Cinco cartas y un epílogo integran La Resistencia, último libro de Ernesto Sabato. Tanto las cartas como ese epílogo están dirigidos a los hombres y mujeres que han sabido ser lectores de Sabato y en quienes él encontró, a lo largo de su vida, gratitud, admiración y fidelidad. A todos ellos, pues brinda, el ensayista de estas páginas, el triple tributo de su preocupación, su solidaridad y su laboriosa esperanza.
La preocupación, lindante siempre con el dolor y por momentos con la angustia, se nutre de los pesares impuestos por estos años sombríos. La solidaridad, en cambio, proviene de la convicción de que sólo al sentirnos hermanados con el prójimo, en su padecimiento, en su desvelo y en su expectativa, podemos afianzar nuestra propia humanidad. La esperanza, a su turno, encuentra sustento en la fe inquebrantable que Sabato manifiesta frente a las adversidades. No se trata, dirá una y otra vez, de creer que podemos llegar a donde soñamos, sino de negarnos a dejar de soñar; de buscar, de insistir en la defensa de un ideal cualitativo de vida para nuestra especie, sin el cual sólo seríamos un residuo zoológico de nosotros mismos.
El libro presenta, de este modo, un diagnóstico de la cultura de nuestro tiempo y un pronóstico doble: por una parte, remite al porvenir estéril que aguarda a nuestra especie en el caso de que no llegue a transformar con acierto su situación actual; por otro, sugiere la manera de llevar a cabo con fecundidad esa reorientación y es a ella, precisamente, a la que cabe llamar resistencia.
Sabato señala con insistencia dos conductas deshumanizadas que lograron especial arraigo en nuestra época: la pasividad, por un lado; por otro, la velocidad. La pasividad se encuentra prototípicamente representada, para él, por la actitud del televidente. Su quietud ante la pantalla linda con la imbecilidad: es sopor, inmovilidad calcárea del espíritu. A merced de la información sin sustancia que lo atosiga y a la que, sin embargo, se entrega con siniestra complacencia, termina el televidente por renunciar a toda relación personal con su entorno.
La Resistencia viene a decirnos que se hace indispensable reaccionar. Se trata de revertir el curso actual de los hechos, los criterios y las conductas impuestos por el desvarío de la tecnocracia y la masificación. Se trata de empeñarse sin descanso en la recuperación de la perdida dignidad de nuestras vidas, dignidad que no es otra cosa que el don de convivencia.
No obstante, Sabato descree de los voluntarismos. En la raíz de la resistencia debe haber algo más -y algo más radical- que la voluntad. Si el hombre quiere recuperar el sentido y la vivencia de lo concreto, es preciso que escuche, en su propio corazón, el reclamo de esa convocatoria. Sabato nos asegura que la resistencia se consolida allí donde el amor a la vida florece, contra toda lógica convencional, impulsado por la fe que nos asalta y nos gana; fe que es celebración del encuentro con nuestros semejantes. Se diría que, para Sabato, la resistencia se origina en un don, es una auténtica gracia, un sentimiento que nos proyecta hacia una convivencia más rica. "Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos".
No muy distinta de una revelación religiosa, la esperanza, en Sabato, entramada con la fe, se constituye, así, no sólo en fundamento de la resistencia propuesta sino, además, en una primera victoria sobre la adversidad. Por supuesto, ella no se origina en la convicción probada de que haya un camino de redención, sino en la apasionada necesidad de que lo haya. El anhelo de contacto, la sed de comunión no están muertos en nosotros. Está, sí, aletargados, embrutecidos y aun amordazados.
Por supuesto, a Sabato no se le escapa el hecho de que esta convocatoria a la resistencia, esta bandera de fe y de esperanza que él alza con resolución, contradice buena parte de su prédica anterior. "Debo confesar que durante mucho tiempo creí y afirmé que éste era un tiempo final. Por hechos que suceden o por estados de ánimo, a veces vuelvo a pensamientos catastróficos que no dan lugar a la existencia humana sobre la tierra. En otros, la capacidad de la vida para encontrar resquicios donde volver a crear, me deja anodadado, como quien bien comprende que la vida nos rebalsa, y sobrepasa todo o que sobre ella podamos pensar".
No deja de resultar sugestivo que, a los ochenta y nueve años, este gran escritor que abominó del ensayo como forma adecuada para dar vida a las emociones más íntimas, más oscuras y complejas, venga a encontrar en él, acaso inspirado por Montaigne, el medio propicio para dar forma y transmitir los desvelos más ardientes de esta etapa de su vida. El modo directo, meditado y siempre autobiográfico con que Sabato va hilvanando sus temas, lo revelan bien plantado en el ejercicio de su vocación y en el dominio de su aptitud para el encuentro.
Cabe decir, en este sentido, que ningún otro escritor argentino del siglo que termina supo, como Sabato, llegar tan honda y sostenidamente a un público no sólo literario y, en especial, a los jóvenes de ayer y de hoy, al interprete cabal de muchas de sus propias necesidades. No se nos puede escapar, por eso, que con su extraordinaria capacidad de convocatoria y comunicación, Sabato derrota la difundida presunción de que ya no hay diálogo ni cercanía entre los mayores y los jóvenes. No es éste un mérito menor ni una evidencia desdeñable a la hora de ponderar los recursos con que se cuenta para efectuar un cambio espiritual como el demandado. Saber que es así, haberlo verificado, deberle a Sabato la posibilidad y la transparencia de este hecho auspicioso es, quizás, en estos tiempos oscuros, nuestra deuda mayor con él.