TRENES
Eleodoro Sanhueza
Ramírez
Nunca me he subido a un tren.
Pero desde niño oí a mis padres hablar de sus viajes de Temuco a
Renaico. Incluso mi viejo también alcanzó a hacerlo desde Carahue,
cuando aún había vapores que llegaban a Puerto Saavedra, pasando por
Nehuentúe, en aquellos tiempos lejanos de su servicio militar.
Yo tampoco me enrolé en el Ejército de Chile, no solamente porque
no había guerra en la cual luchar, sino porque no me interesaban las
armas, ni la disciplina con sangre. Tampoco lo postergué, acción a
la que casi estaba obligado un estudiante universitario.
Presente el día de la selección de reclutas, en el gimnasio del regimiento,
el mismo en el que se había presentado mi padre, yo tiritaba de nervios
y deseaba irme pronto.
Más tarde, después que todos los encargados de revisar al nuevo conscripto
y posible integrante de las filas decían:
-¡Te estábamos esperando chico!
-¡Eres tú el que queremos muchacho!
El capitán fue diferente.
– ¡Porqué no lo postergaste universitario mafioso!- me dijo.
- Tampoco lo quiero hacer –le contesté honestamente.
– ¡Te quedas adentro no más por tramposo huevón!
En la fila de los elegidos quedé por cuatro horas, durante ese tiempo
pensé en mi padre. Con qué dicha nos contaba de cuando salía del regimiento
y tomaba el tren que lo llevaba a Carahue y luego desde allí una micro
hasta Trovolhue y después a caballo por Loncoyamo, para llegar a su
casa que quedaba en el sector rural de Los Placeres, donde lo esperaban
las lomas, los perros y su madre.
Allí en la fila de los que se podían salvar distinguí a un conocido
de la universidad, estudiante de agronomía. En un rato de relajo le
hablé.
– ¿Tú tenís la beca presidente de la república? –me preguntó.
–La tuve -le dije- la estoy repostulando, la tuve en el
liceo de Carahue.
Se quedó pensando un rato, un mar de muchachos rondaban a nuestro
lado, algunos parecidos, otros diferentes. Desde un rincón un amigo
de la infancia me hacía gestos para que hiciera el servicio, cruzaba
las manos como suplicando, pero yo en esos momentos sólo pensaba en
irme y no soportaba el olor a pies y a trasero que emanaba desde algún
rincón.
–Digamos que tenemos la beca- me incitó al rato el futuro
agrónomo.
Minutos más tarde nos dirigíamos donde “el manda más”.
– ¡Capitán queremos hablar con usted!- le gritamos entre el
bullicio de unos ochocientos adolescentes como nosotros. Algunos felices
por que estaban considerados. Otros que no, brincaban cerca del baño.
Sobre las galerías algunos esperaban tensos, pálidos. Otros con mucha
suerte ya se habían ido. De distinto semblante éramos el conjunto,
mapuches de pelo tieso, champurrias de ojos claros, chilenos chicos
y patudos, gringos achilenados, todos sin restricción. Y el Capitán
interrogaba:
– ¡Porqué no puedes hacer el servicio tú!
-Tengo la sangre mala.
-¡Y tú!
-Uso lentes de contacto.
-¡Y tú!
-Pie plano mi capitán.
-¡Y tú!
-Soy primo del cabo Neira.
-¡Anda a sentarte conche tu madre! a mí nadie me viene a coimear.
-¡Y tú!
-Soy universitario y tengo la beca presidente de la república.
-¿Y tú también? –me preguntó bajando el tono, pero abriendo
bien los ojos como intimidándome.
–Sí mi capitán-le dije. Respetuoso como mi padre.
El capitán lo pensó un rato y luego mirándonos con odio nos espetó:
-Váyanse a la mierda universitarios mafiosos ¡Cabo Neira estos
se van!
Mis ojos se iluminaron y el sol volvió a salir sobre mi cabeza. A
los pocos segundos ya iba abandonando el lugar.
Una vez que estuve afuera me di cuenta que era tarde, que si no
apuraba el tranco, el bus que iba a Carahue y luego a Nehuentúe me
dejaría. Corrí dejando atrás el regimiento Tucapel y me sentí como
mi padre, pero también como yo mismo.
Me sentí él corriendo ansioso y alcanzando el tren.
Me sentí yo alcanzando el bus y feliz de no ser conscripto.
Me sentí él, de joven, transparente recordando las lomas de su infancia.
Me sentí yo, también joven, impidiendo algo y buscando al mar con
sus historias.
¿Cuánto tiempo había pasado para que yo pudiera vivenciar un instante
tan perfecto como los que vivió mi viejo?
Él corría para llegar al tren.
Yo corría para atajar el bus.
Ambos íbamos alcanzando algo.
Y también dejando atrás, un tiempo.
- POESÍA
-
HECHOS
Volver a casa buscando pan y cama,
ingerir el beso,
soñar en un mini sueño que dos oscuridades te acuden,
de espalda a pecho,
aunque por supuesto,
existe la posibilidad que los perros ladren.
POESÍA TRADUCIDA
Yo iba por los caminos como un santo,
recogiendo frutos que el cielo me largaba
hermético, perdido,
en zigzag por las huellas del mundo maduro.
El sujeto con el predicado me hacían dormir
y mi profesora de castellano era hermosa
sin embargo yo no estaba en edad de casarme.
Había poetas Hernández como Rafael pero
antipoetas y poetas Hernández vagaban por el mundo
desde tiempos.
El poeta Rafael Hernández tenía subalternos
“las nanas de la cebolla”
como él,
subalterno era el poeta Hernández español como
la vieja mundo del munda-no
que nos rodea vagabundo.
Ese día ya tenía olor a pino,
¿pino de navidad? ¡no!
de empanada chilena.
Debajo de las cejas tupidas del tiempo
(cabello casi extinto del que fue animal,
y que ahora no lo es según él).
Del tiempo en menos de una hora
45 minutos para la muerte
la vida con 89 años
es la hora que desaprovecha el cristiano
en darse cuenta
que está más cerca del cielo
que de la tierra, barrial o barrizal
que humedece la existencia
desde la base
al punto final del universo.
Debajo de las cejas tupidas del tiempo
los hombres de bluyines
reencarnan lo que nunca fueron,
ni han sido, ni serán
y que sólo son ahora
en el intento de hacer algo
estar aquí,
moverse, transitar por una calle,
gritarle a un amigo
-¡hey, cómo te va Pérez!-
envejecer cerca o lejos de los suyos
o de otros que han sido cercanos
y luego desaparecer por completo
bajo tierra
como una semilla sin vida,
ni sangre que correr
por el caudal de la locura
un todo entero,
completo
como rebanada de pan a la cena.
Bajo las cejas tupidas del tiempo
dialogo con un señor
que ya fue y volvió
y de él sólo ha quedado la sonrisa
un dibujo estático en el medio
pero que hacia fuera
quema.
Arde tal si fuera la alegría de treinta soles
y descubre que aún hay algo
que nunca se hizo.
ASÍ FUÉ
El orden se lo aprendí al cura
en la misa del domingo
con su cuidado poderoso, tapando
los vasos de vino verdadero y
los feligreses orando por el alma propia.
Luego me iba por unas calles pastadas
escuchando al viento cantar rancheras eternas
y a las dueñas de casa preparando la cazuela.
Por la tarde, ardían las pichangas en la cancha,
de Puerto Saavedra venían los equipos,
La Estrella, Augusto Winter, Juvenil
los cisnes hacía mucho que habían escapado.
Por las calles de ripio las micros micreaban como microscópicos
microbios,
yo era un infante insecto,
identificado por mi apellido,
al lado de familias,
que por años venían a quedarse con la sombra de la herencia.
¿Qué tenía yo?
años y una actitud.
Vomité tantas veces,
me vine abajo como abogado defensor,
de causas últimas.
Yo era el último
aunque el primero de la clase.
Hasta que llegó una voz profunda
tan profunda como vagina
que me dijo
llámela hombre, grítele por su nombre,
avergonzado me curé, curado
más que cura, curado,
curado, curado, curado
sano.
Cuando ya me había acomodado
a esperar el otoño gris y húmedo,
me di cuenta que muchos
no se acostumbraban
a que el verano se estuviera yendo,
despacio y en silencio.
Por suerte yo ya tenía un par de años
de dureza en mi cuerpo.