NADIE SABE MAS QUE LOS 
        MUERTOS
        (texto escogido)
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        La vieja noche con su viejo cuento eran mi única compañía. Ecos 
        de otras horas que me atravesaban y hacían reconocer el paisaje oculto 
        de la ciudad. El Palacio de la Moneda y más al norte, "El Quijote" y el 
        "Congreso" acogiendo a sus últimos parroquianos. Luego el río, su rumor 
        de serpiente y el retumbar de los puentes con el paso de los vehículos. 
        Santiago, y en medio de ella el presentimiento de ojos que se acercan y 
        escudriñan mi andar por las veredas desiertas. Aceleré mis pasos hasta 
        llegar a una librería de segunda mano que acostumbraba mantenerse 
        abierta más allá de la medianoche. Su dueño, un hombre pequeño con 
        mirada de lince, me vio entrar, y me reconoció como un antiguo cliente 
        al que podía dejar recorrer los estante sin vigilancia.
..... Miré hacia la vitrina y vi las sombras de dos 
        hombres aparentemente interesados en su contenido. ¿Casualidad o 
        seguimiento? Dejé correr la respuesta por encima de los mesones 
        cubiertos de libros y me encaminé hacia la sección de las novelas 
        policiales, repleta de ediciones manoseadas y de bajo costo que exploré 
        durante media hora con la esperanza de encontrar un título de 
        interés.
..... Elegí 31 de febrero 
        de Julián Symons, publicada el año 1956 en la colección "Séptimo 
        Círculo", que dirigían Borges y Bioy Casares. Estaba dedicada a una 
        incógnita Kathlen, y bajo ese nombre anoté los de Escudero y Villaseñor, 
        agregando los datos que me proporcionaron Fernanda y Silva. Leí sus dos 
        primeras páginas y antes que el anzuelo me cogiera por completo, cancelé 
        su valor y salí de nuevo a la calle a enfrentar esas sombras que se me 
        antojaban demasiado próximas.
..... A 
        punto de llegar a mi edificio escuché el taconeo veloz de los dos 
        hombres que me seguían. Inútilmente busqué la pistola que se me había 
        quedado en la oficina, y cuando casi podía sentir las manos de mis 
        atacantes sobre mi cuerpo, vi aparecer a Anselmo portando una pesada 
        tranca de acero entre sus manos.
..... 
        -¡Cuidado, Heredia! -gritó, y al darme vuelta para enfrentar a los 
        atacantes los vi detenerse de golpe y emprender la retirada tan aprisa 
        como el pensamiento.
..... Traté de 
        reconocerlos, pero fue un esfuerzo vano.
..... -Fuiste muy oportuno -dije al quiosquero, 
        mientras descargaba mi pesado aliento en su rostro-. Tres segundos más y 
        me sacuden la espalda.
..... - ¡Pendejos! 
        ¡Putos cogoteros! -gritó Anselmo.
..... - 
        No gastes saliva, viejo. En este momento los muñecos ya están a buen 
        recaudo.
..... -¿Quiere que lo ayude a 
        llegar a su departamento?- preguntó Anselmo, después de convencerse de 
        la inutilidad de sus reclamos y de arrojar la tranca al suelo.
..... - Aún puedo mover mi trasero sin necesidad de 
        un lazarillo -le respondí encaminándome hacia el ascensor.
..... Anselmo me miró entrar al ascensor y se 
        despidió con un desmadejado saludo militar. En el departamento hallé a 
        Simenon echado sobre un choapino, y una nueva nota de Fernanda en la que 
        me comunicaba que esa noche llegaría cerca de la medianoche.
..... -Estoy viejo para el negocio -le dije a 
        Simenon-. Un par de años atrás habría esperado a pie firme a esos tipos. 
        En cambio esta noche me dediqué a correr igual que un vulgar y asustado 
        pariente tuyo.
..... -¿De qué hablas? 
        -preguntó Simenon, somnoliento.
..... No 
        le contesté. Puse en la grabadora una cinta de Goyeneche y dejé que mi 
        sangre volviera a su lugar. Después examiné un estante de libros y 
        coloqué la novela de Symons entre La huida, de Jim Thompson, y 
        Di adiós al mañana, de Horace McCoy. Un discreto escondite, lejos 
        de la imaginación de cualquier extraño o de las intenciones de mis 
        atacantes.
..... Pensé que ellos me habían 
        visto conversar con Silva y anotar los nombres en el libro. Un par de 
        buenas razones para jugar las cartas más arriesgadas del naipe. Y si así 
        era, tendrían que volver, y en ese caso los estaría aguardando con un 
        pequeña fiesta de fuegos artificiales y trucos sucios.
..... ¿Quiénes eran ellos? ¿Hombres de Silva? 
        Difícil, porque si bien me había entregado el nombre de Belmar sin gran 
        convencimiento, eso no era motivo para arrepentirse de su acción. No, no 
        podía ser él, ni Cavens, con lo cual las posibilidades parecían 
        reducirse a los asesinos de Cayasso. Parecía una posibilidad lógica, y 
        sin embargo no dejé que me convenciera el ánimo.
..... Dispuesto a no darle más vuelta al asunto fui 
        a observar los pollos que aún permanecían en el refrigerador. Su aspecto 
        no me estimuló y me resigné a calentar agua para beber el enésimo café 
        del día. Mientras llegaba a su punto me serví una copa de vino. No 
        estaba mal, pero ello no fue obstáculo para que le concediera una mirada 
        de repudio a la caja de cartón en la que algún genio de la 
        postmodernidad había decidido envasarlo.
         
        
Nadie 
        sabe más que los muertos
Ramón Díaz Eterovic
Editorial Planeta 
        Chilena S.A. 1993