No conocía Tomé más que por la casi mítica figura de Alfonso Alcalde. Pero en la mitad del verano, brevemente inspirado por una pulsión de detective salvaje, fui a parar a lo alto de la Galaxia, camino a Dichato, donde los Rodríguez Suazo. Una familia de editores que me acogió como suele ser al sur de lo que llaman el norte, esto es: lo mismo con generosidad que con humildad. Lo primero que hice fue preguntarles por escritores que hayan mezclado poesía escrita e imágenes durante los años de dictadura. La respuesta fue inequívoca: Egor Mardones (1957) era a quien buscaba. Merced a los buenos contactos de la editorial Al Aire Libro, al día siguiente estaba en un restorán de la plaza de Tomé interrogando al escritor, saliente de una enfermedad que lo tuvo cerca del fin, quien llegó con una batería de recuerdos de poesía, cine y rock, que desembuchó no sin un grado de tierna nostalgia.
—Egor, ¿cómo caracterizarías tú la producción de poesía con imágenes visuales durante la dictadura, en este territorio?
—Yo me desterritorializo muy rápido pero trataré de… En este territorio ¿desde Concepción al sur será?
—Concepción, Tomé y alrededores.
—Yo estudié en la U de Conce desde el 75 al 80. Fuimos en alguna medida posmodernos antes de los posmodernos (risas), porque consumimos mucha imagen. Bueno, había mucho cine. Y casi todos los de esa generación somos muy cinéfilos. Y muy interesados también en las artes visuales. Entonces desde siempre nosotros mezclamos literatura y visualidad, poesía e imagen. No nos bastaba sólo la palabra y tratamos de incorporar otras cosas, otros lenguajes, otras imágenes. Y desde siempre nosotros trabajamos en la calle, por ejemplo con un amigo que se llamaba Juan Bustos, Pisan, que antes de morir en 1984, empapeló y grafiteó la citi con una consigna que aún lo sobrevive y se renueva en periodo de elecciones: “VOTE X PISAN”. Y bueno, influenciados un poco por Duchamp, por toda esa cosa dadaísta vieja y algo experimental. Pero también por lo que se llamó neovanguardia en Chile, el CADA, la obra de Catalina Parra, de Eugenio Dittborn. Y, claro, la obra del primer Zurita, de Juan Luis Martínez, que eran entonces —y son— son un par de monstruos insoslayables. De manera que por ahí ese afán de mezcla, ¿no? Y en ese tiempo yo conocí algunos de los poetas del sur que trabajaban también la visualidad. Jorge Torres con sus Poemas encontrados y otros pre-textos, creo que se llama su libro donde mezcla imágenes y...
—¿Recortes de diario?
—Claro. Y también el libro del poeta de Puerto Montt, Nelson Vásquez, si no me equivoco. Que tiene un libro L&vertad, con V, que también es un libro que está unos años después de estas pocas obras, y que se lee también en sintonía con ellos. Así que ese es el origen de mi interés y lo que conocía yo de poesía visual en el sur. Como te digo, Jorge Torres y No-Vásquez. Esos eran mis referentes del sur. Y en Conce, bueno, los poetas de los 80 que también trabajaban mucho con la visualidad, el mismo Alexis Figueroa con sus Vírgenes del Sol Inn Cabaret, las obras de Tomás Harris, de Carlos Decap, que incorporaban en alguna medida también lo visual. Pisan, como te decía, en nuestra escena local de Tomé, y otros amigos con los que trabajábamos con afiches, cosas en la calle, grafitis, intervenciones y ese tipo de asuntos muy a la tomecina. Jorge Ojeda Soto, que estudiaba filosofía, fue otro de los que trabajó mucho la visualidad, de los amigos de Conce.
—¿Y cómo es esto de que hay algunas referencias de los poetas del sur que ustedes toman, de los cuales se alimentan, o los están leyendo y se les cruzan? ¿De repente les surgen las ganas de hacer poesía visual, o cruces entre poesía y visualidad, a partir de estas referencias, o también tienen referencias de otras partes?
—No, lo que te contaba. Referencias nacionales, locales. Nosotros también somos muy herederos del rock. En tiempos de dictadura y de pocas luces. Bueno, el cine que teníamos nosotros acá en Tomé, era un cine muy pequeño y nosotros vivíamos metidos en el cine, yo al menos. Y el rock también, con toda su visualidad, su rebeldía, su puesta en escena, sus letras. Yo y mis amigos nos nutríamos mucho del rock, había programas en la Radio de la U de Conce, también muy de música de avanzada, de jazz progresivo, rock, y unos programas muy bien hechos e informados. Nosotros teníamos que escuchar casi religiosamente eso todos los domingos o después en la semana. Ellos fueron los primeros en Chile yo creo que metieron el punk por ejemplo como el 76, 77. Los que dirigían el programa viajaron a Europa y, qué se yo, melómanos agudos y curiosos como eran, volvieron con Sex Pistols, con The Clash, con Television, con Ramones reventándoles las orejas descarriadas y reventando también las nuestras. Antes de eso estaban en todo lo que era el rock más clásico y la fusión. Allí también hay una vertiente de la que nos nutríamos bastante. El programa se llamaba Nueva Dimensión, lo dirigían Francisco y Marcos Vergara y Felipe Raurich que eran estudiantes de Medicina. Pancho Vergara hoy es siquiatra y trabaja en la U de Conce y Felipe vive en España y es la oreja musical más amplia e informada que conozco. ¡Y vaya que hay melómanos y orejas descarriadas en el Gran Concepsound! Formaron la Agrupación de Música Moderna y organizaban encuentros y tocatas, y ahí teníamos una ventana para escapar de todo ese medioambiente tan milico, tan represivo, tan violento.
—Y cuando dices esto que eran posmodernos antes de los posmodernos…
—Lo digo por la mezcla de cosas tan disímiles, de discursos tan variados a los que echábamos mano. Por la intertextualidad, claro. Y la mezcla de alta cultura con baja cultura, en fin. Todo eso dicho así muy de paso y con no poca ironía, ¿capisci?
—Me parece súper elocuente por pensar la poesía visual a lo mejor como un cruce intertextual.
—Sí, desconfiábamos bastante de la poesía como discurso, nos parecía pobre, ¿cachai? Es una barbaridad lo que te estoy diciendo, pero en ese tiempo lo veíamos así. Que se podían incorporar también allí otros lenguajes, otros códigos. Todos los lenguajes que entonces yo al menos manejaba o intentaba hacerlo o me interesaban… Por ejemplo en Miramar Hotel yo traté de poner todos esos lenguajes, lo visual, la música, el cine, el cómic, el grafiti, qué sé yo. Alguna vez se hablaba del quiebre de los relatos, acá era como el quiebre de la poesía. Jugabas a lo mejor con la forma, que no fuera poética, que fuera no-poética o apoética, mezcla de cosas. Destrucción de la poesía si quieres, menos lírico. Don Nica: “todo es poesía, menos la poesía”.
—Y la introducción de citas de autores que a lo mejor no vienen exactamente de la poesía.
—De todos lados, del cine, del grafiti, del cómic, de la fotonovela, de la música, del arte. En fin, yo ahí traté de colocar todos los lenguajes que hablaba y que conocía, que habían hecho mi vida en alguna medida. Toda la educación sentimental, toda la carne a la parrilla ahí chirriando y con el humo envolviéndolo todo como en un concierto de rock (risas).
—Y cuando dices esto que la palabra se agotaba o no basta.
—Estoy hablando en los ’80.
—Pero si pudieras ahondar cómo era esa sensación que los lleva a realizar cuestiones más vanguardistas.
—Sí, o sea, nosotros estudiábamos, mal que mal, literatura. Y uno leía pensando en que si hacía algo uno tenía que ir un poquito más allá, tal vez. Estudiar literatura te abre puertas, pero también te cierra muchas, porque ya no eres ignorante respecto de eso. No eres incauto, entonces eres un lector muy competente. Tienes una competencia de lectura, discursiva, que te permite leer eso, y no puedes entrar con inocencia. Eres más exigente. Entonces uno leía mucho y trataba de hacer algo que fuera un poco más allá del ritual de lo habitual. Que no fuera el discurso lírico tradicional del siglo XIX, que nos parecía agotado. Una tontera, tal vez, pero eso pensábamos en los ’80.
—Pero, pensando que estamos hablando del período de dictadura, donde hubo mucha censura y mucha represión en términos de creatividad, ¿cómo este cruce de formatos se plantea en términos de una resistencia o con cierta politicidad?
—Yo creo que también se dio. Desconfiábamos de todos los discursos, incluso del discurso poético. Nos parecía que no nos decía mucho. Igual, aquí leíamos a Lihn y leíamos a todos los tipos que había que leer, pero nos parecía que tal vez faltaba algo. O no nos bastaba no más. Tal vez porque éramos jóvenes, descreídos, qué sé yo. Ah, y lo otro es que no era fácil publicar en ese entonces, pero nosotros también le añadíamos descreímiento… ni ahí con publicar, por ejemplo. Era tal vez la acción, el escribir lo que más nos importaba. Pero no pensábamos en publicar, quizás como una forma de negarse a eso, de negar el formato, de negar el estatus de poeta, toda esa cosa que nos parecía bastante tontona.
—Pero igual circulaban estas producciones, a lo mejor entre ustedes mismos.
—Claro. A pesar de nosotros mismos… Bueno yo apenas publicaba en revistas y era un sujeto más o menos ubicable dentro del mundillo de Conce. Tenía casi una obra, pero no tenía libros.
—Entonces, ¿la circulación se daba más bien por el ámbito de las revistas?
—Por revistas, lecturas [públicas]. Estamos hablando de una época pre-Internet incluso, ¿no? Porque era más difícil que circularan los productos literarios y artísticos. Pero igual medianamente circulaban.
—¿Y la materialidad misma también tenía alguna importancia? Por ejemplo, el papel, la calle. ¿Cómo era esa distinción y cómo se lo planteaban?
—Sí y no. Yo con Miramar Hotel gané en Valdivia alguna vez un premio…
—¿El premio Fernando Santiván?
—Antes de eso, o tal vez ése, que premiaba poesía y narrativa, te estoy hablando del año 86, 87. César Díaz me acuerdo que ganó esa vez en narrativa y yo gané con el Miramar… Bueno, un fragmento de ese texto. Y en Concepción también ganó un concursito una parte de ese texto. Entonces en una revista salió un fragmento de eso el 87.
—¿En qué revista habrá salido?
—Era un concurso que se llamaba Concurso Sur de Poesía, creo, organizado por Juan Pablo Riveros. Allí se publicaron los ganadores: Ricardo Mahnke, Ximena Pozo, Sebastián Lagos y yo. También aparecen fragmentos en una antología que se hizo en Concepción, Las plumas del colibrí.
—¿Eran los textos ya con las imágenes?
—En el concurso Sur de Poesía, claro, eran como 5 páginas que venían diagramadas con las imágenes. En los otros no, en Las plumas del colibrí sólo aparece la parte textual, no con imágenes.
—¿Y cómo caracterizarías la escena del Gran Concepción en esa época? Porque acá he visto una identidad tomecina muy marcada en diferenciación de la metrópoli de Concepción.
—Ah, es que nosotros igual estudiábamos en la U de Conce, entonces vivíamos entre el Gran Concepción como lo llaman algunos siúticos, y Tomé que tenía también su “pequeña escena local” de la que participábamos con amigos que también estudiaban en Conce. Hacíamos lecturas, hacíamos música y poesía, había pintores. Con Pisan hacíamos performance, rayados, grafitis, collages que pegábamos en los muros, que era una cuestión medio política y también medio artística. Y, bueno, en Conce había mucha actividad, estaban los de Posdata, estaba Tomás Harris, Alexis Figueroa, Carlos Decap, Roberto Henríquez, toda esa gente que eran los más visibles. Uno estaba en la segunda línea, tranquilamente.
—Me han mencionado harto la Revista Envés.
—Eso es anterior, claro, de fines de los ’70. Ahí estaba Nicolás Miquea, estaba Mario Milanca que falleció en Venezuela en 1999 donde vivía, y era musicólogo además de poeta, un tipo increíble. Y Carlos Cociña que ahora está en Santiago. Ellos tres. Y ahí publicó mucha gente, Javier Campos, Floridor Pérez entre otros de los ’60. Eso duró hasta el 75, era un tríptico alargado tamaño oficio y fueron como 3 números. Después de eso, Posdata. Y antes, Fuego Negro y otras cosas con Millán y más gente. Waldo Rojas también era de Concepción. Ya ves, mucha gente y una escena muy activa, inquieta, interesante…
—Y la primera década de dictadura, digamos desde el 73 al 79, respecto a los ’80, ¿está también diferenciada por la presencia del multiformato?
—Bueno, yo creo que los de los ’80 son los que operan desde ahí, pensando en la obra de Alexis Figueroa con Vírgenes del Sol…, que incorpora imágenes en ese texto. Tomás Harris, que trabaja mucho con el Cine B y con todos esos intertextos y con lo gótico. Y los de Carlos Decap con el pop, con la música. Ellos hacen la diferencia, más que los anteriores, que todavía están en el texto.
—Más palabra escrita, menos gráfica.
—Claro, fundamentalmente con Alexis aparece la gráfica; los textos de Tomás, con el cine.
—Y volviendo a este cruce entre arte y política, que es inevitable cuando estamos hablando de dictadura, ¿cómo es la producción poética, de poesía visual, pensando en un contexto que es en dictadura pero también contra la dictadura?
—Sí. Bueno, ahí nosotros trabajábamos como en distintos planos. Con el grafiti era un rayado frontal y político; los collages que hacía Pisan eran una mescolanza de hueveo, política y fugacidad clandestina… Las lecturas devenían también muchas veces en inesperados gestos políticos. En fin, había además infinidad de actividades en que no era tan evidente lo político, estaba más mediatizado, era todo más “artístico” si tú quieres. El grafiti, como te digo, era al choque. Eran tonteras, pero eran políticas. Lo del grafiti, que es algo que tenías que hacer de noche además, sí, era panfletario tal vez, o no tanto, porque igual se escribían cosas divertidas… Bueno, el mismo Pisan, él rayaba Vote x Pisan, que era un chiste porque no se podía votar, no había elecciones, ¿qué candidato era ése? Entonces estaba ese tipo que hacía cuestiones irónicas, divertidas también. Él se ponía máscaras, salía a asustar a la gente. Hueveábamos harto, éramos jóvenes y nos entreteníamos un poco. Había también que acorralar a la costumbre, capear como fuera el estado de cosas. ¡Bang bang!
—En ese sentido, también eran un grupo de amigos, o sea la afectividad entre ustedes era fundamental.
—Sí, todos éramos muy amigos y con intereses comunes, el arte, el rock, el cine, la literatura, el vagabundeo, el desmadre. Con dos de ellos formamos un grupo que llamamos “Artistas Anónimos”: Nelson Villagrán, pintor, y Pisan, poeta, grafitero y performance. En nuestras actividades mezclábamos todo lo que nos interesaba. Hacíamos exposiciones con objetos encontrados en la playa, collages, música. Hueveábamos mucho, jugábamos un poco también con eso, ¿no? Nos entreteníamos con eso y provocábamos chistes con eso… juventud que le llaman. Parafraseando a Baudelaire, un oasis de divertimiento en medio de un desierto de horror.
—Viendo Miramar Hotel, me llamaba la atención quizás un atrevimiento, un coraje, de introducir allí también testimonios de torturas. O sea, yo vi la republicación de una obra que es de…
—Del año 85-88 la dato yo. Sí, bueno, eso está allí… Miramar Hotel es una sala de cine, es un cuarto de hotel parejero, es un hotel de paso, es un espacio muy cerrado pero también es muchos espacios, espacios “reales” y espacios ficticios, una casa de citas, en fin. Y, claro, también es un cuarto de torturas. En ese libro hay dos testimonios de tortura, uno es de una mujer y el otro de un hombre. Y eso está tomado de las declaraciones de tortura del Informe Rettig, o tal vez antes, de la Vicaría de la Solidaridad, son documentos reales digamos. Yo los altero un poco, los intervengo, les doy una manito de gato, pero son testimonios. Son reales. Está también ahí la sexualidad, la droga, el desquiciamiento, pero también la violencia de una habitación de hotel que a la vez es celda es cuarto de tortura es un no lugar.
—Al principio, cuando te preguntaba por la producción en este territorio, tú decías que siempre estás como desterritorializándote.
—Sí. Por decir algo, ¿te fijas? Sí, desterritorializados en modo Deleuze. Porque, bueno, éramos locales pero fundíamos lo de adentro y lo de afuera, el centro y la periferia, como que uno tendía a borrar esos límites, desde dónde hablas como texto. Se perdían un poco las referencias locales, que también están. Incluso en Taxi Driver yo también hablo de lugares que son de acá de Tomé, pero que están ficcionalizados. El puente de los aburridos existe. Pero también se paga en dólares. O las estaciones del año se desdibujan. No hay un territorio fijo sino que hay un territorio sobre un territorio, donde mezclo territorios ficticios con territorios reales o literarios. Un nuevo territorio, que está ahí, que existe en lo literario, en la ficción, en el libro, en fin.
—¿Y ése es como un mismo movimiento que también está relacionado con los formatos que presentes? Quizás la multiplicidad de formatos puede asemejarse a esta movilidad entre distintos territorios que se tocan, se entrecruzan. Incluso temporales, ¿no?
—Sí, yo creo que sí. Claro. Hay ahí mezclas de tiempos, ¿qué tiempo es ése? Bastante distópico. Tiempos presentes con tiempos medio futuristas, también a eso me refiero con desterritorializar. Mezclas tiempos, espacios, sujetos. Esa cosa muy diversa, porque trabajas con mucha intertextualidad también. Porque fuimos formados así, leímos así o yo al menos leí así. Una literatura y una lectura “degenerada”, sin géneros (risas). Casi no discrimino. Yo llegaba a decir que me daba lo mismo Borges o la artista y música Laurie Anderson, ¿te das cuenta? Un borgiano que escuche esto me hace ajusticiar. Y, claro, es una estupidez. Pero en el texto tal vez no. Yo puedo poner a Borges o puedo poner a Laurie Anderson o puedo poner un tipo de cómic o puedo colocar a Wittgenstein, por decirte algo, los pongo al mismo nivel. Porque ahí están valiendo lo mismo.
—Como rompiendo las jerarquías que la cultura hegemónica determina…
—Claro, no hay jerarquías. Entonces tú le das ahí una vuelta de tuerca también.
—Eso también le da un grado de politicidad a tu obra.
—Sí, también, absolutamente.
—Anarquizar la cultura, aunque quizás sea un poco exagerado ese término.
—Sí, claro [risas], pero quitarle… o sea, que la poesía se transforme en otra cosa. Lo que se entiende por poesía a mí no me hace gracia como poesía. La poesía tiene que ser otra cosa. O tiene que ir más allá de las palabras. Dámaso Ogaz: “La escritura no puede ser únicamente una acción caligráfica”. ¿Discutible? Claro que sí. Todo es muy discutible. Y nada nuevo tampoco. O sea después de todas las vanguardias, todo lo de principios del siglo XX, después de eso, ¿qué haces?
—¿Y cómo es el proceso de búsqueda de imágenes para componer estas obras mixtas?
—Uff [varios segundos de silencio]. Mira, ahí están más cuidadas algunas y otras también son bastante azarosas. Algunas imágenes tienen más valor artístico, literario, cultural y otras que son del diario, de un diario como La Cuarta, por ejemplo. Entonces ahí también hay una jerarquía que se destruye o que se mezcla y que forma otra cosa. También tiene que ver con el montaje en el cine, pones dos imágenes distintas una al lado de la otra, las haces colisionar y luego ves cómo se lee todo eso junto. Miramar Hotel es además una construcción un tanto arquitectónica, yo juego ahí con niveles y lecturas horizontales, lecturas que van intercaladas, y lecturas más habituales. Hueveo otra vez. Para mí en la literatura —eso lo dice todo el mundo— hay apenas unas cuantas historias que se cuentan y repiten donde lo único que cambia es la forma. En el fondo lo que cambia es la forma. Siempre estás diciendo lo mismo, entonces cómo lo dices de nuevo, cómo lo presentas para que sea un poco distinto. La forma yo creo que hace un poco la diferencia. Digo forma pensando no solo en lo literario, sino también en la materialidad del objeto libro: formatos, colores, paratextos, etc. Todo dice algo.
—Hay un lugar común muy frecuente que dice una imagen vale más que mil palabras. Y los cliché por algo han llegado a ser lugares comunes. En el tema de la poesía visual, ¿cómo operan estos cruces? Porque uno puede pensar que la imagen puede subsumir a la palabra, o que la imagen puede ser más totalizante. Pero creo que la poesía visual opera más como composición que como jerarquización…
—No sé si lo que yo hago será poesía visual, aunque yo creo que algo tiene que ver, pero yo no diría que esto es enteramente poesía visual, como los experimentalistas de principios de siglo que jugaban también con la palabra. Yo mezclo un poquito eso. Yo juego mucho también, con la tipografía, con los tipos de letra, con las altas con las bajas, con la disposición en la página. Y en el Miramar… además le agrego imágenes, entonces claro, ahí también ¿hay poesía visual? Sí [tímidamente, casi como pregunta]. Pero no sé si se le podrá llamar enteramente poesía visual a eso.
—¿Pero ese concepto era usado en esos años?
—Lo manejábamos, por supuesto. Sabemos que la poesía visual viene de muy atrás, los poetas brasileños concretos, los caligramas de Apollinaire, la obra de Joan Brossa. Las vanguardias europeas y antes Mallarmé, y también en Chile con Guillermo Deisler, Dámaso Ogaz, Ludwig Zeller, algo de Huidobro, de Parra. Hay muchos poetas que trabajaron la visualidad, ¿no? Uno ese concepto lo tenía. Pero si estaba pensando en eso como poesía visual, no sé. Yo lo que sí tenía muy presente era la neovanguardia, lo de Dittborn, lo de Catalina Parra, esa cosa con lo visual, la imagen, texto e imagen. O los primeros textos de Zurita o La Nueva Novela de Juan Luis Martínez, que
—…¿que es como el gran referente?
—Como el gran referente. Y no sé si se la lee como poesía visual no más lo de Juan Luis Martínez. Se lo lee como una cosa única o muy distinta de lo que es la poesía en general. Y hay antecedentes también, hay otro tipo de Viña, anterior a Juan Luis Martínez y a Zurita, un libro que se llamaLas ferreterías del cielo publicado en 1955. Arturo Alcayaga Vicuña es el autor, un poeta y médico bastante excéntrico, mezcla de Huidobro y De Rokha. Me gusta un poco esa literatura medio marginal, de desvíos. Al primero que le escuché hablar de él fue a Sergio Parra, el 90 en un encuentro en Viña. Las ferreterías del cielo, y ahí se me quedó para siempre el título. Pero nunca más supe nada al respecto. Años después, el 98, estuve un par de meses en la U Católica de Valparaíso con una beca y allí ratoneando en su biblioteca encontré ¡Las ferreterías del cielo! Una weá de este porte [estira las manos]. Me acordé del entusiasmo de Sergio Parra, así que me lo llevé, lo fotocopié y claro, ese libro tenía tipografías grandes, tipografías chicas, tipografías diversas. Porque esto lo hizo en la cárcel con las tipografías que había en la cárcel, con letras en colores. Era igual un despropósito, una cosa bastante marginal y desconocida. Y de Viña, entonces ese referente también lo tenían Martínez y Zurita, evidentemente. Además, ellos estuvieron viviendo juntos un tiempo, entonces debe haber sido muy conocido por ellos. Así que antecedentes hay, y bastantes sin duda.
—Y así, no sé si para concluir o redondear, ¿qué sería lo específico de, ya no digamos poesía visual, si no de la imagen visual en la poesía, en dictadura? ¿Cuál es la especificidad de esa producción ahí, hablando también de estos cruces entre lo local y lo nacional, o lo desterritorializado que dices?
—Sí. De verdad no sé cuál sería la especificidad de eso. Yo creo que es una época en que los artistas quieren ir un poco más allá de sus formatos tal vez y sortear la censura. Salirse un poco de lo canónico, de lo que es habitual, de lo lírico también. Porque ahí hay un alejarse de lo lírico. Hay un no-lirismo. Bueno, Zurita es tal vez el más lírico y el más poeta de esos. Pero en las primeras obras está también lo visual. Está el lenguaje de la lógica, de la matemática, que rompe un poco lo lírico. Bueno, en Juan Luis Martínez para qué decir. Tal vez eso, un ir más allá de las formas habituales hasta entonces. Y cuestionar un poco lo de la lírica, sus formatos, sus modos de hacer, sus modos de producir. Eso se me ocurriría. Que tampoco es una cosa masiva. Son ciertos autores. En el sur no sé cuántos serán, pero los que ubico son No-Vásquez con su libro L&vertad y tiene otro Revo&Lusión, del 2010, y el que conoces tú de Valdivia, Jorge Torres. Esos son los textos y autores que yo conozco, no sé si habrá otros, debe haberlos. Yanko González es posterior.
—Hay otros formatos de mixtura, como el arte postal.
—Yo también hice algo de eso. Participé en tres, cuatro convocatorias… Algunas eran muy globales. Una vez me llegó un catálogo que por supuesto perdí. Antes, la gracia era que no había Internet. Bueno, en el arte postal no se rechaza nada. Todo lo que llega, todo lo que se recibe se exhibe, se muestra. Así que participé en Chile en varios eventos de arte postal realizados por Carlos Montes de Oca, y en Concepción en los organizados por el artista visual Rodrigo Andrade. Y había gente de todo el mundo que enviaba sus trabajos. Algunas convocatorias eran temáticas y yo armaba mi fotocopia, la intervenía, la coloreaba y la enviaba por correo. En Río Negro, donde hacia clases en los 90, convoqué a una actividad de arte postal en el marco de un Encuentro de Arte Chileno-Argentino al que asistieron, entre otros, Yanko González, Bernardo Colipán, Harry Vollmer, Paola Andrade-Cantero, Jaime Huenún y Marcelo Paredes.
—Fernando Vásquez y Víctor Moris me decían ayer que la producción de arte postal en dictadura estaba muy ligada con poder meter mensajes ocultos, pasar la censura de la palabra a través de la visualidad.
—Yo participé, como te digo, en el arte postal en los 90, o tal vez a fines de los 80. Y recuerdo que algunos eran nacionales, otros internacionales. Había uno como de pintores surrealistas. Alguna vez me llegó un catálogo de uno que era pequeñito y salían los nombres, japoneses, de todas partes. Yo veía una convocatoria y participaba. Me entretenía igual eso. Bueno, también alguna vez, el 76 ó 77, en la U de Conce hacían un encuentro de arte joven en la Pinacoteca, y yo trabajaba también desde ahí con texto e imagen, recortaba cosas, garabateaba, hueveaba mucho con eso. Y mandé una obra a ese concurso para artistas visuales y la aceptaron, y eso que yo era un estudiante de Español, como le llaman en la U de Concepción a la carrera de Lenguaje. Mi trabajo era un tríptico que titulé “Cine, Radio y Televisión”, en tamaño carta y en fotocopia. Puse unas imágenes intervenidas, le agregué algún texto con un mensaje subliminal para pasar gato por liebre y lo llevé en una carpeta bajo el brazo. Entonces me mandaron a ponerle un vidrio y dejaron uno de los tres. Un día fui a ver la exposición para observar al público cuando se enfrentaba a mi “obra”. Veían mi trabajo de la misma forma que veían los demás, lo que me causó mucha gracia: me sentí como un futbolista haciendo un gol de media cancha (risas). Desde temprano eso de la imagen me atraía mucho, porque como te digo estudié Literatura en la U de Conce y allí conocí la revista Manuscritos, año 1 número 1, 1975, del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, donde aparece uno de los primeros textos de Zurita, y está el Quebrantahuesos de Parra. La profesora Marta Contreras nos mostró la revista y recuerdo que nos llamó mucho la atención. En esa época realicé muchos trabajos mezclando imagen y texto principalmente con viejas revistas Vea, de donde extraía unas imágenes en blanco y negro increíbles que fotocopiaba, aumentaba, recortaba, intervenía y coloreaba a destajo.
—Más como collage, entonces, ¿no?
—No, no era collage, porque era la imagen entera que tomaba yo. Y a eso le agregaba un texto, ponte tú. Y esa era como mi forma de operar. Imágenes de revistas antiguas que intervenía. En ese tríptico, “Cine” era una imagen de Superman, y yo le habré puesto algún texto atrabiliario y rebuscado de Nietzsche y agregado color. En “Radio” no me acuerdo. Y en “Televisión”, le ponía la imagen de un programa de televisión con una cita así medio extraña. Ése era el diálogo que hacía. Y uno de esos me lo dejaron ahí. Así que de artista, no sé, nada. Sin ser artista mezclaba imágenes desde la literatura y hacía esa operación de contrabando. Con Jorge Ojeda Soto, que también trabajó con imagen en sus libros, siempre estábamos en ese tiempo hablando mucho de la relación palabra-imagen.
—¿Y no había como un cierto celo de parte de los artistas visuales más “puros”, por decirlo de alguna forma?
—No, porque uno era así súper marginal en eso. No, no sé lo que pasaría. Yo fui ahí, tenía el cataloguito donde salía mi nombre. Y listo, no fue más que eso. Eso era como el año 77. Buscando, buceando, siempre me llamó la atención el asunto de la imagen, palabra-imagen, y mucho el cine. Mucho ciclo de cine en mis años de universidad, yo me la pasaba toda la semana viendo cine. En el Teatro Concepción, pagabas como mil pesos de ahora por entrar a ver una película, pero tenías cine alemán gratis, cine francés gratis, cine norteamericano gratis en los institutos binacionales. En el Instituto de Lenguas donde yo estudiaba, repetían los ciclos del Instituto Chileno Alemán de Cultura: ahí veíamos todos los Fassbinder, todos los Herzog, todos los Wim Wenders, todo el Nuevo cine alemán de la época del 77, 78, 80. Repetían en esos años las mismas películas todo el tiempo, pero yo las veía todas. También asistía a cuanto concierto de rock había, a todas las obras de teatro. Era lo que me gustaba, fue mi educación sentimental. En Valdivia tengo otra experiencia “cinematográfica” inolvidable. El año 90 estudié un semestre en la U Austral con una beca Conicyt. Y ahí conocí a Guido Mutis, un profesor de inglés que estuvo en los orígenes del Cine Club de la Austral, según entiendo. Él dictaba un curso de Apreciación cinematográfica y fui a decirle que quería tomar ese curso. Pero me dijo: es para los de magíster y los de licenciatura. Yo le dije: bueno, soy profesor de media, es una beca, cuál es el problema. No es para los de media, me dijo, además es en inglés. Y cuál es el problema, le dije, yo vengo a tomar un curso de cine y el cine es imagen, yo no sé tanto inglés pero me defiendo. Total que se cagó de la risa y tomé el curso con otra profesora y nos hacía las clases a los dos. Lo pasamos muy bien y nos invitó un par de veces a su casa. Era un tipo muy cercano, amable, generoso y tenía montones de películas en VHS, la casa plagada de videos y de música. Yo trabajaba en Río Negro y me iba un fin de semana para allá y otro venía para acá. Los fines de semana yo me encerraba a ver Berlin Alexanderplatz, por ejemplo, de Fassbinder que tiene como trece capítulos. Yo lo veía en alemán, no había otra, ya que solo algunos capítulos tenían subtítulos. Así de voraz era. Bueno, y películas que jamás pensé ver en ese tiempo, él las tenía. De modo que los fines de semana, me llevaba un montón de películas que veía con una especie de extraña felicidad. Ahora con Netflix, con Amazon, con YouTube es la maravilla, todo está al alcance de los ojos en un parpadeo. Casi lo que tú quieras lo vas a ver, lo vas a leer, lo vas a escuchar. Así que todo tiene que ver con todo. En Valdivia conocí en esa época a Yenny Paredes y a muchos estudiantes de literatura. De antes, conocía a Jorge Torres, a Oscar Galindo a Maha Vial y a Pedro Guillermo Jara que murió hace poco. A Yanko González lo conozco desde el 92, 93. En Valdivia confieso que con todos ellos he bebido. Y he vivido. ¡Salud!
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Entrevista a Egor Mardones:
Posmodernos antes de los posmodernos
Por Pablo Inostroza.
Revista El circo en llamas, 2020. Valparaíso