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EL EMBOSCADO

Francisco Véjar


¿Yo? Yo persigo una imagen, nada más
Gerard de Nerval.


Estación Leopoldo María Panero


Estación Leopoldo María Panero
todo lo que escribo y diviso
se va al fondo de la sangre.
Fumo para mirar la vida que pasa
mientras el cenicero acumula
voces e ideas de locos rematados.

El dipsómano baja urgente en la estación
a beberse un Nevermore.

Nuestra suerte sigue en manos de los ciegos
y lo que escribimos tal vez sea leído por parejas del 2050
en el follaje de un bosque agitado por el viento.
Hay luces harapientas, tumbas sin sosiego,
niebla sobre el césped de la calle Miguel de Cervantes.

El dipsómano sale urgente de la estación
a beberse el crepúsculo Nevermore.

Aquí dejamos latas de cervezas,
colillas que se acumulan en ceniceros,
cenizas que se acumulan en cementerios.

Observamos el funcionamiento del camión de la basura
mientras el dipsómano vuelve urgente a la estación
a beberse el crepúsculo Nevermore.

Es tan bella la ruina, tan profunda
que ni siquiera el tiempo puede hacernos morir.
Niebla en la calle Miguel de Cervantes,
niebla en la estación Leopoldo María Panero.

 

 

Puesta de sol

Somos monedas arrojadas bajo puentes, no fuentes,
y los matices de esta puesta de sol lo dirían a gritos
o los pájaros que veo volar trinarían esa verdad,
o esta misma calle con su millar de luces húmedas;
máscaras y rostros que uno alcanza a descifrar.
Nuestro lenguaje sigue siendo el viento
que barre papeles, hojas secas y promesas.
La ciudad es un delta de inquietantes arterias
donde también fluye lo que nos hace vivir,
como la savia mantiene vivo a los árboles nudosos.
Puesta de sol, cavilaciones, la hora tuya
en este juego de naipes con los libros y las fotos.

 

 


Ciudad escindida

Calles

y un centenar de sílabas

cifradas

furtivas

con derrumbes de casas

y heridas en sus aceras.

Pero siempre habrá algo que te guste;
el vuelo del mirlo sobre el parque
o la compañía muda de los árboles.

 


La vibración del río sobre la ciudad

Hemos visto árboles desnudos en la ciudad
que levantan veredas y reclaman lo suyo.
Sus raíces se abrazan como amantes subterráneos
que saben de sueños y pérdidas.

Es extraño estar aquí y oír el grito de las gaviotas
que caen inciertas sobre el agua.
Esperar una barcaza de madera
o la huida del sol en el océano.
Seis y media de la tarde en las riberas del Mapocho;
la inevitable cicatriz de Santiago.

Estos escritos se perderán con el fluir del río
y su eco será como verse en una película absurda
cuyos actores principales han sido dados de baja.

 

 

 

El modo como ellos se estremecen
a la más ligera brisa del aire,
el modo como ellos se conmueven.

Charles Simic

 


Sin despertar al follaje

Miramos las hojas de los árboles
donde quedan nuestros vestigios de humanidad
con más aprensión que quietud
pues el viento tratará de borrar todo,
incluso la ventisca de tu pelo
en cuyo bosque suelo desaparecer.

Si la magia no fuera pasajera, dirías:
¡Espéranos, tiempo inexorable!
Y deja que el árbol diga árbol
cuando mueve las hojas.

 

 

Antes de escribir una carta

Hasta el río que contemplamos esa tarde auguraba el final, sin embargo tuvimos por un momento las llaves del paraíso; una pieza de hotel, palabras y promesas que luego será terrible recordar. Cada caricia, paso y expresión son epitafio. Por algo, la génesis del poema decía nevermore. Partías dos semanas después a Bologna, ni siquiera imagino esa ciudad, pero aquella tarde fuimos dos náufragos navegando en el tiempo de nuestros cuerpos. También tenía razón el sol y el atardecer al desdibujarse. ¿Lo sabrás tú con esa vida que un día se escapará? ¿Lo sabré yo?. Lo real es que ya no nos preguntamos si vale o no la pena escribirnos.

 


LINEAS SOBRE LA CARÁTULA DE UN DISCO DE STAN GETZ

Salimos del amor como de una catástrofe aérea
después de vagar por moteles y playas solitarias
donde nuestras huellas desaparecían tras la marea;
días y días de bañarnos con champaña
y hacer el amor mientras gritaba el oleaje
Fuimos una rara especie de animales
que escribían sáficos imperfectos
en sus cuerpos desnudos.
Así, jugábamos a creer que dominábamos la lengua
como dominábamos ese instante.

Hoy atesoramos manuscritos, discos de jazz, libros
y esa llama que quisiéramos encender
como un profano que retorna a su creencia
y enciende las velas de un oxidado candelabro.

Salimos del amor como de una catástrofe aérea
sin equipaje ni boletos de vuelta.

 

 

ESCRITO ENCONTRADO EN UNA MESA DEL RESTAURANTE MIRAMAR (QUINTAY)

Si el abismo no nos llamara con su silencio
no podríamos leer a Trakl, ni permanecer horas
mirando esas lápidas anónimas que golpea la tempestad
como el grito del ave que acompaña a los muertos.
Líneas de Sebastián en sueños al fin de una playa
de arenas movedizas como náufragos. Nuestro tiempo
debería ser infinito como las arenas de esa playa.
Mas toda ceniza, toda embriaguez, toda permanencia
es innecesaria porque perecemos. Y en la costa -como se sabe- sigue
el incesante espectáculo del oleaje. Caminamos
sobre osamentas dispersas que han devuelto las olas del mar,
caminamos para abrir tantas puertas;
puertas de acero, puertas de madera, puertas invisibles,
-mudanza interior de la cual queremos desprendernos-
donde una palabra lleva todo lo que hemos podido poseer.

 


Los amigos ya no son originales ante la muerte

La muerte es la ceniza del poema
La muerte anda en todas partes
La muerte es la huésped predilecta
La muerte es anáfora y puñal
La muerte garabatea páginas a diario
(y desordena los cuartos de hoteles
que abandonamos al amanecer).


La muerte se impacienta
y somos sus fieles cautivos.
Nos aguarda en la ciudad
con gentíos sombríos
que se buscan entre la muchedumbre
y comentan los juegos de azar
cerca de puentes y avenidas.

Por eso, lo nuestro es guarecernos en la noche
para llegar a la eterna conclusión:
los amigos ya no son originales ante la muerte.

 

 


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EL EMBOSCADO: Francisco Véjar.
Ediciones La Pata de Liebre. 2003