NADIE SABE MAS QUE LOS
MUERTOS
(texto escogido)
7
La vieja noche con su viejo cuento eran mi única compañía. Ecos
de otras horas que me atravesaban y hacían reconocer el paisaje oculto
de la ciudad. El Palacio de la Moneda y más al norte, "El Quijote" y el
"Congreso" acogiendo a sus últimos parroquianos. Luego el río, su rumor
de serpiente y el retumbar de los puentes con el paso de los vehículos.
Santiago, y en medio de ella el presentimiento de ojos que se acercan y
escudriñan mi andar por las veredas desiertas. Aceleré mis pasos hasta
llegar a una librería de segunda mano que acostumbraba mantenerse
abierta más allá de la medianoche. Su dueño, un hombre pequeño con
mirada de lince, me vio entrar, y me reconoció como un antiguo cliente
al que podía dejar recorrer los estante sin vigilancia.
..... Miré hacia la vitrina y vi las sombras de dos
hombres aparentemente interesados en su contenido. ¿Casualidad o
seguimiento? Dejé correr la respuesta por encima de los mesones
cubiertos de libros y me encaminé hacia la sección de las novelas
policiales, repleta de ediciones manoseadas y de bajo costo que exploré
durante media hora con la esperanza de encontrar un título de
interés.
..... Elegí 31 de febrero
de Julián Symons, publicada el año 1956 en la colección "Séptimo
Círculo", que dirigían Borges y Bioy Casares. Estaba dedicada a una
incógnita Kathlen, y bajo ese nombre anoté los de Escudero y Villaseñor,
agregando los datos que me proporcionaron Fernanda y Silva. Leí sus dos
primeras páginas y antes que el anzuelo me cogiera por completo, cancelé
su valor y salí de nuevo a la calle a enfrentar esas sombras que se me
antojaban demasiado próximas.
..... A
punto de llegar a mi edificio escuché el taconeo veloz de los dos
hombres que me seguían. Inútilmente busqué la pistola que se me había
quedado en la oficina, y cuando casi podía sentir las manos de mis
atacantes sobre mi cuerpo, vi aparecer a Anselmo portando una pesada
tranca de acero entre sus manos.
.....
-¡Cuidado, Heredia! -gritó, y al darme vuelta para enfrentar a los
atacantes los vi detenerse de golpe y emprender la retirada tan aprisa
como el pensamiento.
..... Traté de
reconocerlos, pero fue un esfuerzo vano.
..... -Fuiste muy oportuno -dije al quiosquero,
mientras descargaba mi pesado aliento en su rostro-. Tres segundos más y
me sacuden la espalda.
..... - ¡Pendejos!
¡Putos cogoteros! -gritó Anselmo.
..... -
No gastes saliva, viejo. En este momento los muñecos ya están a buen
recaudo.
..... -¿Quiere que lo ayude a
llegar a su departamento?- preguntó Anselmo, después de convencerse de
la inutilidad de sus reclamos y de arrojar la tranca al suelo.
..... - Aún puedo mover mi trasero sin necesidad de
un lazarillo -le respondí encaminándome hacia el ascensor.
..... Anselmo me miró entrar al ascensor y se
despidió con un desmadejado saludo militar. En el departamento hallé a
Simenon echado sobre un choapino, y una nueva nota de Fernanda en la que
me comunicaba que esa noche llegaría cerca de la medianoche.
..... -Estoy viejo para el negocio -le dije a
Simenon-. Un par de años atrás habría esperado a pie firme a esos tipos.
En cambio esta noche me dediqué a correr igual que un vulgar y asustado
pariente tuyo.
..... -¿De qué hablas?
-preguntó Simenon, somnoliento.
..... No
le contesté. Puse en la grabadora una cinta de Goyeneche y dejé que mi
sangre volviera a su lugar. Después examiné un estante de libros y
coloqué la novela de Symons entre La huida, de Jim Thompson, y
Di adiós al mañana, de Horace McCoy. Un discreto escondite, lejos
de la imaginación de cualquier extraño o de las intenciones de mis
atacantes.
..... Pensé que ellos me habían
visto conversar con Silva y anotar los nombres en el libro. Un par de
buenas razones para jugar las cartas más arriesgadas del naipe. Y si así
era, tendrían que volver, y en ese caso los estaría aguardando con un
pequeña fiesta de fuegos artificiales y trucos sucios.
..... ¿Quiénes eran ellos? ¿Hombres de Silva?
Difícil, porque si bien me había entregado el nombre de Belmar sin gran
convencimiento, eso no era motivo para arrepentirse de su acción. No, no
podía ser él, ni Cavens, con lo cual las posibilidades parecían
reducirse a los asesinos de Cayasso. Parecía una posibilidad lógica, y
sin embargo no dejé que me convenciera el ánimo.
..... Dispuesto a no darle más vuelta al asunto fui
a observar los pollos que aún permanecían en el refrigerador. Su aspecto
no me estimuló y me resigné a calentar agua para beber el enésimo café
del día. Mientras llegaba a su punto me serví una copa de vino. No
estaba mal, pero ello no fue obstáculo para que le concediera una mirada
de repudio a la caja de cartón en la que algún genio de la
postmodernidad había decidido envasarlo.
Nadie
sabe más que los muertos
Ramón Díaz Eterovic
Editorial Planeta
Chilena S.A. 1993