Recordamos a Maurice Blanchot, he aquí el ensayo en
su mayor esplendor, el texto crítico, el texto, la suma de
sus aventuras confiadas a la palabra escrita. Se piensa para unir,
fragmentar las formas, las formas que se cree encierran evidencias
y estas sólo pueden entregarse descomplementando
los sucesos que parecen confirmarlas. Pero a veces, muchas veces,
no hay nada, nada más que apariencias y ellas son en sí
lo que dicen de sí mismas, lo que consignan como única
evidencia. Así el arte, es búsqueda sin fin, sin finalidad,
haciéndose en su presencia, mostrándose como sentido
que el observador creer descubrir uniéndose a un encadenamiento
de certezas que se hace, conjuntamente, con la presencia de las obras.
Blanchot hizo de la palabra crítica un arte ¿Qué
se hace si no se escribe? La escritura es una comezón de la
mirada, victimaria de la mente que no puede hacer más que ordenar
el universo disperso y encontrar en el caos una cierta razón
de vivir. Él iluminó el texto de otros sin traicionarlos,
exento de suposiciones, pura acción de los signos, menester
analógico brillando de posibilidades, extendiendo, abriendo
rutas a la imaginación, mostrando visiones de lo posible, fundiendo
en su ardor lo nominado, en cuya función lo ausente muestra
sus señales. La escritura ha sido su arte, su modo de estar
en la vida comunicándose, totalizándose en la predicción
de lo impredecible, transmutándose en la aventura de un discurso
que traduce el devenir constante de las cosas del mundo que son cosas
del ser humano.
Para quienes desahucian la validez del ensayo y todo lo someten a
informaciones objetivas, he aquí una duda profunda, cuando
el siglo XX ha terminado y la especialización plantea sus estragos
al intelectual. Es que la información versa sobre hechos consumados,
una certeza, forma de un límite que resalta el acto y niega
temerariamente el devenir, el instante en que el acto ha de deshacerse
y sus fragmentos reintegran una distinta certeza. Cuando se dice,
esto es, automáticamente se está diciendo, esto no es.
Lo que la mirada percibe se escurre a través del tiempo irremediablemente,
y todo perece o va perecer y su certeza adquiere la relatividad de
lo que es temporal, porque todo es temporal en el universo, aún
más allá de la voluntad de quienes hacen de ciertas
cosas paradigmas reiterables. Lo que está siendo la palabra
lo diseña y surge alumbrado en un ángulo que siempre
hará otro de sí mismo.
Blanchot aplica su discurso a la tarea de hacer que estos distintos
ángulos den sus destellos más inéditos, así
Sade, Lautreamont, Bataille o Camus, Marx o Levy-Strauss, etc., muestran
en su escritura la variedad de sus posibles iluminaciones evocadas
en el recurso de su inagotable polisemia. Es que el texto está
disponible siempre, palabra que interroga la palabra y busca lo que
su engañosa mudez puede o pretende esconder. Allí, en
su pura materialidad compacta pareciera estrellarse la mirada, pero
bajo, sobre, tras su piel, en su esencia arbitraria, en sus alianzas
congéneres, el signo pone su silenciosa musicalidad y atrae
como las sirenas a los marinos de Ulises, con el rumor de algo que
al precisarse se adivina quizás, o está como una negación
en la apariencia que cubre siempre la certeza.
Blanchot organiza su escritura sobre la escritura de otros, no hay
más remedio, todo está dicho a través de los
siglos, sólo cabe la reedición, acomodar los tiempos
a una nueva coloridad que apenas toca la epidermis y señalar,
ajustar el equívoco de las interrogaciones y de las respuestas,
mostrar que en el blanco está también el negro. Pero
él no niega el texto del otro, sólo lo abre, penetra
sus cauces, sus fauces e introduce en ellos la mirada y hace palpitar
los colores dispersos de la semántica, acuerda extensiones,
busca el tema que se escapa. A propósito de la muerte de Bataille
surge en él el tema de la amistad, ese modo-dice- de estar
en el silencio de una cercanía que hace del otro un ser reconocible
en las palpitaciones de la conciencia, del acuerdo, la alegría
de la tristeza, pero en el silencio que no necesita romperse, pues
la amistad no necesita de la calificación ni del reproche ni
del aplauso, sólo el reconocimiento de una fuerza que fluye
en una corriente de una empatía que no permite separaciones,
nada más que saber que se está en ella y por ella en
cierta unidad, cuyo latido es estar conciente de compartir el mundo,
sus visiones y negaciones, llenándose de matices que se complementan
o se apartan pero no dividen ese núcleo esencial por el que
se unen en un sentimiento que realza lo humano.
Hay una morfología del signo que él pudo prever, no
de su apariencia material, emergiendo de ella, negándola quizás
para abrirse a diversas constataciones de la mirada. El signo es una
resistencia que invita a romperla, hendir su oscuridad y dejar el
vacío o el sentido, la coincidencia del acto que florece en
una semántica, que acaso es momentánea, como una certeza
detenida provisoriamente, temblando de inseguridad, esperando el golpe
de luz que al alumbrarla las deshaga, para que, al fin, surja el polvo
de una nueva esencia y el sentido regrese como una tembladera que
se niega a morir.
Así, en esa expedición de la escritura, interrogó
la simbología de Lautréamont y penetró la oscuridad
negada por sus detractores. Confirmó en ella una escritura
poética más allá del mal o del bien, un juego
mediante el cual el autor entrega la alegoría de un mundo hecho
de fragmentos del mundo real, asociaciones de elementos como pequeñas
novas desplazándose en el universo del lenguaje, correspondencias,
acercamientos de la mirada, pues sólo la mirada puede adivinar
las formas, en que los sueños del ser humano vaticinan lo imposible
del existir, o de aquello que existiendo será siempre un imposible
en la imagen del poeta. Blanchot operó sobre aquel desplazamiento
la lucidez de sus propios signos, descompuso el orden del texto y
mostró que tras él no existía una penumbra alcanzada
por la sospecha, rea del castigo, ni una perversidad de quienes condenaban
al poeta. Había solamente el ludismo de una superficie textual
organizando unas relaciones de los signos que eran unas relaciones
poéticas posibles, fundadas más en la apertura ilímite
a que da lugar el juego de la escritura. Si el mal ha sido clasificado,
ordenado, definido con arreglo a la ideología, ésta
no ha hecho otra cosa que fundamentar una estructura por la que ciertos
actos humanos se califican y al calificarlos se resaltan cualidades
que sólo el lenguaje puede describir. Luego, la intervención
lúdica de esos lenguajes es un sistema de posibles constituibles
en formas simbólicas de la contradicción, pues también
el bien es una categoría en virtud del lenguaje y entre ambos
polos es dable organizar una diversidad ilímite de posibilidades,
como el " Fausto " de Goethe, por ejemplo, y toda la literatura
gótica del siglo XVIII. Los cantos de Maldoror venían
a constituir une obra poética en que el bien y el mal eran
elementos de un juego, arquitectura de símbolos cuya interpretación
imaginable más allá del contexto en que el lenguaje
no daba lugar a demasiadas atribuciones, podía hacer del texto-como
ocurrió en verdad- una presencia unilateralmente calificada.
Blanchot al reflexionar sobre el corpus global pone de manifiesto
el ludismo de los signos mediante un conjunto de analogías
que hacen de él un producto poético enlazado a la simbología
más o menos generalizada en la poesía de la época.
Así florece su reflexión sobre Camus, su libertad para
sumirse como un intelectual que defiende la integridad de su mirada,
aun en sus posibles errores, el individualismo de su crítica
a la cultura, a la historia, a la filosofía y su planteamiento
sobre la absurdidad del existir que no es un sentido del absurdo falsamente
traducido por la crítica, sino la absurdidad compuesta de muchos
gestos, formas en que lo humano refleja el espacio de errancia ciega,
ese tantear constante de los sucesos, del acaecer que hiere o exalta
pero que siempre es el error cotidiano de una clasificación
de certeza.
Camus muestra en el " El extranjero " la imposibilidad de
un yo responsable de los actos, figura narrativa mistificada por la
tradición, el extranjero es siempre el ser humano, víctima
de su lenguaje, hacedor de mundo en que se pierde sin saber, sin descubrir
verdaderamente el origen de su propia imagen, fundador de gestos,
ademanes que van esculpiendo una visión en la que a menudo
se origina un desencuentro, sombra que jamás se disuelve para
mostrar la luz de un certeza inmodificable. Qué puede saber
Meurtsault, de sí mismo, como para hacerse solitario de sus
actos, dueño de sentimientos que acaso están en él,
en la imagen de él que quizás no encuentra porque nunca
ha tenido tal experiencia, pues negándose a buscarla se ha
perdido en cierto existir cotidiano con el que ha barajado su absurdidad.
Y de pronto en el discurso de Blanchot aparece C. Marx, y en él
va descubriendo la aparición de tres lenguajes distintos: uno
lento, directo, en que se refleja el "escritor de pensamiento"
inscrito en la tradición, sirviéndose del logos filosófico,
acudiendo a referencias de Hegel o de otros, buscando las contradicciones,
oponiendo respuestas, siempre diciendo algo porque se siente con algo
que decir, algo que afecta a la historia y cuyo valor sólo
es " en el momento de paro o de ruptura de la historia ",
es su verdad o la verdad, pero es algo que define, que penetra en
el hombre y enrarece su imagen tradicional, y ese lenguaje de Marx
-dice Blanchot- se interpreta unas veces como humanismo, incluso historicismo,
otras como ateismo, incluso nihilismo. El segundo lenguaje es el político,
que parta él es momentáneo y directo, " pues cortocircuita
todo lenguaje " si no tiene un sentido y nada más que
una llamada, una violencia, una decisión de ruptura".
Y el tercer lenguaje de Marx es para él el indirecto, su discurso
científico por el que es honrado y reconocido por los representantes
del saber. Ese lenguaje responde a la ética del sabio, "
acepta someterse a toda revisión crítica ". Y cita
un texto de Marx : " Llamo vil a un hombre que busca acomodar
la ciencia a intereses que le son extraños y externos ".
Es su palabra instrumento de una búsqueda de las diversa fases
del signo, estableciendo relaciones que constituyen formas analógicas
de la representación, modos de cuestionamiento de la verdad
que se escinde siempre en muchas verdades constituyentes, sólo
de certezas en devenir. La cultura, lo culto, el límite siempre
transgredido por el oficio de la crítica, la denuncia de lo
inmóvil y su constante irrespeto hacia lo prohibido por la
manera de abrir el mundo hacia su constante enjuiciamiento. La escritura
de Maurice Blanchot ha constituido una forma ejemplar en un mundo
que, al privilegiar la especialización, carcome, fragmenta,
divide al ser humano haciendo de él una presencia diluida en
lo colectivo.