No cumpleaños: Una
cebolla para Kafka
Por Brenda
Lozano
Letras Libres, Diciembre de 2005
Me sorprendería menos entrar a mi departamento y encontrar
un gigantesco insecto mirando la televisión, engullendo malvaviscos,
que toparme con alguien más parecido a Kafka que este hombre.
Un hombre de traje que se inclina para seleccionar cebollas, que toma
una al azar y la observa detalladamente. No cualquier cebolla, una
tomada por la réplica exacta de Kafka. ¿Qué hace
Franz Kafka en el supermercado? ¿Acaso se dedica a irrumpir
en la vida cotidiana de sus lectores? El hombre inspecciona con detalle
la cebolla. Algo parece molestarle. Llama a un empleado y le señala
un hongo en la cebolla. Sospecho que, en cualquier instante, ese hongo
podría entrometerse entre Kafka y el empleado. Quizá
con culpa de haberse quejado, o quizá con la esperanza de llevarse
a un potencial compañero de charla, el hombre coge la cebolla
en descomposición. Se dirige a otro pasillo. Sin discreción,
lo observo. Es idéntico al autor. Le sonrío, lo desconcierto.
¿Lo habrán confundido antes? ¿Lo habrán
apodado K. en la universidad? ¿Trabajará en una aseguradora?
¿Se dedica a parecerse a Kafka? Imagino su tarjeta de presentación:
Doble de Kafka. La del otro Kafka, Franz, rezaría: Culpable.
Culpable de oficio.
En la medida en que Kafka avanzó hacia los temas más
opacos de la condición humana alejó al lector de la
luminosidad. Culpable por eso. Por trazar en su prosa los momentos
más indigestos del siglo XX. Por comenzar sus escritos con
súbitas irrupciones en la vida privada. Por narrar con pocas
palabras la tremenda culpabilidad jobiana ante cualquier autoridad.
Por despojar a sus personajes del apellido, del nombre, y por cargar
de inusitado sentido, sin proponérselo, el suyo. Culpable por
sus novelas, canchas de juego que han podido interpretarse una y otra
vez. Allí su grandeza: una obra que permite ser reinterpretada,
una cancha en la que el texto le arroja el balón al lector.
Culpable por su obra. Este hombre no sólo merece que lo siga
en su recorrido por el supermercado; lo mejor sería arrojarle
su cebolla.
No es que persiga al Kafka que elige un cereal de hojuelas endulzadas:
sigo al hombre que poco experimentó con estructuras narrativas.
Al peinado de raya en medio. Al que caminó sobre narraciones
lineales como ahora éste avanza, recto, por el pasillo. Kafka,
el muchacho que escribía con la corbata puesta. El autor de
cuya biografía, para su fortuna, poco sabemos. En cambio sabemos:
es recurrente pensar en sus frases como quien regresa a su país
desde el exilio. Sabemos: sus cuentos pueden orillarnos al insomnio
como un zancudo. Por todo ello, saludo con la mano al gemelo Kafka.
Con Kafka ocurre lo que con ningún otro autor del siglo XX:
sus textos existen aun para quien no los ha leído. Puede ser
un autor no leído, sus libros pueden faltar en la biblioteca
y, sin embargo, sus tramas molestarán el oído de sus
lectores renegados. Se puede vivir sin leerlo. ¡Aventad una
cebolla a aquel entusiasta que pretenda evangelizar con la lectura!
Leer es un acto temperamental, lejano a las fantasías didácticas.
Puede vivirse sin leer. Se puede despertar en la mañana, después
de un sobresaltado sueño, sin haber leído a Kafka, desde
luego, pero bajo ninguna circunstancia puede aplastarse con una mano
la presencia de la obra de Kafka en el día a día.
Demos unos pasos atrás. Regresemos al primer pasillo del supermercado,
a las cebollas. ¿Qué resulta tan entrañable de
la lectura? Uno puede elegir lo que desea leer. La lectura es la única
elección genuina. Lo demás es secundario, incluso la
escritura. Uno puede elegir lecturas como un hombre elige cebollas.
El resto está sujeto a lo que uno es capaz de hacer. ¿Qué
resulta tan entrañable de la lectura de Kafka? Vayamos a lo
hermético. Kafka: una lata sin fecha de caducidad. Textos que
incitan la escritura. Frases que lo encuentran, tarde o temprano,
a uno. La culpa y la incertidumbre sonriendo desde las páginas.
Lecturas que desconciertan. Encontrarse en el libro. Y, uno, angustiado,
a la mitad de la noche, tratando de conciliar el sueño con
ese molesto sonido, tratando de aventar un zapato para embarrar la
frase contra la pared. O mejor lanzarle un zapato al hombre, que ahora
se esconde detrás de un estante, esquivando mis sonrisas.
Es probable que, de la misma manera que las frases de Kafka persiguen
al lector y a su no lector, una pluma haya ido en busca del autor,
quien se empeñaba en cercar su relación con la escritura.
Dedicando horas al trabajo burocrático, añorando escribir
al terminar la jornada y escribiendo en alemán, idioma que
le resultaba tan distante como la habitación de su padre. Un
idioma al que se desplazaba. (Como acertadamente lo observa un autor
—cuyo nombre no puedo comprobar, ya que he aplastado un escarabajo
de respetable tamaño con la portada de su libro—, que ensaya
la incapacidad para captar el significado de la palabra madre en un
idioma no materno.) Negándose, también, a publicar.
Y negándose a saludarme ahora, en el supermercado.
Pensemos en 1905, cuando Kafka tiene veintidós años.
Año en que viaja a Zuckmantel, Silesia. Año en que mantiene
una breve relación con una mujer mayor que él. Año
en que prueba por primera vez una sopa de pasta. Antes de que diez
años más tarde escriba El proceso y Rohwohlt
publique La metamorfosis, imaginemos a Kafka con esa mujer.
Caminando de noche, riendo. Conmemoremos el centenario antes de que
Kafka escribiera. Conmemoremos esa caminata de risas. Celebremos incluso
que hace ciento veinte años un niño en Praga, de orejas
puntiagudas, aprendía a abrocharse los cordones de los zapatos.
Después de esos eventos nimios surge un escritor irreversible
en la literatura. Nada qué conmemorar: inculpémoslo.
De una buena vez arrojémosle su cebolla. Allí va, suspendida
en el aire. Se invierten los papeles, el hombre se disculpa. Dios
debe de estar en el supermercado. Corrijamos su tarjeta de presentación:
Culpable por parecerse a Kafka.
Una cebolla para Kafka, para Franz Kafka. -