Felipe Ruiz:
Cobijo.
Santiago, LOM Ediciones, 2005, 73 p.
Por Leonardo Piña Cabrera
Emitido al aire en Programa BELLO BARRIO,
Radio Ciudadanía, 105.3, Agosto 31 de 2005,
Universidad Bolivariana
“no fue azul
la avenida ni cobijo el celeste chalequito que tus palillos tejieron
en agosto”.......
Primer
libro de este joven poeta con estudios de periodismo y candidato a
doctor en filosofía que, hasta aquí, se nos había
venido presentando a través de la imprecisa aparición
en antologías, siempre parciales y mezquinas; la caprichosa
minuta de los pocos medios, y aún menos si consideramos solo
los especializados; y la eventual publicación de artículos,
propios o ajenos, que,
como ocurre con muchos escritores en el inaugural período de
su arribo al mundo de las letras (el circuito más o menos conocido,
se entiende), más pareciera ayudar a difuminar sus presencias
que a instalarlas.
Como sea, Cobijo se nos presenta como una entrega dura, poco
condescendiente con la realidad que retrata, hecha de golpes (o a
golpes) de palabra e imágenes, y cuya lectura, si bien puede
abrirse de una determinada manera en un primer acercamiento, bien
lo puede hacer de otra, y distinta, en los siguientes, invitando de
paso (o desafiando, de otra forma), a no caer en el recurso, simple
y fácil, de ceder a una única posibilidad que la encuadre
en un marco cuyos límites, en vez de aportar a su valoración,
terminen haciendo lo contrario: limitándola.
¿Cuál es o podría ser, entonces, la pretensión
de Cobijo y de su autor, en una aproximación que intentase
ir más allá de su letra pero que tampoco quisiera alejarse
mucho de ella?
Sin mayores concesiones con el texto y su autor, en el Número
850 de la Revista de Libros de El Mercurio del pasado 19 de
agosto, en una nota comparada de tres libros más o menos simultáneamente
publicados, Matías Ayala ha señalado que éste
elabora “una serie de relaciones familiares y sexuales, en donde
la inocencia y la perversidad, el nacimiento y la muerte se oponen
y a la vez se identifican”, reclamando contra su confusa fragmentación
que “espera ser leída desde diferentes perspectivas”,
posibilidad que, en sus palabras, podrá “servir a profesores
o al poeta para saberse en un camino correcto, pero no ayudan nada
a una satisfactoria experiencia literaria”.
Ahora bien, si es cierto que la poesía –o los demás
textos de la cultura, si les queremos conferir calidad textual
en tanto materia en permanente elaboración y reelaboración
por parte de los actores sociales– no nace en el lápiz de quienes
la escriben, no del todo al menos, y tampoco termina de escribirse
de una vez y para siempre en los ojos, exégesis, de los lectores,
¿por qué podría considerarse una aspiración
excesiva esperar a “ser leída desde diferentes perspectivas”,
más aún si se tiene la naturaleza fragmentaria de los
materiales con que se los construye, esto es la cultura y su diversa
y dinámica composición?
En este sentido, el lector, tanto o más que el autor (como
ha dicho Oscar Hahn en una reciente entrevista aquí mismo emitida),
es coautor de su esfuerzo en tanto en él, y no en otra parte,
va a depositarse una y otra vez el fondo o los fondos de los textos
que lee. ¿Cómo explicarse, si no apelando a la configuración
difusa y traslapada de las relaciones parentales, los versos que abren
este libro cuando dicen, casi gritan, que “Ella lo ama pero no
está enamorada/ El omite eso de ser mejor amigo y confidente/
Omite eso de que los padres no preñan a sus hijas” (p.
11)? ¿No hay un poco de eso cuando junto a la rudeza de los
signos madrastra, amigastros, esposastra e hijastros,
también se puede ver la tersura de un ato amoroso (p.
23), aún cuando esto mismo nos lleve a preguntarnos por el
lugar, quizá imaginado, de la infancia protegida y su cálida
nostalgia?
Así pues, Cobijo se constituye, por una parte, en un
valioso aporte al recordarnos el carácter doble, o múltiple
si se quiere evitar el juicio asociado a la doblez, de las realidades
que se niegan a ser circunscritas de una única manera y, por
otra, a situar a su autor, a través de varios puentes, junto
a otros que, con igual crudeza, han presentado el mundo urbano, algunos
de sus márgenes, las relaciones de afecto (y/o desafecto) ahí
dadas, la inocencia o su pérdida, y la sexualidad, entre otros
de sus muchos aspectos. Sin embargo, si con Juan Cameron, por ejemplo,
y tal como ocurre con los personajes de El río, la novela
autobiográfica de Gómez Morel, es en la calle donde
el «cachorro» se hace perro de tanto restregarse “la
baba la rabia la patada” al punto de pedir disculpas por el mordisco
a mansalva, con Felipe Ruiz ello vendría desde el cobijo mismo,
aquel rincón donde comienza a escribirse el mapa de nuestro
armado cultural, ya no únicamente edénico, y más
próximo, como puede leerse más abajo en el poema que
sigue, al espacio retratado en libros como Título de dominio,
de Jorge Montealegre, La manoseada, de Sergio Parra, o Metales
pesados, de Yanko González.
“A las putas aún vírgenes
las peleamos tal buitres
nos criaron cuervos y les robamos las córneas
les chupamos
mamas
hasta caer
fofas
ni un hilo de leche
adiós a las que nunca saludé
las otras saben
que no me despido
estoy mudando esta piel
por su boca
sale un lobo
qué quisiste
fui niño
ahora soy tu hombre
ahora probarás
el miembro
que te dio vagina
probarás el credo del cerdo que fue tu hijo”
Leonardo Piña Cabrera
Antropólogo
Docente Universidad Bolivariana