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La muerte como verdad existencial grabada a fuego:
sobre La Marca del Fuego
(Ediciones Oxímoron) de Macarena Solís
Por Fanny Campos Espinoza
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Macarena Solís, autora oriunda de Valdivia, nos presenta su primer libro, La marca del fuego, que reúne poemas numerados del I al XXVI, escritos delicadamente, en verso blanco o libre.
Tal como señala la poeta Gladys González en su prólogo, éste podría leerse como un libro sobre amor y desamor (“Mis manos presionan el recuerdo/la tibieza/la tarde/un puñado de primeras veces y resacas/ lo que llamamos amor.”); y en cierto modo, también, político, en clave de género, como se aprecia en un par de poemas (La noche era tibia y clara/cuando Francisca decidió caminar./ Horas más tarde/ su cadáver sería arrastrado/ medio desnudo y con el cráneo roto a través del humedal), pero que, a mi parecer, escapan del tono general del libro.
Más bien, sostengo que el texto es principalmente existencialista, ya que trata, de modo más patente, de la búsqueda angustiada de una “verdad” que no es racional ni abstracta, sino que está dada por el “ser” y su enfrentamiento con la muerte, su mortalidad como único destino cierto, el “camino trazado”, “esta cárcel de humanidad”, lo que algunos como la hablante llaman “destino”, “tiempo”, “mandato” o “Dios”, expresión esta última, que junto a “verdad”, “golpe”, “nada” ,“infinito”, “intensidad”, se va reiterando en varios poemas; por lo que se trata de una especie de existencialismo, pero no ateo, sino espiritual, en el que subyace la idea de Dios e infinito, a la manera de Kierkegaard, o incluso agnóstico, a lo Camus, en donde la existencia o no de Dios, poco importa.
“Reconocer en la nada/ el crepitar del destino (…)” (II); “La dimensión donde el infinito y la nada se unen…” (XVII); “Caminar en línea recta al infinito.” (XIX)
Aunque en los últimos poemas, aparecen personajes con nombres propios (Francisca, madre asesinada en la calle; y Caín, el hermano bíblico de Abel, que también lleva la marca en la frente); en el resto del libro, no se emplean nombres propios, sino a un yo y a otros innominados, tanto en tercera persona como fundamentalmente apelando a una segunda persona singular. El libro se pasea por todas las personas singulares (yo, tú, el/ella), incluyendo también lo pretendidamente neutral o axiomático; pero lo que más se reitera es la voz apelativa a un tú.
No obstante que varios textos están escritos en primera persona describiendo a un yo, lo que es, piensa o siente (poemas III, IV, V, IX, XIII y XVIII), y otros, de modo impersonal, como si se tratase de sentencias (VII; X; XI), o describiendo a un otro en tercera persona (poemas VIII; XXIII; XXVI) o tal vez a una otra que fue quizá ella misma en un pasado (“La niña fea abraza sonriente el silencio a diario. / No es ojos del padre/ no es orgullo en ninguna canción.”, XXI); mayoritariamente, los poemas están escritos en función apelativa (I,II, VI, XII; XIV; XV; XVI, XVII; XXIV; XXV), en especial, a un otro que muere. ("Te miro a los ojos/ y disparo”… Lo rompo todo/ con el golpe seco de tu cuerpo sobre el concreto".); ( “Éramos amigos, ahora estás muerto”…).
¿A quién se apela en gran parte de los textos?
Que el libro esté dedicado al padre, aunque sólo sea al padre de la autora, cuya biografía desconozco y no viene al caso conocer; bien podría ser un indicio. ¿Se trataría de un padre que por alguna razón abandonó a la hablante? ¿Acaso Dios mismo?
Se trate del duelo producto de la muerte del padre o de cualquier otro ser, la razón que nos evoca el libro es la muerte, real o simbólica, porque la hablante la arremete contra Dios, y para la mayoría de las tradiciones religiosas, es éste quien supuestamente nos quitaría la vida que nos habría dado, de acuerdo a esas creencias, llamándonos a su “reino”.
“Tú no hieres/ Hiere Dios”
Y de acuerdo a los mismos dogmas religiosos, este supuesto llamado divino que nos arrebataría a los/las amados/as, se supone que debiéramos aceptarlo resignados/as; pero no hay resignación posible para algunos/as que llevan “la marca del fuego”.
¿De dónde esa cicatriz que da título al libro, y coherentemente, se ilustra en la portada y portadilla de esta primera edición? Inevitable no recordar al joven poeta Raúl Zurita quemando su mejilla en los tiempos del asco, para encarnar la angustia propia del momento político dictatorial que se vivía en Chile por entonces, en su propio cuerpo quemado, su poema vivo y carne. En este caso Solís nos propone una cicatriz de quemadura, pero no ya auto-infringida en su carne, sino en la palabra y en el silencio, y en los tiempos de la dictadura ya no militar y concreta, sino de la dictadura de la nada. ¿De qué fuego proviene esa marca? Solís precisa que del fuego propio de “la verdad”, que “arde en una pira/ y que es en sí misma templo”, pese a lo mucho que queramos que “se vaya, y se muera”, pues ya no podemos “abrazarla más”.
“En el centro/ los ojos golpeados”.. [-yo añadiría quemados-] …”a tientas mantienen con vergüenza/ el deseo de triunfar/ y reinar/ las dictaduras morales de la nada.”
Este tono dramático-claro-oscuro, cargado a lo místico que posee el libro, inevitablemente nos evoca la tradición poética de autores como Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle, Carlos de Rokha, Stella Díaz Varín, y me recuerda unos versos de Gonzalo Rojas: “Como el ciego que llora contra un sol implacable, me obstino en ver la luz por mis ojos vacíos, quemados para siempre.// ¿De qué me sirve el rayo que escribe por mi mano? /¿De qué el fuego,/lo hondo, /¿de qué el Mundo?”
Y es que la muerte, como sol implacable, desde que el hombre-mujer es humanidad y el mundo es mundo, ha quemado, quema y seguirá quemando no sólo nuestros ojos ante su verdad, que se presenta como única certeza que nos ciega, y a nuestro rostro como cicatriz impuesta por la pérdida, sino que aún más, dejando una huella indeleble muy adentro, en aquello numinoso a lo que Solís no temerá llamar “espíritu”; pese a que sea esa una palabra demasiado añeja e insustancial, cuyo empleo literario-poético pudiera ser mortal en nuestros días post-parrianos.
“Revientas mi espíritu/ en cascadas cristalinas”; o en otro sucinto poema, “El espíritu acribillado/ dejó manchas profundas/ en la sala de estar.”
Abordar la búsqueda de una “verdad” en estos tiempos post-modernos, lejos de ser absurdo, es tal vez, únicamente, parte de la naturaleza humana, si es que existe tal cosa, y no temer a persistir en ese intento, es lo que revela la honestidad que se palpa en estos versos, que dan cuenta, tal como lo hace Rilke, un poeta que influyó a muchos existencialistas, de una verdad que no es otra que el falaz oxímoron insuperable de la vida-muerte, porque “La belleza, no es sino el comienzo de lo terrible…”, porque “Todo ángel es terrible”.
Sobrevivir a alusiones anacrónicas y salir bien parada de ellas, en medio del derrumbe de las certezas, revela oficio y es demostrar, con esta ópera prima, que existe potencial en esta nueva autora, y que una “verdad” está con ella, verdad que en su propia definición es “la irracionalidad y la furia ( …)/ El camino que estalla glorioso/ entre los dedos mugrientos de Dios”; y eso sí, como buena existencialista, muy lejos de la moral (no así de la ética), porque “no hay moral/ en nada que sea honesto”.