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Dos críticas más para Pendejo

"Pendejo" de Gonzalo León (Calabaza del Diablo, 2007)

1.- Un pendejo de la transición: entre la patria y el desorden

Escrito por Álvaro García, licenciado en Letras de la Universidad Católica:

Como si el escribir y publicar no solo fuera gastar páginas sobre lo perro-romántica que es la literatura y el arte, Pendejo (Calabaza del Diablo, 2007) del periodista y novelista Gonzalo León nos trae una novela a contracorriente del credo editorial valiéndose de una concienzuda ficción que da cabida a temas despreciados por la buena onda de la posdictadura, optando en cambio por la alegría que no llegó: el desencanto noventero, la falta de credibilidad en la política chilena y la precaria fiesta de codelcos, teletones y democracias.

El drama del pendejo personaje de la novela, muy en la línea de la Picaresca, puede leerse como sigue: ausencia de padre, viaje en orfandad y búsqueda de referentes putativos que reporten autoridad: trabajos, jefes, república literaria y sexo satisfactorio. A los fanáticos de las comparaciones y la intertextualidad podemos señalar que la novela comparte intereses con Electorat y Fuguet, sin embargo la narrativa de León definitivamente no es la épica de su generación. Genéricamente, Pendejo tiene su parentesco más obvio en las Memorias prematuras de Rafael Gumucio. Vale decir, estamos frente a un tipo de narración que se supone autobiográfica o ante una novela de formación que liga la maduración del personaje-narrador-escritor con las vivencias de un país tensionado por conflictos y bochornos político-sociales. Gumucio define en el acto de su escritura el cúmulo de recuerdos de un joven avejentado. León, en cambio, nominaliza con agresividad al prot-ant-agonista de su escritura, llamándolo pendejo por los siglos de los siglos.

En la novela, el pendejo lleva un nombre: se llama “Gonzalo León”, un héroe a la medida de la “patria justa y buena” para nada sapiente et fortitudo. Su lógica es distintiva y contradictoria: egoísta, cruel, divertido, generoso, sensual, borracho, perdedor, ladino, ingenioso, coquero, inteligente, ingenuo, irreverente, resentido, inmaduro, busquilla, miedoso, politiquero, descomprometido, “frágil, doliente, cínico y valiente”. Si mal no recuerdo, Aristóteles en su Poética estableció una clasificación dual y jerárquica de la narración, una alta y la otra baja: tragedia y comedia, donde el corte conceptual se refería a la condición mimética de los personajes. Una “even better than the real thing”, donde los grandes hombres se encuentran en conflicto con sus dioses y el fatum. En la otra, personajes de baja estofa se desenvuelven en circunstancias harto menos honorables. Desde Chile Gregory Cohen, un aristotélico sui-generis, distingue las ficciones (literarias o no) en lo Épico y lo Tonto. La primera es toda aquella narración que posee atisbos de lo sublime, la verosimilitud, la seriedad y sus pretensiones clásicas. La segunda corresponde a lo trivial, lo inmotivado, la comicidad nonsense y la intencionalidad ridícula, familiarizada con las formas delirantes. El roto de Edwards Bello sería un relato Épico y Pendejo sería una novelita Tonta. Lo Épico sin ningún problema puede llegar a ser catalogado de kitsch, a diferencia de lo Tonto, que intenta darle una vuelta de tuerca. En este sentido tomemos cuatro ejemplos venidos del cine, dejando de lado valoraciones cualitativas y dificultades en cuanto a legibilidad. Películas como Takilleitor o El hombre que imaginaba (con guión del mismísimo Cohen) ofrecen un imaginario Tonto, mientras que frente a ellas El ciudadano Kane y El entusiasmo (de Ricardo Larraín) resultan Épicas.

Volviendo a la novela, imaginemos un argumento Épico: si León hubiese optado por convertir a su personaje en filosofo existencialista y músico gótico, como prolongación del lamento de muerte de su abuelo; o que en el lecho de muerte le hubiera prometido convertirse en escritor de realismo social y terminara publicando una versión de Sub-Terra antiglobalización, a la vez que se matrimoniaba con una periodista famosa por reportajes medioambientalistas. Pese a lo burdo y poco imaginativo de esta última ejemplificación, lo que quiero resaltar es la condición prefabricada de gran personaje y las ambiciones clichés que son el riesgo de una mala novela Épica. En cambio “León”, el personaje, desde su pequeña esquina del mundo observa su entorno cotidiano, siempre listo para ridiculizar las relaciones entre amigos y “amigos con ventaja”, para desmitificar las diferencias entre ciudades provincianas y la gran capital, para percibir el fino hilo que se teje entre la política de conferencia de prensa y la política turbia que marca los cambios en el país; además de dejar en claro continuamente que el primero en ridiculizarse es él mismo. En definitiva, optando por apurar la tomatera y los jales en vez de conseguir la descripción sicoanalizable de sentimientos profundos y oscuros.

Entonces, si los dignos personajes de nuestra literatura van, por poner sólo dos nombres, desde el arribista Martín Rivas al reventado Matías Vicuña, ¿por qué no podría existir una versión local cómica de las novelas de aprendizaje? En este round con la tradición, Pendejo se atreve a reunir una serie de anécdotas de orden casi enteramente cronológico que llevan a “León” desde la provincia costera a la capital con la motivación de convertirse en escritor y, con suerte, ser publicado. La estructura del texto explora la conciencia episódica donde todo termina saliendo mal para el héroe, el narrador luser entre tanto no pierde ocasión de hacer observaciones irónicas y de dejar en claro el correlato de sus experiencias: el Chile predemocrático y de la transición.

La juntura entre la picaresca clásica y la moral de cine serie B desarrollada por la novela, nos entrega una narración rápida que utiliza la apariencia burda para pasar su contrabando crítico. El héroe de Pendejo desiste de la sobriedad de la razón, para lanzarse a los bríos de la ebriedad. En esta progresión, las escasas páginas del texto parecieran ser tan solo un resumen de la novela que da con un tono de personaje y no con un desarrollo. En su ritmo elíptico y sincopado, el texto va configurando el retrato perfecto de un pendejo que no puede ser sino tonto, falto de pathos, que llega a provocar un efecto cómico con su mediocridad vital: “Días más tarde, estaré tan volado que en vez de anotar en la postulación al crédito fiscal lo que necesitaba para el año, pondré lo que necesito para el mes. ¿Resultado? Me darán sólo un 5% de crédito y ninguna beca de alimentación”. La comicidad se vale de una escritura conjugada en presente y futuro, donde abundan los saltos-anuncios al futuro (aunque no flashfoward), evitándose la mirada retrospectiva nostálgica, (des)encantada por el pasado y la experiencia; por el contrario, lo que se reafirma es una actualidad siempre colindante con el ridículo, la misoginia y el resentimiento.

Pendejo tiene por fuentes la oralidad, el anecdotario, el gag y también el periodismo en primera persona. No el ideológico, oculto en la información bruta que sostiene la línea editorial de tal o cual diario; más bien la novela trae a la mente el caso de un Hunter S. Thompson tercermundista. “Yo jamás había escrito un reportaje y, en toda mi vida profesional, sólo escribiré dos o tres, uno de ellos sobre los transexuales en pocos meses más”. El pendejo periodista de la novela cuando va a cubrir un reportaje institucional para Codelco termina relatando la bajada de los mineros y participando en sus juergas. Este pasaje nos revela el ajuste de cuentas del personaje con el mundo: en medio de un país a la Juan Pablo Dávila, “León” quiere su happy hour en el festín cuprífero. De este modo concretiza una avidez por el desmadre del carrete, el intento por la supervivencia económica y su deseo por la escritura vitalista.

El periodista termina por enfrentarse a la realidad bajo el signo de no sometimiento a la autoridad laboral, incluyendo los deberes que implican estar en un cargo burocrático (me refiero al capítulo sobre un pueblo de muertos llamado Illapel). “León” pudo terminar convertido en un estudiante eterno, organizando carretes universitarios y relatando el acopio de intercambios sexuales dentro de los campus. Afortunadamente salió de ahí, para darnos la impresión de ser el último exponente de los personajes republicanos que empezaron a terminarse el 73. Aquellos para los que la política y la vida licenciosa van de la mano. “León” partió como joven DC: “La política me gusta y me seguirá gustando, pero ya en otro terreno y no como militante. Con los años seré un crítico del sistema, pero a la vez criticaré a los que critican, lo que me llevará al marasmo y la desidia, en otras palabras, a no votar ni creer en nada ni en nadie”. El aprendizaje político partidista más parece sacado de una película de Woody Allen: juegos sexuales en las dependencias ocupadas por el partido, idas frustradas a celebraciones prodemocracia que terminan en un simple “Chao, gracias”, elecciones universitarias que terminan en un leve y honesto gesto alcohólico. “León” en un ataque de honestidad sostiene que los candidatos a cualquier cosa nunca cumplen sus promesas: “somos los peores, somos unos simples curados –concluyo y pido un par de cervezas”. Al fin y al cabo la educación política de “León” es la de un autodidacta. Alguien que no se vendió por un completo al terminar sus estudios superiores, ni asistió al casting para conducir un show de televisión para los jóvenes de los 90. Su falta de contactos glamorosos (lo suyo son las amistades freaks), propio de los niños-bien, y su desfachatez lo llevan, paradojalmente, a incluso ser objeto de reportaje en uno de esos nuevos programas televisivos “para lolitos democráticos y críticos”.

En la novela lo político puede llegar ser tragicómico, o cuando menos amargo en su ironía. “A Pinochet, el Augusto, no lo derrotamos ni por la razón ni menos por la fuerza. Y eso se lo podremos contar con vergüenza a nuestros hijos, si es que los tenemos”. El Chile maniaco-depresivo, que también saca a relucir sus carencias en el pan y circo, aparece muy bien ejemplarizado en el texto en su observación de la espontánea celebración vecinal, momento que marca la entronización de la, hasta entonces, desconocida Cecilia Bolocco. Son los sucesos de la resaca de la ola democratizadora los que experimenta “León”, pero sin caer en el solipsismo, muy por el contrario, la historia de Chile de los últimos 30 años es lo que mantiene en perspectiva al pendejo opinante. Por ahí en sus páginas corre una generación hija de las vendettas y desfalcos, cuyo eje es la provincia-ciudad.

La valoración de Pendejo se funda en la voz cínica que, como narrador- personaje, se desdobla en el texto y su lenguaje. La ironía recae tanto sobre él como en los demás personajes y las peripecias. Al mismo tiempo en su “casi al pasar”, la novela nos ofrece una apreciación del desencanto particular ante nuestra clase política, los medios de comunicación, las industrias de la educación y el mundo editorial. Estas memorias ficticias pendejas llegan a alentar un relato más político que existencial, hecho que destaca sobre otros intentos narrativos similares. Sin duda son válidas las preguntas que plantea el hablante “León”: ¿por qué se escribe? y ¿sobre qué escribir hoy? Tal vez vale la pena pasar encima de cualquier prejuicio, en última instancia causado por el snobismo chilensis, que desautoriza a autores como Gonzalo León en su insolencia de publicar y merecer atención crítica. La novela termina con el evento de lanzamiento del primer libro de cuentos de “León” escritor. Es ahí cuando él ya no tiene comentario que hacer y calla. Cuando la vitalidad que alimentó la escritura cede y el proceso escritural acaba convirtiéndose en un ítem de vitrina. Entonces el storyteller se da cuenta que el texto pasa a ser parte del mundo, del “dominio público” y de los análisis fundados en la teoría de la recepción. De ahí que el epígrafe de Lihn sobre el terreno baldío sin brillo ni oropel que es la vida cultural en Chile cobre actualidad, convirtiendo a Pendejo en un ejemplo más de los libros con sentido del humor político de los que la seria y empaquetada literatura chilena carece.

2.- Chorito estúpido

Escrito por Corrales(!) en la desaparecida Revista Ronda marzo del 2008:

Un diccionario de lugares comunes, chistecitos que no funcionan y un personaje narrador estúpido por donde lo miren, podría ser el resumen de la última entrega del periodista Gonzalo León. La novela se titula Pendejo y narra en primera persona las aventuras de un pobre huevón de Viña -llamado igual que el autor- que sale del colegio en los tiempos del Sí y el No. Como el texto es terriblemente predecible, el niño es activista del No y politiquiento al peo. Después entra a estudiar ingeniería, se le muere el abuelo con el que vive y se da cuenta de que quiere ser escritor. Para eso se viene a vivir a Santiago a estudiar periodismo, la carrera de los escritores y animadores de televisión. Una vez en la capital el personaje se vuelve más chorito aún, no tiene plata para nada, vive en pensiones, fuma pasta base, va a casas de putas, siente que tiene talento literario y tiene trabajos esporádicos como periodista. La novela está llena de personajes con nombres reales: una ofensa.

La sensación que produce este libro son náuseas, pues está lleno de clichés de adolescentes tirados a rebeldes. Con esto me refiero a que esta novela estúpidamente bien titulada, goza de un sinnúmero de frases del tipo: "la vida es un suicidio a largo plazo, que vamos pagando en cómodas cuotas", "la droga no mata, pero el desempleo, el hambre y la falta de drogas sí"; sólo por mencionar unas pocas de una larga lista de sentencias terriblemente graves, entremedio de unos episodios supuestamente cómicos de putas y pitos, que no vale la pena recordar.

Me extraña que en la editorial donde publican a un grande como Marcelo Mellado, también publiquen un libro tan malo, cuya única virtud está en que se lee rápido: en un ataque de diarrea ya está todo el libro listo. Ni cagando recomiendo su lectura, a menos que un lector profesional quiera ver en detalle cómo se escribe un libro malo.

 

 

 

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