Cuando escribo "Hipócrita lector" no quiero referirme
-por supuesto- a ninguno de mis presuntos e improbables lectores,
sino a una hermosa y heroica revista de poesía que al amparo
de esa baudeleriana expresión aparece en "Lima, la horrible".
En el número 5 de Hipócrita lector leo
con
alegría "In Memoríam", poema de Eduardo
Molina Ventura, dedicado a Rosamel del Valle. Así, pues,
Molina publica pese a todo lo que sostengan sus detractores. Hipócrita
lector tiene entre sus directores a Hildebrando Pérez,
poeta joven aún, tan admirador de nuestra poesía y de
nuestro país
del cual es asiduo visitante, que desea que sus biógrafos futuros
señalen que nació en Valparaíso y no en la ciudad
del Rímac, como sostiene la poca imaginativa inscripción
del Registro Civil.
Hildebrando epistolarmente ha manifestado su deseo de incorporarse
a la ADEM (Asociación de Amigos de Molina) como también
lo han hecho, entre otros. Pierre de Place, en París y Jorge
Edwards, en Barcelona, con lo cual la recién nacida Asociación
ya alcanza extensión internacional.
Corrientemente se sostiene que Molina es un poeta y escritor totalmente
inédito y aun en la revista peruana se le denomina "el
decano de los poetas inéditos chilenos". En realidad tras
la aparente despreocupación moliniana por dar a conocer su
obra, ya en 1930 -recuérdese que nuestro poeta contaba 17 años
de edad-, Molina daba a conocer en un ensayo aparecido en Gong
-órgano literario de Valparaíso dirigido por Oreste
Plath- sus opiniones sobre la metáfora renovadora en Huidobro
y
Neruda. Lanzado al terreno de presentar en sociedad a los autores
noveles en 1935 bajo el título de "Hay un llamado",
escribe un prólogo a Hombres de máquinas, novela
de Laurencio Gallardo, profesor primario que abandonó las aulas
por el llamado del mar y no volvió nunca más a nuestra
República. Se supone que actualmente reside en Panamá.
Otro de sus prologados fue Efraín Barquero, de quien fue "gurú"
en los tiempos en que el autor de La compañera era el
poeta residente de la ínsula de Lo Gallardo, Molina es el autor
de la introducción de El viento de los reinos y de la
autobiografía de Barquero Arte de vida. En dos antologías
poéticas encontramos el nombre de Molina. La primera Madre
España (1937), donde Gerardo Seguel reúne a los
poetas que rinden homenaje al pueblo español. Molina Ventura
se encuentra allí junto a los Tres grandes de nuestra
poesía y lo más granado del Parnaso de la época,
desde Ángel Cruchaga y Julio Barrenechea hasta el adolescente
Carlos de Rokha. En su poema antologado, nuestro portaliras dice proféticamente
que "ha recorrido los peores cafés-cantantes del Viejo
Mundo" en circunstancias de que por esa
época, según muchos de sus biógrafos, no había
llegado más allá de Melipilla. En 1942 la Universidad
de Chile cumple su centenario y el aún estudiante Andrés
Sabella reúne a los poetas de la universidad en una antología
publicada en Hoy, la "revista para la gente que piensa".
Molina figura allí con su texto "Narrador sin familia"
(dedicado a Braulio Arenas). Por esos años, Molina firmaba
como "Diógenes Linterna", aun cuando Enrique Lafourcade
señala que en la revista infantil Semanita su rúbrica
era la de "Marquesita Pompadour". El anonimato amparó
la publicación de La mano ensangrentada, que emocionaba
y aterrorizaba a los lectores del folletinesco Don Fausto.
A mi juicio, Molina no es inédito. He escuchado en diversos
círculos, capillas y parroquias el deseo de que Molina debe
seguir siendo un mito y de que su obra -existente o no- no debe someterse
a los rigores de las prensas por el temor de que sus amigos y admiradores
sientan una desilusión frente a ella. Confían ya más
en el Molina hablado que en el escrito, piensan que la conversación
de Molina vale más que muchos libros de muchos autores, como
lo estampaban hace treinta años Sabella y Baeza Flores en Multitud.
Invito a los amigos del poeta a leer su obra edita para empezar a
disipar esos temores.
Nos gustaría ver en los escaparates las obras molinianas. Por
ejemplo, una reedición de la novela El fondo del vino,
sobre la cual Luis Oyarzún hiciera un agudo análisis
en Pro Arte y la cual ni siquiera hemos hallado en el catálogo
de la Biblioteca Nacional. O -a no ser que Eduardo siga manteniendo
que "la novela es la poesía de los tontos"- su obra
El gran taimado, que alcanzaba ya en 1950 las 700 páginas.
O en sus ensayos sobre Bachelard o su goethiano Viaje a Italia,
algunas de cuyas páginas hemos escuchado leer al propio poeta.
O su colección de poemas Órficas, donde planea
el espíritu de Rilke. Y un último dato, en el "Otoño
de las dunas", de Lo Gallardo, el vate en estos momentos
termina "Los días de nuestros años",
sus memorias, las cuales -según sus propias palabras- "les
sacarán roncha a todos los pilintrucos de las letras chilenas".