras proliferan en la América Latina múltiples ficciones sobre la falta de fe en el poder adquisitivo, está la desconfianza en el futuro. Sin ser herederos de cierto realismo social (en la tradición de Roberto Arlt o Manuel Rojas), los autores y cineastas toman el mundo poslaboral para reflexionar sobre los hábitos de convivencia del obrero en el mundo de los marginados. Pensar en las películas Amores perros, cuyo trasfondo de violencia expone la vida marginada de aquellos que están lejos de la productividad laboral; La virgen de los sicarios, (película y novela) que representa un mundo en el cual nadie trabaja, donde se vive de la herencia o del robo; Caluga o menta, sobre los habitantes de las poblaciones chilenas; Mundo grúa, que desde la subocupación comenta la expulsión del obrero del medio conocido y la realidad del paisaje nacional argentino.

"El trabajo es un desaparecido del proceso democrático", nos dice Martín Caparrós en su libro La extinción, un estudio sobre el mundo laboral perdido que ya no volverá más a la Argentina. En literatura, La villa, de César Aira; Boca de lobo, de Sergio Chefjec; Puerto Apache, de Juan Martín; y los nuevos cuentos de Marcelo Cohen -mis ejemplos son argentinos-, ofrecen maneras de percibir la ciudad asediada, el medio urbano amenazado por una economía quebrada. El tema es la violencia urbana producida por el desempleo. También está un deseo de registrar un clima decadente, saturado por el sopor de la pobreza, agobiado por la cesantía y el ambiente poslaboral. Por encima de estas propuestas está la más reciente novela de Diamela Eltit. En mano de obra (2002), la autora nos instala en un ácido terreno de preguntas en torno al mundo laboral y la función del arte. Con una estética rupturista, usa como tema la representación de la subjetividad amenazada por el desempleo, la forma material de la vida cotidiana y las poéticas para registrarla. Sigue una preocupación ya elaborada en su obra anterior, pero aquí hay algo nuevo: es el espacio neoliberal que ha absorbido toda posibilidad de cambio y resistencia social. Política y estética lanzan un grito de desesperación.

Siempre anticipando con feroz inteligencia las crisis del neoliberalismo, Eltit ha dedicado gran parte de su obra literaria a metaforizar la economía de mercado. Para lograrlo, toma la formación y el colapso del espacio público y sus consecuencias para el privado como lugar de investigación. Desde Lumpérica, donde se representa la plaza pública como espacio ocupado por los pobres y vigilado por las autoridades del estado, hasta Los trabajadores de la muerte, donde el mercado público viene a ser metáfora de la polis, la autora investiga la devastación del medio urbano y su peso sobre el cuerpo del sujeto popular. Si en su obra temprana, la escritora enfocaba el poder de la dictadura sobre la cultura urbana, en sus novelas más recientes el neoliberalismo en democracia es el eje de la reflexión; elabora los efectos nocivos de la propuesta neoliberal e identifica las subjetividades y los lenguajes que la misma propuesta incita. En este caso, y pienso muy particularmente en las novelas a partir de Los vigilantes, Eltit nos muestra que el estado neoliberal desaloja a sus ciudadanos, desplazándolos de los lugares comunes, insuflándoles de ese leve viento de terror que corre del Norte al Sur. Como consecuencia de esto, a los personajes se les deforma el habla, se les tuerce el valor expresivo, se les agravia el cuerpo. Muchas veces brutales por su grado de violencia, las novelas configuran el mercado por los efectos dañinos que ejerce sobre el cuerpo y la voz. Sin embargo, Eltit siempre complica la trama esperada. En Los trabajadores de la muerte, por ejemplo, la configuración del mundo de compras y ventas es llevada a su sentido originario, remitiéndonos a la antigüedad clásica, donde el mercado equivalía a la polis, el espacio para los ciudadanos. El mercado popular no es el espacio salvaje que será en nuestros días el mercado neoliberal, sino aquel lugar adonde el pueblo va para hacer política y hacerse oír. El mercado, entonces, pertenecerá al sujeto popular; es un espacio donde se oyen las voces y las demandas de las masas. Es un sitio para la producción de lenguajes y saberes. Hay que aprender a recuperar este significado original del mercado, reemplazando el uso contemporáneo bajo el eje del programa neoliberal. En Mano de obra, Diamela Eltit pone al día esta temática pero con una mirada todavía más crítica, al trabajar los efectos de la desocupación sobre la voz humana y las maneras de innovar y narrar. Para lograrlo, ella trabaja el espacio donde la gente de barrio se junta, el espacio donde se cruzan políticas, deseos y cuerpos. Me refiero, por supuesto, a la representación del supermercado.

Todas las condiciones sociales se exponen en este negocio. Es el centro de conflicto, de opresión y de resistencia popular. Es el lugar donde la polis pone a prueba su confianza en la economía nacional, su fe en la ficción del dinero. El supermercado organiza la angustia y la esperanza del barrio, es teatro de promesas, es la puesta en escena de las leyes del mercado neoliberal. El súper recuerda el hambre la escasez, aunque sus ofertas sustentan el cuerpo. Concentra a los que no pueden comprar por falta de dinero, a los ancianos y niños que lo frecuentan como para hacer pasar el tiempo; congrega a la multitud que insiste en su derecho de comer. Registra a los que roban y hurtan un pedazo de pan. Responde al ensamblado de necesidades humanas construidas desde el espacio privado, y pone nuevas demandas sobre la identidad y la política nacionales. Promete ser la nueva esfera pública de los empobrecidos; también demuestra la vigencia de la razón del estado. En este sentido, Eltit trabaja un "secreto abierto", el doblez que lleva toda persona insertada en el espacio laboral. Los empleados, entonces, guardan el secreto de su común humillación y su miedo; es el secreto que los une mientras hacen guerra contra los clientes. Produce lo que el narrador llama "el revés de mí mismo". Este doblez viene a ser la condición que hace posible su arte. Entonces la gran apuesta estética de Mano de obra se da con un lenguaje y un cuerpo divididos que buscan estructura y forma. De esta manera, Eltit arma una perspicaz mirada sobre el mundo del trabajo y el trabajo en el campo del arte. El trabajo de la novela entonces se dedica a mostrarnos el doble hilo de todo trabajo.

La acción de la novela privilegia dos espacios representados: el supermercado y la casa. El espacio donde se realiza la compra y venta de productos comestibles, el espacio donde se congregan los distintos sectores de la sociedad para alimentarse, se va perfilando en un nuevo espacio público, un lugar donde verse y hacerse oír. A falta de otra localidad para el diálogo y la política, el supermercado viene a ser el sitio de este intercambio posible. Pero el supermercado rápidamente se convierte en un espacio de un mundo dividido entre enemigos de varias estirpes. Los clientes que no colaboran con la lógica del súper son "increíbles" o "insanos"; el empleado que los vigila insiste en su autoridad y su uso de la razón. Al mismo tiempo, su supervisor lo asedia: lo humilla, lo discapacita, y lo amenaza con la despedida posible. En este sentido, el supermercado absorbe los conflictos del mundo de afuera; representa un microcosmos de la sociedad, con sus protagonistas en guerra. Permite pensar en miniatura el mundo material de la América Latina de hoy y deja ver las estrategias de poder pertenecientes a las políticas más grandes. Por encima, está el enfoque en los cuerpos producidos por el orden de trabajo. En la primera mitad, todo dolor se marca en el cuerpo -en los pies, los riñones, las manos-: la segunda explicará los sentimientos. Entre ambas se condensan en directo las heridas abiertas por el mercado neoliberal; se articula un estilo de narrar; se produce una voz. Esta condición de trabajo se repite en el trabajo de la novela.

Se ha dicho que el neoliberalismo es el juego de ilusiones, espejismo de tensiones entre el producto original y sus múltiples copias, organización y venta de imágenes sin trasfondo, planos de superficies que valen más que la sustancia que contienen. "La república mediática", entonces, produce una manera de ver y ser visto, de tratarlo todo en la superficie, de seducir por el estilo de la "presentación", de convertir los productos naturales en paquetes atractivos que luego se ofrecerán a la venta. Es la lenta transformación de la naturaleza en lo que entendemos hoy por cultura, el reino de lo natural transformado en artificio para el ojo del consumidor. Un negocio donde el contenido del producto es seguramente lo de menos, el supermercado atrae a los clientes por la conquista de la mirada y por el sonido de la voz que vende. En el armazón de este problema, intervienen tres aspectos principales que me interesa señalar.

1.- El tiempo del cuerpo

Primero, enfrentamos a un narrador anónimo cruzado por el enojo y la irritación, un empleado que se indigna por la invasión de los clientes que vienen a estorbar el orden de sus productos y revolver la presentación de la mercadería. Es como si la multitud viniera a interrumpir su obra de arte, su fuente de identidad personal. Sin embargo, el narrador sufre de lo que Freud una vez definió como "el narcisimo de las diferencias menores", con lo cual el personaje se identifica con la gerencia y no con los de su clase social. Como este narrador, todos creen que van a triunfar en el mundo laboral, tienen fe en que ascenderán la escala de las jerarquías. Y como él, los demás personajes pierdan interés en la solidaridad con sus pares. El narrador lleva esta fe, que se vuelve angustia, al cansancio de su cuerpo.

El suyo es un cuerpo que lleva el paso del tiempo en los huesos, en las piernas. Los horarios asignados determinan su rutina y marcan el desgaste de su bienestar físico. En este sentido, el día del trabajador anónimo se somete a una rutina temporal particular. E.P. Thompson ha demostrado cómo el capitalismo, desde su primer momento, se ha dedicado a regimentar el tiempo. Es decir, el tiempo del ser humano termina siendo un tiempo controlado por el espacio laboral; todo lo que está fuera de este núcleo, es considerado inútil. La acción de la novela ocurre entre navidad y año nuevo, invita a que los lectores hagan asociaciones tales como que Cristo no puede salvar a los personajes o el rito de año nuevo no promete una redención. Pero no es eso lo que importa. Porque, en la novela de Eltit, el tiempo del trabajo es otro.

Con respecto al tiempo, la estrategia de Eltit me hace pensar en algunas de las propuestas narrativas de Joyce, que en su Ulises también intentaba anotar el día de los trabajadores de Dublin a través de la figuración del cuerpo y la voz, y de construir al mismo tiempo un retrato del artista popular. Joyce entendía bien que el reloj interno ofrecía una densa y compleja amplitud, acompañado por un lenguaje polivalente que recuperaba el drama del extranjero en una ciudad colonizada en los albores del siglo XX. Pero Eltit entra por otra ruta; su ficción comunica que todo obrero es un alienado en su localidad de empleo, cruzado por los destiempos y las extranjerías que el mundo laboral le impone. El narrador anónimo, de quien luego descubriremos que es un personaje compuesto -una mezcla de los distintos rasgos de los varios personajes que aparecen con nombres en la segunda parte de la novela- es el everyman, la persona común que sufre estas indignidades, un ser marginado por la condición de trabajo, alienado por el tiempo laboral. Y, sin embargo, estas abstracciones se basan en la realidad. Rara coincidencia: la fecha que Eltit elige para el transcurso de la novela se cruza con las fechas de máxima crisis en la Argentina de diciembre de 2001. Entre el 19 y el 21 de ese mes se vio en la Argentina una masacre de obreros, el levantamiento de las protestas y el nacimiento de la asamblea popular. El año nuevo trajo en el plan discursivo altas expectativas que, por lo general, se evaporaron pronto. Frente a esto queda un cuerpo angustiado, marginado, y sin empleo.

2.- El corte, el nombre y la fuga

En la novela, las demandas sobre el cuerpo se registran en el corte, la metáfora de un cuerpo dividido en dos, la imagen siempre truncada, la figura correspondiente a la alienación del obrero frente al mundo en que se ve ubicado, la división entre el artista en potencia -el que asume una voz- y el obrero vigilado. El corte también se nota entre el mundo visible de los productos y la revuelta interna de los sentimientos que domina a los empleados. El corte se repite como técnica a través de la novela: el corte de la ficción narrativa en dos, el corte entre los subtítulos de la novela, que apuntan a un momento de esperanza para la historia del movimiento chileno (en los albores del siglo XX y otra vez en 1970) y el contenido de los capítulos que señalan el fracaso de esos ideales en nuestros tiempos; el corte entre espacios de gasto y espacios de productividad; el uso del paréntesis que corta y divide la frase en dos: el corte de los lenguajes que separa el mundo de la cultura de clase media del lenguaje de origen popular. El corte de los productos con cuchillo, el corte del dedo de Sonia, el corte de la subjetividad entre masculina y femenina; también el corte del salario, el corte del trabajo de uno, el corte señalado por el doble sentido de las listas de nóminas.

Estas listas se repiten en la novela y nos recuerdan tanto la amenaza al obrero como la amenaza a la función de la estética en el campo cultural. El narrador de la primera parte se dedica a armar listas de mercadería: se cuentan los tipos de pescados que están a la venta, se ordenan las manzanas, se cifran las mercaderías; se cuentan los productos vendidos. Son las listas que corresponden al uso de la razón: verifican el orden necesario para sistematizar la venta. Pero la lista también ofrece otros significados. Por un lado representa el trabajo artesanal. Señal de su goce y su independencia, el empleado se anima en el arte de ordenar aunque el supervisor a quien el empleado responde está cerca. Vale decir, entonces, que el arte del empleado suyo es un placer vigilado. Por otro lado, la estrategia de la lista inspira la paranoia y el miedo. Para el empleado, encontrar su nombre en la nómina significa su eventual despido. Inspira su miedo, la imagen le persigue hasta en sus sueños. Sin embargo, ver su nombre en la nómina es también salir del anonimato y dar la cara. Este paradójico vínculo entre identidad y despido, entre nombre y desaparición, es la vuelta de tuerca producida por el arte del mercado. Juego de superficies, la lista confirma la identidad del nombre para luego desintegrarla. Así, el orden de las cosas se establece y se desarma a través del nombre. Salir del anonimato significa perderse en sí mismo.

La segunda mitad de la novela enfoca el mundo doméstico que reúne a los trabajadores y resuelve el tema del corte. Vistos dentro de la casa, los personajes adquieren nombre. Vemos cómo se relacionan entre sí, oímos sus voces y ansiedades. La vulgaridad repetida en su habla señala un pueblo angustiado, sin amor y sin política. Hablan mal el uno del otro cuando sospechan la traición. Lo que más une a los personajes es su ansiedad por el trabajo y el miedo de ser despedidos. El dinero otra vez es el protagonista de esta segunda parte; pero ahora se representa como el objeto que se escapa, huye; despierta la ansiedad de los personajes; hace determinar las hablas. Si en la primera mitad de la novela se enumeran los productos del mercado, la segunda se destaca por el fluir de los ingresos y los gastos. Poner alto al fluir del dinero, intentar vigilar el consumo, utilizar los desperdicios para no incurrir en más expensas. Aquí se cruzan las dos partes de la novela para encontrar su totalidad.

Frente a la amenaza de la lista, está el fluir natural: el fluir de la sangre de los personajes que desordena la escena laboral, el fluir de los productos naturales antes de llegar al supermercado, el fluir del libre discurso de la turba, la voz de la multitud. Mucho se ha comentado últimamente con respecto a la multitud. Virno y después Michael Hardt y Antonio Negri nos señalan la importancia de la masa no codificada. Sin embargo, la turba en esta novela es objeto de desprecio. La turba mezcla el orden de las cosas, siembra el caos y la ruina. Es imposible ponerla en línea recta, sistematizar su discurso. Y Eltit tampoco insiste en su posible triunfo. Cuando Gabriel, por ejemplo, adquiere las características del líder (es el más alto y el más blanco, rasgos que habrían pertenecido a Enrique antes de su caída, además de tener la capacidad interpretativa para avisar sobre el peligro), los demás personajes están sin casa ni programa de trabajo. Sabemos que dominará la anarquía sin organización posible y la promesa de la clase obrera unida será defraudada. Lo único que queda, entonces, es la posibilidad del arte.

3.- El arte del trabajo.

El trabajo de narrarHay una quieta desesperación en esta novela en torno a la cuestión del arte. En la primera parte del texto, el narrador defiende su deseo de crear, de ordenar los productos, de construir una estética en torno a las mercaderías. Ésta es su secreta obsesión, también su obligación laboral. Así, su estética responde a las leyes del mercado, se somete a la aprobación o al castigo de sus supervisores. A pesar del afán de controlar su obra, su destino está regido por otros. Es un mundo donde el capitalismo dicta la voz que usamos. Incluso dentro de la segunda mitad de la novela, dentro de la casa, la obra artística se modela de acuerdo a las experiencias del supermercado. Gabriel, por ejemplo, es un muchacho que empaquetaba la mercadería del súper hasta convertir los productos embolsados en espectáculos cercanos al arte. Trabajaba sin pago y vivía de las propinas que la clientela le podía proporcionar. Pero una vez despachado de este trabajo humilde y marginal en sí, Gabriel va a su casa y allá sigue ensayando las diferentes maneras de envolver paquetes imaginarios. La memoria del mundo laboral le imprime ciertas costumbres, la repetición de los hábitos, y de allí la posibilidad de pensar en su obra como si fuera objeto de arte, de definirse como perfomancista. Así, aunque la fe en el arte reemplaza la fe en el dinero, ningún artista es capaz de escaparse del régimen impuesto por el mercado. Enfrentamos aquí una gran paradoja: atestiguamos la fe-sin-fe que motiva a los descreídos en su afán de seguir creyendo.

En este sentido, el neoliberalismo es un mundo totalizante que no permite huida. Supermercado, casa y novela se someten a su orden aunque el deseo nos empuje a avanzar más allá de la estructura dada. Los obreros así parecen envueltos en una cinta de moebio donde la economía de mercado no les permite salida. Un arte basado en la tradición de la copia, un trabajo con la repetición y la lista, tampoco les permite un análisis de la política neoliberal. Esto se complica un poco más. Al final de la novela, Gabriel es el mejor lector de la situación política de la casa; por eso recibe la admiración de los otros personajes de la novela y le nombran su nuevo líder. Pero ¿qué es lo que gana Gabriel? Consigue el derecho de marchar como nuevo jefe sin levar adelante un programa político. Consigue el derecho de seguir interpretando para ganar la batalla sobre la razón. Se cierra el libro con la frase de Gabriel "Demos vuelta la página". Es un eco de la clausura de la primera parte: "Hay que poner fin este capítulo". Por un lado, anuncia que un capítulo de la historia laboral se ha terminado en la América Latina; por el otro, registra toda realidad como si fuera artefacto de libro. Nos quedamos, entonces, con una crítica severa a los hábitos de lectura que compromete sin solución a la vista.

Si bien habría que buscar nuevas fórmulas, inventar nuevos espacios, labrar la materia de la realidad para que se destaquen relatos insospechados, también reconocemos al final de la novela los l{imites del arte bajo la sombra del neoliberalismo. Mano de obra nos deja, entonces, con interrogantes sobre el futuro del trabajo y el futuro trabajo del arte. Al mismo tiempo, surgen el humo de la incertidumbre y la crisis de nuestra exclusión. Igual que los obreros que circulan en la novela, nosotros también compartimos con ellos la condición de extranjería. Ha terminado la época de la revolución obrera; al dar vuelta a este capítulo de la historia, estamos con la página en blanco.




 

En Revista Casa de las Americas. enero-marzo de 2003

 

 

 
 

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