Invasiones
Bárbaras
Aproximaciones a México
Por
Felipe Ruiz
I
El título de esta entrega es ambiguo: antes bien, podría
invertirse la relación de bajada – título, pues de alguna
forma, de otra forma, no es posible entender algo así como
lo sucesivo, la sucesión que sería esto que se abre
entre la invasión y la aproximación. Antes bien, antes
de comenzar a hablar de la invasión, de lo invasor, de lo invasivo
y de qué es lo invadido, me interesa, entonces, replantear
la cuestión y partir por la bajada, partir por el comienzo,
que es justamente aquello que está abajo: es decir, por aquello
que dice “Aproximaciones a México”. Partir por aquí
significa o entabla una pregunta, la primera pregunta que surge a
cualquier lectura o lector: ¿Qué significa, qué
se quiere enunciar con estas aproximaciones? La pregunta no
es menor porque de alguna forma define el campo específico
de esta entrega, de este entregarse en el discurso. Aproximación
aquí remite, claro está, a lo abierto como campo posible
de un espacio. En otras palabras, aproximación define una distancia,
una equi distancia entre este y aquello (México), entre el
“entre” que se abre en lo aproximado. Aproximadamente, entonces, aquello
de lo que se trata es de inscribir desde ya lo que va a seguir: es
decir, la definición de un espacio, de un territorio o terriorialidad
a la cual se acerca, se aproxima. Esta cuestión significa primero
entender esa distancia como lo propio de una relación, de un
entablar relación para que el discurso fluya, pues no es posible
hablar sin ese phatos proxémico, no es posible que la residencia
de la enuncación se cierre, se parcele, obture su decir hacia
lo propio sin dejarse llevar por lo energético, por la pulsión
que ofrece aquello a lo que se aproxima. Esta primera definición
de la aproximación, una definición, material, carnal,
corporal, sin embargo, no quiere en modo alguno ser a fuerza de entusiasmo
una fusión, una simbiosis que no de lugar a la apertura. Desde
mi punto de vista aquella loca patología, aquel entusiasmo
desmedido anula la esencia de la aproximación que es siempre
la distancia, el guardar la distancia, sin lo cual ya no hay aproximación.
No hay aquí, en todo casi, una no indentificación: lo
que no hay es identidad. Lo que podríamos decir, de otra forma,
o de la misma forma es que de lo que aquí se trata es precisamente
de la aproximación, no de lo próximo ni de lo prójimo.
Y eso sólo el discurso lo puede salvar.
Digo que hay, entonces, una doble relación. Y esta doble relación
de la proximidad antes bien consigo misma sólo puede darse
desde este campo de enuncación que es el mío, el de
un chileno hablando, aproximándose a méxico. Para un
mexicano (¡ha el juego de lo propio y del impropio de lo nacional,
sobre aquello debemos siempre volver!), creo, residente, nativo, no
le cabe sino la proximidad como campo referencialmente especular,
es decir, en segunda instancia, la instancia discursiva. Su proximidad
es ya desde sí una identidad del discurso y lo propio, y esto
casi anula su campo proxémico, lo que abre una aventura aún
más misteriosa para su posible en – ajenación, la más
costosa, quizá la única que vale la pena de ser vivida.
Lo mío no puede ser sino más escueto, más hermenéutico,
pues me cabe a mi la posibilidad de efectuar esta aproximación
en su doble matiz material e intelectual. Y, entonces, podríamos
decir, desde esta equidistancia objetivante, casi sólo a mí
se me ocurriría la disparatada idea de hablar de un México,
de algo así como México. He aquí, entonces, la
segunda cuestión: ¿Qué quiere decir “México”
en este contexto? ¿Qué es México en este contexto?
Y nótese que hablo de México y no simplemente de poesía
mexicana, cosa que haría infinitamente más intrincada
la cuestión. Quisiera regular la cuestión del siguiente
modo, pues no es posible una aproximación sin una regulación
moderada del preguntar. Lo que México significa no es la pregunta,
sino hay que recalcar que la pregunta es qué significa México
con relación a la aproximación. Se me podrá decir
que México no existe, que México es en realidad una
construcción literaria, meramente una palabra. Quizás
esto se explica por la indefinición épico política
de esta nación, por su indomable desterritorialización
y accidentada geografía. Quizás se pueda explicar por
su polisémico Partenón primitivo, por su cosmogonía
rizomática y pulsátil. Cuestiones más pedestres
pueden ser este incluso descontrol del Gobierno Central de todas las
regiones del país, o de su vasta, casi inextinguible espacialidad
y multiplicidad. Una vez un poeta amigo me dijo que lo raro de México
es que no pueden hacerle un poema al mar, porque ciudad de México
es ya un mar. Y esta suerte de inflexión metafórica,
esta suerte de tácita positivad de la materia frente a la palabra
impide el nombrar, casi borra la signatura al nivel de sentido común.
Un país como el mío, que se puede atravesar de este
a oeste en un par de horas, en que se puede ir de las Cordilleras
al Mar en menos de la mitad de un día la geovisión,
la poética del espacio permite hablar de un mar de Chile,
permite al poeta hablar de las cordilleras de Chile y, por
defecto, nombrar un Chile. Cosa curiosa, esto permite casi por consecuencia
hablar de que esa poesía que nombra al mar de Chile es una
poesía chilena, es la poesía chilena, como si esa relacionalidad
épico geográfica tan propia de nuestros bates desde
la fundación - a saber, Ercilla, Mistral, Neruda, Zurita -,
fuera en si misma la posibilidad de nombrar lo poético como
lo propio. Y es, entonces, como si la imposibilidad de nombrar este
territorio como lo mexicano, como lo México fuera sucesivamente
lo que lleva a un amigo poeta mexicano a preguntarse, a dudar la propia
posibilidad de la poesía mexicana, e incluso de la propia posibilidad
de la poesía.
Ahora bien, es quizá por lo mismo que esta aproximación
desde la distancia tiene, comporta la pregunta inicial bajo una sospecha.
Esta ausencia, esta tachadura sobre México resulta sorprendente
para mí, para alguien que viene desde un país donde
el nombre, lo propio tiene que ver de manera determinante con lo poético,
donde el “chilenismo” es parte constitutiva de la impronta poética
nacional. Podría decirse que esto de México da lo mismo
y que mi pregunta es mera retórica, que México “da igual”
ya que esto que llamamos México, es en realidad una construcción
ficcional, polvo en el viento, como ya no existe la Unión Soviética,
como ya no existe la república de Manchuria, ni Troya, ni Babel,
ni el gran imperio cartagines, etcétera. Esto es en parte certero
y en parte no. En parte certero en la medida en que comprende la futilidad
y evanescencia de este nombrar territorios bajo la rúbrica
de lo eterno e inmutable. Pero en parte no, ya que es justamente en
ese nombrar donde se juega, a buenas cuentas, la posibilidad de la
conmutación, de la mutación. Y pues bien tenemos entonces
que este México es un constructo para una comunidad de habla,
pero no hay que olvidar que esta comunidad de habla que le es propia
también a Chile, a Perú y otros países latinoamericanos,
comporta una lengua – madre que es el Español. No hay que olvidar
este asunto pues el español remite con propiedad a una nación,
a la nación española, a España, y entonces tenemos
que nosotros no hablamos simplemente mexicano, chileno, peruano, sino
que hablamos español y estamos remitidos originariamente a
otro y eso impide pasar desde lo propio del nombrar más allá
de su simple gentilicio. Nunca debemos olvidar esta dialéctica
del habla y el territorio: el habla puede ser un mero instrumento,
como señala Rorty, pero no podemos descuidar que Rorty es un
filósofo norteamericano, un filósofo que habla en inglés.
Entonces, no podemos olvidar la procedencia de quien dice “el habla
es un instrumento” pues es así y sólo así como
en juego dialéctico el hombre puede ser también instrumento.
II
En su carácter progresivo entonces la dominancia, la valencia
del habla no está desterritorializada, posee una procedencia,
un lugar de enunciación. En el caso nuestro, que hablamos español,
esta procedencia está desmedidamente distorsionada, oblilaterada,
fracturada como en un momento de ascesis que puede leerse a la luz
de la violación. Latinoamérica es en el fondo de su
matriz la víctima de una violación, de una violación
sucesiva que no es lo propio de la aproximación, sino de la
transferencia violenta, sangrienta, de la simiente de la lengua. Hay
que leer, aquí, en el fondo de su matriz, de una matriz violada,
de una matriz donde el hijo hereda esa violación originaria,
de una raíz que se ha quedado sin padre, que ha olvidado al
padre. He ahí y sólo hay la posibilidad de la madre
como lengua, como lengua madre. Pero no viene a cuento esta obviedad
si recaemos en el punto de que toda lengua es madre, que todo alguna
vez ha sido violado. Lo que extraña en nuestra aproximación,
en tanto México, es en la profunda y abierta herida de ese
violador. Lo que nos causa espasmo y curiosidad es la continuidad
desmedida de esa violación, de esa tachadura, de esa huella
que impide nombrar a México. Esta cuestión, creo, deviene
del hecho de que la intensidad pulsional de la violación sigue
en su reminiscencia viniendo desde lo exótico. Sugiero, en
definitiva, que en buena medida en México esa violación
no ha terminado: Y es por eso, por esta intensidad de la continúa
violación que México es el lugar de mayor altura del
registro edípico de la violación. En otras palabras,
que es desde aquí donde se puede leer con mayor intensidad
la altura de nuestro tiempo histórico.
La cuestión puede parecer un registro extraño, un habla
extraña para aproximarse. Antes bien, yo podría decir
que es justamente la intensidad de esa violencia violadora la que
impide nombrar a México. Por lo menos podemos decir: “hay”
aquí una comunidad de habla y, en tanto que tal, en tanto esa
comunidad de habla inscribe, por así decirlo, un tiempo, la
pregunta que debemos formular es esta: ¿qué significa,
qué significará, escribir estando al borde del Imperio?
Y esto es válido para los demás países del “patio
trasero” – incluyendo también el lejano Chile -, pero aún
más para México, cuya proximidad al Imperio es abismante,
vertiginosa. Se dirá que Canadá comparte esa proximidad,
esa frontera que a la vez es una borradura. Pero yo podría
aclarar, contra esa objeción, que es más bien México
el país que bordea este asunto imperial, esa razón de
Imperio – en el sentido de Negri -, pues es aquí, en esta zona
que cruza el Bravo, donde está la clave hermenéutica
de todo el Imperio. Es aquí, entre Sonora y Texas donde se
juega el declive de Occidente y todo el misterio de ese anochecer,
de ese atardecer, por último, de nuestra cultura. No ha de
ser de otro modo puesto que Texas, provincia arrebatada de lo mexicano,
provincia del olvido de la guerra, es la zona de asentamiento de la
explotación de crudo, de la materia que da vida a la técnica
en esta era posmoderna. Esto no ha de ser menor a la hora de preguntarse
por una localidad del habla, por expresar de dónde y hasta
qué punto estas vinculaciones limitan, delimitan nuestra habla.
Pues bien, mi atención se fija en esta zona fronteriza – Sonora,
el Bravo, Texas -, en esa zona de riesgo para admirar la constitución
de la letra en la plenitud de su capacidad desocultadora: en este
desierto, en este extraño y purgante lugar del mundo está
hechado todo el olvido que la humanidad puede contener. Es este, por
eso mismo, el Infierno mismo del mundo, pues el Infierno no consiste
en otra cosa que el olvido que hace posible un nuevo Armagedón,
una nueva des restauración. Rulfo ya sabía esto. Pedro
Páramo es en buenas cuentas el ejercicio de esa memoria donde
lo tempóreo se diluye en su propia desencadenación.
La tierra que cubre es la tierra de la afasia: pero esa afasia misma,
en Rulfo, es necesaria, es condición de la propia posibilidad
del existir. No hay nueva vida sin olvido de vida, como no hay muerte
sin entierro. En el destierro esa simbólica del entierro, de
lo muerto, del cementerio universal, es curiosa, porque el desierto
es en sí mismo el lugar que guarda toda la arena posible en
un instante. Toda la tierra del mundo, todo el arenal está
en un solo gran grano que este desierto, que al tanto que anula las
distancias – Borges creía que el desierto era el laberinto
más vasto e infranqueable -, hace posible la convivencia y
la connivencia de todos los tiempos, incluido el del mañana.
El desierto es siempre resto, es lo que resta, lo que queda. El desierto
es la nada de donde advienen todas las edades geológicas enterradas,
y de donde el hombre extrae la energía que alimenta el mundo.
Esta energía proviene a su vez de una vida disuelta, de una
vida ya muerta. Y, sin embargo, como si no hubiera otra salida que
ese destino fatal, hacemos caso omiso y tendemos a la amnesia. Y puesto
que es aquí en Sonora donde está contenida toda la amnesia
del mundo, sólo aquí es posible encontrar los restos
extraviados de la memoria.
¡Ha el olvido! Y sin embargo “lo que no se entierra, de algún
modo se niega a morir”, versa Marco Antonio Parra. En esta, en efecto,
tierra de nadie, este nuevo Waste Land, que es Sonora, se abre toda
la posibilidad contenida de la experiencia de lo innombrado de la
memoria de Occidente. Los tiempos aquí se pierden, se borran,
y todo continúa como puro continuar, como un desierto espaciador
que, al anular distancias, a la vez conmina al tiempo a una presencia
curiosa, fantasmal, a un presente eterno donde todo es ya un espejismo
de la derrota. Y del otro lado, ¿qué hay al otro lado
de ese torrentoso Bravo, de ese Río que como el Rubicón
delimita los límites del Imperio y sus extramuros? Del otro
lado no hay tiempo ni espacio para la memoria. Se podría decir:
del otro lado mora el demonio en sus infiernos, en la segura posibilidad
del futuro. Del otro lado no hay ni siquiera olvido, ni un fantasma
mora ese lado ni una limitada siquiera posibilidad de reflexión,
de inflexión.
Creo firmemente que el momento de la poesía es este y sólo
de este lado del mundo es posible pensarlo. No hay otro lugar que
no sea este para enunciar el mundo, para demarcar sus lindes y sus
extraterritorialidades, pues es aquí donde, con mayor intensidad,
la memoria de Occidente hereda al portador de la palabra la posibilidad
de un nuevo principio.
III
He nombrado a Rulfo y a Parra como posibles enunciadores y portadores
de este misterio. Los nombro porque son de los que más conozco
y a los que más he leído en mis cortas experiencias
con la literatura mexicana. Pero vínculo inicial con esta tesis
proviene de un compatriota que sin embargo se integra de manera vinculante
a esta tradición: me refiero, por supuesto, a Roberto Bolaño.
Bolaño, como se sabe, fue en sus inicios un poeta entusiasta.
Viaja a México apenas iniciada en Chile la Dictadura Militar,
y aquí convive de forma audaz con el movimiento infrarrealista,
del cual es confundador y redactor de uno de sus Manifiestos. La poesía
de Bolaño es, sin embargo, en su esencia, una poesía
que desde principio se abre hacia el campo de lo biográfico,
de la crónica – sea esta ficción, se esta documento,
sea esta parodia -, y hace de ella con maestría un ejercicio
de autorreflexión sobre la propia poesía. Creo que esto
no se debe descuidar a la hora de realizar el salto desde la poesía
a la narrativa, creo que esta cuestión biográfica de
Bolaño es necesaria para la comprensión de su desencadenamiento
en narrador, en ser escritor de poetas. Yo creo que esta cuestión
no la hace consciente Bolaño, yo me atrevo a sugerir que la
cuestión de asumir una escritura de poetas sólo acontece
con la muerte de su gran amigo y comparsa infrarrealista Mario Santiago.
Es la muerte de Mario, en principio, la que detona en la mayoría
de los mejores pasajes de la obra de Bolaño la necesidad urgente
de una memoria, de una “búsqueda” de la memoria. No antes,
no en los tiempos de berrinche y jerga y literatura, porque la experiencia
de la muerte, la experiencia de esa muerte deja una huella en toda
su producción como necesidad de testimoniar el paso no meramente
de la poesía, sino que de la “vida” de todo poeta. Y esta cuestión,
en efecto, es una de las tantas por las que Bolaño no es simplemente
un escritor poeta, un escritor de poetas, al modo como lo puede ser
Puskin, o lo pudiera ser Joyce -, sino que en buenas cuentas Bolaño
es dueño de una prosa descarnada, visceral, sin aspavimentos,
descentrada, posmoderna, si se quiere, que busca sobre todo el relato
de la “vida” de los poetas. Es curioso todo esto porque en sí
mismo la obra de Bolaño encierra la antinomia de leerse bajo
un halito posmoderno y sin embargo procede de una ética profundamente
clásica: esto es, que la vida de todo poeta comporta una ética,
un camino y un destino. Esta cuestión nos obliga a pensar bajo
un ámbito completamente distinto la obra de este autor. Pues,
si la obra de Bolaño fuera meramente la de un autor “posmoderno”
que se inserta en la “metaficción”, el “crac de la posmodernidad”
(Patricia Espinosa), Caleidoscópico (Javier Edwards) “un hoy
negro que todo lo traga” (Javier Blume), cuya intención sería
“socavar el estatuto literario y la relación difusa y ambigua
entre verdad y ficción” (Cristián Gómez) o que
es consiente del “fracaso que se esconde tras cada página”,
no se entiende por qué termina en este remedo de aventura novela
épico clásica que es 2666. No se entiende por
qué elige el camino de una reconvención con la historia
de largo aliento en contra del volumen de corto alcance, impreso para
el apresurado lector burgués. Y digo no se entiende teniendo
presente ya que los Detectives Salvajes es una novela extensa.
Porque me presumo que esa extensión debía ya haber agotado
el campo desible desde una fragmentariedad de largo aliento, y que
el probable camino de Bolaño fuera en vez de eso que es 2666
más bien el resumen, la quietud de los cuentos, la concisión
fotográfica de la que ya Borges señalaba como perentoria
ante la no necesidad de la novela. Pues bien, y es precisamente porque
el camino de lo fragmentario, de lo posmo en Bolaño no es un
camino de ida, sino de retorno, es precisamente porque el camino de
Bolaño parte desde el fragmento hacia una reconciliación
con lo único, con la solaridad que rige 2666, es que
se hace necesario pensar su obra ya como ese camino, como ese camino
que comienza con la muerte de Santiago. Cosa curiosa: si bien Belano
y Lima son los personajes alter ego de Bolaño y Santiago, no
es menor que Lima no muera en 2666. No es menor que este personaje
más bien se “pierda”, se difumine en el espesor del relato,
y que acompañe la aventura detectivesca de Belano en pos de
las huellas de Cesárea. La muerte de Santiago, me parece, en
consecuencia, es el comienzo de esa búsqueda que acertadamente
Grínor Rojo ha denotado como el retorno freudiano hacia la
Madre. Esta aventura es compartida por Belano y Santiago
y termina como fracaso tras la muerte de Cesárea. Sólo
allí el reino de una identidad perdida, de una suerte de aventura
psicótica en un mundo caótico y desordenado, en un mapa
de personajes y territorios enajenados, descentrados, al borde del
sin sentido, gobierne la diégesis del relato.
Me parece que hay que encontrar en estas sendas perdidas del retorno
a la Madre arcaica un camino inicial que engarce con 2666.
En 2666 el centro del relato es ya Sonora, y su irreal pero
muy real pueblito de Santa Teresa. Bolaño ha seguido el camino
vivencial de los poetas. Lo ha seguido hasta sus últimas consecuencias
y es, por tanto, a la manera como los cronistas del Antiguo Testamento
narran la aventura de los Profetas Judíos, un autor que sigue
la huella de lo perdido en el soplo aurático de la poesía
como lugar recóndito de la experiencia de lo perdido, del lugar
perdido que en este caso corresponde a la matria. En su conmovedor
poema El Burro, de los Perros Románticos, ya
estaba la semilla de esa aventura que lo lleva de vuelta a esta zona
irreal que es Sonora, escuchemos:
A veces sueño que Mario Santiago
Viene a buscarme con su moto negra.
Y dejamos atrás la ciudad y a medida
Que las luces van desapareciendo
Mario Santiago me dice que se trata
De una moto robada, la última moto
Robada para viajar por las pobres tierras
Del norte, en dirección a Texas,
Este asunto del sueño – reiterativas en la obra de Bolaño
-, permite o facilita al autor toda clase de imágenes poéticas
y alegóricas referentes a innumerables posiciones y situaciones
de sus personajes. En este caso – y puesto que es el hablante del
poema quien sueña -, la cuestión del desentramiento,
del cruce de voces y fragmentariedad no viene a lugar para referirnos
a este asunto de la relación sueño – poesía.
El sueño engendra la poesía directamente aquí
y sin aspavimentos. La poesía aquí no se refiere simplemente
a un sueño, puesto que no se trata y no está en el contexto
de un relato, la poesía es el sueño y el sueño
es el poema. De aquí que, en lo sucesivo, el encuentro con
Mario Santiago – personaje real, esta vez, sin alter egos ni subrepticios
– nos transfiera explícitamente la experiencia del viaje hacia
Texas como posibilidad de un encuentro con...”el sueño innombrable,
inclasificable, el sueño de nuestra juventud, es decir el sueño
más valiente de todos los sueños”. No se sabe cual puede
ser este, pues en Bolaño se conserva, a pesar de lo que se
diga, la cuota del misterio por el cual el sueño siempre es
lo inclasificable e innombrado. Sin embargo, es este innombrable (vaya
que no tiene nada de “posmo” este refugio de lo inefable en el telos
del hablante) lo que insta a los viajeros. Se sabe ya, que en Detectives
Salvajes ese viaje es en pos de la búsqueda de la Madre
arcaica. Acá, sin embargo, esa Madre no aparece tan evidentemente
nombrada, pues más bien se trata de un sueño en sus
orígenes borrados, y en lo sucesivo, borrado por el tiempo,
por la erosión de la geografía el clima nortino. Cito:
Como negarme a montar la veloz moto negra
Del norte y salir rajados por aquellos caminos
Que antaño recorrieran los santos de México,
Los poetas mendicantes de México,
Las sanguijuelas taciturnias de Tepito
O la colonia Guerrero, todos en la misma senda,
Donde se confunden y mezclan los tiempos,
Verbales y físicos, el ayer y la afasia.
Es así como se descubre que el seno de ese viaje se reintegran
fantasmalmente la memoria colectiva de otros viajeros: es decir: este
viaje, esta senda no es de ningún modo la senda de unos viajeros
originales. Esta senda es “siempre” la misma senda, y el viaje es
todas las veces un viaje hacia eso mismo que “antaño recorrieran
los santos”; el lugar aquí desde donde se menciona al viajante
es tan irreal entonces como aquellos que ya han viajado. El soñante
es parte del sueño y es por eso mismo parte ya del sueño.
Aquí es donde se encuentran mezclados, en consecuencia, todos
los tiempos, tanto los verbales – es decir, los tiempos literarios,
poéticos – como físicos – es decir, los que portan esos
tiempos literarios, poéticos -. En tanto que hay tal viaje
y en tanto que ese viaje es posible, sólo en la medida que
ese puede uno aproximar a esa zona es que el sueño es posible.
En ese sentido, creo que el viaje presentado en este poema es anterior
al sueño que lo nombra. No es el sueño el que habla
de un viaje: es el viaje mismo la posibilidad del sueño. Sólo
en ese trasunto es que podemos hablar de un “camino” en la obra de
Bolaño que va desde esta realidad presente hacia ese “irreal”,
si se quiere, senda del sueño. Borges en este sentido comparte
con Bolaño la intensidad de encontrar en el viaje la posibilidad
del sueño. Pero en Borges esta posibilidad siempre está
cruzada por el alfabeto judío, por el viaje como mera posibilidad
escritural: El Aleph no es en sí mismo en Borges la
potencia de la escritura, es el sueño desmedido y la fantasía
de la escritura. En Bolaño, en cambio, la escritura alcanza
la cima del sueño es, por así decirlo, el fin del viaje
de la literatura y de la biblioteca universal: el tránsito
hacia el olvido y el tránsito hacia el retorno.
Y esto es quizás porque Borges no pudo prever el destino que
ese viaje alcanzaría en la cima o la sima de nuestra época.
Entonces el gesto de Borges hacia la alta cultura Europea no puede
ser sino una respuesta de comprensión limitada, exterior, que
no acompaña la aproximación de primer orden de la que
hablábamos en un principio. Bolaño reina en el borde
opuesto, vive en esa extramadura final, como nosotros, y por esto
sólo desde aquí es posible hablar de este tiempo de
la poesía como un tiempo de presencia inagotable e inaguantable.
Aquí, y sólo en este viaje a este norte de México
es donde se confunde el ayer y la afasia.
Ahora, en un segundo sentido, cabe aclarar la obra 2666, pues
en esta obra encontramos el final de la travesía. No son las
pretensiones de este ensayo agotar las posibilidades enunciativas
de esta obra, tema que dejaré para otra ocasión. Antes
bien quisiera limitarme a señalar algunos puntos que me parecen
importantes en esta aproximación para luego dar paso a una
reconstrucción de este edificio, de este precario testimonio
de aproximación.
2666 es una fecha y esto no hay que olvidarlo, como señala
Echeverría en el notable y conciso posfacio de la obra. No
hay menos que olvidar que esta fecha enigmática encierra ya
una posible lectura de época: el 666 es, como se sabe, la fecha
bíblica que señala el número de la Bestia, del
anticristo. No hay para qué señalar aquí lo que
en su momento pudo significar, en pleno apogeo del catolicismo, la
aproximación de esta fecha anunciada como el fin del mundo.
En una época siempre amenazada por la posibilidad de la condenación,
siempre temerosa de ese Gran Ojo (ese ojo sobre el que en otro momento
hay que volver, retomar la cuestión bolañiana) veedor,
de ese Ojo que hace las veces de un Dios despiadado e inmisericorde
con la lascividad del mundo, la proximidad de esa fecha desató
toda ola de anuncios apocalíticos, toda suerte de profecías
y desmanes en la entonces feudal civilización que se abría.
Por otro lado, tenemos esta otra fecha extraña que es el año
2000. Por alguna razón este año fue también anunciado
como el fin del mundo conocido. Y se movilizaron toda suerte de cábalas
y supersticiones, toda suerte de literatura y discursos que sindicaban
que hace cinco años sería el armagedón. Y sin
embargo, ni en uno ni en otro caso, el fin llegó, el fin fue,
finalmente, concretado. Y entonces Bolaño habla de este 2666.
de esta conjunción curiosa, de esta fecha curiosa, sólo
podríamos decir que guarda la relación, que comporta
la relación de un nuevo tipo de cábala anunciadora de
un posible final. Mi lectura parte también de la visión
apocalíptica que inspira la cita que remite el título
del libro. Bolaño en Amuleto habla de esta fecha como
la posible de un cementerio, en un páramo desierto, un cementerio
que de alguna forma es el cementerio de los cementerios, pues está
situado en un futuro incierto para el hombre y su destino. Ahora bien,
y puesto que esto es así, y puesto que este cementerio está
situado, precisamente, en esta zona, en la zona del desierto de Sonora,
de la Colonia Guerrero, es que es posible pensar a esta región
como la región de llegada y la vez fuga del viaje de Bolaño.
El sueño perdido que en un caso llevó a la búsqueda
de Cesárea termina por convertirse no sólo en la fragmentación
de la aventura sin telos, del viaje sin promesa de Belano Y Lima.
En este caso, dicha aventura entronca con la posibilidad misma de
un cierre definitivo o una clausura mortuoria de este viaje. Quizás
incluso de todo viaje posible para el mundo de Occidente.
La cuestión es extrañísima pero puede ser vista
de un modo envolvente a la luz de lo que planteábamos en un
comienzo: la situación mexicana actual comporta la de una violación,
la de un estupro permanente que es el riesgo este de escribir al borde
del Imperio. Esta escritura que bordea, que es frontera y que a su
vez difumina los tiempos posibles de una experiencia cultural de Occidente
está cruzada por una violación anterior, por, si se
quiere, la gran violación que está reflejada en el idioma
español. De esta primera violación, de la violación
primera es el viaje emprendido por Bolaño a la zona de reconvención
que sería la Madre. Para ocaso nuestro Cesárea muere,
y esta muerte abre la posibilidad del fragmento, de la pura dislocación
y disolución en la aventura estéril, erótico
estética de Belano y Lima, y de los personajes que acompañan
el viaje por países del viejo continente como España,
Alemania, Francia o del nuevo como Estados Unidos, Chile, Perú,
Bolivia, Argentina, por África, Asia, etctétera, etcétera.
Este palimpsesto del mundo, esta suerte de mundo achicado a límites
de infinita presencia, es un viaje que vuelve a esta árida
tierra pero ya no para encontrar en la Madre la posibilidad del vínculo
originante: muy por el contrario, es aquí el lugar del crimen
como sacrificio, el lugar de la precariedad más absolutas y
a la vez de la fantasmagoría de los tiempos olvidados. Es aquí
ahora que el crimen de la madre, su asesinato, no resulta en buenas
cuentas un crimen ingrato, innecesario y terriblista. Más bien,
tiene las veces de un sacrificio, perfectamente bien descrito, perfectamente
estructurado y sacramental en la novela, que encierra en sí
mismo la posibilidad de una explicación a este misterio que
son las muertes de Santa Teresa como posibles sacrificios, como el
lugar sacramental de la muerte de la madre.
Entonces, podemos apuntalar ya, esta cuestión de los crímenes
hacen las veces del rito, del sacrificio, y todo rito es de alguna
forma una ceremonia que repite un gesto sagrado y fundante, que es
el gesto de esa violación y ese crimen original del que proviene
el viaje. Esa violación que se ejerce, esa violación
que es apremiada contra lo propio de México y en la que podríamos
decir, nos encontramos con mayor o menor intensidad todos los latinoamericanos,
redunda en que podemos y debemos hacer no sólo la experiencia
criminal, como Sade, como De Quency, de esa estética del dolor:
debemos, por el contrario, y por el bien y la salud de nuestras mentes
y cuerpos, realizar la experiencia poética de esa conminación
al rito remembrante, la que he visto ha realizado Rulfo, la que ha
realizado Bolaño, Parra, Flores, Dorantes, a la necesidad del
recuerdo y del memento cuanto parece que todo nos conmina a la afasia.
Nuestro tiempo es afásico en ese sentido, “nuestro tiempo”,
aquí, inscribe en el campo de la afasia no sólo a Latinoamérica,
sino a toda la cultura occidental. Toda ella está tomada ya
por la afasia como el lugar del olvido de la sangre, de la guerra,
de la posibilidad inminente de desencadenarse el fuego sobre el apacible
mundo de la técnica consagrada y de las tesis finalistas y
determinantes. Por el contrario, y puesto que no hay otro lugar que
este, y puesto que no hay otro tiempo que ahora, la posibilidad de
la experiencia remenbrante no cierra el campo hacia lo inevitable,
pero al menos anuncia, y eso es ya suficiente para advertir a los
buenos corazones y sensibles almas de que no es posible renunciar
al amor y a la bondad como posibilidad de la poesía. No creo
en ese sentido que todo este perdido.
IV
Estas dos últimas estancias, estas dos instancias últimas
de argumentación quiere terminar por el comienzo, por aquello
que da título, a saber, lo de invasiones bárbaras. Esta
quiere erigirse aquí contra la violación, contra la
violencia de la violación como un posible de la lengua y el
habla, como un sutil y no menos poderoso impulso desde el cual es
posible que el hombre del otro lado entre en razón, caiga bajo
la misericordia de una providencia iluminadora, que es siempre la
providencia del amor. Tenemos entonces que, contra la experiencia
de la violación y la violencia, la matriz originante, la matriz
que ha sufrido la experiencia de esa herida germina, en el seno de
una duplicidad, para usar la heurística expresión heideggeriana
-, una posible y sutil invasión. Esta invasión es sutil
y está mediada por el abuso como relación diferenciadora
y espaciadora, el abuso como principio por el cual se abre y cierra,
se contrae y expande la duplicidad hacia su más íntima
dialéctica. No hay que olvidar nunca esto, pues la relación
entre lo uno y lo otro es siempre flujo, movilidad, esto es que, lo
que separa el Bravo aquí no es simplemente una relación
de violación para con lo propio, sino una relación móvil
que está por sobre todo determinada por la acumulación
material de un lado opuesto de la diferencia. En determinado punto
esta diferencia abre una zona de exclusión, una zona fronteriza
cerrada a todo tipo de intercambio desde la matriz que no sea apertura
para lo herido, y para dar lugar a lo herido. Y, sin embargo, con
una lenta pero sutil movilidad, con un inaparente flujo, este lado
abre la portación hacia un nuevo modo de relación que
es parte de esa aprensión de la matriz de la huella que encenta
lo otro como por la fuerza bélica, física, fálica
del sometimiento irrestricto. De ahí que, en lo sucesivo, en
lo que sucede a la violación, en lo que le sucede a lo violado,
la apertura se de por sutiles desplazamientos de uno al otro lado,
y de este lado al otro sin una referencialidad tan evidente, inclusive,
sin referencialidad. Cito a un compatriota mío, ahora, Fernando
Blanco: “Estoy ahora en el extranjero y las fronteras se me han multiplicado,
infinitamente. Chicanas, Nuyoricans, Iliegales, identidades migrantes
que no logran hacer frontera porque la van moviendo en sus propios
desplazamientos. Surge la performance, la intervención del
espacio público con el cuerpo, no solo para visualizar una
propia identidad, sino para problematizar otras”.
Esto es lo propio que hace posible lo que in – flama, esta movilidad,
este aparecer desaparecer, comporta en si misma una explosión.
Una performance es una cuestión política y, como alguna
vez escuché de Eugenio Dittborn, cualquier variación,
cualquier modificación en los modos de mostrar es ya un asunto
político, es ya político. Un latino en las calles de
New York es en sí una variación en los modos de mostrar:
más aún. Hablar el español en una región
de habla inglesa es infinitamente politizante, devastadoramente “político”,
para volver a reiterar esta palabra tan manoseada y de la que desconfío,
debo confesar. Me interesa, sin embargo, rescatar de eso, de lo “político”
el gesto material de la transferencia espiritual: a saber, que el
intercambio, que el flujo, que el desplazamiento comienza in situ
no por cuestiones ajenas a lo económico, a esa desmedida diferencia
entre una nación que se ha enriquecido en desmedro o por lo
bajo en detrimento de otra (s). México es, por así decirlo,
por su carácter borderline, la región más
violada y a la vez más infectada, y por lo mismo la más
infectante y retroalimentadora. En el caso de mi país esa experiencia
es aún menos madura, pero se da ya con el Perú, con
esa inaparente y sutil movilización de inmigrantes que portan
algo más que sus maletas: a saber, su lengua, y lo que “porta”
esa lengua. En este caso, podemos decir, el movimiento es anterior
y por eso más radical hoy su intensidad, más negra se
ha vuelto ya la noche en el norte. Esa noche negra que ya ni siquiera
deja ver las estrellas sagradas del cielo ahora buscan imperiosamente
en Quetzalcóatl un nuevo surgir del fuego que insufla y que
porta la posibilidad de una reconvención de la dialéctica
fundante. Esa noche sin estrellas, esa noche que ya es pura técnica,
que ya es tecné en su estado más perverso, es la que
en su negrura máxima y a punto de estallar porta la relación
hacia la estrella de la mañana, hacia el lucero de un más
grato habitar.
Invasiones bárbaras: tomémonos bien apecho esta cuestión,
esta suerte de venganza, esta infección, esta filtración
en el sistema de un germen que es a su vez la propia posibilidad de
inversión. Pensemos bien en ese spanglish, en esos bararismos,
en esa movilidad de la región y de la frontera que se desplaza,
y sobre la cual van a recaer toda clase de previsiones y reglas, toda
clase de violencias, injusticias, y articulaciones de sistemas de
seguridad técnicos. Ya sobre ellos recaen y podemos verlo a
diario en la situación social del inmigrante, del chicano:
pero es, por efecto de esa misma seguridad, que el sistema colapsa.
Esta radicalidad del dispositivo en su negrura máxima porta
la destrucción del intruder pero ya no como lo exógeno,
sino como lo que está en el seno de lo propio. De allí
y sólo de allí que la estrella de la mañana no
sea otra que la misma estrella de la noche asomada desde el otro extremo
de la relación, desde el otro lado del tiempo histórico
que abre y porta.
Jurgen Habermas ha situado esa cuestión en el seno de la publicidad
burguesa y a apuntalado muy bien esta suerte de refeudalización
social, esta suerte de neo privatismo que, entre otras cosas, sucede
al espacio de lo público de la libertad ilustrada. El campo
de lo privado que abre el neo feudalismo posburgues puede y debe ser
asociado al campo de lo seguro, de la seguridad que aborda desmedidamente
ya el juego posible de esta duplicidad. El confort de la vida, como
en el viejo Imperio Romano, ha sido reemplazado por el miedo al posible
invasor, y esta parcelación desmedida, este reflujo de la técnica
que de pronto se vuelve contra su propio sujeto, como lo ha señalado
Baudrillard, termina por convertir la inmunización en el principal
enemigo del sujeto.
Esta asepsia, esta negrura de la asepsia, esa limpieza negra, si
se puede emplear dicho oximorón, invierte la relación
a un punto de curiosa simetría: y es así como de la
violación se pasa a la invasión bárbara, y es
así también como el desmoronamiento surge como lo inevitable
mismo, como el destino posible de este Imperio.
V
Mis palabras finales quisieran ir en pos de reestablecer la comunicación
de todo este texto, en vista de la posibilidad de que hayamos pasado
demasiado rápido de un lado a otro, desde la aproximación
a la invasión: en visto de que este río torrentoso nos
haya arrastrado demasiado a prisa y nos hayamos ahogado a medio camino
de un lado y otro de la frontera. Hemos tomado como punto de partida
aquello que está abajo: es decir, la aproximación a
México y su posible doble matriz material y hermenéutica.
Hemos hablado de la dificultad de este nombrar pero a su vez hemos
asumido que dicha dificultad deviene del hecho del continuo de la
violación, del continuo de la violencia que viene de esa violación
originante y que determina en cierta forma nuestra relación
con el presente. Ese presente es el que porta la pregunta de lo que
puede significar escribir estando, aquí, ahora, al borde del
Imperio. Esa pregunta es algo para lo cual esta breve entrega no está
preparada y concierne sobre todo a la propia comunidad literaria azteca.
Antes que esa intentar responderla, esta quisiera dejarla abierta,
instalar como una oferta o una tentativa de lectura de nuestra actualidad
porque, en definitiva, lo que (re) presenta dicha actualidad es en
sí la posibilidad de una resolución del eventual futuro
de Occidente. Hemos visto que eventualmente esta posible violación
es una interjección curiosa que puede reenviarse a través
de la sutil invasión, del flujo y el desplazamiento que esa
invasión suscita en el seno del sistema cuya inercia tiende
hacia el colapso. Tomado así, esta transferencia tiene lugar
en la territorialidad excluyente que define lo que está de
este lado y lo aquello que está del otro. Esa zona, esa no
man’s land, es lo que lleva en la mejor tradición narrativa
y poética, para mi gusto, azteca, hacia esa zona tórrida
de afasia que es el desierto como simbólica de lo hechado al
olvido, como el lugar donde el propio olvido, la propia condena al
olvido encuentra en el sacrificio de la madre, como en Bolaño,
toda su fuerza mítica. Y en esto hay que ser majadero y hasta
cierto punto aburrir, cansar, descansar sobre este hecho de la causa:
sólo desde aquí, y puesto que somos tributarios de toda
la herencia de la portación de la palabra occidental, es que
es posible realizar una lectura holística del paso, de la transición
y transiciones desde uno al otro lado de la duplicidad. Lo curioso
de esta cuestión, tema que también me permitiré
dejar abierto, es que de alguno u otro modo contamos con la lectura
de esa experiencia en el viejo continente, denotando el hecho clave
de que esta retirada de la metáfora – para usar el discurso
derridiano – ya ha tenido lugar. Y esta doble dislocaciones, que es,
a mi muy humilde entender, una triple retirada en vez de una doble,
obliga a pensar bajo qué condiciones, a qué punto culminante
hemos de llegar en pos de develar nuestro porvenir. Es este el momento
de pensar dicha cuestión. Y no hay otras voces, no hay otras
manos que las nuestras. La suerte está echada ya en ese sentido.
Y también en el otro.
Felipe Ruiz
México, 13 de octubre de 2005