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"Un nudo más en la red. Informe sobre la poíesis", de Fernando van de Wyngard

Por Mauricio Barría Jara




Hace poco más de 24 años que conocí a Fernando van de Wyngard, en el aquel entonces glorioso Campus Oriente de la UC. Yo venía recién saliendo de la educación media y me vine a encontrar en un espacio de gente diversa y en general mayor, personas que cargaban sobre sí no solo lo que yo consideraba innumerables lecturas, sino también peso de vida. En una época en la que la urgente contingencia obligaba a acelerar cualquier dimensión del crecimiento, entre asambleas que no entendía del todo, entre decisiones de salir a tirar piedras o simplemente gritarle a los pacos, entre las heladas lecturas de los profesores que nos hacían clase, ese grupo de gente que conocí como compañeros se transformó prontamente para mí en un referente, en una especie de modelo a seguir, hacia rumbos misteriosos, pero de un misterio no henchido de fascinación, más bien hecho del frío enigma de la intemperie. Ciertamente, el manido tango de Gardel retorna como el murmullo de un temporal. Es como si la vida de cada uno transcurriera en el ojo de su propio huracán, mientras el viento devasta el territorio, cada uno de nosotros aunque sabemos lo que ocurre no dimensionamos la magnitud. De repente un descanso de la ventolera, deja al descubierto la marcha del viento. De repente se aparece ante nosotros la desolada imagen de su marcha. Los compañeros de ruta que alguna vez pudieron ser se desvanecieron y el tiempo ha hecho que la necesidad de re-encontrarse se disipe.

Evidentemente hay excepciones, evidentemente esas excepciones caben en la mitad de los dedos de una mano. Evidentemente, el autor que hoy presento es uno de esos dedos. Pero nos junta, hay que decirlo, una suerte de pulsión laberíntica y azarosa, antes que la voluntad programática o incluso la amistad política. Con Fernando hemos tenido tiempos de gran cercanía, otros de completa lejanía. En algún momento compartimos espacios de trabajo e imaginarios comunes, fue una relación fecunda que agradeceré siempre, pero los huracanes de cada cual giraron en direcciones diversas. Sea, tal vez, que lo que nos esté destinado sea jugar el encuentro fortuito de la tyché, el encuentro siempre portentoso y peligroso (deinos) de la doble encrucijada.

Estos retazos de anécdota, hilachas de recuerdos suspensivos y suspendidos no forman parte del prólogo retórico y gentil con el cual se da comienzo a un discurso –según manda la ritualezca de este tipo de ceremonias- más bien ha sido el único modo en que podría haber iniciado esta presentación. Conozco bien la pulsión de historiador de Fernando, y claro está, no podría haber comenzado el presente comentario sin aludir a nuestra condición biográfica. De hecho me atrevería a sostener que ésta derrama a la totalidad de su obra, como gesto aperturante de su poiética. Este gusto por la historia, sin embargo, no consiste en la delectación por los grandes relatos épicos ni por las proezas de significación pública, más bien, se comprende desde la obsesión del coleccionista, del buscador de minucias, del recolector de detalles y de objetos huérfanos, que constituyen pero no necesariamente, el venir de una narración fragmentaria y provisional, que no desea explicar, sino mantener y cuidar, preservar del tiempo para el tiempo. La historia para van de Wyngard, más que la urgencia del relato es algo que yo llamaría un amor por el tiempo. Es su obra amor de tiempo, parafraseando el titulo bartheano, pero no solo placer de tiempo (no se excluyen el placer y el amor, pero no son lo mismo) amor de tiempo, insistencia, una persistencia que rompe con la economía finita del placer.

Amor por el tiempo.

Obra que es experimentable como persistencia, que solo existe en el flujo mismo de esa per-sistencia:

El tiempo en la obra, la obra del tiempo. Cómo entender sino la larga espera de esta obra, como su obstinada reserva en el anonimato contra la urgencia de la publicidad.

El tiempo en la obra, la obra del tiempo el gesto aperturante de su poética.

Y entonces la pregunta por ¿qué clase de libro es este? muta a qué clase de cosa es la que sucede en él. Partiré recordando lo que en ocasión de la versión de Informe para la poíesis publicada en Revista Nombrada yo mismo consignaba:

“La escritura de van Wyngard es una escritura oblicua, una escritura de margen, que está permanentemente pervirtiendo su lugar de inscripción, así como su carácter genérico”. A pesar de su insistencia por marcar (el) nicho disciplinario, el devenir de su tejido trasgrede continuamente su pretensión, tornándose una compleja urdimbre en el que los pensamientos avanzan, se detienen, retroceden giran o saltan provocando una suerte de perplejante deriva.

Por momentos adquiere un tono erudito en la implacable restauración del ethos griego arcaico, en otros la contemporaneidad arremete en la figura de pensadores caros para él: Heidegger, Oyarzún por nombrar un par, o en la sutil referencia a la estética de los procedimientos, a los tiempos inclementes del espectáculo y la racional instrumental, o contra los lugares comunes que la modernidad enquistó en el lenguaje de la teoría del arte, si embargo manteniendo siempre una intensidad en el nombrar que claramente, a mi modo de ver, lo delata sujeto poético. Y es que precisamente este asunto, esto es, la pregunta por lo poético es aquello que desde siempre ha convocado el pensamiento de van de Wyngard. Por eso mismo podríamos arriesgarnos a definir el texto Un nudo más en la red. Informe sobre la poíesis, como ese tipo de escritura que reclama su nombre propio y ese tipo de lectura ejecutorial, como la describe, otra vez Barthes, en el Susurro del lenguaje. Una escritura en la que debemos perdernos como condición de su desciframiento, y no porque suceda como cifra, por el contrario, la luminosidad de su prosa quiere en todo momento, tal cual lo indica Rojas en el prologo, provocarnos, mantenernos alerta en la página, rasguñarnos el ojo. No, aquí el desciframiento es, ya lo decíamos, el juego de una deriva, el viaje por la trama misma de su tejido. No interesa o, no es posible sintetizar, descubrir ideas principales, o armar desde él mapas conceptuales, escapando en todo momento a la domesticación y disponibilidad del texto académico, su escritura se presenta cada vez como la unidad de su trama. Es un texto, en fin, que amalgama todos los rasgos de eso que puede llamarse un ars poética, es decir, no un conjunto de reglas para la composición, pero sí la declaración de la pulsión sintiente y racional que mueven el obrar de un creador. Un texto reflexivo y exhortativo, a la vez, sobre aquello cuyo destino es acontecer en el nombre: el poema.

Lo anterior, a pesar del autor, lo sigo sosteniendo, pues no veo como, lo que aquí sucede, en este libro, sea separable de su pulsión poética, de su propia obra, la pública y la inédita, más todavía cuando él mismo hacia el final del libro reclama por un retorno a la libidinalidad del pensar (118)

Y entonces, ¿cómo se comenta un texto como este? Devolviéndolo a su propia condición originante. A través del tiempo de una lenta masticación. Entonces cómo se responde a lo perentorio de esta invitación. Retrayendo la expectativa del presente. No es posible en esta ocasión y tal vez no sea esta la ocasión de dar cuenta cabal del complejo tramado de este libro, más bien, me resulta oportuno compartir un par de comentarios alusivos, que surgieron de la lectura de la presente obra, y que me son como autor apremiantes.

El primero dice relación con el fértil y provocador desplazamiento de la obra al acto.

La técnica argumental que se propone van de Wyngard recuerda permanentemente al ejercicio dierético de Platón en el Sofista. De lo que se trata es de ir despejando el problema distinguiendo las diferencias que han permanecido enterradas en el uso y abuso de los conceptos. Así el primer movimiento de tierra es desplazar la interrogante por el arte desde la obra al acto creativo. Diría que es ese movimiento fundamental y fundacional del texto. De ahí en adelante lo que llevará a cabo el autor es una suerte de arqueología del acto poiético, a través del recurso de la etimología y la remisión a la tradición griega como la zona cero de este acontecer. Esta remitencia a los orígenes es la que define como perspectiva ontológica del problema con lo cual van de Wygard insiste en inscribir disciplinariamente la reflexión. No por mor, de la insistencia, sin embargo, es que lo que sucede aquí, en este libro, logra situarse en propiedad en un lugar, sino a través del ejercicio implacable de una escritura sin concesiones a modas o usos de lo actual. Es esta inactualidad de sus reflexiones la que le confiere su mayor densidad. De hecho el desplazamiento al asunto del “Acto creatural” no se relaciona nada, a la emergencia de un giro performativo del análisis, o a la sociologización de la noción de práctica cultural. La crítica que emprende van de Wyngard contra la modernidad busca revalorizar aquello que la lógica de la novedad desestimó, y lo hace a través de producir una contorsión, de-vuelve rostro a lo que lo moderno dio la espalda. De este modo se entiende su discrepancia tajante con las teorías que entienden la obra como conjunto de procedimientos o recursos que el autor llama enfoques racionalistas, pero también lo taxativo de su urdimbre no le permite percartarse, que su concepción de acto creativo, sigue siendo más moderna que griega. Esto es posible apreciar cuando van de Wyngard vuelve a achacar al pobre Aristóteles ser el responsable directo o indirecto del racionalismo artístico. La crítica, tiene sin duda cierta base. Sin duda la indagación de la Poética problematiza más el objeto, que el proceso creativo que le da lugar, a diferencia de platonismo la cuestión de la artisticidad se jugaba más en el objeto que en los procesos, sin embrago, el objeto se comprendía él mismo como un proceso al quedar definido por el efecto que es capaz de producir. La noción de obra en Aristóteles es transitiva, no se condice con la idea de un objeto irrupto y para sí, la obra es función cívica y apelativa, la poética no dialoga con el ámbito de la necesitad metafísica – como es el caso de un Platón – sino con la fragilidad del acontecer, con la Ética y la Retórica. De lo que trata de la poética es de examinar las condiciones bajo las cuales una obra puede lograr el efecto deseado, esto dista mucho de un conjunto de reglas de composición, o normas de ejecución, cosa que más quisieron ver los renacentistas platónicos que Aristóteles. Sin embargo, la pregunta por las condiciones de una efectividad del efecto condujo a un concepto hoy capital para pensar el estatuto del hecho artístico: el concepto de autonomía. La obra de arte para Aristóteles es autónoma, no porque promueva reglas de construcción sino por que se diferencia de la filosofía pues su pretensión es la verosimilitud no la verdad. La verosimilitud construye una regla contingente cada vez respecto a una lógica interna del relato, lo que se llama entramado de acciones, no argumento. El entramado no se define solo por ser organización de algo, se define en función de querer generar algo en otro. El entramado es pues forma, un procedimiento que tiene una regla particular. Si para Aristóteles Edipo Tyranno era el paradigma, lo era no porque había que copiar la forma planteada allí, sino por era un ejemplo de que un entramado que constituía su autonomía, el nombre de su propia regla de juego, podía funcionar. Recuerden que si la obra paradigmática era Edipo, su autor predilecto lo fue Eurípides, tal vez el autor más experimental de los tres grandes trágicos.

El concepto de autonomía, que es posible atisbar en Aristóteles es, como saben, la idea sobre el que se instauró el arte moderno, pero fue también la condición por la cual pudo ser diferenciable el artista del artesano, el sujeto que produce para la capitalización, del sujeto que produce para el gasto sacrificial. El planteamiento de van de Wyngard su notable distinción entre “creatividad” y “creatidad”; la concepción sacrificial del sujeto poiético como plexo entre poeta y comunidad; el fascinante y sugestivo develamiento de la “anomalía transitoria” como el suceso configurador del poeta, incluso la posibilidad de imaginar un núcleo inalterable del acto, en cuanto aquello solo sería respecto a la determinación peculiar del destinador del acto (el poietés) más del acto como tal, (quiero decir que tal acto se determina por el sujeto que lo ejecuta, y al ejecutarlo define el acto, antes que por una condición ontológica del acto mismo); no son posibles de pensar sin asumir previamente el supuesto moderna de autonomía del arte.

Esto nos lleva al segundo comentario alusivo.

¿Cómo juegan en este esquema las condiciones materiales de producción del acto poiético? El tejido argumental que despliega van de Wyngard no parece querer dejar cabos sueltos. Fiel a su lugar de enunciación aborda el problema hacia finales del capítulo IV y en parte del capítulo siguiente. Coherente con su lectura subsume las consideraciones de este tipo a una dimensión netamente instrumental a la que antepone la discursividad ontológica de corte heideggeriano. Desde este punto de vista, el acto creatural no solo es resistencia crítica al imperio de la acción instrumental, sino que la devela como economía mediatizada de la historia y la política administrativa. Propone una nueva distinción entre trabajo y ocurrencia con la que vuelve a arrojar luces sobre la ontologicidad del acto poético, pero sin preguntarse por la política que impone esta perspectiva. Y no es que sea aquello una falencia del argumento, más bien, lo decía al comienzo es lo que a mí apremia en relación con la obra de arte. Petición de principio, es decir, interpelación sobre los principios desde donde cada cual emite el discurso. En un ensayo sobre su obra Raymond Carver(1) afirmaba que una de las auténticas influencias de su escritura había sido su temprana paternidad, pero lejos de cualquier romanticismo, había en esta experiencia una suerte de embargo del tiempo que podía dedicar a la escritura. Carver cuenta que tuvo tal revelación en una lavandería pública mientras espera que se desocuparan las máquinas que habían sido capturadas por una señora vieja y regordeta. Es en la inhospitalidad de este no-lugar donde el autor comprende, no solo la intemperie de su existencia, sino la razón de por qué del formato breve de su obra.

En este sentido entiendo las condiciones materiales de subsistencia como absolutamente gravitantes al momento de pensar el acto creativo. Estas condiciones que no son ni condicionantes, ni meramente contextuales (eurísticas), que no refieren tampoco a la abstracción conceptual de una economía teórica, son las que en el momento de la decisión de obra, de sus formatos y sus contenidos, constituyen la política efectiva del proceso artístico. No hay que reducir la pregunta por la producción meramente a la cuestión de la técnica, antes bien, planteada desde el lugar de una economía política, la experiencia artística se abre también a la dimensión/ámbito de la acción libre y soberana del ciudadano, que es lo que Aristóteles llamó praxis como algo diferente de la producción técnica. No se trata de establecer un modelo sobre otro, de lo que se trata es que los modelos contengan el germen de su propia autocrítica. En ello radica su fuerza como propuesta, en ello la filosofía se resguarda de cualquier clase de totalitarismo. Lo filosófico es ese tipo de discurso que esta siempre al límite de su desaparición. Si hay algo que hace del texto de van de Wyngard una obra filosófica es pues este carácter de umbral de su escritura desde donde subvierte todo afán reduccionista.

Para terminar, no puedo dejar de hacer mención al objeto mismo. Felicito al editor por la pulcritud del diseño, es un volumen de esmerada factura y una materialidad acorde con la espesura de su contenido. En definitivo es un bello libro, con todo lo que esa expresión pueda querer decir.

Y bueno agradecer a Fernando la ocasión de cerrar mi encuentro con este escrito que se inició el 2005 (tal vez antes) y compartir con él este instante de felicidad.

Santiago, 30 de julio de 2010

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(1) “Fuegos”, Quaderns 177. Barcelona, Colegio de Arquitectos, Abril mayo junio s/a


 


 

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