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 Palabras previas a algunos poemas de Francisco Leal



Por Fernando Pérez


Casi las ocho de la noche. Lunes, Santiago de Chile, inicios de noviembre. Me cundió poco durante la tarde. Tenía que corregir trabajos o avanzar en un informe, y no hice casi nada, entre el calor y el sueño acumulado. Mi pieza está en desorden, como casi siempre (montañas de libros, papeles, zapatos, partituras de guitarra, un taladro prestado, varias prendas de ropa por doblar tras el lavado).

Me decido a interrumpir mi muy poco fructífera jornada. Enciendo el computador, conecto el cable del teléfono y reviso el mail. Hay unas líneas de Francisco Leal, un mensaje con attachment. Me cuenta que va a sacar su libro de poemas, Vecindario, en diciembre, y que va a publicar algunos de ellos en una revista, que le gustaría que yo le escribiera una introducción a esos poemas. Le contesto que encantado. Me entusiasma mucho hacerlo (conozco a Francisco desde hace ya tiempo, hemos editado por varios años con algunos amigos la revista Vértebra juntos, le tengo gran estima personal y me interesa lo que hace como crítico y como poeta).

Me pongo a escribir. Comienzo describiendo la escena que sirvió de punto de partida a esta lectura, tras haber bebido un vaso de limonada recién hecha y tras haber leído rápido, con más curiosidad que detención, los textos. Las líneas que siguen no son sino una elaboración a posteriori de esa primera lectura veloz, entusiasta, un lunes de noviembre.

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Encuentro en BAÑO (2) la precisión narrativa, esa exactitud visual (casi diría táctil, tangible pero al mismo tiempo tenue, algo translúcida) de un relato de Carver, y esa inquietante impasibilidad con la que lo tremendo emerge de lo trivial, la muerte en la ínfima punta de una aguja, que es el punctum del poema, su lanceta (como si esa avispa que surgía inesperada del estómago de una cajera en uno de los textos anteriores hubiera estado rondando, aguardando la ocasión para picarnos algo más adelante en nuestra lectura). Consigue Leal que uno se sienta espiando, hasta un poco voyeur, asistiendo a la escena algo erótica de esa enfermera que, al final de un martes, se desabotona el delantal y se suelta, relajada, el pelo, que sacude "con un gesto de colegial."

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Son tres los insectos que revolotean entre las líneas de estos poemas: la ya mencionada avispa, una mosca y una polilla. Las tres emergen sorpresivamente, surgen de otros cuerpos. Las dos primeras se hunden en la noche; la otra, al contrario, termina su vida "calcinada en el farol" que ilumina la escena de alguien acostándose -no sabemos quién, ni su edad ni su sexo, pero los rituales que preceden la entrada a la cama ("cremas, mudas, rezos, agua, / píldoras y cortes") me hacen suponer que una mujer mayor.

Rodrigo Cordero, un amigo, siempre me decía que, en el barroco, las polillas aparecen con frecuencia como emblema del mito de Ícaro, alegoría de las nefastas consecuencias del exceso de ambiciones y la falta de moderación (aunque, por otra parte, la fascinación con la que los poetas de esa época aluden al mito habla de algo muy diverso de la mera exaltación de la mediocridad). Francisco Leal, por su parte, vincula esta imagen del insecto calcinado con la apertura de un libro, y me tienta preguntarme si no hay en ello en cierto modo una pregunta por el destino del suyo, titulado Vecindario, del que estos poemas forman parte. Son estos textos parte de un objeto del que eventualmente surgirán polillas, son una serie de signos impresos encima de páginas que inevitablemente iran envejeciendo, son tinta sobre esa materia robada al reino vegetal. Es Carlos Germán Belli quien mejor ha comprendido y dicho esto, en mi opinion: "…de las cortezas de uno y otro árbol / provienen los folios, y así en cierto modo / las palabras se unen por siempre a los bosques."

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El otro insecto de la serie, esas "incesantes moscas" que "en sus pesadillas de niño" surgían de los párpados de un muerto que "brumosos pescadores / sacaban desde el fondo del mar" me recuerdan a un cuento de Italo Calvino (si, así leo yo los poemas, escenas que siempre remiten a otras escrituras o a otros lenguajes, diversos parajes en que la memoria todavía insiste). El cuento se titula "La aventura de un poeta", y está en Los amores difíciles. Durante su última escena, el poeta contempla extasiado a su novia bañándose desnuda, en un paisaje idílico en el que están los dos solos remando:

Usnelli sobre el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que la vida le daba era algo que a no a todos les es dado contemplar a ojos abiertos, como el corazón más deslumbrante del sol. Y el corazón de ese sol era silencioso. Todo cuanto se encontraba allí en ese momento no podía ser traducido en otra cosa, ni siquiera en un recuerdo.

Entonces, la llegada de un bote de pescadores interrumpe la escena. El poeta grita a su novia que se cubra, la magia del momento desaparece. La pareja rema hacia la orilla. Y en ese instante que regresan las palabras que faltaban, al mirar Usnelli hacia la orilla donde viven esos pescadores miserablemente:

... y por todas partes, posadas o en vuelo, nubes de moscas, y sobre cada muro y sobre cada guirnalda de papel de diario alrededor de las campanas de las chimeneas la infinita salpicadura de los excrementos de mosca, y a Usnelli se le venían a la cabeza palabras, montones, entrelazadas unas con otras, sin espacio entre las filas, hasta que poco a poco ya no se distinguían, era un nudo del que desaparecían incluso los mínimos huecos blancos y quedaba sólo el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

No me interesa interpretar el cuento, sólo dejar consignado que creo que hay algo de Usnelli en todo poeta, que uno nunca elige sobre lo que escribe y que en lo que uno escribe no entra todo, incluso a veces queda fuera lo que uno más intensamente desearía consignar. Las letras son a veces como esas "incesantes moscas / con olor a sombra" que en el poema de Leal surgen de los ojos de un cadáver y se pierden en la noche.

***

Veo en PARQUÍMETRO algo así como un contemporáneo, urbano, y poco enfático "memento mori" o "vanitas" barrocos, géneros que recordaban lo fugaz de la existencia, lo perecedero de todos los lujos y goces de nuestra vida mundana. Están allí la muerte, el tiempo, los espejos (los ojos del niño en los que se refleja la escena completa, como en esos reflejos convexos y cóncavos que fascinaban a los maestros del siglo de oro holandés, y que en muchos casos permitían al pintor inscribirse a sí mismo en la tela). Leal, a diferencia de aquellos pintores, prefiere dejarse a sí mismo en lo ex-crito, en lo tácito, afuera del borde del texto. "Dígalo siempre en primera persona", insistía un poema de Juan Luis Martínez, parodiando el mecanismo tradicional al que recurre la lírica para transmitir (o simular más bien, diríamos ahora) la expresión de una subjetividad. Leal insiste, al contrario, en contar en tercera persona, tomando distancia. Se parece en eso a ciertos poemas de Gabriela Mistral, más agudamente personales porque no están en primera, sino en tercera persona, y dramatizan por tanto lo que se ha llamado la distancia entre el sujeto del enunciado y el de la enunciación (o, en otras palabras, la distancia entre aquel sobre quien se habla y aquel que habla, distancia que impide cualquier coincidencia total entre lo dicho y quien lo dice). Pero tal vez el poema en el que me parece más notable el diálogo con Mistral es el primero de la serie, "Árboles".

***

Este poema dialoga con dos de los temas centrales de la poesía mistraliana y de la tradición poética chilena del siglo pasado: los árboles y lo extranjero, aquí notablemente conjugados. La experiencia de encuentro y desencuentro con lo extranjero ha sido capital para la constitución de varias de las voces poéticas de latinoamérica (para no hablar de la otra américa, del Norte, donde sucede lo mismo con varios autores). En Chile, baste pensar en Huidobro invitando (más bien conminando) a escribir "en una lengua que no sea la materna", y escribiendo él mismo en un a ratos torpe francés de meteco. Piénsese también en Neruda, que logra el trabajo de sus Residencias sobre la materia verbal sólo tras su estadía en oriente, como si sólo ese contacto con las hablas extranjeras pudiera despertar una tan íntima (y, por cierto, a ratos inquietante, unheimliche) familiaridad con la lengua materna, con lo materno de la lengua, con esa habla nocturna y balbuceante que se muestra en sus poemas de ese libro (del cual, por cierto, provienen diversos epígrafes y citas incluidos en Vecindario). Piénsese también, más recientemente en Anguita y sus "Sonetos del extranjero", en Lihn y su "poesía de paso" o su declaración en "Porque escribí" ("Días de mi escritura, solar del extranjero"). Piénsese en Gonzalo Rojas y en Armando Uribe, en Gonzalo Millán, a propósito de la experiencia del exilio, cuya relevancia Leal mismo ha expuesto en un certero ensayo(1). Pero piénsese sobre todo en la Gabriela Mistral de textos como "La extranjera", esa que "Habla con dejo de sus mares bárbaros" en una lengua que "le entienden sólo bestezuelas", esa que ha de morirse "de una muerte callada y extranjera". Piénsese también en esos hombres, en "Desolación", que "hablan lenguas extrañas y no la conmovida / lengua que en tierra de oro mi vieja madre canta". No puede ser casualidad que en el poema de Leal esta experiencia de la extranjería se dé a propósito del nombre de los árboles, cuya importancia como símbolo en la poesía de Mistral ha expuesto Patricio Marchant en su Sobre árboles y madres (1989) y su Escritura y temblor (2000). Los árboles, para Marchant, son figuras del "agarrarse a", del aferrarse al recuerdo de una unidad dual que precedió nuestra existencia como individuos aislados. Los árboles en el poema son para él también, o sobre todo, señales y esfuerzos del poeta por dar a entender que no hay tal, que no hay árboles ni madres ni nada de que agarrarse, que hay sólo el canto, la danza, el arte de perder del que habla Bishop ("The art of losing isn't hard to master / so many things seem filled with the intent / to be lost that their loss is no disaster") . Leal ha comprendido muy bien esto, y esa comprensión es la que sirve de telón de fondo a todos sus poemas, los de esta selección y los del resto de su libro.

Fernando Pérez, noviembre 2003, Santiago, Chile ...................................

 

Notas

(1) "Gonzalo Millán: el exilio como traducción", en "Vértebra" N°5, abril de 2000, 23-27; "Gonzalo Millán: un ejemplo. Exilio y traducción", Vértebra 7/8, 219- 226.

 

 

ANTOLOGÍA

 

ÁRBOLES

Desconoce en Saint Louis
el nombre de los árboles
como si fuera un tácito
e inmóvil olvido de su entorno.
En español, años atrás,
se desvelaba cada abril
pronunciando el Abedul;
el acento del Álamo
le partía en tres la pupila;
amarraría nuevamente a su hija
a la sangre del Ciruelo
o recobraría el sueño
lamiendo un Nogal;
desataría la soga de su closet
por la sugerencia de la Higuera;
olvidaría el desparramo de cráneo que vio
a los pies de una Acacia
por enunciar este agosto las esporas
del Aromo.
Sólo sabe que en inglés árbol es Tree.
Lo confunde con el número tres.
Hace tres meses se suicidó
su esposa
tras matar a su hija.
Hortensia, se llamaba.

 

Mosca

En sus pesadillas de niño
veía cómo brumosos pescadores
sacaban desde el fondo del mar
un pálido cuerpo carcomido
por la sal y los peces.
Para identificarlo o darle un nombre
al dolor
removían con cuidado las algas de su rostro
y al tocarle sus párpados
se abrían
emergiendo incesantes moscas
con olor a sombra
zumbando hacia la noche.

(de INSECTARIO)

 

Avispa

En una tranquila tarde de primavera
de la mano
compra verduras y arroz
en el supermercado de la esquina
y mientras paga con su sonrisa
............................ un grito
detiene la mano de la cajera
y de su estómago, rasgando la camisa
en un parto demasiado imprevisto
una avispa con alas amarillas
emerge
volando hacia la noche.

(de INSECTARIO)

 

BAÑO (2)

Como una tarde de martes,
con un vaso de agua
entra una enfermera
desabotonándose
el delantal.

Descalza se sienta en el borde
de la bañera.

Se refleja íntima
su risa profesional
en el espejo.

Saca una a una las pinzas
de su cabello;
lo sacude, se lo suelta
con un gesto colegial.

Piensa en una muerte de leucemia
o aspirinas.

Tocándose el cuello
levemente
deja escurrir el agua,
y mientras lee sin prisa
en una revista quincenal
las recetas naturales
para el tratamiento
del acné,
clava
.................. infectada
y precisa
una aguja en su pezón.

 

VELADOR

Se frota despacio los ojos
anunciando los últimos
minutos del día.
Realizada ya entera la ceremonia
que le entregará al sueño
(cremas, mudas, rezos, agua,
píldoras y cortes)
se recuesta en su cama
acomodando, como siempre,
la almohada turquesa
entre la espalda y el cuello.
La lámpara del velador
(al alcance de su mano)
dirige precisa la luz
sobre las páginas del libro
que esta noche le toca leer.
Respirando profundo se soba
en su comodidad, y al abrir
las blancas páginas de su novela,
una brusca polilla rodeada de su polvareda
aparece incómoda zumbando
hacia sus ojos y hacia su boca.
Lo despeina, le quita el sueño
y muere calcinada en el farol.

 

PARQUÍMETRO

Desde la acera hacia el ardiente
pavimento del verano
pende la cabeza inmóvil,
súbitamente vegetal,
de un perro.
Su lengua, con el áspero
sabor de la muerte
o resonando desde otro sitio
su último ladrido,
cuelga húmeda de su boca
como si no le perteneciera.
Un niño se acerca y con un palo
voltea el peso muerto de su rostro
y en sus ojos inmóviles,
absortos,
trasparentes hacia la noche
se refleja intacta su figura,
su miedo, su impresión
y el rojo latido
del parquímetro
que anuncia el tiempo expirado.

 

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