UN
NUEVO CAMINO
En mi patria se dice que las cosas buenas duran poco y que las demasiado
bueno sólo se alcanzan a saborear. Para mi esto tiene mucha
veracidad, en cuanto al mundo de las letras se trata. Ese fastuoso
mundo de los libros nos permite darnos cuenta de caminos desconocidos,
de senderos por donde trasciende el ingenio y la sagacidad; de rumbos
que se forjan a través del arduo trabajo del guerrero de letras.
No hace mucho comencé a transitar por un camino sorpresivo,
por un sendero enigmático, en el cual he ido encontrando descansos,
descensos y largas pendientes, que me hacen sacar fuerza para escalar
y ver que hay más allá de la montaña. Así
uno a uno los caminos se van recorriendo; ojalá el viaje se
hiciera indefinido y cada vez más intransitable, pero no; sólo
se degusta, porque es hay en donde esta el secreto de este maravilloso
viaje; en la velocidad con que llega y te revoluciona, y vuelve y
se va, para atrapar a otro caminante.
Hace poco escuche que la muerte no es el último camino del
hombre, no, decía que la muerte es otro de los tantos caminos
que deben ser transitados. En este nuevo camino se encuentra un hombre
al que no conocí, pero que por medio de sus escritos he aprendido
a visualizarlo frente a su maquina o computadora debatiéndose
en una lucha acérrima con la palabra correcta para una de sus
frases. Lo he visualizado mirando por un balcón pensando como
el tiempo-espacio trasciende mientras sus ideas perpetúan la
legitimidad de su obra, pero en mi mente se mantiene como Roberto
Bolaños el personaje que leí en un periódico
de mi país y el cual tuve que buscar como el medicamento de
salvación para saborear un poco de su escrita amistad.
PALABRAS MÁS,
PALABRAS MENOS
La palabra es un signo de desesperación y desdicha, una metódica
herramienta de posibilidad, ó en otras “palabras” una pragmática
ilusión de convencimiento. La palabra ha formado y fortalecido
imperios. Los majestosos imperios de antaño se mantuvieron
estables gracias a su palabra; más específicamente a
su retórica. La palabra agrupa y encamina masas.
La palabra se ha convertido en el utensilio infaltable a la hora de
devorar los manjares inadecuados de la humanidad. La palabra va unida
al convencimiento, sin esto las palabras y mucho menos las frases
tendría importancia.
Son millones las palabras y frases que escuchamos a diario, todas
ellas con la ferviente posición de convencimiento; ésta
cadena cíclica se ha convertido en un grave problema. En realidad
todos tenemos algo que decir, nunca falta algo que aportar (con algunas
mínimas excepciones), pero todos ó la inmensa mayoría
lo hacemos como simples transmisores, no como verdaderos pensadores
y por ende emisores. La inmaculada tarea de mantener la boca abierta
y no dejar escapar el momento oportuno para hacer un aporte nos mantiene
en vilo, expectantes de una aceptación indebida. Cuando se
comienza una conversación empezamos a sentir en el ambiente
la transformación que va teniendo; desde un principio se comienza
a ver los altibajos; todo esto depende del tema de la conversación,
y por supuesto de sus integrantes, la diversidad de temas conlleva
a que la charla sea amena, revolucionaria, vacía, cómica,
académica, sentimental, laboral etc.
Los diálogos tienen sus lideres y súbditos y es aquí
en donde empieza la carrera de hombres come hombres.
Ahí estábamos de nuevo con nuestros rostros fatigados,
nuestros cuerpos agotados y nuestros espíritus vencidos, todos
expectantes a una palabra que abriera nuestra conversación.
El cabaret de la calle 30 se había convertido en el santuario
de nuestra camaradería por más de 7 años, y ahora
que lo pienso no puedo recordar completamente una sola charla que
hayamos tenido.
La primera vez que entre en mi casita, nombre del cabaret,
me sentí transportado a otro planeta; las luces, el olor, el
ambiente, la gente y más que nada la barra me parecían
sacados de un cuento de ciencia ficción ó traído
desde saturno para ponerlo en la calle 30 y convertirlo en el santuario
de asalariados y desempleados. Aquel viernes mi casita estaba
sin un solo cuarto desocupada, hasta el baño estaba lleno.
La primera impresión me entro de golpe, en una mesa junto a
la puerta, estaba mi cuñado Miguel Gómez con dos lindas
rubios a ambos lados, yo no lo podía ni lo quería creer;
en un primer momento me frote los ojos para cerciorarme de que estaba
viendo lo que estaba viendo, después de esto la imagen no cambiaba
y lo único que pude pensar fue que el ambiente del cabaret
me estaba afectando. No sabía que hacer, si saludarlo y guiñarle
el ojo, en sentido de aprobación y lealtad ó salir como
quien no vio nada, y luego en una de las fiestas familiares entre
tragos decirle como amigo que lo había visto en mi casita
con dos machotas. Mientras pensaba en esto, Miguel se levantó
y caminó hasta llegar a mí, en ese momento ya estaba
acorralado, ya no tenía nada que hacer, sólo calmarme
y esperar.
Llegó hasta mí, con esa mirada amigable que le sale
a los borrachos cuando están contentos, me golpeó el
hombro, me organizó la camisa y me dijo:
- ¡quien ve a mi cuñado Leonidas!, como me salió
de pillo, dizque en mi casita y a estas horas.
Las palabras me cayeron como un baldado de agua fría, como
sí me despertaran de una bofetada. En los segundos que pasaron,
no articule palabra, solo pensaba en que bella era mi suerte; salir
del trabajo cansado, apurado por llegar a casa, no coger un bus rápido
y lo peor, darme unas ganas impresionantes de orinar, y lo más
triste aún es que el único lugar donde podía
orinar era en mi casita. La historia de mi casita es
particular. Cada mañana que llegaba al trabajo me preguntaba
que vida llevaban aquellos hombres que a las 8:30 de la mañana
salían del cabaret, sin un peso en el bolsillo y borrachos
hasta la medula. Nunca pero nunca me interesó acercarme a aquel
lugar. Siempre evitaba cualquier contacto con mi casita, más
aún una mañana de sábado, cuando me encontraba
comiendo el refrigerio en el segundo piso de la fábrica y observe
salir un hombre de mediana estatura, con cabello largo, camisa desabotonada
hasta el pecho, unas botas tejanas y media botella de ron en su mano
derecha. Me entusiasmé con el desenlace de aquella escena,
el hombre caminaba tambaleándose, con los cabellos al viento
y una gran sonrisa en su rostro. Yo no lo podía creer, estaba
viendo a un hombre con todos los sentidos alterados pasar por en medio
de los automóviles sin sufrir ninguna lesión, los esquivaba
con maestría y hasta con agrado. Pero mi diversión se
acabo de pronto, no porque tuviera que regresar al trabajo, si no
porque al valiente personaje se le acabo la suerte. Llevaba atravesada
media avenida, cuando un taxi lo elevó hasta el otro sardinel,
no podía creer lo que estaba viendo. El borracho se quedó
tendido unos segundos; el conductor del taxi se bajó rápidamente,
la multitud se agolpó alrededor, en un círculo asfixiante.
Afortunadamente la fábrica esta ubicada en los pisos superiores
del edificio Balkares y esto me permitió ver el cómico
desenlace.
Se dan cuenta señores, la palabra es posesiva, uno se la da
a cualquiera y este la convierte en toda una historia; hasta ahora
va una conversación cómica y simple, sin nada de riesgos,
ni peligros, y ni mucho menos agresiva, pero es en estas charlas donde
comienzan los grandes debates y escándalos; y en el peor de
los casos derramamiento de sangre. La palabra, ¡hay por dios
si es conflictiva! O mejor dicho, ¡hay del que la tenga!; el
que la tenga, que la sepa utilizar, por que se puede hacer daño.
El corrillo de gente crecía cada vez más, de mi
casita salían hombres, mujeres y machotes al encuentro
del desafortunado borracho, pero antes de que estos lograran llegar
a auxiliarlo, se levantó de un brincó y comenzó
a gritarle al taxista por la botella quebrada:
-¡me la paagas maalpaarido, voz tuvisteee la culpa, yoo llevaba
el carril!
Después de ese día mi casita se convirtió
como en el infierno para dios, no debía, ni podía entrar;
el solo hecho de pensarlo me erizaba la piel.
Palabras más, palabra menos, hay estaba yo, al asecho de la
próxima camada de palabras que me soltara mi cuñado.
Sólo pensaba en mi esposa y mis hijos, si se dieran cuenta
donde estaba y con quién estaba. Yo que días atrás
les había hablado atrocidades de mi casita, yo que les
había jurado que primero muerto entraría aquí.
En ese momento pensé que aún me quedaba una oportunidad,
yo, Leonidas Quintana estaba aquí por una necesidad fisiológica
y no por ningún deseo pecaminoso.
-No cuñado, yo solo vengo para el baño, pero mire como
esta de lleno.
-Hay Leonidas, no se preocupe, conmigo no tiene que disimular, así
llegamos todos aquí, con la excusa del baño, ahora mejor
venga y tómese un traguito, mientras le presento unas amiguitas.
Amiguitas, más amiguitas eran los coteros de la galería,
estos eran machotas metidos en vestidos de niña de diez años,
con el maquillaje de una vieja de sesenta y con la voz de un niño
de cinco. Las piernas me temblaban, el corazón me palpitaba
señalándome la salida y las ganas de orinar se esfumaron
con la invitación a donde la “amiguitas”; no sabía que
hacer o que decir; de pronto se me ocurrió la fantástica
idea de apelar cansancio, pero cual cansancio, estaba frente a un
viejo zorro del cabaret el cual no me dejaría huir fácilmente.
-Por eso estamos aquí, por que estamos cansados y queremos
un poco de diversión y cuando de diversión se trata,
mi casita es la primera. Además venga y me cuenta de
mi hermana Miriam y de los niños.
La palabra, líbrame señor de juntarla con el licor;
que mezcla tan provocadora. A pesar de que las tenemos juntas muy
a menudo, siempre lo celebraremos como si llevaran años sin
verse. En la mayoría del mundo la palabra y el licor son como
siameses, que si se separan se mueren. Es así de sencillo,
sucumbimos ante la tentación de ser escuchados, ante el innegable
deseo de ser dueños y señores de la palabra por unos
minutos. La diferenciación entre quienes son más parlanchines,
si las mujeres o los hombres, son trivialidades sin importancia, porque
al igual, las unas como los otros siempre tendremos algo que contar.
La especie humana busca la manera de recrear su limitado mundo, y
no se trata del mundo físico, no, se trata del mundo mental.
Estamos prestos a contar hiperanécdotas; sin importar quien
las escuche, sin tener en cuenta que con una exageración en
la palabra podemos crucificar a alguien ó como mínimo
ponerlo en graves problemas; en verdad esto importa poco, nosotros
sólo buscamos mantener la lengua en movimiento, pero ¿Por
qué necesitamos ejercitar tanto la lengua? Por una sencilla
razón: en nuestro limitado mundo mental no encontramos nada
para hacer, no vemos que más nos pueda generar emociones, no
tenemos el ímpetu para realizar cambios y ejercitar nuestro
cuerpo. La palabra se ha convertido en la matrona de todas nuestras
actividades, sencillamente porque perdimos la capacidad de recrear.
Nuestras vidas trascienden en un letargo cegador, en una especie de
trance espasmódico, y es aquí donde se desata la cháchara
sin control. Si dentro de nuestras vidas pasara algo realmente digno
de contar, no lo contaríamos, porque es una experiencia tan
revolucionaria que la mantendríamos en constante movimiento
dentro de nuestro cerebro, recreándola, vivenciándola,
imaginándola y ante todo guardándola, porque es tan
nuestra que sería un sacrilegio contarla. Pero llegar a revolucionar
nuestro cercado mundo mental es tarea de maestros, es una labor complicada
que no se nos esta permitido cumplir. Por lo pronto debemos continuar
hablando hasta que la lengua se canse.
¿Los niños?, ¿Miriam?, ¿mi trabajo?,
¿mi salud?, ¿mi empleo?, ¿la fábrica?,
¿el colegio de los niños?, ¿qué en que
año están?, ¿qué cuantos años tiene
el mayor y cuantos el menor?, ¿qué cuanto pago de arriendo?,
¿qué cuanto me llega de sueldo?, ¿qué
si me alcanza la plata?
¿Acaso quién era Miguel, dios ó mi conciencia,
ó por el contrario mi agenda personal? Ahí estaba yo,
Leonidas Quintana, rumbo a una mesa con mi cuñado que en menos
de cinco pasos me había preguntado de todo un poco, y lo peor
sin darme tiempo de responder. Las machotas, estaban frente a mí,
a la expectativa de una reverencia para saludarlas, pero me encontraba
pensando en la fábrica, en que mañana sábado
tenía que entrar temprano a terminar un trabajo para el lunes.
Anhelaba que se abriera la tierra y me tragara, pero no.
Con toda la delicadeza de una dama refinada, pero con el cuerpo de
un caballo pura sangre se levanto una machota.
-¡Hola papito!, como estas. Ven y siéntate con nosotras.
¿Papito? Esa palabra solo estaba permitida para mi niña
Valeria, el primer regalito de mi dios. Como se atrevía este
armatoste de carne y silicona llamarme así, era que acaso en
la escuela no le habían enseñado a respetar a los machos
de verdad. Estaba indignado, esta fue la gota que rebaso mi paciencia.
Lo había decidido, me iba sin importar mi cuñado, ni
su necia invitación, y mucho menos sus machotas.
-Que pena con usted Miguel, pero en verdad mañana tengo que
madrugar a trabajar y además estoy muy cansado. Gracias por
la invitación, pero en otra oportunidad será.
Había herido la dignidad de borracho de Miguel, había
jugado con sus sentimientos de amistad de copas, había infringido
una de las leyes de los cabaret; invitación hecha, invitación
aceptada. Yo, Leonidas Quintana, hice lo que muy pocos hacen, despreciar
unas copas y una amena charla. Si yo, Leonidas, lo había hecho
y lo volvería hacer, porque sobre cualquier cosa estaba mi
moralidad.
-Bueno cuñado, no lo puedo obligar, al fin y al cabo cada
uno hace lo que quiere. Espero que esto quede entre los dos; pero
antes de irse cuénteme ¿como va el equipo de la empresa,
en que puesto van en el torneo de la B?
No lo podía creer, me había dado la palabra, me había
pedido que le contara del equipo, de mí amado equipo, del poderosos
equipo de CONTRANSOL. Esta era la primera vez que un familiar me pedía
que le hablara de mi pasión, de mi sueño, de mi deporte
favorito y lo mejor de todo, me lo había pedido con la sinceridad
de los amigos. Ahora estaba tranquilo y relajado, el timón
de la conversación lo tomaría yo. Yo prolongaría
la conversación hasta donde quisiera, yo decidiría quien
habla y quien no.
Solo bastó con una palabra de mi cuñado y unas cuantas
copas para que comenzara a ver a las machotas como esbeltas rubias,
como mujeres de verdad.
Hoy son ya más de siete años desde aquella tarde de
viernes en donde entendí el poder de la palabra; hoy por hoy
son sagradas las reuniones para tomarnos unos rones y hablar de todo
un poco, charlar acerca de la actualidad, acerca del fútbol
mundial y nacional, de las elecciones, de quien será el próximo
presidente, de mujeres, de los niños, la familia, del trabajo,
de todo un poco. Aunque pensándolo bien nunca llegamos a nada,
siempre le damos vueltas a los mismos asuntos por semanas enteras,
luego los desechamos y comenzamos con otro. Pero sí tenemos
una constante intachable; la de siempre repetir los temas en diferentes
épocas del año, sin importar cuantas palabras nos gastemos
para decir lo mismo. El viernes de la semana pasada me encontré
en el periódico un articulo de un escritor chileno, no recuerdo
su nombre, pero si recuerdo claramente el titulo y el tema del articulo;
conversaciones amenas, era un análisis acerca de las implicaciones
que tienen las charlas entre amigos y de cuales son las agradables
y las menos conflictivas. El escritor argumenta que los hombres hablan
de tres cosas principalmente; la primera de mujeres, la segunda de
deportes y la tercera de la actualidad y que las mujeres hablan de
hombres, de la vida en general y de sus cambios físicos. Lo
que más me agradó fue cuando habló de las conversaciones
menos conflictivas. Para él la menos conflictiva es la charla
acerca de la música, su argumento se basaba en que casi nadie
sabe de música y por lo tanto cada uno inventa algo sin sentirse
superior al otro, todo esto por el miedo a ser descubierto y puesto
en ridículo, entonces la conversación transcurre en
un ambiente de calma y tranquilidad. Eso lo decía el articulo
y hoy quiero ponerlo en practica, pues seré quien diga la primera
palabra, pero no se quien diga la ultima.
VIOLACIÓN
RACIAL
Todos los días la misma historia, mi padre golpeando la puerta
de mi habitación anunciando la hora para ir a la escuela. Levantarme,
buscar las viejas pantuflas que nunca encontraba y me llenaban de
indignación.
Luego dirigirme al baño, ducharme y estar listo para el desayuno;
los mismos dos huevos revueltos rebosantes de sal, el café
con leche frío que siempre me causaba problemas estomacales,
la arepa quemada en su superficie con profundos poros (obra del cuchillo)
por donde se deslizaban las gotas de margarina hasta mi chaleco escolar,
a continuación mi padre gritando en mi oído. Cuan torpe
y ciego era –mis gafas siempre fueron una frustración para
él-. El desayuno era el escalón perfecto para comenzar
un mal día.
Mi padre nunca se preocupó por preguntarme si me gustaban los
huevos, si el café con leche estaba en su punto o si quería
ir a estudiar cada mañana a ver simples monigotes, títeres
de la sociedad. No, nunca se atrevió a escucharme.
Mientras mi madre me limpiaba el chaleco con un trapo más sucio
aún, yo leía el último capítulo de Razas
perdidas de América, un libro bastante voluminoso. En cada
capítulo se encontraba una comunidad perdida de un país
diferente. Estaba concentrado en el capítulo perteneciente
a Perú y la comunidad que estaba leyendo era la más
interesante de todo el libro, su nombre era: Los Candámo. Ellos
tenían una ley bastante rigurosa, pero necesaria. Cualquier
miembro de la tribu que se topara con un extranjero en medio de la
selva, debía suicidarse; no debía volver a tener contacto
con nadie perteneciente a la comunidad, pero lo extraño era
que quien hizo el reportaje, nunca reveló su identidad; y al
final del escrito aparecía una frase del editor: “Jamás
morirás, iwo hanis inbe espebka nowhate solae yuulopa gellexo”.
Estas palabras giraban en mi cabeza buscando algún significado;
en ninguno de los libros anteriores había encontrado nada igual.
Mi madre me sacó de aquel trance con una caricia en el rostro,
me miró directo a los ojos y me dijo:
-La gran mayoría de lo escrito en ese libro son estupideces
y mentiras. Ese libro lo leyó tu padre cuando trabajaba en
el ejército y lo único que le escuche decir cuando lo
terminó, fue una palabra: ¡Basura!. Así que dámelo.
Y toma, ponte el chaleco y vete a estudiar que ya se te hizo tarde.
Entre las miles y miles de personas pertenecientes al planeta tierra,
Dios me había dado como padres a los dos seres más resignados
y compatibles de todos
–Dios, tal vez te equivocaste al echar los dados conmigo, pero no
importa, esta partida va de ida y vuelta-.
No podía dejar de pensar en aquel libro y principalmente en
la última frase del editor ¿Qué diablos podrían
significar ese montón de palabras extrañas, será
que mientras voy rumbo a la escuela habrá algún Candámo
suicidándose?.
Cuando salí a la calle mi padre se encontraba en el coche esperándome.
Se podía ver aquella inclinación de las cejas, que sólo
era una de sus tantas maneras de demostrar su enfado. Me preparé
para otra arremetida. Subí al vehículo con tranquilidad,
pues ya nada podía perturbarme más. Justo en el momento
de cerrar la puerta, mi padre comenzó:
-Acaso usted piensa que yo no debo trabajar para alimentarlo y pagar
su estudio. ¿O es que acaso el señorcito cree que de
dónde sale el dinero para comprar todos esos aparatos estúpidos
que tiene en su habitación, acaso cree que los obsequian por
ser hijo mío?, No señor, está muy equivocado,
todo esto sale de mi trabajo, de estar 10 horas diarias parado recibiendo
clientes en un maldito almacén que ni siquiera he terminado
de pagar.
Yo continuaba pensando en las extensas selvas del Perú, en
todos los animales exóticos que allí viven, en los caudalosos
ríos, en las miles de plantas alucinógenas y en general
todo ese hermoso paraíso, destruido por hombres imbéciles
como mi padre.
Se indignó aún más cuando se percató que
no lo estaba mirando. Me tomó del hombro y me hizo mirarle
los ojos. Yo simulé mirarlo, pero en realidad de aquella belleza
natural no podía regresar.
-Mire niñito, la próxima vez que le coja la tarde,
lo mando a pie para la escuela, para ver si de una vez por todas se
empieza a hacer hombrecito como yo, así tenga que discutir
con su mamá.
Me amarró el cinturón, se abrochó el suyo, tomó
el volante, encendió el carro y dio marcha a nuestro corto
recorrido.
Justo en la puerta del garaje la figura de una diminuta mujer hizo
detener el auto. Delgada, de apariencia triste; el color de su cabello
contrastaba con su ropa negra y andrajosa, sus pies iban al descubierto
mostrando a simple vista pequeños hilos de sangre descender
por entre sus dedos. Llevaba una bolsa tejida de colores en su pecho
y de ella asomaban los brazos y pies de un bebé. Se acercó
un poco al vehículo por el costado derecho y la pude observar
de cerca.
Su rostro tenía rasgos muy femeninos, sus ojos mostraban todo
el sufrimiento de un pueblo y su boca callaba lo que sus ojos gritaban
al unísono. –Tal vez no fue buena idea verla de tan cerca-.
Pero me entristecí aún más cuando vi su mano
izquierda sobre la ventanilla del carro; una mano ampollada con forúnculos
rojos a punto de estallar.
Mi padre se apresuró, descendió del carro, lo bordeó
y se paró frente a la desgraciada empujándola para sacarla
del garaje, el bebé comenzó a llorar.
Ninguno de los vecinos vino a curiosear. Mi padre alzaba la voz cada
vez más, ella lo miraba extrañada sin poder entender
lo que le decía. Yo bajé la ventanilla lo más
rápido posible intentando escuchar la recriminación,
pero cuando la ventanilla estuvo completamente abajo, ella ya caminaba
rumbo a la calle. Antes de cruzar la esquina, volteó y me miró
con lágrimas en sus ojos, en ese momento recordé la
foto del libro…Era ella en persona, la perteneciente a la comunidad
perdida.
Mi padre se subió al carro, masculló algunas sandeces,
lo encendió y partimos.
El camino a mi escuela era realmente corto, no más de 3 ó
4 Km.; llegamos justo a las 7:05 de la mañana y el Director
Juárez estaba a punto de cerrar la puerta. Mi padre bajó
del carro, abrió mi puerta, desabrochó mi cinturón
y me puso en el piso. Corrimos hasta la entrada, el señor Juárez
nos escrutó sagazmente, saludo a papá de mano y a mí
me pellizcó un cachete, luego de esto dijo:
-Esta es la tercera vez que Miguel llega tarde en menos de un mes
señor Sánchez. Espero que no vuelva a ocurrir.
Sánchez tomó aire, respiró hondo, se pasó
la mano por la frente secándose unas gotas de sudor que comenzaban
a bajarle por el rostro. Arregló su camisa y contestó:
No se preocupe señor Juárez, la verdad hoy tuvimos un
pequeño inconveniente, pero le aseguro que no volverá
a suceder.
Desde el auto me guiño el ojo, sacó su rostro por la
ventanilla y gritó:
- Nos vemos en casa hijo, que tengas suerte hoy.
…Y se marchó.
Apariencias, siempre apariencias. Intentando por todos los medios
posibles demostrar algo que no se es, pero lo más ridículo
es que aquellos a quienes se les quiere demostrar, saben las condiciones
de cada uno. Los humanos están prestos a preocuparse por los
asuntos de otros, saben que sus propios asuntos son tan confusos que
les da pánico mirarlos.
- ¡Dios, sabes que es de ida y vuelta!-
El día en la escuela transcurrió como todos los anteriores;
niños y niñas repitiendo la lección durante toda
la jornada. –No logro entender cómo nos creemos la raza superior-.
La hora de descanso es la mejor del día para mí. Todos
los chiquinbéciles salen al patio a gritar y a golpearse como
salvajes, corren durante 30 min. seguidos, unos detrás de otros
a la espera no se de qué. Por lo pronto me quedo en el salón,
tocando mi quena, escuchándome y pensando si todos los niños
del mundo serán iguales, o si por el contrario fui cazado por
error.
Caminé rumbo a la casa, pero antes me detuve en el parque
central a observar las palomas y a darles un poco de maíz.
Me parece bastante relajante observar el vuelo sincronizado de estos
animales, se rozan levemente pero nunca se estrellan, para mí
es un movimiento parabólico constante en caída libre.
Comí mi emparedado de queso con mermelada, antes me hubiera
sido imposible comerlo, aún tenía el sabor de la sal
en mi boca y los huevos flotando en mi estómago.
Pasando por el garaje recordé el incidente de la mañana.
De nuevo vino a mi mente el recuerdo de aquella nativa; tan sencilla,
tan especial, tan tranquila, tan pasiva, tan inocente, pero a la vez
tan inteligente, tan llena de vida, pero tan desgraciada. Caminé
hasta la puerta trasera y subí los escalones.
En la entrada comencé a escuchar ruidos extraños, provenientes
de la cocina. Descargue mi maleta con sigilo, saqué la escuadra
de madera, caminé en la punta de los pies hasta la puerta de
la cocina. Los ruidos eran cada vez más fuertes. Abrí
la puerta con mucho cuidado, dándome el beneficio de la sorpresa.
Sobre el comedor de la cocina se encontraba la nativa gritando y
resoplando; encima de ella se encontraba papá introduciéndole
su polla hasta el fondo. El bebé no estaba por ningún
lado.
Ella fue la primera en percatarse de mi presencia y al verme abrió
sus grandes ojos, lloró, se levantó y repitió
tres veces:
“iwo hanis inbe espebka nowhate solae yuulopa gellexo”.
Salí…
ESCLAVITUD
El delicado movimiento de las cucarachas en las paredes de papel,
causaba un insoportable sonido. Lewis sentía cada paso como
un desgarrador robo de su intranquilo pero necesario sueño.
Cada noche los bichos se reunían a ambos costados de su cabeza,
alimentándose de los residuos de sudor, polvo, caspa y delicioso
gel. Todos los días era la misma desagradable historia, despertarse
en medio de la noche con animales en su pelo produciéndole
horribles sensaciones, que lo hacían levantarse de un solo
salto para ir en busca del fregadero. Los problemas no solo estaban
en tener que dormir rodeado de bichos, sino la exactitud temporal
con la que llegaban. Siempre estaban presentes entre las 12:30 p.m.
y la 1:15 a.m. No tenía durante todo el día ni un solo
momento de tranquilidad, siempre se encontraba rodeado de innecesarias
personas que lo único que hacían era perturbarle su
confundida existencia. Bichos, mujeres, hombres, perros, gatos, jefes,
secretarias, recepcionistas y otras desagradables compañías
se presentaban a diario para repetir el maquinal juego de las horas.
A las 12:39 de la noche una cucaracha vino a posarse en su oreja derecha,
causando un ensordecedor sonido de repiqueteos y una sensación
de terror. Lewis con un movimiento ágil saltó de la
cama, se dirigió al baño y abrió el fregadero
en espera de un poco de agua caliente, e introdujo la cabeza enjuagándose
la oreja. Mientras las gotas caían, iba pensando en los años
perdidos en una vieja escuela, donde la enseñanza no pasaba
de unas cuantas palabras y unas insignificantes sumas y restas. Sus
pensamientos se mezclaban con recuerdos de su infancia que le producían
rabia por todo el tiempo perdido, buscando un sueño que en
ningún momento fue suyo, sino fabricado, elaborado y supervisado
por sus padres, amigos y familiares.
Desde el día de su nacimiento hasta hoy su vida se desdibujaba
lentamente, esperando la hora de la muerte.
Las apariencias de llegar a convertirse en un hombre responsable,
honesto, sano y moralmente necesario para la sociedad, lo arrastraron
a vivir 30 años de su vida a la sombra del mundo; opacado en
un trabajo esclavizador, en un apartamento viejo y en un barrio inculto
para su alcurnia; llevando una vida tranquila y normal para muchos,
pero desesperante y ficticia para los que la padecen.
Las trivialidades, los pormenores y los pequeños problemas
nos hacen esclavos de buscar problemas aún mayores. Amarrarse
los zapatos a diario, introducir delgadas tiras de hilo en los vestidos
de antaño, y observar como se caen una por una las cerdas del
desvalido cepillo de dientes, a la espera de un nuevo cambio.
Miles, millones de inconvenientes que dejamos pasar por miedo a la
desazón pública, a una revolución de pensamiento,
a vivir realmente.
Terminó de lavarse la cara, se secó con la manga de
la pijama y se contempló en el espejo por unos segundos, pensando
en lo desagradable de tener que volver a su cama con esos bichos al
acecho.
Pensó en realizar un cambio, en no retornar, en quedarse el
resto de la noche durmiendo sobre el escusado, protegiéndose
del frío con la toalla. Levantó su rostro en señal
de desafío y triunfo, un triunfo ganado con esmero, decisión
y pericia.
En el instante en que volteó para mirar el escusado, sintió
desagrado. Dormir en aquel escusado, con millones de gérmenes,
donde se producen miles de olores, y además si llegara alguien
y lo encontrara durmiendo en el baño, lo tildaría de
loco, de maniaco, de esquizofrénico, y otras cosas más.
Con este último pensamiento contrajo su pecho, quitó
su mirada desafiante y triunfadora, regresando a su estado normal,
sombrío y maquinal.
Así, volvió a la cama donde lo esperaban cadenas, ataduras,
tabúes, trivialidades, sofismas, mentiras, engaños y
por supuesto cucarachas.
Mi nombre es Felipe Escudero Gómez tengo 21 años y soy
de Manizales, Colombia.
mi dirección electrónica: escudero_31@hotmail.com