Se ha terminado una época en la historia de
la América Latina: desaparece el mundo del trabajo. La extinción del
movimiento laboral, el aflojamiento de las luchas obreras, la
desaparición de las grandes empresas que sostenían la mano de obra son
imágenes que forman parte de la historia actual. Nos quedamos,
entonces, con la brasa de fe en lo que ya no existe más, un hueco en la estructuración de nuestro mundo.
Donde antes había la promesa de horario fijo y salario garantizado,
ahora se halla la incertidumbre. Donde antes había lealtad entre
obreros, ahora domina la traición. Se traza, por un lado, un mapa de
paranoia frente al estado protector y, por el otro, una desconfianza
en el pacto ético que antes nos vinculaba.
… La literatura
y el cine han sido sensibles a estos cambios del mundo, buscando
concebir una poética en torno al drama de la desocupación. Es decir,
mientras proliferan en la América Latina múltiples ficciones sobre la
falta de fe en el poder adquisitivo, está la desconfianza en el
futuro. Sin ser herederos de cierto realismo social (en la tradición
de Roberto Arlt o Manuel Rojas), los autores y cineastas toman el
mundo poslaboral para reflexionar sobre los hábitos de convivencia del
obrero en el mundo de los marginados. Pensar en las películas
Amores perros, cuyo trasfondo de violencia expone la vida
marginada de aquellos que están lejos de la productividad laboral;
La virgen de los sicarios, (película y novela) que representa
un mundo en el cual nadie trabaja, donde se vive de la herencia o del
robo; Caluga o menta, sobre los habitantes de las poblaciones
chilenas; Mundo grúa, que desde la subocupación comenta la
expulsión del obrero del medio conocido y la realidad del paisaje
nacional argentino.
… "El trabajo es
un desaparecido del proceso democrático", nos dice Martín Caparrós en
su libro La extinción, un estudio sobre el mundo laboral
perdido que ya no volverá más a la Argentina. En literatura, La
villa, de César Aira; Boca de lobo, de Sergio Chefjec;
Puerto Apache, de Juan Martín; y los nuevos cuentos de
Marcelo Cohen -mis ejemplos son argentinos-, ofrecen maneras de
percibir la ciudad asediada, el medio urbano amenazado por una
economía quebrada. El tema es la violencia urbana producida por el
desempleo. También está un deseo de registrar un clima decadente,
saturado por el sopor de la pobreza, agobiado por la cesantía y el
ambiente poslaboral. Por encima de estas propuestas está la más
reciente novela de Diamela Eltit. En mano de obra (2002), la
autora nos instala en un ácido terreno de preguntas en torno al mundo
laboral y la función del arte. Con una estética rupturista, usa como
tema la representación de la subjetividad amenazada por el desempleo,
la forma material de la vida cotidiana y las poéticas para
registrarla. Sigue una preocupación ya elaborada en su obra anterior,
pero aquí hay algo nuevo: es el espacio neoliberal que ha absorbido
toda posibilidad de cambio y resistencia social. Política y estética
lanzan un grito de desesperación.
… Siempre
anticipando con feroz inteligencia las crisis del neoliberalismo,
Eltit ha dedicado gran parte de su obra literaria a metaforizar la
economía de mercado. Para lograrlo, toma la formación y el colapso del
espacio público y sus consecuencias para el privado como lugar de
investigación. Desde Lumpérica, donde se representa la plaza
pública como espacio ocupado por los pobres y vigilado por las
autoridades del estado, hasta Los trabajadores de la muerte,
donde el mercado público viene a ser metáfora de la polis, la autora
investiga la devastación del medio urbano y su peso sobre el cuerpo
del sujeto popular. Si en su obra temprana, la escritora enfocaba el
poder de la dictadura sobre la cultura urbana, en sus novelas más
recientes el neoliberalismo en democracia es el eje de la reflexión;
elabora los efectos nocivos de la propuesta neoliberal e identifica
las subjetividades y los lenguajes que la misma propuesta incita. En
este caso, y pienso muy particularmente en las novelas a partir de Los
vigilantes, Eltit nos muestra que el estado neoliberal desaloja a sus
ciudadanos, desplazándolos de los lugares comunes, insuflándoles de
ese leve viento de terror que corre del Norte al Sur. Como
consecuencia de esto, a los personajes se les deforma el habla, se les
tuerce el valor expresivo, se les agravia el cuerpo. Muchas veces
brutales por su grado de violencia, las novelas configuran el mercado
por los efectos dañinos que ejerce sobre el cuerpo y la voz. Sin
embargo, Eltit siempre complica la trama esperada. En Los
trabajadores de la muerte, por ejemplo, la configuración del
mundo de compras y ventas es llevada a su sentido originario,
remitiéndonos a la antigüedad clásica, donde el mercado equivalía a la
polis, el espacio para los ciudadanos. El mercado popular no es el
espacio salvaje que será en nuestros días el mercado neoliberal, sino
aquel lugar adonde el pueblo va para hacer política y hacerse oír. El
mercado, entonces, pertenecerá al sujeto popular; es un espacio donde
se oyen las voces y las demandas de las masas. Es un sitio para la
producción de lenguajes y saberes. Hay que aprender a recuperar este
significado original del mercado, reemplazando el uso contemporáneo
bajo el eje del programa neoliberal. En Mano de obra, Diamela
Eltit pone al día esta temática pero con una mirada todavía más
crítica, al trabajar los efectos de la desocupación sobre la voz
humana y las maneras de innovar y narrar. Para lograrlo, ella trabaja
el espacio donde la gente de barrio se junta, el espacio donde se
cruzan políticas, deseos y cuerpos. Me refiero, por supuesto, a la
representación del supermercado.
… Todas las
condiciones sociales se exponen en este negocio. Es el centro de
conflicto, de opresión y de resistencia popular. Es el lugar donde la
polis pone a prueba su confianza en la economía nacional, su fe en la
ficción del dinero. El supermercado organiza la angustia y la
esperanza del barrio, es teatro de promesas, es la puesta en escena de
las leyes del mercado neoliberal. El súper recuerda el hambre la
escasez, aunque sus ofertas sustentan el cuerpo. Concentra a los que
no pueden comprar por falta de dinero, a los ancianos y niños que lo
frecuentan como para hacer pasar el tiempo; congrega a la multitud que
insiste en su derecho de comer. Registra a los que roban y hurtan un
pedazo de pan. Responde al ensamblado de necesidades humanas
construidas desde el espacio privado, y pone nuevas demandas sobre la
identidad y la política nacionales. Promete ser la nueva esfera
pública de los empobrecidos; también demuestra la vigencia de la razón
del estado. En este sentido, Eltit trabaja un "secreto abierto", el
doblez que lleva toda persona insertada en el espacio laboral. Los
empleados, entonces, guardan el secreto de su común humillación y su
miedo; es el secreto que los une mientras hacen guerra contra los
clientes. Produce lo que el narrador llama "el revés de mí mismo".
Este doblez viene a ser la condición que hace posible su arte.
Entonces la gran apuesta estética de Mano de obra se da con
un lenguaje y un cuerpo divididos que buscan estructura y forma. De
esta manera, Eltit arma una perspicaz mirada sobre el mundo del
trabajo y el trabajo en el campo del arte. El trabajo de la novela
entonces se dedica a mostrarnos el doble hilo de todo
trabajo.
… La acción de
la novela privilegia dos espacios representados: el supermercado y la
casa. El espacio donde se realiza la compra y venta de productos
comestibles, el espacio donde se congregan los distintos sectores de
la sociedad para alimentarse, se va perfilando en un nuevo espacio
público, un lugar donde verse y hacerse oír. A falta de otra localidad
para el diálogo y la política, el supermercado viene a ser el sitio de
este intercambio posible. Pero el supermercado rápidamente se
convierte en un espacio de un mundo dividido entre enemigos de varias
estirpes. Los clientes que no colaboran con la lógica del súper son
"increíbles" o "insanos"; el empleado que los vigila insiste en su
autoridad y su uso de la razón. Al mismo tiempo, su supervisor lo
asedia: lo humilla, lo discapacita, y lo amenaza con la despedida
posible. En este sentido, el supermercado absorbe los conflictos del
mundo de afuera; representa un microcosmos de la sociedad, con sus
protagonistas en guerra. Permite pensar en miniatura el mundo material
de la América Latina de hoy y deja ver las estrategias de poder
pertenecientes a las políticas más grandes. Por encima, está el
enfoque en los cuerpos producidos por el orden de trabajo. En la
primera mitad, todo dolor se marca en el cuerpo -en los pies, los
riñones, las manos-: la segunda explicará los sentimientos. Entre
ambas se condensan en directo las heridas abiertas por el mercado
neoliberal; se articula un estilo de narrar; se produce una
voz. Esta condición de trabajo se repite en el trabajo de la
novela.
… Se ha dicho
que el neoliberalismo es el juego de ilusiones, espejismo de tensiones
entre el producto original y sus múltiples copias, organización y
venta de imágenes sin trasfondo, planos de superficies que valen más
que la sustancia que contienen. "La república mediática", entonces,
produce una manera de ver y ser visto, de tratarlo todo en la
superficie, de seducir por el estilo de la "presentación", de
convertir los productos naturales en paquetes atractivos que luego se
ofrecerán a la venta. Es la lenta transformación de la naturaleza en
lo que entendemos hoy por cultura, el reino de lo natural transformado
en artificio para el ojo del consumidor. Un negocio donde el contenido
del producto es seguramente lo de menos, el supermercado atrae a los
clientes por la conquista de la mirada y por el sonido de la voz que
vende. En el armazón de este problema, intervienen tres aspectos
principales que me interesa señalar.
1.- El tiempo del
cuerpo
Primero, enfrentamos a
un narrador anónimo cruzado por el enojo y la irritación, un empleado
que se indigna por la invasión de los clientes que vienen a estorbar
el orden de sus productos y revolver la presentación de la mercadería.
Es como si la multitud viniera a interrumpir su obra de arte, su
fuente de identidad personal. Sin embargo, el narrador sufre de lo que
Freud una vez definió como "el narcisimo de las diferencias menores",
con lo cual el personaje se identifica con la gerencia y no con los de
su clase social. Como este narrador, todos creen que van a triunfar en
el mundo laboral, tienen fe en que ascenderán la escala de las
jerarquías. Y como él, los demás personajes pierdan interés en la
solidaridad con sus pares. El narrador lleva esta fe, que se vuelve
angustia, al cansancio de su cuerpo.
… El suyo es un
cuerpo que lleva el paso del tiempo en los huesos, en las piernas. Los
horarios asignados determinan su rutina y marcan el desgaste de su
bienestar físico. En este sentido, el día del trabajador anónimo se
somete a una rutina temporal particular. E.P. Thompson ha demostrado
cómo el capitalismo, desde su primer momento, se ha dedicado a
regimentar el tiempo. Es decir, el tiempo del ser humano termina
siendo un tiempo controlado por el espacio laboral; todo lo que está
fuera de este núcleo, es considerado inútil. La acción de la novela
ocurre entre navidad y año nuevo, invita a que los lectores hagan
asociaciones tales como que Cristo no puede salvar a los personajes o
el rito de año nuevo no promete una redención. Pero no es eso lo que
importa. Porque, en la novela de Eltit, el tiempo del trabajo es
otro.
… Con respecto
al tiempo, la estrategia de Eltit me hace pensar en algunas de las
propuestas narrativas de Joyce, que en su Ulises también
intentaba anotar el día de los trabajadores de Dublin a través de la
figuración del cuerpo y la voz, y de construir al mismo tiempo un
retrato del artista popular. Joyce entendía bien que el reloj interno
ofrecía una densa y compleja amplitud, acompañado por un lenguaje
polivalente que recuperaba el drama del extranjero en una ciudad
colonizada en los albores del siglo XX. Pero Eltit entra por otra
ruta; su ficción comunica que todo obrero es un alienado en su
localidad de empleo, cruzado por los destiempos y las extranjerías que
el mundo laboral le impone. El narrador anónimo, de quien luego
descubriremos que es un personaje compuesto -una mezcla de los
distintos rasgos de los varios personajes que aparecen con nombres en
la segunda parte de la novela- es el everyman, la persona
común que sufre estas indignidades, un ser marginado por la condición
de trabajo, alienado por el tiempo laboral. Y, sin embargo, estas
abstracciones se basan en la realidad. Rara coincidencia: la fecha que
Eltit elige para el transcurso de la novela se cruza con las fechas de
máxima crisis en la Argentina de diciembre de 2001. Entre el 19 y el
21 de ese mes se vio en la Argentina una masacre de obreros, el
levantamiento de las protestas y el nacimiento de la asamblea popular.
El año nuevo trajo en el plan discursivo altas expectativas que, por
lo general, se evaporaron pronto. Frente a esto queda un cuerpo
angustiado, marginado, y sin empleo.
2.- El corte, el nombre y la
fuga
En la novela, las demandas sobre el cuerpo
se registran en el corte, la metáfora de un cuerpo dividido en dos, la
imagen siempre truncada, la figura correspondiente a la alienación del
obrero frente al mundo en que se ve ubicado, la división entre el
artista en potencia -el que asume una voz- y el obrero vigilado. El
corte también se nota entre el mundo visible de los productos y la
revuelta interna de los sentimientos que domina a los empleados. El
corte se repite como técnica a través de la novela: el corte de la
ficción narrativa en dos, el corte entre los subtítulos de la novela,
que apuntan a un momento de esperanza para la historia del movimiento
chileno (en los albores del siglo XX y otra vez en 1970) y el
contenido de los capítulos que señalan el fracaso de esos ideales en
nuestros tiempos; el corte entre espacios de gasto y espacios de
productividad; el uso del paréntesis que corta y divide la frase en
dos: el corte de los lenguajes que separa el mundo de la cultura de
clase media del lenguaje de origen popular. El corte de los productos
con cuchillo, el corte del dedo de Sonia, el corte de la subjetividad
entre masculina y femenina; también el corte del salario, el corte del
trabajo de uno, el corte señalado por el doble sentido de las listas
de nóminas.
… Estas listas
se repiten en la novela y nos recuerdan tanto la amenaza al obrero
como la amenaza a la función de la estética en el campo cultural. El
narrador de la primera parte se dedica a armar listas de mercadería:
se cuentan los tipos de pescados que están a la venta, se ordenan las
manzanas, se cifran las mercaderías; se cuentan los productos
vendidos. Son las listas que corresponden al uso de la razón:
verifican el orden necesario para sistematizar la venta. Pero la lista
también ofrece otros significados. Por un lado representa el trabajo
artesanal. Señal de su goce y su independencia, el empleado se anima
en el arte de ordenar aunque el supervisor a quien el empleado
responde está cerca. Vale decir, entonces, que el arte del empleado
suyo es un placer vigilado. Por otro lado, la estrategia de la lista
inspira la paranoia y el miedo. Para el empleado, encontrar su nombre
en la nómina significa su eventual despido. Inspira su miedo, la
imagen le persigue hasta en sus sueños. Sin embargo, ver su nombre en
la nómina es también salir del anonimato y dar la cara. Este
paradójico vínculo entre identidad y despido, entre nombre y
desaparición, es la vuelta de tuerca producida por el arte del
mercado. Juego de superficies, la lista confirma la identidad del
nombre para luego desintegrarla. Así, el orden de las cosas se
establece y se desarma a través del nombre. Salir del anonimato
significa perderse en sí mismo.
… La segunda
mitad de la novela enfoca el mundo doméstico que reúne a los
trabajadores y resuelve el tema del corte. Vistos dentro de la casa,
los personajes adquieren nombre. Vemos cómo se relacionan entre sí,
oímos sus voces y ansiedades. La vulgaridad repetida en su habla
señala un pueblo angustiado, sin amor y sin política. Hablan mal el
uno del otro cuando sospechan la traición. Lo que más une a los
personajes es su ansiedad por el trabajo y el miedo de ser despedidos.
El dinero otra vez es el protagonista de esta segunda parte; pero
ahora se representa como el objeto que se escapa, huye; despierta la
ansiedad de los personajes; hace determinar las hablas. Si en la
primera mitad de la novela se enumeran los productos del mercado, la
segunda se destaca por el fluir de los ingresos y los gastos. Poner
alto al fluir del dinero, intentar vigilar el consumo, utilizar los
desperdicios para no incurrir en más expensas. Aquí se cruzan las dos
partes de la novela para encontrar su totalidad.
… Frente a la
amenaza de la lista, está el fluir natural: el fluir de la sangre de
los personajes que desordena la escena laboral, el fluir de los
productos naturales antes de llegar al supermercado, el fluir del
libre discurso de la turba, la voz de la multitud. Mucho se ha
comentado últimamente con respecto a la multitud. Virno y después
Michael Hardt y Antonio Negri nos señalan la importancia de la masa no
codificada. Sin embargo, la turba en esta novela es objeto de
desprecio. La turba mezcla el orden de las cosas, siembra el caos y la
ruina. Es imposible ponerla en línea recta, sistematizar su discurso.
Y Eltit tampoco insiste en su posible triunfo. Cuando Gabriel, por
ejemplo, adquiere las características del líder (es el más alto y el
más blanco, rasgos que habrían pertenecido a Enrique antes de su
caída, además de tener la capacidad interpretativa para avisar sobre
el peligro), los demás personajes están sin casa ni programa de
trabajo. Sabemos que dominará la anarquía sin organización posible y
la promesa de la clase obrera unida será defraudada. Lo único que
queda, entonces, es la posibilidad del arte.
3.- El arte del trabajo.
El trabajo de narrarHay una quieta desesperación en esta novela
en torno a la cuestión del arte. En la primera parte del texto, el
narrador defiende su deseo de crear, de ordenar los productos, de
construir una estética en torno a las mercaderías. Ésta es su secreta
obsesión, también su obligación laboral. Así, su estética responde a
las leyes del mercado, se somete a la aprobación o al castigo de sus
supervisores. A pesar del afán de controlar su obra, su destino está
regido por otros. Es un mundo donde el capitalismo dicta la voz que
usamos. Incluso dentro de la segunda mitad de la novela, dentro de la
casa, la obra artística se modela de acuerdo a las experiencias del
supermercado. Gabriel, por ejemplo, es un muchacho que empaquetaba la
mercadería del súper hasta convertir los productos embolsados en
espectáculos cercanos al arte. Trabajaba sin pago y vivía de las
propinas que la clientela le podía proporcionar. Pero una vez
despachado de este trabajo humilde y marginal en sí, Gabriel va a su
casa y allá sigue ensayando las diferentes maneras de envolver
paquetes imaginarios. La memoria del mundo laboral le imprime ciertas
costumbres, la repetición de los hábitos, y de allí la posibilidad de
pensar en su obra como si fuera objeto de arte, de definirse como
perfomancista. Así, aunque la fe en el arte reemplaza la fe en el
dinero, ningún artista es capaz de escaparse del régimen impuesto por
el mercado. Enfrentamos aquí una gran paradoja: atestiguamos la
fe-sin-fe que motiva a los descreídos en su afán de seguir
creyendo.
… En este
sentido, el neoliberalismo es un mundo totalizante que no permite
huida. Supermercado, casa y novela se someten a su orden aunque el
deseo nos empuje a avanzar más allá de la estructura dada. Los obreros
así parecen envueltos en una cinta de moebio donde la economía de
mercado no les permite salida. Un arte basado en la tradición de la
copia, un trabajo con la repetición y la lista, tampoco les permite un
análisis de la política neoliberal. Esto se complica un poco más. Al
final de la novela, Gabriel es el mejor lector de la situación
política de la casa; por eso recibe la admiración de los otros
personajes de la novela y le nombran su nuevo líder. Pero ¿qué es lo
que gana Gabriel? Consigue el derecho de marchar como nuevo jefe sin
levar adelante un programa político. Consigue el derecho de seguir
interpretando para ganar la batalla sobre la razón. Se cierra el libro
con la frase de Gabriel "Demos vuelta la página". Es un eco de la
clausura de la primera parte: "Hay que poner fin este capítulo". Por
un lado, anuncia que un capítulo de la historia laboral se ha
terminado en la América Latina; por el otro, registra toda realidad
como si fuera artefacto de libro. Nos quedamos, entonces, con una
crítica severa a los hábitos de lectura que compromete sin solución a
la vista.
… Si bien habría
que buscar nuevas fórmulas, inventar nuevos espacios, labrar la
materia de la realidad para que se destaquen relatos insospechados,
también reconocemos al final de la novela los l{imites del arte bajo
la sombra del neoliberalismo. Mano de obra nos deja, entonces, con
interrogantes sobre el futuro del trabajo y el futuro trabajo del
arte. Al mismo tiempo, surgen el humo de la incertidumbre y la crisis
de nuestra exclusión. Igual que los obreros que circulan en la novela,
nosotros también compartimos con ellos la condición de extranjería. Ha
terminado la época de la revolución obrera; al dar vuelta a este
capítulo de la historia, estamos con la página en
blanco.