Gabriela
Mistral (Lucila Godoy Alcayaga) (1889 -1957)
DESOLACIÓN
Por Alone
En La Nación, 3 de junio de 1923,
pág. 4
Extraño caso no sólo en nuestra tierra, sino en la historia
de la literatura universal, el de esta mujer que no nació en
cuna extraordinaria y, sin embargo, antes de publicar su primer libro,
tiene por todos los países de su lengua mayor gloria que muchos
grandes autores clásicos.
Su obra ya no puede juzgarse: es ella la que divide y clasifica. Los
que la admiran son "personas que la entienden", quienes
la niegan "personas que no la entienden". Y si alguien quiere
situarse en un punto medio, poner reparos, hacer distingos, de uno
y otro lado lo mirarán con
desconfianza.
Debemos, pues, limitarnos a declarar sencillamente que está
consagrada como un genio, tal vez el primer poeta del habla castellana,
referir algo de su historia para que sirva más tarde a los
críticos y anotar algunas observaciones al margen.
Los escritores profesionales desconfían sistemáticamente
de los concursos y certámenes literarios: sin embargo, de uno
celebrado cien años atrás salió Edgard Poe, camino
de la fama y de otro que tuvo lugar no ha mucho en Santiago, surgió
la autora de los "Sonetos de la muerte".
Dicen que Poe llamó la atención por su magnífica
letra y que los jurados santiaguinos premiaron a Gabriela Mistral
in extremis, sin saber lo que hacían, por no declarar
desiertos los Juegos Florales y fracasada la fiesta. Mejor: significaría
que hay un genio protector de los concursos artísticos, un
espíritu que "sopla donde quiere"...
Antigua maestra rural, totalmente ignorada del público, la
señorita Lucila Godoy enseñaba por entonces gramática
castellana e historia de la Edad Media, en el Liceo de Los Andes y
un rumor de leyenda refiere que no se presentó en el teatro
a leer sus estrofas, porque no tenía como hacerlo en forma
digna, y que habría presenciado su triunfo desde las galerías
populares.
Dejemos a la tradición su poesía, más verdadera
a veces que la realidad.
La flor natural atrajo sobre ella las miradas y todos sintieron curiosidad
por esa mujer oscura, de personalidad fuerte y áspera, encina
bravia que ocultaba celdillas de miel silvestre bajo la corteza. Le
escribían cartas y ella contestaba en papel de oficio, con
una letra enorme y con palabras vehementes. Las revistas estudiantiles
pedíanle versos: ella no tenía ningún inconveniente
en darlos. Amigos de otro tiempo, interrogados por recientes admiradores,
recordaban que, en sus principios, leía mucho y hasta imitaba
un poco a Vargas Vila, a Rubén Darío, a Juan Ramón
Jiménez; contaban sus luchas pedagógicas, su heroísmo
para estudiar sola, contra un ambiente mezquino y hostil, en medio
de pobrezas amargas; y de boca en boca corría la historia de
su amor, el único y trágico: un hombre que se fue, llevó
mala vida, regresó, vióse desdeñado y, tornando
al sitio de su perdición, destapóse los sesos de un
balazo. Aquel suicida era la sombra envenenada que la hacía
cantar, la obsesión que le arrancaba del pecho esos gritos
pasionales, ese ruego insistente, ese sollozo ronco y estremecedor.
Poco a poco su dolor fue ganando los corazones y la figura de Gabriela
Mistral tomaba relieve de medalla.
Decían:
—Es la primera poetisa chilena.
Y luego:
—Es el primer poeta.
Altos personajes se interesaron por su suerte y de Los Andes pasó
a Punta Arenas, como directora de Liceo, de allí a Temuco y
en seguida a la capital: gran educadora, maestra por derecho divino,
las resistencias oficiales y extraoficiales caían delante de
su mérito indiscutible.
Extendíase en tanto, prodigiosamente, su fama literaria, salía
al extranjero, era admirada hasta donde el nombre de Chile apenas
se pronuncia, y la humilde maestra daba lustre al país.
Alguien —no queremos nombrarlo— se creó cierta especie de
reputación atacándola.
La torpeza de la diatriba la hirió profundamente; ella no
pretendía nada, no había publicado siquiera un volumen,
como el más modesto principiante. ¿Por qué injuriarla?
En esta circunstancia debemos ver uno de los obstáculos que
puso, con demasiada obstinación, para publicar su libro.
Pero se ha dicho: "el que se humilla será ensalzado"...
y el renombre que tantos persiguen larga, costosa e inútilmente
iba a buscarla en su retiro; hombres de otro hemisferio se enamoraron
de sus estrofas y consiguieron su autorización para imprimirlas;
por eso esta Desolación, el acontecimiento más
importante de nuestra literatura, apareció editado primero
en Estados Unidos, bajo los auspicios del Instituto de las Españas.
En seguida vino el llamado de México, honor sin precedentes,
sucediéronse las manifestaciones públicas, con asistencia
del gobierno y, cuando Lucila Godoy partió, la multitud se
apretaba en la estación para verla, centenares de niñas
cantaron sus versos y, entre aclamaciones a su nombre, pasó
ella, de abrazo en abrazo, siempre vestida de "saya parda",
austera la cabeza, confusa la expresión.
Ahora la casa Editorial Nascimento ha reproducido Desolación
esmeradamente corregida y aumentada con veinte y tantas composiciones
nuevas, algunas inéditas.
Es un libro de 360 páginas, dividido en siete partes: Vida,
La escuela, Infantiles, Dolor, Naturaleza, Prosa, Prosa escolar y
Cuentos.
En nuestra fantasía vemos otra clasificación.
Una casa se incendia y las llamas suben sobre los tejados, echa al
cielo humareda negra, blanquecina o rosa, crepitan las maderas, caen
al suelo paños de murallas, dejando ver el interior del horno
y todos los matices del fuego; allí una puerta indemne todavía,
allá un trozo de ventana blanco, incandescente, pilastras negras,
como calcinadas, montones de ceniza cálida, y tras una alfombra
ardiente, árboles y flores, que por milagro parecen haberse
librado, se iluminan trágicamente junto a la hoguera.
He ahí el panorama del libro.
La inspiración no lo ha penetrado todo de manera uniforme
y tiene zonas difíciles.
Los que confunden la crítica con la censura sistemática,
los que buscan la pequeña mancha del cristal, desdeñando
el paisaje que trasparenta, encontrarán amplio campo donde
lucir sus pequeñas habilidades. Podrán tacharla de oscura
y retorcida, porque no siempre Gabriela Mistral logra aclarar su pensamiento
y a veces sus lágrimas corren turbias. No es una exquisita
y desdeña, demasiado tal vez, los preceptos de la retórica.
Ella se llama a sí misma "bárbara" y sus predilecciones
van hacia la Biblia, y dentro de la Biblia, el Antiguo Testamento,
el Libro de Job, no aceptando en la literatura moderna el ejemplo
de Francia, heredera de Grecia, sino la novela rusa enorme y algo
caótica, la complicación de las escuelas agrupadas en
torno de Darío y las vaguedades panteísticas de Rabindranath
Tagore y sus secuaces, más o menos teosóficos. No tiene
seguro el gusto, como no lo tenían Shakespeare ni Víctor
Hugo, y cuando retoca suele desmejorar su forma.
Para apreciarla, es necesario impregnarse en su atmósfera
propia, no esperar de ella sino lo que puede dar, saber sus límites
y no querer traspasarlos.
Existe una fórmula de su temperamento, una definición
de su espíritu tan perfecta que parece haber sido hecha a su
medida y presintiéndola: está en la página 102,
capítulo VII, tomo I, de la Historia del pueblo de Israel,
por Ernesto Renán:
Un carquois de fleches d'acier, un cable aux torsions puissantes,
un trombonne d'airain, brisant. Pair avec deux ou trois notes aigues;
voila l'hebreu. Une telle langue n'exprimera ni une pensée
philosophique, ni un résultat scientifique, ni un doute, ni
un sentiment del'infini. Les lettres de ses livres seront en nombre
compté; mais ce seront des lettres de feu. Cette langue dirá
peu de chose; mais elle martel lera ses dires sur une enclume. Elle
versara de flots de colere; elle aura descris de rage contre les abus
du monde; elle apellera les quatre vents du ciel a la 'assaut des
citadelles du mal. Comme la corne jubilaire du sanctuaire, elle ne
servira a aucun usage profane; elle n'exprimera jamáis la joie
innée de la conscience ni la sérénité
de la nature; mais el le sonnera la guerre sainte contre l'injustice
et les appels des grandes panégyres; el le aura des accents
de fete et des accents de terreur; elle sera le clairon de nesménies
et la trompette du jugement.
Hebrea de corazón, tal vez de raza —dejamos el problema a
los etnólogos e investigadores— el genio bíblico traza
su círculo en torno a Gabriela Mistral y la define.
Su acorde íntimo y profundo, lo que llamaríamos la
nota tónica de su personalidad, es un canto de amor exasperado
al borde de un sepulcro.
Allí está ella.
Hablará con ternura delicada de los niños, les compondrá
rondas ágiles, tratará de sonreírles para que
no tengan temor: aún en sus palabras más suaves como
en la fábula del Lobo y Caperucita Roja, se siente la garra
de la fiera y uno experimenta el temor de que espante de súbito
a sus criaturas infantiles con algún rugido.
Irá hacia la naturaleza en busca de apaciguamiento y sabrá
traducir por momentos la armonía universal; cuando la dicha
la visite hablará de paz, de reconciliación y apegada
al oído de Cristo le dirá plegarias de una dulzura sencilla,
aclarada en la fuente evangélica.
Inventará símbolos maravillosos, parábolas y
cuentos llenos de un prestigio antiguo, dejará el verso para
ser más simple y tocará en prosa los lindes mismos de
la perfección artística.
Pero todo eso no es ella.
La fuerza de Gabriela Mistral está en su sentimiento del amor
y de la muerte, esos dos polos de la especie humana.
¡Cómo ama al suicida! Pone a contribución al
mundo entero para buscarle nombres, lo llama, le habla, lo increpa,
se alegra de que esté bajo tierra, porque allá "nadie
irá a disputarle su puñado de huesos", desnúdase
de todos los pudores para gritarle su pasión, lo sigue a través
de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando
recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació,
pide para él la muerte y la obtiene, y luego, loca, incendiada,
pregunta si nunca, nunca más volverá a verlo, ni en
el temblor de los astros, ni en la fontana trémula, ni en la
gruta lóbrega y quiere, ¡oh! no, volverlo a ver, no
importa donde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor,
bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y
ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado
nudo en torno a su cuello ensangrentado.
Es de él "como la casa que arde es del fuego" y
nadie ha tenido acentos como los suyos para decir el espantoso tormento
del amor, para gemir sus delirios, su éxtasis, su desmayo y
llevarlo con voluptuosidad salvaje hasta los brazos de la muerte.
¿Qué voz rogará al oído divino como su
plegaria? Las palabras se atropellan, las imágenes se suceden
y confunden, forman una masa palpitante de ternura y de lágrimas...
mi vaso de frescura, el panal de mi boca. —Cal de mis huesos,
dulce razón de la jornada, —gorjeo de mi oído,
ceñidor de mi veste... Y luego, ¡qué síntesis
suprema del amor! ... amar (bien sabes de eso) es amargo ejercicio;
—un mantener los párpados de lágrimas mojados—
un refrescar de besos las trenzas del cilicio —conservando,
bajo ellas, los ojos extasiados... El hierro que taladra tiene un
gustoso frío —cuando abre, cual gavillas, las carnes amorosas—y
la cruz (Tú te acuerdas, ¡oh Rey de los judíos!)
—se lleva con blandura, como un gajo de rosas... Quiere forzar
la misericordia divina, no se apartará de los pies del Creador
mientras no le haya dicho "la palabra que espero", allí
estará con la cara caída sobre el polvo, parlándole
un crepúsculo entero —o todos los crepúsculos a que
alcance la vida... Fatigaré tu oído de preces y sollozos,
—lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto—, y
ni pueden huirme tus ojos amorosos —ni esquivar tu pie el riego caliente
de mi llanto... Agotada la humildad, vencida, quebrada ante el
trono, levanta la cara y quiere seducir a Dios mismo; pobre criatura,
le ofrece los dones del mundo, la gratitud de la tierra, el deslumbramiento
de las aguas y de las bestias, la comprensión del monte "que
de piedra forjaste" y termina con esa ofrenda más allá
de la cual ya no existe nada: ¡Toda la tierra sabrá
que perdonaste!
Un carcaj de flechas de acero, un cable de torciones potente,
un trombón de bronce que rompe el aire con dos o tres notas
agudas: he ahí el hebreo.
Los acentos de Gabriela Mistral que traspasarán el tiempo,
no dan sino esas dos o tres notas agudas con que los profetas de la
Biblia nos hablan todavía al corazón, a través
de las edades.
Esta lengua no expresará ni un pensamiento filosófico
ni una verdad científica, ni una duda, ni un sentimiento del
infinito. Las letras de sus libros serán contadas; pero serán
letras de fuego. Dirá pocas cosas; pero martilleará
sus palabras sobre un yunque.
Gabriela Mistral tiene una especie de horror a la duda y no conoce
la ironía, la sonrisa ambigua del escéptico; salta de
la carne al espíritu sin detenerse en los matices intermedios;
su filosofía, cuando piensa, disuélvese en las imaginaciones
de la India o los anhelos misericordiosos de la legión tolstoyana.
El resplandor del incendio no ilumina con luz fija ni puede servir
de lámpara a los sabios.
Derramará torrentes de cólera, gritos de rabia contra
los abusos del mundo, llamará a los cuatro vientos del cielo
al asalto de las ciudades del mal. Como el cuerno jubilar del Santuario,
no servirá para usos profanos; jamás expresará
la alegría innata de la conciencia ni la serenidad de la naturaleza;
pero convocará a guerra santa contra la injusticia y los llamados
de las grandes panegyras; tendrá acentos de fiesta y de terror;
será el clarín de los neomenias y la trompeta del juicio.
En el fondo de la poesía de Gabriela Mistral, como en el sentimiento
de toda alma exaltada, se toca la idea religiosa y se encuentra a
Dios. Ella le habla continuamente, lo llama, lo acaricia, se postra
en su presencia y tiene para tratarlo familiaridades augustas y ternuras
suavísimas. Su Dios es el Jehová de la Biblia, pero
que ha pasado por la fronda evangélica. Apela en todo momento
a su amor, pone el perdón por encima de todos sus atributos
y varía al infinito la expresión del mismo pensamiento.
Después de haber definido el genio hebreo, Renán, agrega:
Felizmente, Grecia compondrá un laúd de siete cuerdas
para expresar las alegrías y las tristezas del alma, un laúd
que vibrará al unísono de todo lo humano, un gran órgano
de mil tubos igual a las armonías de la vida. La Grecia conocerá
todos los éxtasis, desde la danza en coro sobre las cimas del
Taigeto hasta el banquete de Aspasia, desde la sonrisa de Alcibíades
hasta la austeridad del Pórtico, desde la canción deAnacreonte
hasta el drama filosófico de Esquilo y los ensueños
dialogados de Platón.
Yeste contraste señala aún más los contornos
de la figura de Gabriela Mistral.
De las dos santas colinas que se alzan a la entrada de nuestra civilización,
el Sinaí y el Olimpo, ella prefiere la montaña fulgurante
y árida donde Moisés habló con Jehová,
entre nubes y truenos: allí reconoce su patria de origen y
desde su cumbre mira con un poco de indiferencia la variedad griega,
la sonrisa serena, la finura del razonamiento, el juego armonioso
de las bellas formas y el sentido de la mesura, regulador supremo
de las ideas y de los actos.
Es el último de los profetas hebreos.
Rubén Darío hizo resonar en nuestros bosques la flauta
de Pan y persiguió a las ninfas que se bañan desnudas
en los ríos; evocó elegancias refinadas, tuvo músicas
leves y breves, insinuó matices fugaces y se enervó
con la alegría exquisita y artificial(1)
. Hijo de los árboles y de las flores, hombre de placer, sólo
llegaba al dolor después de haber agotado los goces de la vida
y se cubrió de cenizas la cabeza, cuando ya el tiempo le había
quitado su corona de rosas.
Gabriela Mistral adora al Dios único, hijo del desierto, al
Dios vengador y terrible que abomina los pecados de la carne. Dios
violento, inmensamente distante de su criatura, Dios solitario y resplandeciente.
En vano levanta y quiere echarle la túnica de Jesús;
se siente detrás su sombra de espanto y en la plegaria insistente
que le dirige, en sus arrebatos de amor por el precito, tiembla sordamente
el miedo de su propia condenación. Se diría que sus
ruegos piérdense, sin hallar un eco.
El nombre de su libro lo revela: Desolación.
Y la elección de las palabras dice constantemente su afán
de intensidad. Todas las expresiones le parecen débiles, busca
el vigor por sobre todas las cosas y se desespera de no hallarlo,
retuerce el lenguaje, lo aprieta, lo atormenta, quiere imitar el acento
de fuego que oyeron los videntes de Israel y que ha quedado en las
letras del Antiguo Testamento. No le importa nada sino eso, la energía,
la máxima energía. Tiende la cuerda del arco hasta romperlo
y lanza la flecha de acero con la loca esperanza de alcanzar hasta
el corazón de la divinidad.
¿Cómo se detendrá ella, la frenética,
delante de las vallas gramaticales o lexicográficas? Se ríe
de los códigos literarios, desentierra términos incomprensibles,
usa verbos inauditos, traspone y altera el significado de las expresiones
habituales, es familiar y bárbara, dispareja y áspera,
siempre en virtud de esa misma obsesión: la persecución
de la intensidad.
Para pintar la oscuridad de la noche hablará de sus "betunes",
porque ese sustantivo está menos usado, menos gastado; dirá
del suicida que no "untó" sus labios de preces y
cuando nombre la herida de su recuerdo la llamará "socarradura"
larga que hace aullar.
Aún esas materialidades que tocan los dos extremos, lo grosero
y lo sublime, pugnando por juntarlos, le parecen flácidas,
"laxas" —otro de sus términos— y en "El suplicio"
se queja de no poder lanzar su grito del pecho. Tengo ha veinte
años en la carne hundido —y es caliente el puñal— un
verso enorme, un verso con cimeras — de pleamar... Las palabras caducas
de los hombres —no han el calor— de sus lenguas de fuego, de su viva
— tremulación... ¡ Terrible don! ¡Socarradura larga
—que hace aullar!— El que vino a clavarlo en mis entrañas —
¡tenga piedad!
Tocamos en esta confesión el origen de las nuevas escuelas.
La sensación repetida cansa el nervio sensitivo, el sonido
que se oye constantemente se hace habitual y deja de percibirse. Necesítase
entonces una impresión diversa, de cualquier naturaleza. Y
después del período clásico, en que el lenguaje
halla su equilibrio, vienen las épocas de decadencia; tras
las notas justas, acordes y armoniosas, resuenan las desproporcionadas,
hirientes y disonantes (2).
La obra heroica consiste en alcanzar la novedad, en rechazar las
viejas vestiduras y vestirse de ropajes intactos, sin salirse del
círculo en que se mueve nuestra comprensión y nuestro
sentimiento, avanzar hasta más lejos por el camino que siguieron
nuestros antepasados, juntar esos dos extremos que parecen contradictorios
e inconciliables: lo antiguo y lo nuevo, lo sabido y lo ignorado,
el pasado y el porvenir.
Allí está la dificultad del arte.
Gabriela Mistral no ha sido la primera en romper con las tradiciones
de la poesía castellana, halló el terreno preparado
por toda una evolución que inició Rubén Darío;
pero ha dado a su obra un sello que la distingue y que está
en la fuerza bíblica, en el amor intenso y único, del
cual derivan todos sus cantos, el cariño a los pequeñuelos
y el sentimiento de la naturaleza, el fervor religioso, los mismos
intervalos de serenidad en que se siente el jadeo del cansancio y
la languidez que dejan los espasmos. Su amor es el sol creador de
mundos, la inmensa hoguera de donde saltan chispas y se derraman claridades,
el que al quebrarse en las montañas y los árboles figura
sombras monstruosas y tiende penumbras delicadas, llega a las cimas,
baja a los abismos, entibia, calienta, incendia, ilumina y deslumhra,
sirve de guía al caminante o lo extravía y lleva al
borde mismo de los precipicios.
No saciada con la pasión terrena, sube constantemente hacia
Dios, lo interroga, imagina la región misteriosa donde habitará
el amado... ¿Cómo quedan, Señor, durmiendo
los suicidas? — ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,
—las lunas de los ojos albas y engrandecidas— hacia un ancla invisible
las manos orientadas? — ¿O Tú llegas después
que los hombres se han ido — y les bajas el párpado sobre el
ojo cegado — acomodas las visceras sin dolor y sin ruido — y entrecruzas
las manos sobre el pecho callado? Y otra cosa. Señor:
cuando se fuga el alma —por la mojada puerta de las hondas heridas
— ¿entra en tu seno hendiendo el aire quieto en calma — o se
oye un crepitar de alas enloquecidas ? ¿Angosto cerco lívido
se aprieta en torno suyo? — ¿El éter es un campo de
monstruos florecido ? ¿En el pavor no aciertan ni con el nombre
tuyo ? — ¿O lo gritan y sigue tu corazón dormido ?
Las almas tímidas, los corazones fríos, pondrán
gesto de extrañeza ante arrebato semejante, dirán que
rompe la armonía del estilo y la llamarán al orden,
a la mesura, a la dignidad conveniente; querrán cubrir con
un velo suave las desnudeces ciclópeas de esos mármoles
de Rodin o Miguel Ángel que han encontrado el don de la palabra;
pero el que alguna vez haya sentido en el corazón la tempestad,
el que haya amado, sufrido y soñado, el que haya entrevisto
siquiera la impotencia de la voz humana para decir ese nudo que echan
a la garganta el amor, el dolor y la muerte, experimentará
con las estrofas de Gabriela Mistral la sensación de alivio
del que estaba ahogándose y sale al aire respirable, del que
iba sólo y encuentra una compañía en el desierto,
del que antes de morir ha divisado un rayo de la eternidad.
Dijo un español que nuestra raza no tenía poetas, que
en la República de Chile sólo nacían historiadores.
Y nosotros le creímos. Acaso era cierto. Como los ríos
que bajan de la montaña recogiendo a su paso todo los arroyos
de los campos, el genio de nuestra especie no ha querido llegar al
océano, sino cuando hubo acumulado caudal de aguas bastantes
para abrir ancho y profundo surco en medio de las más altas
olas del mar.
NOTAS
(1) Un
Rubén Darío, por lo menos, el primero y el más
conocido.
(2) Alusión a Los gemidos
por Pablo de Rokha, que es el caso típico.