Basuras
de Shanghai de Germán Marín
El
basurero centelleante de Marín
Por
Juan Manuel Vial
La
Tercera Cultura, 11 de Agosto de 2007
Aunque
Germán Marín ha sostenido que muchos de los relatos que componen
Basuras de Shanghai están de una u otra forma relacionados
entre sí, es probable que el lector inadvertido no reparare mayormente
en ello, debido a que la sorpresiva variedad de registros distinguible en estas
páginas lo obligará a preguntarse, antes que nada, cómo es
posible que en un libro breve quepan tantas y tan diversas maneras de expresarse
con soltura, humor, agudeza y perfección.
Una posible respuesta
a la pregunta anterior tiene que ver con el estilo narrativo de Marín,
quien, dicho sea
con seguridad absoluta, es el estilista mejor dotado de la literatura chilena
actual: no importa si el autor de Basuras de Shanghai pasea al que lee
por un prostíbulo de San Antonio que vivió sus días de gloria
a causa del toque de queda, o si lo introduce ante un cura calenturiento que bendice
"la carne que glorifica la existencia de El Señor", o si lo obliga
a reparar en una serie de objetos curiosos, como el bidet o el oculatorio, o si,
establecida ya la complicidad con el lector, el
narrador se permite dar curso
a ciertos episodios autobiográficos que hablan de su regreso del exilio
o de su amistad con el poeta Enrique Lihn; no importa, en resumen, adonde quiera
conducirnos Marín, puesto que resulta inevitable no seguirlo a cualquier
parte con sumo placer, en consideración a que su prosa, juguetona a ratos,
ejerce sobre el lector inteligente un tipo de seducción francamente ineludible.
Según
explica el autor, Basuras de Shanghai debe su nombre a cierto castigo que
se aplicaba en la Escuela Militar, los domingos por la tarde, a los cadetes arrestados:
formados en escuadra, los reclutas eran puestos de guata al suelo a recoger cuanta
inmundicia hubiese sobre el patio Alpatacal -"briznas, plumas de paloma,
hebras, palos de fósforo, raíces, bolitas de papel, colillas y otros
residuos que he olvidado"-, debiendo luego almacenar los vestigios en sus
bolsillos como prueba fehaciente de la misión cumplida. El título
de la obra "guarda una estrecha relación con esa tarde de domingo
de los años cincuenta, en que si bien no estaba en el Shanghai de Marlene
Dietrich ni de André Malraux, me sentía lejos de la realidad propia,
en una suerte de tiempo irreal y eterno como era rastrear basuritas en el suelo,
a semejanza hoy de las páginas que he escrito sobre la mesa donde, agachado
en mi giba, selecciono lo que me salve de la nada".
Los personajes
que deambulan por este magnífico basurero literario son, en la mayoría
de los casos, seres agudos y entrañables, como la narradora de aquel estupendo
cuento llamado La Princesa del Babilonia, una madama de burdel sorprendentemente
dotada para el relato oral. También los hay miserables, es cierto, como
los integrantes de aquel grupo de pelafustanes allendistas que, cegados por la
negra envidia, asesinan al ex compañero de armas que triunfó en
la vida a raíz de un exilio dorado en Francia.
Otras veces resulta
evidente que el personaje de tal o cual relato es el propio Marín, aunque
este reseñador no está en condiciones de asegurar si es que acaso
es cierto que el autor guarda en su ropero, junto a la pistola Star, una muñeca
inflable que emula la anatomía de la actriz Linda Florentino. Lo que no
admite dudas, y sí merece admiración, es el estado de ánimo
con que Marín se ubica ante la realidad, ya sea la pasada o la de cada
día: "Chile me resulta desde esa jornada -se refiere al 11 de septiembre
de 1973- un país dudoso de voz aflautada, lleno de ambiciosos, tibios y
asesinos, por el cual no tengo hoy por qué apostar nada pues lo hice ya
en una oportunidad y con una vez basta". Dicho eso, y parafraseando al "sentencioso
de Wilde", Marín fija su posición de tiro en una trinchera
envidiable, desde la cual puede apreciar lo interesante que se vuelve la vida
cuando uno ha dejado de ser parte de ella.