El Cielo en la Fuente/La Mañana Eterna son la última
obra de este aclamado pero incomprendido autor chileno, radicado en
Estados Unidos. Se trata de la continuación lógica de
su aplaudido El Mensajero y, a su vez, el empalme necesario
de una consistencia poética difícil de encontrar. No
exagera nuestro actual Premio Nacional de Literatura, Armando
Uribe, cuando sindica a Rosenmann-Taub como uno de los autores más
fascinantes del panorama poético actual: se trata de uno de
estos edificios en que la calidad de la “obra” excede las restricciones
del objeto libro como factura material, convirtiéndose el último
en depositario más que epicentro de la actividad poética.
Difícil tarea crítica la hermenéutica de esta
entrega sin confrontarla con el resto de su cuidada obra. Sin embargo,
un “estadio” sería el posible lugar, el rincón, de acercamiento
al movimiento dual que configurara El Cielo en la Fuente/La Mañana
Eterna. La primera, sobre todo, se centra en la aventura de Jesusa,
personaje que alterna diálogos con los otros taludes de la
tríada: un “él” (Padre) y un “ello” indescifrable, en
un comienzo:
Demasiado garfiada en dos palancas
acechas la ceniza.
—Mi corazón— gritó.
La sombra de las clavenillas.
Tres Y dos,
Y dos para tres.
Se anuncia, sin embargo, a partir de la reiteración
de la tríada, el aprendizaje de Jesusa a través de “la
comarca” y el espacio boreal que constituye a la fuente como el epicentro
de la acción del eterno sobre la infanta. Aprendizaje que es,
a su vez, reencuentro con lo inefable y la trascendencia como sine
qua non del saber de su experiencia. Mientras Jesusa se obstine
—y esto lo recalca Rosenmann-Taub a partir de reiteradas exclamaciones—,
arrogante, contra la voluntad triplicadora del dueto, mientras su
empeño sea la búsqueda de una autoconfirmación
eléctrica del Yo en la fuente, no encontrará el camino
de vuelta a su propio corazón:
Viviré lo que no me diste,
Salvaré lo que me enjoyaste.
La aventura de Jesusa es, en este sentido, el momento
de la pasión. No hemos de encontrar mejor construcción
epicéntrica en el suelo norteamericano, en este sentido, que
la obra de un chileno perpetrando la inversión de género
a partir de su experiencia de la neurosis colectiva. El sueño
de retorno de Jesusa es violento y neuro extático; en efecto,
pues parece no comprender el significado profundo de su aventura como
un viaje hacia la madre. Es ella, finalmente, quien da paz a la niña
y es esa voz la que de pronto asoma confusa como hablante femenino
primero, intervenido por el flujo de su inconsciente matria:
-¡Me oyes, me oyes aun!
-Desde siempre, Jesusa,
Aquí, en mi corazón.
El corazón perdido y el corazón recuperado
son el lugar de la aparición del tercero en este caso, la tercera,
para forjar La Mañana Eterna. No espere el lector avisado
que la perpetua eternidad sobre la fuente repose aquí, para
siempre, sobre la cándida esperanza de la terna. La Mañana
Eterna inaugura y cierra el momento del descanso de Jesusa y apenas
abre la aventura de forja de Pedrito, personaje del segundo estadio.
Pedrito encuentra, restituye la polaridad masculina del tridente a
partir de la experiencia de claustrofobia del circuito cerrado.