"Jardín Japonés" Poesía de Eduardo Jeria
Por Enrique Winter
Revista Antítesis Nº 3.
La minuciosa limpieza de un piso trapeado de rodillas y el ocasional brillo de ese mismo piso, podrían constituir la firma de Ediciones Altazor; desde Seis Poetas de la República (1997) a los recientes Ismael Gavilán (1973), Bruno Cuneo (1973), Jorge Polanco (1977) y Eduardo Jeria (1977). Este último, quien publicara Persona Natural hace ocho años, exhibe en su segundo libro la misma lección de pulidez, pero ese piso que puede ser una metáfora del oficio, jamás será el objeto del poema; pues en lo que más se distingue Jeria de sus pares es en su tono confesional, cercano al romanticismo antes que al monólogo dramático o la descripción objetivista.
Separados en los tercios exactos de “Jardín Japonés”, Jeria propone los temas permanentes de la poesía: ella misma, el amor y la muerte. “Escribo sólo un poco más del mismo vacío” admite en “Del ejercicio”. Faltaría el viaje, pero esta omisión opera como un muestrario de su poética de lo inmóvil, de registrar un orden interno que la aventura no podría administrar. Mas este viaje sí lo hace el lenguaje, inflamado en la sucesión de imágenes que desde el primer poema enlaza en conclusiones de silencio. Paradójicamente ese cierre de textos y de labios lo resuelve Jeria con el toque de gong de la sentencia. En su reverberación podemos ver las ondas en el agua (que es otro silencio, otra limpieza), las únicas que tocan a la vez al pez que se adivina de la poesía, a los juncos del erotismo y al cisne negro de la muerte. ¿Y adónde queda el tiempo? Como medida de la muerte, le respondió Ruben Jacob al autor en una entrevista reciente. El tiempo envuelve a los amantes en un presente continuo, que ocasionalmente toma una perspectiva, la del recuerdo que se presagia: “Quiero verte en medio de la lluvia, / como el presentimiento que asalta en el centro de la noche. // Que después de amar me añores, como después del aguacero / árboles y techos siguen goteando un par de horas.” La escritura en cambio, actúa como punto fijo y en ella el autor busca emular un tiempo que sí pasa y destruye: “Como el tiempo escribe mi cara, / y borra / quisiera escribir este poema.” Al sinsentido de nuestra resistencia a la incidencia temporal, no responde Jeria con el cinismo al que nos acostumbró la literatura reciente, por el contrario, su búsqueda de sentido se ancla en el antiguo deseo de trascender.
Aunque las tres secciones sean tan distinguibles en su tema, la de Jeria dista de ser una escritura programática. La espontaneidad de las hojas mecidas por el viento se ve en este y en todo jardín japonés, equilibrada con la poda. Hay ojos atentos en su reivindicación del sujeto como ente sensorial, imperfecto como jardinero; pero escribe desde la certeza en, digamos, la trilladora. Sospecha del ejercicio creativo y de sus medios de producción, más no del lenguaje. Es tal vez excesiva su confianza en la palabra, ya en la dedicatoria desea que no haya silencio aunque después lo pida, habida cuenta del abandono actual de ésta en favor de la imagen. “Jardín Japonés” recorre el camino de vuelta de la modernidad, desde la sucesión de imágenes de “Poética para un solo libro” que abre el conjunto, a la muerte, que es pura palabra (y su vacío) en “Viaje”. “Porque busco palabras. / Tras ellas hay más cosas que ver, más ojos por donde mirar. / Con la palabra enciendo una luz, / que es un mirar que arroja sombras sobre lo visto” anticipa en “Carta a viejos poetas”, resolviendo con mayor acierto en “Colofón” que el lenguaje sobrevive a su soporte, como “Un papel quemado que en su ceniza sigue escrito.”
El autor habrá de traicionar una y otra vez la bandera terrenal que enarbola inicialmente y que tanto entusiasma cuando es retomada. La perpetuidad del jardín comienza como ficción y luego parece creerse de veras, aunque nos explicite que su ejercicio escritural es solamente un “(…) testimonio / de todo aquello que ha quedado fuera / despierto, / esperando, / latiendo.” Testimonio que da cuenta de su manejo rítmico, que sugiere más de lo que cabalga, por medios tradicionales y sin temor al deseo divino de “Plegaria” o a la farsa de “El Ensayo”. Porque Jeria está consciente del espanto, y de la necesidad de contradecirse, con una levedad que es a veces aparente.
Su sensualidad insinúa lugares comunes que más tarde se patentan en la floritura de “Juncos, Cimbrándose”, la segunda sección. La poesía y sobre todo la romántica, urge de nuevas imágenes y de nuevos posicionamientos del sujeto femenino, de los que ha dado cuenta cada vez más la actual literatura chilena. Ese riesgo lo corre “Espejo en el techo”, en que la apetencia del romanticismo alemán toma un nuevo cauce, previo sorbo de Marguerite Duras. Pero ni la bella precisión de “Naciente” o la compasión de “A una muchacha triste en una fotografía”, ni la interpelación permanente a esa segunda persona que puede ser cualquiera, el otro, alcanzan a salvar un tercio que apenas equilibra los dos restantes, como quien carga un balde con piedras en cada hombro.
El goce de los sentidos, sin embargo, atraviesa “Jardín Japonés” y lo amarra como una camisa de fuerza en su verso seco. Ni asiático ni anglosajón, por entusiasta (salvo que lo situáramos en otro siglo), Jeria se inscribe en la tradición criolla de claridad y concisión que retomó la generación del sesenta.Un jardín japonés que esconde una selva lírica, donde el autor es a la vez el niño que peinado disimula sus remolinos, y la madre que lo peina.