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IDENTIDAD POSHUMANA EN LÓBULO DE EUGENIA PRADO(*)
Por J. Andrew Brown
Washington University in St. Louis
Revista Iberoamericana, Vol. LXXIII, Núm. 221, Octubre-Diciembre 2007, 801-812
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El 5 de enero de 2004 se montó la “novela instalación” Hembros en Santiago de Chile, una obra colectiva de artistas cuyo guión lo escribió Eugenia Prado.[1] A lo largo de la obra se medita sobre las identidades cambiables que han emergido de las relaciones entre carne y tecnología que cada vez más rigen la vida contemporánea. En el escenario, vemos a una actriz que desempeña una serie de papeles como Hembro, un ser que existe en los límites entre hembra y hombre y entre cuerpo orgánico y tecnológico. El personaje aparece duplicada(o) en tres pantallas, a veces con una cámara conectada a su cabeza, siempre en aquel estado periférico donde existen los cuerpos que desafían las definiciones y límites que la sociedad ha intentado establecer mientras esa misma sociedad contribuye a su creación. La instalación fue un éxito de taquilla y se sigue con la esperanza de montar en más locales y en producciones más grandes. El tema de la identidad humana que se intenta forjar entre las dinámicas confusas de cuerpo orgánico y máquina tecnológica es uno que ha perseguido a Prado en mucha de su obra literaria y de manera notable en su novela previa Lóbulo (1998). Esta novela narra la vida y muerte extraña de una mujer, Sofía, enamorada de una voz telefónica que la persigue a lo largo del texto. A pesar de que no incorpora imágenes poshumanas explícitas como los cyborgs de la ciencia ficción ni el personaje de Hembros, la novela sí presenta una visión de la vida poshumana que incorpora y desafía no sólo las articulaciones tradicionales de la identidad humana sino las teorías recientes de identidad cyborg y poshumana. Lo que se encuentra en el texto de Prado es una visión tan rica como idiosincrática de las implicaciones de una vida poshumana en la cultura contemporánea que ofrece nuevas maneras teóricas de entender las relaciones que emprendemos con las máquinas que nos rodean y nos constituyen.
Para llevar este análisis a cabo dependo de plantamientos de la identidad poshumana de teóricos que van desde Gilles Deleuze y Félix Guattari a Donna Haraway y N. Katherine Hayles. Donna Haraway es conocida por su articulación temprana de la identidad cyborguiana en su “A Cyborg Manifesto”, un texto que presenta las implicaciones poderosas para la teoría feminista de la presencia del cyborg en la sociedad occidental. Para ella, el cyborg es un ser híbrido de carne y aparato tecnológico que, por esa hibridez, desafía las clasificaciones de la sociedad tradicional. Según ella, “The cyborg appears in myth precisely where the boundary between human and animal is transgressed. Far from signalling [sic] a walling off of people from other living beings, cyborgs signal disturbingly and pleasurably tight coupling” (152). El cyborg representa la posibilidad de completar una identidad mutilada e incompleta, resultado de la separación y enajenación que Haraway considera integrales a una cultura regida por el complejo militarístico/industrial. La posibilidad de producir esos “couplings”, que producen placer a la vez que violan límites y fronteras de la identidad es uno de los poderes más importantes del cyborg. Dentro de este contexto, una de las implicaciones del cyborg es su disrupción de las estructuras tradicionales de la familia nuclear ya que existen fuera del proceso orgánico de la procreación. Haraway nota,
The cyborg skips the step of original unity, of identification with nature in the Western sense. This is its illegitimate promise that might lead to subversion of its teleology as star wars… The cyborg does not dream of community on the model of the organic family, this time without the oedipal project. The cyborg would not recognize the Garden of Eden; it is not made of mud and cannot dream of returning to dust. The main trouble with cyborgs, of course, is that they are the illegitimate offspring of militarism and patriarchal capitalism, not to mention state socialism. But illegitimate offspring are often exceedingly unfaithful to their origins. Their fathers, after all, are inessential. (151)
Según Haraway, entonces, el mito del cyborg es el sueño feminista de subvertir el capitalismo patriarcal y las posibilidades revolucionarias de este mito dependen de su habilidad de violar las demarcaciones que los sistemas patriarcales emplean para organizar su autoridad.
Otros teóricos de la identidad poshumana comparten la idea del cyborg y lo poshumano como lo que existe fuera de la familia tradicional y cuya presencia subvierte la continuación de definiciones heteronormativas. El cuerpo poshumano se genera sin padre (como en los casos de la inseminación artificial donde el padre se ausenta del momento de la fertilización) y muchas veces sin madre (en los casos ya de la ciencia ficción donde máquinas reemplazan el cuerpo de la madre y el vientre maternal no es más que un globo de plástico).[2]
N. Katherine Hayles extiende la definición del cuerpo poshumano con la idea del cyborg metafórico, donde la identidad surge de las relaciones que el ser humano emprende con sus máquinas aunque no estén conectadas de manera física y permanente. Es decir, si el cyborg es la fusión literal de carne y metal, sea una figura de ciencia ficción, sea una persona con brazo prostético o marcapasos implantado en el cuerpo, el cyborg metafórico es la persona cuya identidad ya no reside exclusivamente dentro del cuerpo orgánico sino en las relaciones que ese cuerpo mantiene con su computadora, teléfono y otros aparatos que rodean al cuerpo contemporáneo. Hayles nota,
the posthuman view configures human being so that it can be seamlessly articulated with intelligent machines. In the posthuman, there are no essential differences or absolute demarcations between bodily existence and computer simulation, cybernetic mechanism and biological organism, robot teleology and human goals. (3)
Para Hayles, lo importante no es tanto la combinación física de la carne y la computadora, sino el hecho de que, en la visión poshumana, los dos lados son esencialmente lo mismo. Ella desarrolla esta posición con descripciones de cómo la interacción con máquinas puede resultar en cambios duraderos en la función del cerebro orgánico. El impacto de tal visión de la identidad nos permite entender las relaciones de cuerpo humano y tecnología desde la perspectiva poshumana y así interpretar las aportaciones artísticas de Eugenia Prado a la articulación de la identidad contemporánea que es marcada por las influencias e implicaciones de lo que hemos discutido.
Lóbulo es la tercera novela publicada de Eugenia Prado, una escritora chilena conocida por sus exploraciones de la identidad femenina. Su obra suele examinar desde perspectivas intimistas las realidades psíquicas de sus mujeres protagonistas en textos que desafían tanto las definiciones de género sexual como las del género literario. Su texto previo Cierta femenina oscuridad vacila estructuralmente entre guión de teatro y novela, confundiendo los límites que intentan imponer jerarquías de todas formas. Lóbulo se presenta inicialmente como novela, sólo para después deshacerse en apartes y páginas en blanco donde el lector es invitado a colaborar en la escritura de la novela y donde el/la narrador(a) rechaza interpretaciones que el texto mismo va sugiriendo. En este sentido, la visión iconoclasta que avanza Haraway en su articulación del mito cyborguiano encuentra una escritora amiga que utiliza la hibridez del texto literario para llevar a cabo desafíos similares. Vista de esta forma, no sería una interpretación riesgosa sostener que Lóbulo combina una hibridez genérica con una presentación singular de identidad femenina en una realidad cada vez más constituida de tecnología y prótesis artificial.[3]
Prado comienza la novela con la presentación de un cuerpo femenino inestable, en busca de definición tanto corporal como psicológica. El principio evoca un plano cinematográfico de apertura donde la cámara alterna imágenes del personaje principal y el espacio que el personaje habita. Desde la primera página en la que se describe la habitación del personaje, la calle a la que da la ventana de esa habitación y el cuerpo del personaje en la habitación, el enfoque de la narración se mueve a un plano exclusivo del personaje en un momento que enfatiza la carnalidad de su existencia y anticipa los eventos que regirán el desarrollo de la novela.
Se acuesta, con la certeza de un acto inútil, ni siquiera la oscuridad más absoluta permite el sueño reposado. La veo acurrucada entre las ropas de la cama, la veo abandonada al recorrido de las sábanas. Hurgando en los espacios más alejados se busca, ella abre las piernas, luego los dedos de los pies, una forma de sentir más plenamente cada espacio de su carne. Bastaría con relajar el cuerpo, bastaría eso apenas para estar tranquila, piensa. (16)
El intento de abrirse, de entrar en contacto sensual con el ambiente que habita, combina las ideas de la sensualidad de la carne con una invitación carnal a la fusión, un intento de entrar en contacto con elementos extraños al cuerpo orgánico que producirán nuevas sensaciones, hacer los “couplings” que Haraway describe. En esta escena, vemos lo que será una meditación extendida de las ideas de Deleuze y Guattari al presentarnos ese cuerpo que desea, que busca abrirse a los flujos distintos que lo rodean.[4] El lenguaje mecánico que Deleuze y Guattari utilizan en su visión de la esquizofrenia aparecerá después en la novela, pero su visión del cuerpo como un sitio en que los flujos de sensación se intersecan aparece ya desde el principio. Presenciamos, entonces, la articulación de una identidad corporal no hermética, donde la carne no establece límites identitarios que mantendrían a una Sofía cerrada.
Este momento de apertura carnal establece el contexto para los eventos que penetrarán en el imaginario de Sofía, nuestro personaje principal. Al pasear por su apartamento, todavía en la actitud de abrirse, se detiene,
Sofía retrocede. Camina inquieta. Una vez más el pequeño espacio. Necesita algo que la mantenga lejos de aquel estado incompleto, busca insistente en los recuerdos, alguno en especial. Puedo verla confusa, sólo imágenes desordenadas, y en aquel desorden de ideas, la mujer buscará una imagen única, una imagen de su padre, un recuerdo difuso, un único recuerdo, una fotografía que Carmen, su madre, le entregara al cumplir los nueve años. (17)
La experiencia enfatiza la idea de falta y necesidad, implícitas en su intento previo de abrirse, donde su carne orgánica no satisface los deseos que sufre. El primer objeto de deseo que se le presenta es la fotografía de un padre no conocido, cuyas posibilidades semióticas contribuyen a la formación de una identidad poshumana creciente. El lenguaje que se utiliza para presentar la idea vacila entre recuerdo e imagen fotográfica, combinando el recuerdo orgánico que Sofía mantiene del padre ausente con el papel y el proceso químico que encierran la imagen fotográfica de aquel padre. Esta fotografía es curiosa porque se puede ver como un significante sin significado aparte. No alude a una memoria, no provoca el recuerdo del padre ausente sino que es el mismo recuerdo de la presencia paternal. El hecho de que esa foto desplace el evento que debería representar para convertirse en memoria prima indica un proceso en que la tecnología responsable de su creación ha empezado a integrarse con el sistema orgánico que intenta preservar la memoria de ese padre. Más, al representar el fin del deseo de evitar “aquel estado incompleto”, la fotografía llega a ser una memoria prostética que completa la identidad incompleta de Sofía en una función análoga a la del brazo prostético que completa el cuerpo mutilado de la víctima de un accidente. A la vez, marca a Sofía como un cuerpo que existe fuera de la familia tradicional. Si bien no es el resultado de una operación médica que prescindió de la necesidad del padre, ella sí ocupa el papel del cuerpo que no encuentra lugar dentro de la definición de la familia nuclear. Prado acentúa esta interpretación con la conversión del cuerpo orgánico del padre en fotografía, donde la imagen de él reemplaza, en este sentido, no sólo la memoria de él como notamos, sino su presencia corporal. Sofía busca la fotografía como manera de satisfacer su deseo de contacto paternal, en este sentido otra vez vemos cómo la foto sigue funcionando como significante que promete un referente físico pero que es, al fin y al cabo, el único cuerpo que existe. En este sentido, podemos intuir la presencia de una conciencia poshumana en Sofía donde su sentido de ser viene del hecho de que ella es producto de una madre orgánica y un padre fotográfico. A la vez, intuimos también una diferencia marcada entre el cyborg de Haraway y la figura poshumana que vemos aparecer en Sofía. Si el cyborg prescinde de su padre y anula su presencia con su existencia ilegítima, Sofía siente su ausencia e intenta llenar el hueco con la imagen artificial que queda de él. Es el cyborg que no olvida su origen y que, de cierta manera, todavía sueña con el jardín del Edén.
Este primer indicio de prótesis condiciona la llamada telefónica que da fin al primer capítulo de la novela. Mientras busca la fotografía de su padre, suena el teléfono de modo tal que sorprende a Sofía.
Un sonido que en fracción de segundos se transforma en algo incierto que completa su angustia. Como si intentara detener el tiempo, Sofía se abalanza sobre el reloj. El teléfono sigue sonando.
—¿Quién se atreve… tan tarde? —dice.
Descuelga el auricular sobreponiéndose al miedo, sin embargo, recorriéndola, un temblor la envuelve.
—¿A l ó?… —insinúa con esfuerzo.
Al otro lado de la línea telefónica aparece un susurro apenas perceptible. Un susurro leve.
—¿Q u i é n? —insiste Sofía, tratando de mantener la calma, mientras los latidos agitados de su corazón se desplazan rápidamente, transformándose en pulsaciones que la recorren completa, para rebotar en la parte de atrás, la más cóncava de su cabeza.
—Sólo alguien que espera por ti… —responde un hombre del otro lado, precipitándose.
—¿C ó m o?… —agrega Sofía, imaginando apenas su respiración.
De inmediato cuelga el teléfono. Rápidamente esconde la fotografía en el clóset y corre, como una niña corre a meterse en la cama, esperando quizás, que el sueño interfiera su angustia. (19-20)
La interrupción de la búsqueda de la foto ya injerta la llamada en el contexto de un cuerpo orgánico que va combinándose con elementos artificiales en busca de una identidad completa. A la vez, su presentación también hace hincapié en ese proceso de hibridación. Después de sonar el teléfono, Sofía intenta emplear el reloj como extensión de su deseo de detener el tiempo. Al no poder lograr tal deseo, ella levanta el auricular y, al escuchar la voz al otro lado de la línea, entra en un mundo de cables y aparatos que la película popular The Matrix retrataría también con mucho afán. Es decir, tal como los personajes de aquella película de ciencia ficción entraban y salían de un mundo artificial a través del teléfono, Sofía entra en un mundo mediatizado por la tecnología donde voces masculinas ejercen efectos tremendos en su propio cuerpo. Se hace notar que su respiración y su pulso cambian como resultado directo del temor que siente al entrar en contacto con la voz que la espera al otro lado del teléfono. Prado refuerza esa interpretación levemente al sugerir una conexión entre el susurro que viaja por la línea telefónica, que se manifiesta después como los latidos y pulsaciones que recorren el cuerpo entero de Sofía. La descripción sugiere la imagen de una Sofía enchufada en la línea telefónica por el auricular que de alguna manera ella ha conectado a su lóbulo. En este sentido, se expresa la situación que Hayles describe al sugerir la conexión fluida entre cuerpo orgánico y cuerpo tecnológico. En cierta manera, la Sofía orgánica busca la salida de su estado incompleto y, al abrirse a su teléfono, forma un sistema nuevo donde su cuerpo responde físicamente a los impulsos electrónicos de la línea telefónica.
Desde este punto de partida, Prado empieza una serie de escenas e imágenes, centradas en el erotismo, que extienden, desarrollan y desafían los preceptos de las teorías norteamericanas de la identidad poshumana. Al describir una de las muchas llamadas que recibe Sofía, Prado emplea imágenes y referencias que proponen la transformación de Sofía como entidad orgánica a Sofía como cuerpo que no se concibe aparte del teléfono que ha reconfigurado su identidad.
Algunos minutos después de las doce, como empieza a ser habitual, el teléfono. Sofía levanta el aparato con tranquilidad. Al empuñarlo su mano se humedece, puede sentir que todo es exacto, hasta en el largo de los dedos al acariciarse las palmas. Se queda un tiempo conectada a esa forma, que a la altura del lóbulo de la oreja encaja de una manera casi perfecta. Al otro lado de la línea telefónica, el hombre la succiona desde aquella profundidad. Ella lame la parte de abajo del auricular. Él sigue estando en el otro extremo de la línea. Su lengua, simultáneamente resbala por los pequeños orificios. (37-8)
Prado presenta la experiencia enfatizando la interacción orgánica/mecánica. La mano de Sofía se humedece al entrar en contacto con el teléfono, ya ahora un tipo de prótesis que se hace uno con su cuerpo, el tubo modelando “exactamente” a sus palmas, y el auricular del teléfono presentado como una extensión “perfecta” de su lóbulo. En este momento, la tecnología del teléfono se ha hecho inseparable de su cuerpo orgánico y nos encontramos ante un tipo de cuerpo cibernético cuyos sentidos emanan no de la carne de mujer sino de la fusión de carne y teléfono. Además, el acto del hombre de lamer el teléfono enfatiza esta transformación ya que el auricular es ahora más que sólo plástico, es prótesis de esta Sofía cyborg. La succión que ocurre a larga distancia sugiere un contacto físico e íntimo, posibilitado por una Sofía que existe ya fuera de los límites de su cuerpo orgánico.
En otra escena, vemos esta transformación de manera más completa.
Con esas palabras, la mujer casi no puede sostenerse y cae, como rebotando en el tiempo. De inmediato aparecen nuevas imágenes en su cabeza. Él está frente a mí y todo se nubla al contacto con sus murmullos de manos. No puedo pensar en él de otro modo sin alcanzar la distancia que existe entre ambos a través de la línea telefónica. Una parte de su cuerpo se talla como metal, un frío intenso en la superficie lisa de los brazos se resiste a negar su propia permanencia. Desde el torso hasta la espalda, un naufragio. Toda la piel escurriéndose es aceite, una mutación. Las gotas que me empapan se atoran en la plástica armonía del teléfono, preciso cercarlo en una reunión furtiva. Ambos cuelgan el aparato y sus cuerpos se ahogan entre los quejidos sin llegar hasta el final del cable, en un último suspiro en que no hay tono, como una forma de grabar los sonidos en su memoria. Preciso hacerlo fotográficamente estático, detenerlo instantáneo y anular su fuerza. (66-7)
La fusión de cuerpos que se asocia con el acto erótico va acompañada por una serie de imágenes que refuerzan otras clases de fusión más próximas a la hibridez del cuerpo poshumano. La línea telefónica no sólo sirve como un elemento tecnológico de contacto sino que contamina al mismo cuerpo orgánico de Sofía que empieza a convertirse en metal y aceite. Sofía experimenta una situación en la que se ve obligada a convertirse en máquina para poder seguir la relación. Como el teléfono que ha posibilitado la relación también impide su contacto físico con el amante, ella logra un contacto a través de su conversión en un aceite que podrá entrar en el aparato telefónico y, así, se pone en contacto directo con los elementos de la voz masculina. Donde antes las palmas de Sofía se humedecían al entrar en contacto con el teléfono, ahora su sudor se ha convertido en aceite y así el aspecto mecánico de este cuerpo cyborg se coloca en primer plano. Prado enfatiza este efecto comentando explícitamente en la formación de un circuito erótico entre los dos amantes donde un feedback loop cibernético se forma entre ellos a través del cable telefónico que transmite placer entre los dos cuerpos y que graba la experiencia en las memorias de los dos.
Es aquí donde vemos una extensión llamativa de las ideas de Deleuze y Guattari que mencioné anteriormente. Prado no sólo adopta la imagen del cuerpo que busca contacto, que busca entrar en combinación con los flujos del mundo, concretiza la imagen al utilizar un lenguaje que va más allá de integrar el lenguaje mecánico de Deleuze y Guattari, literalmente mecaniza ese lenguaje al presentar el flujo como proveniente de un cable telefónico. Una de las descripciones de los cuerpos/máquinas de su teoría sirve como ejemplo de este fenómeno:
In a word, every machine functions as a break in the flow in relation to the machine to which it is connected, but at the same time is also a flow itself, or the production of a flow, in relation to the machine connected to it. This is the law of the production of production. That is why, at the limit point all the transverse or transfinite connections, the partial object and continuous flux, the interruption and the connection, fuse into one. (36-7)
El sistema semiótico de Deleuze y Guattari depende de establecer sistemas cibernéticos entre cuerpos, alimentos, fuerzas sociales, etc., cuyo comportamiento se rige según los feedback loops que corren entre ellos. En eso, no difieren tanto de los cibernéticos tempranos como Norbert Weiner, aunque obviamente utilizan este lenguaje dentro de ideologías muy distintas. Lo importante aquí es notar la ubicuidad de la metáfora mecánica en Deleuze y Guattari, una metáfora que Prado convierte en realidad al proponer el cuerpo de un esquizofrénico (un ser que desea ese contacto con los flujos del mundo) que logra el contacto deseado a través de máquinas concretas. Es decir, en el mundo de Lóbulo, no es suficiente describir el cuerpo de Sofía y su contacto con el mundo en términos de máquinas, estas relaciones ocurren a causa de las máquinas y su identidad poshumana llega a ser más literal que figurativa.
La relación carnal que Sofía emprende con la voz a través de la boca telefónica de su amante empieza a ejercer cambios importantes en la constitución del cuerpo de ella. Al finalizar una de las llamadas,
Sofía permanece en silencio algunos segundos, sabe que de un momento a otro, él colgará el aparato telefónico. Lo hace. Entonces relajo los brazos, hasta que mis dedos caen resbalando como gotas de agua, luego los aprieto con fuerza contra las palmas. Descubro que la belleza no atrapa los días. Quiero ser belleza. Quiere ser belleza, pero imposible, se mantiene misteriosamente atada al aparato telefónico. Enciende la lámpara, todo en ella se detiene. En el estómago, un dolor como de máquinas me hostiga. Continúa inmóvil y hunde sus huesos en la cama, esperando el cuerpo, que de viva dé calor. (39)
Al desconectarse del teléfono, el cuerpo de Sofía pierde energía, la relajación de los brazos y dedos crean la imagen de un robot que de repente ha sido desenchufado de su fuente de electricidad. Al encender la lámpara vemos el intento de reconectarse a la energía, la imagen visual de la luz eléctrica forjando una conexión entre la electricidad literal de la lámpara y la electricidad de la relación erótica telefónica que ha emprendido Sofía y que ahora la sostiene como si fuera ella un ser que depende de fuentes de energía externas. Prado acentúa los cambios eléctricos (y metafóricos) del cuerpo de Sofía con una división de identidad en donde la narradora vacila entre una tercera y primera persona, junto al poder eléctrico que causa también cambios abruptos en la narración misma.
A la vez, ocurre una pérdida de control que sugiere ya una connotación negativa a lo que podría ser descrito como un ejemplo excelente de los “pleasurable couplings” que Haraway describe como elemento fundamental de la identidad cyborguiana. Sofía empieza a relacionar sus conversaciones telefónicas con imágenes de la muerte, “Con palabras misteriosas él tiñe sus intenciones y destruye algo que estaba quieto. Atrapados los huesos blanquecinos que muertos han, de carne pútrida, sido violentamente removidos” (42). Aquí, el cuerpo orgánico decae frente a la relación electrónica que Sofía mantiene con el hombre, un acto que reverbera con actitudes del cyberpunk donde se busca una existencia electrónica, descoporalizada, llamando despectivamente al cuerpo orgánico “carne”. Si volvemos al feedback loop erótico de la sección ya citada (66-7) intuimos una amenaza dentro del placer de fusión. La relación erótica sigue mediatizada por la línea telefónica que los separa y une simultáneamente. Esta paradoja desestabiliza el cuerpo de Sofía en el sentido de que su ser consiste de una vacilación entre la unión y la separación que el aparato electrónico produce. Las manifestaciones de la paradoja se ven en la transición que Sofía experimenta en su propio cuerpo al convertirse en robot, en un ser con partes metálicas y aceite en vez de sudor. En este sentido la falta psicológica que siente Sofía al comienzo de la novela es satisfecha, transitoriamente, por el contacto tecnológico y el cuerpo poshumano resultante es producto de este proceso. El momento en que cuelgan enfatiza tanto la naturaleza transitoria de la conexión como su estado poshumano. La experiencia erótica ha ejercido un impacto profundo en los cuerpos orgánicos, pero Prado no permite un regreso a una organicidad entera. Los cables siguen como extensiones del deseo, los suspiros retienen un aspecto tecnológico en el símil que compara la acción con una grabadora. El hecho de que Sofía anhele un estado fotográfico subraya eso, se siente tan tecnológica que prefiere encontrarse dentro de la realidad (tecnológica) de la fotografía.
Pero capturar todo en una foto presupone un estado estático que encarcela al sujeto. La relación, en vez de liberar a Sofía de las restricciones de una vida bajo sistemas de control, resulta en locura y muerte. Sus dedos se pierden en sus máquinas y ella pierde su habilidad de distinguir entre cuerpo y aparato. Explica: “Siete son los números, uno a uno puedo rasguñarlos desde mi memoria, siete veces mi dedo en los orificios, como si nada pudiese detenerlos, mi mano va perdiéndose entre los giros en un gesto mecánico” (65). No es sólo que su mano hace gestos mecánicos, se ha perdido en el aparato mismo. De hecho, el acto erótico aquí ocurre no tanto entre las voces de los amantes sino entre los dedos de Sofía y los orificios del teléfono, el contacto de carne y máquina resultando en una unión completa en que carne y máquina se mezclan sin poder distinguirse el uno del otro. La voz masculina se vuelve amenazante, susurrando que ella será obligada a convertirse completamente en máquina. En un momento, la voz insinúa una realidad mecánica inevitable: “Aquel que no evolucione con el tiempo hace inevitable el camino a la extinción” (59). Después, ya con un tono más agresivo, dice “–Todo ha sido programado, tarde o en algún momento, serás parte de esto –insiste él”, amenaza a la cual Sofía responde “–Terminamos desistiendo –dice Sofía. Sus pies no pueden moverse, vuelve a la inquietud, desespera. No logra contener sus movimientos. No obedece su cuerpo a las órdenes de la cabeza, como si estuviesen totalmente separados uno de otro” (69). Sofía empieza a sentirse invadida por una fuerza que ella describe como una serpiente que la ha contaminado y embarazado.
El cuerpo poshumano resultante es, entonces, muy distinto del cyborg harawayano. Sofía no desafía las estructuras familiares que la oprimen, no amenaza la sociedad en que se encuentra, sólo termina dentro de una locura que, a lo largo de la novela, se ha conectado con una conciencia poshumana. La narradora observa:
Ausente como el equívoco de muchas otras llamadas telefónicas. El teléfono es un mero instrumento para hacerle participar de un proceso de comunicatransacción que he imaginado. Pero acaso… ¿Podría soportar por más tiempo a la madre de Sofía en un escenario delimitado por alucinaciones, un personaje inconexo, anacrónico, hasta con algunos efectos de descalce? Somos intentos intervenidos por llamadas retocadas usted y yo en un acto extremo de incomunicatransacción. (72)
Al narrar el proceso de la locura de Sofía, se establece una visión de la identidad poshumana muy particular a la realidad individual de la mujer. A la vez, y a través de esa visión, Prado presenta un tema antitecnológico que sería bastante tradicional si no fuera por las imágenes audaces que emplea en su presentación. Además, su inversión de la trama en que un hombre inventa a una mujer robot para satisfacerlo sexualmente produce una exploración del deseo, la tecnología y la identidad. En términos de la meditación de Deleuze y Guattari que se ha visto a lo largo de la novela, el desenlace de la relación sugiere dos posibilidades. A un nivel, el derrumbe del mundo de Sofía propone la conversión de ella en el “cuerpo sin órganos”, el cuerpo cerrado que se describe en aquella teoría. Las implicaciones de la producción de tal cuerpo son aun más llamativas. El hecho de que Sofía anhele apertura, entrar en contacto con el mundo, literaliza el cuerpo/máquina deseante en su relación telefónica. Pero este anhelo no se logra, y cuando Sofía termina otra vez cerrada, vemos el fracaso de la metáfora mecánica y así la promesa de conexión que describir el cuerpo como un sistema de nodos de comunicación ofrece no se puede cumplir.
En la última parte de la novela, vemos a una Sofía que ya no puede entrar en contacto con los cuerpos que la rodean, ya sea de un ex-amante o de su propia madre. Su paranoia, ya presente al principio de la novela, aumenta hasta el punto culminante en que se muere en el parto del hijo/texto. Este momento se narra así:
La mujer se acercó con cautela al cuerpo de Sofía que permanecía inmóvil sobre la cama. Más cerca vio su rostro, tenía el color de la muerte. Sus ojos estaban abiertos. Se quedó unos segundos mirando su sonrisa plácida. Cerca de los labios algo extraño llamó su atención, una materia de color blanquecino asomaba por la boca, aquello no parecía fluido, se veía como algo sólido. La mujer se acercó más para abrir la boca de la muchacha. Al rozar lo que había dentro, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Se volvió para mirar a la madre que estaba acurrucada de rodillas junto a la cama de su hija, mientras gemidos cortos y secos salían de su garganta. Armándose de valor empezó a sacar lentamente lo que había dentro de la boca de la muerta, primero despacio, luego empezó a tirar con más fuerzas... eso parecía no tener fin.
Pronto fue descubriendo papeles arrugados con inscripciones ilegibles, como si hubiesen estado mucho tiempo dentro del estómago diluyendo parte de la tinta.
Sofía descansaba para siempre, con el cuerpo taponeado de papeles. (212-3)
El cuerpo cibernético de Sofía se convierte, al final de la novela, en una especie de impresora orgánica cuya producción es también la causa de su muerte. Las implicaciones de tal imagen a la luz de la teoría poshumana proponen otra manera de interpretar lo que ha sido para la teoría estadounidense una figura principal del feminismo. Lo que Prado insinúa es un cuerpo ya más complejo que el de una figura revolucionaria cuya ambigüedad desafía las normas de la sociedad patriarcal que la creó. Prado elabora el cuerpo de una víctima a un nivel, convertida en cyborg por una presencia masculina y mecánica que la deja contaminada y muerta. En vez de resistir la fuerza masculina, el cuerpo cibernético figurativo lleva la prótesis tecnológica como emblemas de su violación. A otro nivel, el poder del cuerpo cyborg queda en su producción textual, la habilidad que tiene de enunciar experiencias a través del lenguaje y es aquí donde vemos la aportación original de Prado a la teoría de la identidad poshumana. El teléfono que fue el órgano prostético de Sofía durante su relación erótica ahora se revela como la vía tecnológica por la cual entró el lenguaje/texto que después nace de ella. La figura cibernética es, entonces, una figura cuya presencia siempre narra, siempre produce textos que nos aterrorizan. El cadáver de Sofía que antes fue cyborg ahora es productor de textos que revelan la experiencia híbrida que sufrió.
Si Haraway celebra la ambigüedad del cyborg, señalando su habilidad de cruzar fronteras y producir hibridez, y Deleuze y Guattari sugieren las posibilidades llamativas de combinar cuerpo orgánico y semiótica mecánica, Prado inventa un nuevo cyborg cuya propia ambigüedad extiende y frustra el mito harawayano mientras explora críticamente el universo metafórico de los pensadores franceses. Sofía anhela conexión con su padre ausente y su madre presente, en vez de abrazar la posibilidad de escapar de la familia nuclear que su identidad poshumana sugiere. Su muerte en el parto sugiere un rechazo de la procreación heterosexual que muchos teóricos poshumanos celebran como central a la teoría, pero esa procreación es también figurada como producto artificial del contacto entre máquina y mujer. El cuerpo mecánico de Sofía, que se subraya con su conversión en impresora, la conecta con la idea del cuerpo subversivo cuya habilidad de escribir rehúsa ser callada. Sin embargo, los fluidos de su cuerpo orgánico han eliminado la letra. Lo que Prado logra con su exploración de la identidad poshumana y de la vida interior de Sofía es el conocimiento que su nombre promete de la vida incognoscible, de las posibilidades de conexión de una realidad tecnológica y la enajenación que esa misma tecnología produce. En este sentido, la identidad poshumana que propone Prado articula la ambigüedad fundamental de manera más fundamental que lo que vemos en otras exploraciones teóricas de la idea. Si bien Haraway celebra su hibridez ambigua y Hayles describe de manera comprensiva su historia y su existencia presente, para ellas dos (y para muchos otros) el cuerpo poshumano es algo que puede ser conocido. En el mito harawayano, su cuerpo le confiere poder a base de su habilidad de funcionar como portador de conocimiento, es decir, el conocimiento de que la vida puede continuar fuera de las normas de una sociedad patriarcal. Para Hayles, el cuerpo poshumano tiene un lugar específico en la evolución del cuerpo humano. De hecho, es un producto no sólo del proceso evolutivo sino de la serie de reconceptualizaciones de la ciencia y la tecnología. Al disfrutar de una historia, un presente y un futuro, el cuerpo poshumano bien puede ser ambiguo o revolucionario, pero tiene un lugar específico. Lo que Prado crea es un cuerpo que sí participa en todas las fusiones entre la carne orgánica y la tecnología, desde lo sexual a lo prostético, que vemos sugeridas y descritas en la teoría poshumana contemporánea. Lo que este cuerpo resiste es un lugar fijo dentro de esta teoría, una definición de lo que es y, más importante, de lo que puede hacer.
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NOTAS
(*) Agradezco las sugerencias y comentarios de María Fernanda Lander que leyó varias versiones del artículo y la ayuda e interés de Eugenia Prado que me ha hecho llegar textos y apoyo a lo largo de los años.
[1] Los colaboradores nombraron el evento “novela instalación” para hacer hincapié en la hibridez genérica de la obra. Consistía de música y un escenario teatral con una actriz, pero con textos que eran a veces actuados, a veces leídos. También había una exhibición que complementaba la actuación.
[2] Se presenta esta visión no sólo en las películas de ciencia ficción (posteriores a Lóbulo) como The Matrix donde cuerpos crecen dentro vientres mecánicos y funcionan como pilas eléctricas sino en novelas latinoamericanas como la reciente de Carmen Boullosa, Cielos de la tierra, donde los habitantes de una comunidad futura no se desarrollan dentro del cuerpo orgánico de una madre ni conocen una familia nuclear una vez nacidos. Para estudios de este fenómeno específico de la identidad poshumana, véanse Bundzten, Doane y Halberstam.
[3] Martin Hopenhayn comenta específicamente la hibridez textual en su reseña de la novela.
[4] Se desarrolla esta idea en el comienzo de Anti-Oedipus, su representación del paseo de Lenz particularmente establece la imagen del cuerpo esquizofrénico que desea abrirse para entrar en contacto con el mundo (2).
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BIBLIOGRAFÍA
- Boullosa, Carmen. Cielos de la tierra. México: Alfaguara, 1997.
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Bundtzen, Lynda K. “Monstrous Mothers: Medusa, Grendel, and Now Alien”. Gill Kirkup, et al. The Gendered Cyborg: A Reader. Londres: Routledge, 2000. 101-9.
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Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia. Minneapolis: U of Minnesota P, 1983.
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