Archivo, memoria y écfrasis en la poesía de Gonzalo Millán[1] Por Wolfgang Bongers Publicado en "Interferencias del archivo:
Cortes estéticos y políticos
en cine y literatura"
Argentina y Chile
Serie
Romania Viva, Volume 19.
2016
La escritura ya no reside en ningún lado, está absolutamente de más. ¿No será en
este límite extremo donde comienza de forma real «el arte», «el texto», todo lo que
el hombre hace «para nada», su perversión, su dispendio?
Roland Barthes, Cy Twombly (1979)
I
Una visita al estudio, Virus
Todos tus títulos son nombres
de cuadros. Hay cantidades
de traiciones discretamente
dispuestas contra las paredes.
Otros desafíos en los atriles
esperan aún a medio terminar.
Creo en tus lienzos en blanco.
Según Grinor Rojo, “(d)os líneas parece haber seguido la producción poética de Gonzalo Millán hasta la fecha: una línea objetivista u “objetalista”, como dijo alguna vez Jaime Concha, y otra personal y casi, al menos en ocasiones, se diría que confesional” (Rojo, 2005) Estas dos líneas confluyen en el archivo Zonaglo, proyecto constituido por alrededor de 15.000 fichas de todo tipo, artefactos indefinidos entre palabra, imagen y objeto, reunidos y montados durante veinte años, entre 1986 y 2006, el año de la muerte de Millán.[2] En la presentación del film que hicieron Pinorra y Diego Aguirre con las fichas de Millán, en 2008, Alejandro Zambra señala: “El archivo consta de bocetos o montajes en que aparecen fotografías coloreadas, avisos de prensa, números de teléfono, versos sueltos, referencias bibliográficas, homenajes, cuestionarios, chistes privados, recordatorios, direcciones, planos, etiquetas de yerba mate” (Zambra, 2008) El archivo Zonaglo es, entre otras cosas, la materialización en serie de una vida con estos objetos, cotidianos y extraordinarios, y un “registro de la búsqueda de un lenguaje gráfico-visual que se inventa a sí mismo a medida que se expresa (...), su característica central reside en la repetición y variación de signos e imágenes que transcurren en el tiempo” (Leal, 2001: 114) Zambra menciona el doble estatus de estas cosas a medias: “Las fichas, en un sentido, constituyen el reverso de la poesía de Millán, pero esta afirmación es, desde luego, engañosa. El poema no es una ficha pasada en limpio, ni mucho menos. Son facetas distintas y sólo a veces antagónicas de un desarrollo mayor.” Archivo y poesía van de la mano, están siempre a medias, entre la palabra y la imagen, entre el boceto y el poema: “alternar la poesía visual con la poesía tradicional era como escribir con ambas manos. Pero no es la mano izquierda la de las fichas y la derecha la de los poemas; verlo así sería falso, pues la idea era, más bien, que una mano confundiera a la otra, que las palabras dibujaran y los dibujos escribieran. Lo que ambos aspectos de la obra de Millán tienen en común es, fundamentalmente, el temblor, la huella de lo intraducible” (Zambra, 2008) Esta huella está inscrita en el archivo como "sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados” (Foucault, 2001: 221) o, si ampliamos la definición epistemológica de Foucault hacia la dimensión ética que le da Agamben: el “sistema de las relaciones entre lo no dicho y lo dicho”, tomando en cuenta la función del enunciador: “El archivo es, pues, la masa de lo no semántico inscrita en cada discurso significante como función de su enunciación, el margen oscuro que circunda y delimita cada toma concreta de palabra. Entre la memoria obsesiva de la tradición, que conoce sólo lo ya dicho, y la excesiva desenvoltura del olvido, que se entrega en exclusiva a lo nunca dicho, el archivo es lo no dicho o lo decible que está inscrito en todo lo dicho por el simple hecho de haber sido enunciado, el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo.“ (Agamben, 2005: 151)[3] Millán, en su búsqueda constante de dar cuenta de su vida como sujeto real, como exiliado chileno y pensador antitotalitario, como poeta y artista autorreflexivo y, por ende, político, abre con el archivo Zonaglo un territorio de enunciados pre- o “proto”-semánticos de lo decible que permiten realizar enunciados múltiples, procesados en configuraciones insospechadas y novedosas entre escritura y visualidad.
Por otro lado y desde su título, los poemarios Claroscuro (2002) y Autorretrato de memoria (2005) se inscriben decididamente en una zona intermedial: una intersección entre una calidad espacial y una calidad visual, entre técnicas pictóricas y mecanismos representacionales que nacen en el Renacimiento (Leonardo, Tizian, Tintoretto) y que encuentran su perfección en la iconografía barroca (Caravaggio, Rembrandt, Zurbarán). El tenebrismo pone en escena el juego entre el primer plano y el fondo, entre la luz y la sombra, la claridad y la oscuridad (día/noche, vida/muerte). Es una operación representacional que luego se desplaza de la pintura a la fotografía en blanco y negro, y se refleja también en la estética cinematográfica del expresionismo y del cine negro. Pero hay otro plano en Clar-o-scuro: la “o” es final y comienzo de la palabra, separa y conjuga en forma circular, sin fin. Es un anillo simbólico-mitológico-mágico que, desde su lugar intersticial, une palabras, imágenes, ideas, tiempos y espacios.[4] Refleja, en este sentido, el trabajo poético de Millán en poner en tensión la palabra visible, significante, y la imagen invisible, en una figura retórica: la écfrasis. Por otra parte, el autorretrato del artista, otra invención del Renacimiento y una variante ecfrástica sobre la persona del poeta, es llevado a la desfiguración en la poesía de Millán. En lo que sigue, me propongo inscribir estas formas de la écfrasis como estrategia poética y paradójica en el archivo Zonaglo, esa interzona de creación e imaginación entre arte, vida y política.
II
En Picture theory (1994), W.J.T. Mitchell elabora el concepto “imagetext” como una figura teórica de la heterogeneidad de la representación y el discurso, y parte del marco conceptual del giro pictórico (“pictorial turn”) que intenta dar cuenta de los regímenes de espectáculo, vigilancia y control ejercidos a través del cine, la televisión y el ciberespacio en la construcción de nuestros mundos y realidades.[5] Las relaciones iconológicas e interdiscursivas corresponden, en este sentido, a una contextualización cultural y epistemológica de figuras heterogéneas entre imagen y texto, de suturas entre lo imaginario y lo simbólico. Se trata en todo caso de un espacio de tensión y transformación dialéctica en el que se pueden discernir tres variantes de contacto e interacción entre el plano verbal y el plano visual: “imagentexto” (obras compuestas o sintéticas como la poesía visual, la obra de William Blake, el cine sonoro); “imagen-texto” (diversas relaciones entre lo visual y lo verbal: ilustración, explicación, sustitución, complementación, multimedialidad); “imagen/texto” (ruptura entre los dos planos en figuras de contradicción, oposición, escisión, separación, deconstrucción, por ejemplo en obras de Andy Warhol, Cy Twombly, Bill Viola o Gary Hill —en el contexto chileno podemos mencionar a Eugenio Dittborn o Alejandro Jodorowsky— o en el cine moderno y experimental de Duras, Godard, Marker, Straub o Snow). Mitchell sostiene que casi siempre se dan todas estas variantes de interacción, pero en muchos casos prevalece uno de ellos.[6] Según Mitchell, y en sintonía con Deleuze, la oposición palabra-imagen es un a priori histórico que hace imposible la unificación o la estabilización del campo de la representación bajo un código dominante en estructuras miméticas o semióticas, en categorías como la escritura, la estructura, el discurso o la comunicación.[7]
La écfrasis es, según una definición general que retoma Mitchell (1994: 152), “la representación verbal de una representación visual” y, con esto, principalmente una forma de la relación “imagen-texto”: el texto presente representa la imagen ausente. No obstante, esta aparente simplicidad implica ciertas dificultades que nacen precisamente con el estatus insoslayable de la figura discursiva presente/ ausente. Para el crítico norteamericano Murray Krieger, la écfrasis es, por lo tanto, un “acertijo teórico escurridizo y burlón”, por su función compleja de reproducir una realidad ausente. Krieger destaca varias formas evolutivas de la figura clásica entre palabra y representación: el epigrama de la tradición griega antigua que originalmente describe o reescribe con pocas palabras un objeto, un regalo, o una obra de arte cuya primacía era evidente; la écfrasis como forma de equivalencia entre el lenguaje y el objeto (ausente); y, por último, el emblema renacentista como forma absoluta del principio ecfrástico que corresponde al neoplatonismo reinante de la época, siendo una “analogía superior y menos mundana que las desdeñables artes del signo natural” (Murray, 2000: 154) que provoca la interacción de lo visual y lo verbal en productos extrañamente híbridos. Considerando el vasto contexto de la lánguida disputa sobre la fórmula horaciana ut pictura poesis —con sus orígenes en unas frases de Simónides, y en la que Lessing y su Laocoonte (1766) juegan un papel central (Markiewicz 2000)— el “poema como emblema, bajo el principio ecfrástico, busca crearse a sí mismo como su propio objeto intrínsico” (Murray, 2000: 159), y por lo tanto es un “juego verbal que defiende y que reconoce la incompatibilidad del tiempo y el espacio, reuniéndolos al mismo tiempo en la ilusión de un objeto marcado por su propia ausencia sensible” (Murray, 2000: 160).
Esta condición paradójica de la ilusión ecfrástica es retomada por Michael Riffaterre en un ensayo en el que considera la écfrasis un tropo sinónimo de la hipotiposis: una descripción tan llamativa y sugestiva que uno se creería en presencia del objeto mismo. La figura corresponde al mecanismo del trompe l’oeil en pintura, prefigurado en la anécdota de la competición entre los pintores griegos Zeuxis y Parrasio en su creación de efectos de realidad en sus cuadros, relatada por Plinius el Viejo en su Naturalis Historie 1, capítulo XXXV (siglo I DC), y perfeccionado en la arquitectura y la pintura barrocas. Ahora bien, Riffaterre le da otra vuelta al estatus de la figura y señala que la “mimesis doble” de la écfrasis está más cerca de la ilusión referencial del lenguaje que de la auténtica reproducción del objeto. De ahí, la écfrasis adquiere varias formas textuales; como crítica histórica es un análisis formal de una obra existente, mientras la écfrasis literaria inicia un juego con la ausencia del objeto descrito, suponiendo una obra real o ficticia. “(L)a écfrasis tiende a seleccionar todo aquello que el cuadro excluye” (Riffaterre, 2000: 164) y se nutre, según el esquema desarrollado por el crítico en Semiotics of Poetry (Riffaterre, 1978), de estrategias retóricas, sistemas descriptivos, y derivaciones hipogramáticas. La “sustitución de la descripción por el discurso hermenéutico” —aquí le sirve de ejemplo la poesía de Paul Claudel— apunta a una intención oculta de la obra, tomando en cuenta la existencia del autor, artista o creador para “salirse del marco”. Otro recurso sería la abstracción en grandes imágenes de enorme simplicidad —como en Los faros de Charles Baudelaire— para llegar a una derivación tautológica; o se emplea la ilustración como derivación del texto literario en exemplum. Riffaterre insiste en que los sistemas descriptivos desviados de toda representación objetiva, transformados en códigos discursivos, traducen las interpretaciones preconcebidas o dictadas por un a priori, un telos genético de la escritura ecfrástica por las exigencias del género:
lo que determina la representación no es la obra representada, la cual, en realidad, no es tanto el objeto como el pretexto de aquélla. (...) en modo alguno se puede definir la écfrasis literaria como una lectura, pues lo que descifra en primer lugar no es el cuadro sino su espectador. Es la interpretación del espectador (del autor) lo que dicta la descripción, y no a la inversa. En lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la écfrasis lo impregna y lo tiñe con una proyección del escritor -o más bien del texto escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación del texto del pintor y del intertexto del escritor. (...) como toda literatura, el objeto ilusorio que aquélla nos presenta —objeto de una inversión en el sentido psicoanalítico— reproduce el estado de ánimo del sujeto que mira. (Riffaterre 2000: 174)
Para ejemplificar su noción de écfrasis Riffaterre comenta las aproximaciones literarias a la Venus con organista de Tiziano en un texto de Claudel, que destaca la espiritualidad católica del cuadro, y de Philippe Sollers, quien habla del erotismo, de la paráfrasis de la intriga, y la prefiguración del desenlace narrativo en la obra pictórica. Riffaterre señala un equilibrio inestable: el cuadro no gana, y el texto no pierde. La écfrasis, finalmente, sustituye el cuadro por un texto en lugar de traducir la pintura en palabras: “las representaciones pictóricas permiten infinitas asociaciones de ideas, pero, a menos que traduzcan historias, mitos ya presentes en el sociolecto, les falta la reversibilidad y la semiosis ilimitada de los signos verbales” (Riffaterre 2000: 182)
Mitchell, a su vez, destaca tres momentos ideológicos de la écfrasis: la indiferencia ecfrástica en la convicción de la imposibilidad de una écfrasis literaria; la esperanza ecfrástica en la idea de que la literatura “nos hace ver”, derivada de la discusión sobre la fórmula ut pictura poesis; y, por último, el miedo de écfrasis (miedo de castración) en la resistencia a la promiscuidad peligrosa que lleva al imperativo de la diferencia y los límites absolutos entre los medios visuales y verbales, tal como lo ejerce programáticamente Lessing en su Laocoonte. Mitchell contextualiza la écfrasis en los ideologemas de lo otro y de la alteridad en oposiciones semióticas —representación simbólica e icónica, signos convencionales y naturales, modalidades temporales y espaciales, medios visuales y auditivos— para clasificar éstas como alegorías de poder y mecanismos de valorización, disfrazadas de metalenguaje neutral. Para el crítico, no existen características textuales específicas que puedan ser asignadas a la écfrasis, no habría diferencia entre la descripción de cuadros o estatuas y la descripción de otros objetos. Las distinciones entre descripción y narración, entre la representación de objetos y de acciones, entre objetos visuales y representaciones visuales, se establecerían únicamente a nivel semántico: la écfrasis y la iconicidad verbal son características independientes; desde un punto de vista semántico, no habría diferencias esenciales entre textos e imágenes, sino más bien entre los medios visuales y verbales a nivel de los tipos de signos, formas y materiales de representación usados según las tradiciones institucionales. Desde esta perspectiva, la écfrasis se convierte finalmente en el principio literario que tematiza lo visual como lo otro del lenguaje, y que pone en escena la relación del sujeto que ve y habla con lo “otro” en el objeto visto. Es una interarticulación de alteridades en la relación entre el sujeto hablante/ vidente y los destinatarios de la écfrasis. Se crea una circulación receptiva de la descripción ecfrástica en las relaciones yo/otro, texto/imagen. Para Mitchell, el intercambio ecfrástico alcanza el estatus antropológico de una praxis social. A través de la lectura de varias versiones ecfrásticas de la Medusa de Leonardo Da Vinci[8] (Wallace Stevens, William Carlos Williams, Shelley), Mitchell identifica esta figura en el contexto histórico de la Revolución francesa en su doble faz: emblemática para los agentes revolucionarios, fantasmática para la reacción y el conservadurismo; y, siendo una representación original de la poesía ecfrástica como escena monstruosa, petrificante y castrante (según la lectura freudiana), es una paradoja representacional de una cabeza que después de haber sido cortada se convierte en escudo protector de Atenea, la égida.[9] Con todo, la écfrasis, en la lectura de Mitchell es la clave de la diferencia dentro del lenguaje ordinario y literario al enfocar la interarticulación de contradicciones perceptivas, semióticas y sociales en representaciones verbales.[10]
Agudelo (2011) sintetiza las teorías de Mitchell y Riffaterre, y comenta varios abordajes de la écfrasis en el contexto contemporáneo de la crítica literaria. Concluye identificando tres tipos de écfrasis: la “ecfrasis mimética, la cual se puede definir como una traducción real del objeto descriptivo, pues hay en ella una especie de suplantación o reproducción de la cosa. La segunda es la ecfrasis interpretativa, una traducción en la que el observador-descriptor pone en juego su carácter crítico y, por tanto, ofrece una interpretación. Esta es la que, según nuestro parecer, dado su carácter atributivo, sería la más empleada en la crítica de arte, aunque los críticos no sean conscientes de ello. Finalmente, la ecfrasis recreativa es la que podríamos llamar, sin atisbos de duda, la ecfrasis propiamente literaria.” (90) Esta última variante de la écfrasis es, sin duda, una forma más asociativa, abierta, “intertextual y transtextual” que permite “hablar a partir de la cosa” (ibd.). Sin embargo, en esta clasificación se omite el peso ideológico que Mitchell le confiere a la écfrasis como intervención perturbadora en el propio lenguaje. Por tanto, me parece relevante subrayar su estatus como figura intermedial y fuerza de resistencia a las clasificaciones tradicionales entre las artes y disciplinas, y, a partir de ahí, destacar el giro epistemológico y la crítica al régimen representacional que provoca. En este sentido, Mariniello (2009) identifica la intermedialidad como paradigma conceptual de una nueva literacy. Al comentar un texto de James Cisneros sobre las implicancias políticas de la écfrasis como sistema figurativo y la intermedialidad como nueva práctica discursiva, Mariniello dice: “Como la ékphrasis, la intermedialidad habita una temporalidad compleja donde muchos medios están copresentes de manera anacrónica y el sujeto ya no es soberano, la intermedialidad se convierte, entre otras, en el lugar a partir del cual se miran las ruinas del universo moderno” (67) Millán es un artista y poeta cuyo trabajo poético opera en el intersticio entre palabra, imagen y objeto para crear figuras intermediales como la Ecfrasis.[11]
III
Transparencia de la Santa Mariposa (3)
La transparencia está fija en la pantalla
como una alucinación sumisa
o dócil espejismo.
La santa salta de la luz a las tinieblas
una y otra vez avanza y retrocede
de las tinieblas a la luz gira
en el carrusel de la luz a las tinieblas.
Va y viene de la máquina de la sala
del claustro de los Bojes al Museo Fabre,
del simulacro a la blanca y vacía pantalla.
Permanece allí quieta por un rato
desplegándose temblorosa.
El manto púrpura que la envuelve
con sus sangrientos lazos
le da alas de dañada mariposa.
(Millán 2002: 15)
Desde el título, este tercer poema de Claroscuro se inscribe en la paradoja representacional de la écfrasis. La transparencia es en primer lugar una calidad visual ambigua, correspondiendo a la diafanía como cierta invisibilidad del objeto: difumina la luz y produce imágenes borrosas e imprecisas, con el fin de ver otra cosa a través del objeto representado. La transparencia remite al mismo tiempo e inevitablemente a una cualidad técnica, reproductiva, la diapositiva, que ya aparece en el título de esta primera parte del libro: “Zurbarán: Diapositivas de Santa Águeda”.[12] En el poema, Millán remite a la situación receptiva y reproductiva de la imagen en la pantalla de la pared blanca e inicia desde el primer verso un juego vertiginoso de sustituciones fantasmáticas. La misma metamorfosis de la Santa Águeda —patrona de las nodrizas y auxiliadora de la lactancia en la Iglesia Católica— en Santa Mariposa, iniciada en el título, es otro elemento del mismo juego, ya que sólo a través del mecanismo del proyector, “la santa salta de la luz a las tinieblas”, “avanza y retrocede”, “gira/ en el carrusel de la luz a las tinieblas” En el centro del poema leemos por fin: “Va y viene de la máquina de la sala/ del claustro de los Bojes al Museo Fabres,/ del simulacro a la blanca y vacía pantalla.” La Santa reproducida salta, vuela y posa de esta manera entre los dos lugares de ubicación del cuadro original: por un lado el claustro de los Bojes del antiguo convento cartujano de la Merced Calzada —hoy día el Museo de Bellas Artes de Sevilla— para el que fue probablemente pintado por el maestro Francisco de Zurbarán (1598-1664), y en donde se proyecta la imagen de la Santa en una sala; y, por otro lado, el lugar de exposición permanente del cuadro en la actualidad, el Museo Fabre de Montpellier. Por lo tanto, Millán construye en su poema una situación de contemplación paradójica: mira el cuadro en su lugar de origen, pero reproducido como diapositiva en una pantalla blanca, situación que provoca desplazamientos continuos y transformaciones perceptivas entre sus apariciones y desapariciones giratorias en el carrusel de la máquina: “Permanece allí quieta por un rato/ desplegándose temblorosa./ El manto púrpura que la envuelve/ con sus sangrientos lazos/ le da alas de dañada mariposa.” El mecanismo representacional del cuadro tenebrista, su juego entre luz y sombra que enfatiza los rasgos caritativos y de mártir de la Santa, se desdoblan —como las alas de la mariposa— poéticamente en la secuencia serial de la reproducción entre luz y tinieblas, entre texto e imagen, entre tiempos y espacios diferentes que provoca el simulacro de un movimiento de temblor del manto púrpura, de las alas de mariposa. Dice Francisco Leal en su ensayo “Claroscuro de Gonzalo Millán (Primera lectura)” acerca del poemario: “la radicalidad del libro de Millán reside, en parte en que incorpora la figura [de écfrasis] a la vez que la traspasa: es una mirada que se instala desde la reproducción de un cuadro, pero se traslada a diferentes y plurales escenas” (Leal, 2006) Siguiendo a las consideraciones de María Inés Zaldívar sobre la écfrasis y la relación de la mirada con la escritura en la poesía de Gonzalo Millán (Zaldívar, 1998), Leal apunta a la mirada “deleitándose en el detalle” y las secretas relaciones entre el contenido y su forma, entre el tema y su soporte. Claroscuro es un libro de “apuntes o croquis en torno a estas representaciones visuales”, en los que el “gesto de situar este libro en un espacio de compleja intersección donde se cruzan distintos y a veces irreconciliables códigos habla de la precariedad misma del acto de escribir” En este sentido, y aquí cito un pasaje más extenso del análisis de Leal,
lo que hace Millán es analogar la diapositiva y su proyección con el acto mismo de la escritura ecfrástica: la pantalla en blanco o la superficie donde se proyecta es la página, el deseo de la escritura ecfrástica. Pero la analogía también implica la precariedad de la escritura: la mirada como momento se fija “como una alucinación sumisa o un dócil espejismo”, y desde ese punto de fijación sucede el titubeo: el deseo de la mirada es proyectar sobre la hoja la imagen de un cuadro, hacer del poema un cuadro. Pero la lucidez de Millán está precisamente en situar la mirada en el centelleo de la diapositiva, en ese aparecer y desaparecer donde la imagen sólo “permanece allí quieta por un rato desplegándose temblorosa”. Como todo espejismo, la imagen se desvanece y sólo queda su rastro como fracaso: la pantalla donde se proyecta la diapositiva quedará en blanco como quedará en blanco también el acto de hacer del poema un cuadro. Sin embargo, pese a que la imagen desaparece, quedan las huellas o sus resonancias: las marcas del fracaso de alcanzar esa imagen. A partir de esa imposibilidad de retener una imagen pictórica con palabras Claroscuro empieza a escenificar no sólo las imágenes sino también las impresiones e imprecisiones que estas imágenes van provocando. (Leal, 2006)
Con todo, Millán escribe metapoesía, mueve al centro de su reflexión poética el acto de escribir y su relación con la imagen. Cuando Riffaterre dice que “en lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la écfrasis lo impregna y lo tiñe con una proyección del escritor —o más bien del texto escrito sobre el texto visual”, Millán es muy consciente de esto y pone en escena la ilusión ecfrástica, esta relación paradójica de proyecciones mutuas entre texto e imagen. Recordando el concepto de écfrasis elaborado por Mitchell, la figura funciona como clave de la diferencia dentro del lenguaje y enfoca la interarticulación de contradicciones perceptivas y semióticas. Sin embargo, Millán aquí lo hace poéticamente, o sea, aplica mecanismos literarios que permiten VER en la Santa mártir una mariposa dolida que, sin embargo, traspasa los límites temporales, espaciales y figurales ENTRE texto e imagen.
Los diez poemas que le siguen a “Transparencia de la Santa Mariposa” en la primera parte del poemario son, en consecuencia metapoética, divagaciones y reflexiones sobre la figura de la Águeda y su representación, varios de ellos breves versos desconcertantes sobre la génesis del cuadro, dudas planteadas desde una escritura incierta. Sobre todo “Preguntas y notas” pone en escena esta duda persistente que se despliega incontrolablemente: “-¿Es acaso Santa Águeda una margarita de la cartuja?/ -Olvidar el pecho es un ejemplo difícil de seguir/ hasta para un monje mercedario./ -¿Tentarán a alguien todavía estos dolorosos pechos?/ -¿Conviven en un mismo pecho crueldad y dulzura?/ -Un solo pecho es un círculo vicioso./ Dos pechos, una infinita lemniscata./ Una cinta rosa en forma de ocho/ y los dos pezones como dos ejes” (Millán, 2002: 18) Como dice Leal, la “voz del poema trazada en ese después (de la mirada) suspende la posibilidad ecfrástica y se instala en sus necesarias preguntas, en sus condiciones de posibilidad” El poema, como praxis crítica y social, se convierte aquí en “lugar donde el arte empieza a hablar y a interrogar, empieza a atravesar con preguntas nuestra experiencia” (Leal, 2006) Con ello, se distancia del principio ecfrástico, lo deconstruye y lo disuelve.[13]
IV
En la segunda parte del poemario, Millán entabla un diálogo poético con varios cuadros del maestro mayor del claroscuro. Pero tampoco aquí se trata de obras originales, sino de “Postales de Caravaggio”.[14] Los trece poemas cortos que se dedican a la Santa Magdalena en éxtasis (1606) y los nueve que se circunscriben al Baco (1598) generan sorprendentes miradas metafóricas y entramados biográfico-artísticos, pero no alcanzan la densidad metapoética de la “Transparencia de la Santa Mariposa”, ni la complejidad de la serie de los poemas sobre el Narciso del Palacio Corsini que les sigue.[15] Aquí, Millán vuelve a una estrategia metapoética que pone en jaque el mismo principio ecfrástico. En el primer poema, “La letra inicial” es decir antes de entrar en la compleja trama simbólico-semántica del mito en otros poemas, Millán describe “una cifra simétrica/ compuesta por dos cuerpos desdoblados” que conforma “una mayúscula letra D/ un arco corporal cerrado como una hebilla, el lazo de una ilusión alegórica” (Millán 2002: 51). En este “imagen-texto” se entrelazan los dos planos, el verbal y el visual, por un desplazamiento de la escena original —Narciso y su reflejo en el agua— al material de la escritura, en otras palabras: el cuerpo de Narciso se transforma en cuerpo alfabético, la letra D, desdoblada, reflejada en el espejo entre imagen y texto; sin embargo, siempre e irremediablemente es una “ilusión alegórica”. En los 16 poemas que componen esta serie, el reflejo quebrado y el fracaso representacional son las figuras centrales, llevadas a cabo en una escritura a tiento, consciente de su paradójica reescritura del mito a la que se aproxima Millán a partir del segundo poema, “El Reflejo”: “Yo soy la imagen que jamás se borra,/ soy el reflejo sobre las eternas aguas,/ soy el rostro de todos y de nadie/ flotando en las ondas,/ soy aquel semblante inmóvil,/ a pesar del movimiento” (Millán 2002: 52)
¿Quién es este “yo”? ¿El poema? ¿El poeta? ¿Narciso? ¿La escritura? ¿La imagen? ¿El reflejo? El reflejo como poema, el reflejo como imagen, desplazado y diferido a través de la interzona de lo decible y no dicho del archivo. Leal señala que el “mito de Narciso, como lo escribe Millán, mostraría estas dos caras: la imposibilidad de la representación como identificación y la dificultad de que el objeto artístico se manifieste como originalidad o suceso identitario? (Leal, 2006) El Narciso de Millán es otra figura metapoetica[16] que constantemente pone en escena el deseo y el fracaso ecfrástico.[17] En el tercer poema, “Las Aguas”, leemos: “La letra muerde como un lagarto/ escondido entre las frutas/ y sin embargo volvemos al cuadro/ buscando siempre nuestro reflejo/ como si la pintura fuera la sombra/ fascinante de un ojo de agua.” Y el penúltimo poema de esta serie, “La firma”, habla del Narciso como “cifra compuesta para cegarse/ con la propia admiración:/ “el rostro que miro es mi propia firma en el agua”./ Mi firma nada/ como un pez en la sangre del bautista.” Estos versos encuentran inmediatamente su eco en el último texto de la serie, “Caravaggio ante un espejo”: “Es mi propio rostro/ la firma que miro en el agua./ Es mi propia firma/ el rostro que miro en el agua./ No sé si estoy iluminado o ciego./ Ya no veo otra cosa que no sea yo mismo.” La identificación total entre “imagen” (rostro), “yo” (firma) y el medio representacional (agua), hace imposible la distinción entre enunciador y enunciado. Es un acto puro de enunciación poética que nace en y con el archivo Zonaglo: “(...) cada representación es la sombra o la ejecución de un temblor que no claudica en decisión ni se silencia en duda. De ahí la necesidad intransable de que el trabajo plástico de Millán se presente en series: una sucesión de trabajos similares y distintos, donde una ficha remite (de “remitente”, como si entablaran un diálogo secreto) a otra, a la anterior, a la siguiente, a la subsiguiente, anulando —a lo menos ensombreciendo— cualquier intento de unidad, sustancia o identidad”. (Leal, 2001: 112) De esta manera, las imágenes de Zurbarán y Caravaggio, el sistema ecfrástico de Claroscuro, forman parte del Archivo. La serialidad de los objetos e imágenes del Archivo Zonaglo es el reverso de la firma personal que desaparece en el ojo de agua del yo, y hace que la función enunciativa de una subjetividad poética se despliegue en múltiples constelaciones de formas, combinaciones y espacios nuevos, puestas en marcha, por ejemplo, en deslumbrante una versión audiovisual de Pinorra y Diego Aguirre.[18]
V
La articulación entre texto e imagen y entre archivo y memoria en la figura paradójica de la écfrasis me llevan, para concluir, a reflexionar sobre dos relaciones presentes en la última obra que Millán publica en vida: Autorretrato de memoria (2005), segundo libro, después de Claroscuro, que se propone tensionar poesía y pintura, escritura y visualidad. La primera es la relación entre autorretrato e imagen, y la segunda entre imagen y memoria. No apunto a una lectura que ponga el acento en el sujeto hablante[19] y prefiero hablar desde el archivo como esa materialización en serie de una vida en 15000 fichas, un archivo del cual forman parte, en cierto sentido, las obras de Caravaggio y Zurbarán, como los autorretratos de Durero y Francis Bacon. Archivo y poesía, como dice Zambra, siempre van de la mano, están siempre a medias entre palabra e imagen, entre boceto y poema. En este sentido, me propongo dejar afuera la Relación personal del sujeto-poeta Millán.
La relación entre autorretrato e imagen se impone ya desde la portada del libro donde figura la palabra “autorretrato” del título del poemario, acompañado por una fotografía que representa al poeta Gonzalo Millán —serio, pensativo, entrecejo fruncido, con mirada inquisitiva dirigida al infinito— al estilo de un autorretrato tradicional. El autorretrato, entonces, podría entenderse, por un lado, como sinécdoque de toda imagen: es una figura clásica de la representación, ejemplificada cabalmente en esta portada. Por otro lado, se trata de una imagen específica de la pintura y la fotografía occidental cuya historia comienza con la Edad Moderna y con la invención de la subjetividad: es un autoanálisis artístico en el que el artista ya no solo retrata por encargo a los demás sino en el que pasa a retratarse a sí mismo como artista, como sujeto moderno, orgulloso de su profesión y autoconsciente de su propio valor; los autorretratos de Durero —en secreta sintonía con lo que vemos en la portada del libro de Millán— son el ejemplo emblemático. Como señala Fernando Pérez en su análisis del poemario, “auto” es “signo de una coincidencia entre ejecutante y objeto representado”. (Pérez 2010)
Sin embargo, si pensamos en la complejidad del trabajo poético de Millán, este montaje del autorretrato es, al menos, sospechoso: ¿no es demasiado tentador relacionar el autorretrato imaginado y presentado aquí con la cultura renacentista, subjetivista, inocente? Los primeros versos del libro parecen confirmar la sospecha: “Disimula una lucidez dudosa/Bajo los lentes ahumados”. Se produce un quiebre lógico, una deformación inicial en estas primeras palabras que también nos remiten a la figura del Narciso de Claroscuro, el “Caravaggio ante un espejo”, en el que imagen, firma y representación se vuelven indiscernibles en su enunciación. La portada de Autorretrato de memoria es una trampa, es la puesta en escena de un autorretrato dudoso que ya no será posible en la escritura de Millán, pues es ella la que desenmascara la escenificación narcisista de la portada. En este sentido, estamos mucho más cerca de los autorretratos de Francis Bacon que de los de Durero. Todo el poemario es un acto de desfiguración del autorretrato. Estos textos y figuras practican el autoanálisis de un artista moderno, inaugurado tal vez con A Portrait of the Artist as a Young Man, publicado primero como serie en la revista The Egoist durante 1914 y 1915, antes de aparecer en forma de libro en 1916. La desfiguración escrita del retrato del artista de James Joyce es llevado al extremo en el trabajo visual de Francis Bacon durante los años cincuenta y sesenta, y los dos encuentran sus ecos en Millán.
En este contexto cabe señalar otra característica del autorretrato: no necesariamente es una representación visual. Es, más bien, un análisis discursivo que puede hacerse en pintura, fotografía, literatura, o en historia. Y en este punto volvemos a la écfrasis como figura paradójica de una representación imposible de lo visual en lo verbal, y se articula con la figura de la prosopografía, la descripción de un personaje en los textos históricos y literarios. Para destacar la puesta en escena del autorretrato desfigurado en la modernidad —en contraste con la toma de consciencia del artista en la Edad Moderna— cabe recurrir al análisis retórico que realiza Paul de Man en su ensayo “La autobiografía como desfiguración” (1979): Prospon poiein significa conferir una máscara o un rostro. La prosopopeya, según de Man, es el tropo de la autobiografía como la escritura de un yo siempre desfigurado: “La muerte es un nombre que damos a un apuro lingüistico, y la restauración de la vida mortal por medio de la autobiografía (la prosopopeya del nombre y de la voz) desposee y desfigura en la misma medida en que restaura. La autobiografía vela una desfiguración de la mente por ella misma causada” (115) Esto es lo que sucede, a nivel metarreflexivo, con la portada de Autorretrato de memoria: es el doble juego de figuración y desfiguración, más acentuada todavía por la fotografía analógica (y no digital), porque el “haber-estado-alli” (Barthes) es precisamente el noema de esta forma de representación en vías de extinción (esto, porque la digitalización contemporánea de las artes y de la vida hace posible construir y conferir máscaras de todo tipo a partir de procesos numéricos). Lo que leemos dentro del libro, entonces, es la contra-cara, la contra-escritura, la contra-figura, la deconstrucción de la portada: “Detrás de la luna oval tengo/La visión parcial de una cámara fija./Veo pasar a mis primeros padres/Como cortados fragmentos de una tira/Cómica dentro del mueble catedralicio” (17) Otro ejemplo: “Mi corazón como una cámara ardiente./Yo el timonel de una barca podrida/Que se hunde apaciblemente en la niebla” (28). Y quizás el siguiente verso es la imagen poética más potente en su función de destruir la ilusión inaugural de la portada: “La imagen que se desvanece con los años/Va regresando a su negativa” (29)
Los poemas autoconscientes y autorreflexivos de Millán son máscaras desfiguradas de autorretratos, un autoanálisis artístico riguroso de la propia desaparición. Las écfrasis de memoria en varios recuerdos espaciotemporales de Santiago —Avenida Perú, La Chimba, El paradero, Cine Recoleta— y en escenas domésticas son iniciadas, en varias ocasiones, con expresiones deícticas como “aquí estoy”, “aquí yace”, “aparece”, lo cual subraya el efecto de la ilusión referencial (Riffaterre). Estos objetos extraídos del archivo Zonaglo funcionan aquí, entre otras cosas, como una máquina de memoria.
Esto me lleva brevemente al segundo punto, la relación de la imagen con la memoria. Y en este contexto quisiera traer a colación una cita de Bernard Stiegler (1998): “La imagen en general no existe. Lo que se llama imagen mental y lo que yo denominaré aquí imagen-objeto, siempre inscripta en una historia, una historia técnica, son dos caras de un único fenómeno (...) la imagen mental siempre es el retorno de alguna imagen-objeto, su remanencia -como persistencia reteniana lo mismo que como aparición alucinatoria del fantasma-, efecto de su permanencia. Más: no hay ni imagen ni imaginación sin memoria, ni memoria que no sea originariamente objetiva” (181/182) Cuando el título del poemario de Millán nos indica que el autorretrato es “de memoria”, resalta la ambigüedad de esta expresión: la memoria, ¿es instrumento u objeto del autorretrato? Comenta Fernando Pérez al respecto que “en todo dibujo ejecutado de memoria lo que retratamos no es un objeto o una persona sino nuestro recuerdo de ellos, pues nunca coinciden del todo el mirar y el trazar en la tela” (Pérez 2010). La figura retratada siempre indica su propia ausencia, efecto más radical en fotografía que en pintura que por su materialidad y factura parece ser más construida y disímil de su modelo que una foto. En el poemario, imágenes mentales e imágenes-objetos se superponen en una memoria “objetiva” que encuentra sus materiales en el archivo Zonaglo: objetos, fotos, dibujos, recuerdos. Estos materiales indistintos, para conjugar algo que podemos llamar “poema”, son transformados en figuras retóricas, metarreflexivas y autoanalíticas: la écfrasis y la prosopografía, en su doble juego entre palabra, imagen, memoria y muerte.
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Notas
[1] Una primera versión del texto: “Entre el sistema iconográfico y el proyecto-archivo de Gonzalo Millán”, en: Honorato, Paula/Lange, Francisca/Risco, Ana María (Comp.), Notas visuales, Santiago: Metales pesados, 2010, 193-214.
[2] El año de inicio de la búsqueda y el armado de las fichas del archivo coincide con una suerte de primera “clausura” de los trabajos poéticos entre los años sesenta y ochenta -Relación personal (1968), La ciudad (1979), Dragón que se muerde la cola (1984), Seudónimos de la Muerte (1984), Vida (1984)- y que se materializa finalmente con Virus (1987), su libro más autorreflexivo y dialéctico respecto de la representabilidad artística en general, y de la función del lenguaje poético. Este libro se mueve en un intersticio entre la escritura y su visualidad, entre palabra y expresión figurativa, una zona en la que nace otro proyecto poético de Millán, la trilogía sobre la compleja relación entre poesía y pintura, del cual alcanzaron a publicarse dos libros, Claroscuro (2002) y Autorretrato de memoria (2005).
[3] Ciertamente, las observaciones de Agamben se mueven en un contexto que relaciona la noción del archivo con la del testimonio, el “sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una imposibilidad de decir* (Agamben, 2005: 151-152), cuya figura central en el libro es el musulmán de los campos de concentración nazis que se convierte precisamente, siendo “testigo integral” (Primo Levi) de lo imposible, en “resto” paradójico de la función enunciativa que responde a la pregunta “¿Cómo puede un sujeto dar cuenta de su propia disolución?“ (151), en circunstancias (Auschwitz) que pretenden eliminar el sujeto y su potencia enunciativa. Derrida, por su parte, señala desde otra perspectiva el carácter paradójico, ambiguo, inseguro e interminable del archivo que además no existe sin un “afuera”, sin un lugar de consignación o de tecnologías de repetición, y apunta a otra dimensión del fenómeno en su forma de acontecimiento entre pasado y futuro, justicia y espectralidad (Derrida, 1996).
[4] El anillo —además de ser la “o” también el grafema del cero, con lo cual se abre otra dimensión simbólica— es tanto a nivel semántico como a nivel iconográfico y material una contrafigura de la cruz (o/†). Aunque el anillo también tiene su lugar simbólico dentro del cristianismo para significar, entre otras cosas, la unión entre Dios y ser humano, durante mucho tiempo era símbolo de creencias paganas. Estas dimensiones semánticas subyacen en Claroscuro, ya que aquí, la escritura entra en diálogo con representaciones iconográficas del catolicismo en los cuadros de Zurbarán y Caravaggio. Por otra parte, el juego con la letra “O” es un leitmotif de la obra de Millán, vinculado a la identificación subjetiva, que ya está en Dragón que se muerde la cola (“Mantengo entre los dedos/ pulgar e indice/ una esférula negra, / la O de un monosilabo/ como la de Yo o No;/ cochinilla de humedad,/ minúsculo armadillo/ que en sí mismo se cierra.“), y vuelve en dos poemas de Virus: “Mote” (Cuando encuentras/ demasiado poco/ decidor tu nombre,/ es tu seudónimo/ mínimo, la O de Yo,/ de Noche, de Orbe...“) y “Puntura” (Sostienes con la pinza/ del pulgar y el índice/ la O de un monosílabo/ que a punto se cierra/ en sí misma/ como un esfinter/ de hormiga. !Ohyo minimo!“).
[5] Respecto del videoarte, pero tomando en cuenta todo tipo de trabajo artístico visual, Raymond Bellour apunta a un espacio virtual de los pasajes entre imágenes, un lugar “físico y mental, múltiple”, que, al mismo tiempo “muy visible y secretamente inmerso en las obras que remodelan nuestro cuerpo interior para prescribirle nuevas posiciones, opera entre las imágenes, en el sentido muy general y siempre singular del término” (Bellour, 2009: 14)
[6] En un libro más reciente, Mitchell (2005) analiza la compleja relación entre imagen, objeto y medio entendiendo este último como praxis material y social en la que las imágenes operan como ensamblajes complejos de elementos virtuales, materiales y simbólicos.
[7] Es interesante en nuestro contexto la observación de Deleuze que “los ejemplos más completos de la disyunción entre hablar y ver se encuentran en el cine” (Deleuze, 1987: 93), ya que aquí, entre los planos verbales y visuales, se establecen múltiples relaciones entre las imágenes, las palabras, y el espectador/oyente (¿quién habla? ¿quién escucha?, ¿quién ve?), sobre todo respecto de la relación campo/ fuera de campo y respecto de los diferentes tipos de imágenes-movimiento e imágenes-tiempo en el cine (Deleuze, 2005), que no permiten, ni hacen necesario un orden jerárquico entre palabra e imagen.
[8] Es una obra desaparecida, ya que el cuadro de la Galleria degli Uffizi es erróneamente atribuido a Leonardo y probablemente una obra de un copista de la Escuela flamenca de entre 1600 y 1620. Nuestro contexto nos obliga a anotar que Caravaggio pinta la versión tal vez más famosa de la Medusa en 1597. Volveremos sobre la cuestión.
[9] Hay una prefiguración de la écfrasis en la descripción del escudo de Aquiles en la Iliade: aquí ya se subvierten las oposiciones de movimiento y stasis, de la acción narrativa y la escena descriptiva, la identificación entre mensaje y medio como fantasía de esperanza y miedo ecfrástico. La imagen de la Medusa ha adquirido múltiples formas desde la antigüedad hasta la actualidad, incluidas las discusiones sobre las estéticas postmodernas y las versiones feministas. Es seguramente una de las imágenes más ambiguas y paradójicas (ver algo que no se puede ver) de la historia de la representación en Occidente. Para una visión abarcadora del fenómeno discursivo e iconológico, desde sus inicios en Homero hasta nuestra era, cfr. Garber/Vickers, 2003.
[10] La écfrasis sutura, en este sentido, los estereotipos dominantes de género en estructuras semióticas del “imagetext” (imagen vista = femenina, sujeto hablante/vidente del texto = masculino).
[11] Cfr. el trabajo de Alberdi (2016) que conceptualiza la écfrasis como paradigma de una figuración intermedial.
[12] Los dos primeros poemas, “Primera visión” y “Forma del lienzo”, son muy breves e imitan una descripción “real” y “objetiva” del tema del cuadro y su factura, para convertirse en meros preludios de la écfrasis alucinatoria del tercer texto.
[13] El último texto del ciclo relacionado al cuadro de la Santa Águeda de Zurbarán es una curiosa versión del mismo Millán de “Un cuento sobre el cuerpo de Robert Hass”, una transposición narrativa del destino de la Santa al propio campo de la producción artística, que se establece como “contrapunto estético” en el “deseo de apertura reflexiva” (Leal, 2006) del libro.
[14] El gesto de usar explícitamente estas postales como material para escribir poesía remite de nuevo a un mecanismo reproductivo de la cultura popular y a la vez realza una imprecisión representacional de la obra artística en el quehacer poético que no precisa de la representación pictórica original para crear sus ilusiones referenciales.
[15] La última figura de Caravaggio con la que Millán dialoga en una serie de 19 poemas es San Jerónimo, una versión “en meditación”, y otras dos “escribiendo”. Con la elección de estos motivos, meditación y escritura -junto a la traducción como tema explícito en algunos poemas- vuelven al primer plano y se desdoblan poéticamente en varias constelaciones ecfrásticas como mecanismo de “salirse del marco”. Aquí, sólo quiero destacar el poema 9, “Cave”, en el que el santo advierte al león, según la leyenda su fiel acompañante, de lo mentirosas que son las palabras. Termina así: “Cuidado con las palabras, / arameo, griego, latín,/ cuando busques falsedad y olvido/ las palabras serán implacables y precisas” (Millán, 2002: 83) Queda claro que estamos de nuevo frente a un doble y vertiginoso juego literario de Millán, porque pone estas mismas palabras en boca de San Jerónimo, traductor de la Biblia, que las dice a un animal desprovisto de la lengua: ¿Quién escucha? ¿Quién escribe?
[16] Considerando la temática de la mirada imposible, el Narciso es también la contrafigura y el reverso de la Medusa de Caravaggio (ver lo que no se puede ver: lo irrepresentable/ el yo). De este modo, la dupla Medusa/Narciso es una figura —un quiasmo— que atraviesa invisiblemente, espectralmente, los poemas de Claroscuro.
[17] La correspondencia en temáticas y gestos autorreflexivos con la poesía de Enrique Lihn no es casual y se refleja en el trabajo poético con la misma figura del Narciso y la imposibilidad de reconocimiento en el espejo roto. Cfr. “La vejez del Narciso”, en: Lihn, Enrique, Poemas de este tiempo y de otro, Santiago: Ediciones Renovación, 1955.
[18] El film es un ensamblaje de imágenes animadas que trabaja con unas 7000 mil fichas, presentadas en series de figuras distintas de movimiento, ritmo y velocidad entre efectos visuales y acústicos inauditos.
[19] Hay varios y estimulantes estudios y comentarios sobre Autorretrato de memoria —Felipe Cussen (2006), Biviana Hernández (2008), Fernando Pérez (2010), Grinor Rojo (2005)— que precisamente ponen en el centro de su atención el sujeto fragmentado o melancólico que habla en estos versos, a través de miradas inquietantes, reconstruyendo el ojo de la adolescencia de Millán.
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Referencias
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—Aguirre, Pinorra y Diego (2008), DVD Archivo Zonaglo, Santiago.
—Agudelo, Pedro Antonio (2011), “Los ojos de la palabra. La construcción del concepto de Ecfrasis, de la Retórica antigua a la crítica literaria”, Lingüística y Literatura, N° 60, 2011, 75-92.
—Alberdi, Begoña (2016), “Escribir la imagen. La literatura a través de la Ecfrasis’, Literatura y lingüística, Universidad Católica Silva Henríquez, N° 33.
—Bellour, Raymond (2009), Entre imágenes. Foto. Cine. Video, Buenos Aires: Colihue (2002).
—Cussen, Felipe, “Identidades fragmentadas y reconstruidas, Gonzalo Millán: Autorretrato de memoria” Revista Universitaria, N° 89, Diciembre - Marzo 2006.
—Deleuze, Gilles (2005), Estudios sobre cine 1 y 2, La imagen-movimiento, La imagen-tiempo, Buenos Aires: Paidós (1983/1985).
—De Man, Paul (1991), “La autobiografía como desfiguración”, Suplemento Anthropos, N* 29, 113-118 (1979).
—Derrida, Jacques (1996), Mal de archivo: una impresión freudiana, Madrid: Trotta (1995).
—Foxley, Carmen/ Cuneo, Ana María (1991), Seis poetas de los sesenta, Santiago: Universitaria.
—Foucault, Michel (2001), La arqueología del saber, México: Siglo XXI (1969).
—Garber, Marjorie/ Vickers, Nancy (Comp.) (2003), The Medusa Reader, New York: Routledge.
—Hernández, Biviana (2008), “Gonzalo Millán y la subjetividad fragmentada del autorretrato”, Estudios filológicos N° 43/2008, 115-130.
—Krieger, Murray (2000), “El problema de la écfrasis: imágenes y palabras, espacio y tiempo (y la obra literaria)”, en: Monegal, op. cit., 139-160 (1992).
—Leal, Francisco (2001), “Las fichas de Gonzalo Millán. Notas al margen”, en: AEREA, Número 4, Año IV, 2001, 111-124.
—Rojo, Grinor (2005), “Un ojo reconstruido, Autorretrato de Memoria de Gonzalo Millán”, Artes y Letras de El Mercurio, 18 de septiembre de 2005. http://www.letras.mysite.com/gm221005.htm
—Stiegler, Bernard (1998), “La imagen discreta”, en: Derrida/Stiegler, Ecografías de la televisión, Entrevistas filmadas, Buenos Aires: Eudeba (1996).
—Zaldívar, María Inés (1998), La mirada erótica en algunos poemas de Ana Rossetti y Gonzalo Millán, Santiago: RIL.
. . . . . . . . . . . . . . . (2011), “Algunas ideas a propósito de la Ecfrasis”, en: Herrera González/ Zaldivar (Ed.), Arte escrito. Antología de poemas ecfrásticos chilenos, Santiago: Borde Libre Ediciones, 155-175.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Archivo, memoria y écfrasis en la poesía de Gonzalo Millán.
Por Wolfgang Bongers.
Publicado en "Interferencias del archivo: Cortes estéticos y políticos en cine y literatura"
Argentina y Chile.
Serie Romania Viva, Volume 19. 2016