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Discurso en el Paraninfo


Discurso de Gonzalo Rojas al recibir el Premio Cervantes 2003.
Universidad de Alcalá de Henares, 23 Abril de 2004.


Discursos van, discursos vienen y no dicen gran cosa.
He medido las páginas. No pasaré de diez con letra grande.
Ya Cervantes lo dijo todo en esta lengua de nacer y seguir naciendo desde la meseta hermosa hasta los últimos parajes insulares, de los trópicos a la Antártida, y uno debiera entrar en el callamiento este 23 que no es de abril sino de la respiración del mundo. Porque uno dice aire y dice tiempo con respiro temerario y hasta dice eternidad en español, sílaba y más sílaba, del vagido al velorio, y el prodigio sigue creciendo más allá de toda circunstancia por adversa que sea; más allá por ejemplo de la inmolación y del martirio en esos rápidos que el otro día partieron extrañamente de Alcalá.
Ser es crecer y eso lo dijo el sánscrito, de tal suerte que cuando somos más bien crecemos.

Pero no procede la alabanza en esta fecha, sino la confirmación de que vivimos colgados del lenguaje, como dijo Niels Bohr, y ese lenguaje es el que respiramos y vivimos a cada instante, lo mismo en la península que en las cumbres andinas o en la vastedad oceánica, o en las grandes ciudades, de los trópicos a los hielos.

No estoy tan seguro de que el juego dé para tanto en el bellísimo Paraninfo como para decir algo nuevo. No hay nuevo. Apollinaire habló con insistencia de le nouveau al empezar el otro siglo. ¿Qué será le nouveau? Un minuto, y se arruga.

Vivimos tiempo que ni se detiene ni tropieza ni vuelve. Soy hijo de minero del carbón y eso lo dije hace doce años, cuando el Premio Reina Sofía, y está escrito que los verdaderos poetas son de repente, y no basta el oficio. La poesía encarna en uno como por azar. También lo dije allí. Te dan la palabra que no mereces y te pones a balbucear el mundo, imantado como en el amor por el encantamiento y el desollamiento. Lo dijera Cervantes:

Yo que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo.

Me remonto a mi mocedad, a esos diecisiete años que andarán siempre en nosotros, me remonto a mi mocedad con epicentro en la Biblioteca de la calle Vivar en Iquique, naturalmente Ruy Díaz de Vivar. En ese Iquique que vino a ser algo así como mi primer exilio, o más bien mi intraexilio en los bordes del Perú. Ahí me veo leyendo todavía sin parar la colección entera Rivadeneira, donde también Darío aprendió a leer a España en profundidad. Ahí debemos andar todavía entre los altos anaqueles, naciéndonos los unos de los otros: cervantinos, quevedianos, gongóricos, teresianos, ¿por qué no?, a la siga de Juan de Yepes, rey del idioma. Pero no sólo a la siga de la clasicidad áurea, sino también de aquellos otros —los cronistas— que escribieron el Nuevo Mundo en esos mismos días, más allá de los mares, los desiertos, los abismos, cuando el Descubrimiento y más acá del Descubrimiento, cuando la Conquista y el gran minuto colonial, que no fue acaso servidumbre sino proyecto de ser. De ser y de más ser como es la libertad y el ejercicio mismo de la poesía. Ahí me veo también leyendo por primera vez la Revista de Occidente, el diario El Sol de Madrid y el Lorca del Romancero gitano, y a los poetas del 27.

"No hay Dios ni hijo de Dios sin desarrollo", dijo una vez Vallejo, el más grande poeta del Perú, genio del mestizaje como nuestra Mistral o nuestro Rulfo, nuestro Darío o el mismísimo Neruda, cuyo centenario está ardiendo estos días en la Patria Grande de Cervantes que es la lengua. Esa Patria Grande que nos une a todos por sangre y por oxígeno, se entiende, desde el Cid al Quijote y más acá.

Cuando hablo de la amarra entre la Edad de Oro y los Cronistas de Indias, estoy pensando necesariamente en los progenitores de la gran narrativa iberoamericana, los Carpentier, los Rulfo, los Arguedas, los Cortázar por ejemplo, y aún en nuestros poetas visionarios: un Huidobro, una Mistral, un Pablo de Rokha, un Vallejo, un Neruda o un Octavio Paz.

Más claro: no es que seamos únicamente libro, somos también imaginación abierta a las grandes mudanzas, y amor, y libertad al mismo tiempo.

Todo eso hablando de niñez y reniñez incesante, de riesgo y de coraje.
Ahí vamos en la apuesta. ¿Qué será el 3004 de nosotros, por ejemplo?, ¿el 4004 qué será? Ahí estará otra vez intacto Cervantes leyendo el parpadeo de la historia en el de las estrellas. Leyendo el mundo y releyéndonos. ¿Qué será de él mismo y por añadidura, si se quiere arbitraria, qué será de nuestro Borges y su Aleph, Neruda y su Residencia, Vallejo y su Trilce, Carpentier y sus Pasos perdidos, Huidobro y su Altazor, Darío y más Darío?

De niño aprendí solo, yo solo, que hay que mirar hacia adelante y también hacia atrás al mismo tiempo y no tenerle miedo al miedo. Porque no se me da la sentencia preciosa del gran Eliot: "Te mostraré el miedo en un puñado de polvo." No es para tanto, nunca es para tanto.
Está escrito que los grandes ríos arrastran la sabiduría; el Bío-Bío por ejemplo, que procede de Buy-Buy, vocablo de los aborígenes para designar a esa inmensidad sonora como el Yang-Tze, o el Orinoco, ese mismo Buy-Buy de mis infancias que el otro Alonso vadeara tantas veces allá por los veintitrés de su mocedad, el caballo andaluz todo sudado. Pinto la figura y paro: el verdadero fundador de Chile es él, inventor de su mito en La Araucana, celebrada por Cervantes en el capítulo vi, mito que aún resuena en el Canto General de Neruda. Ahí va esa octava inmortal que más parece un parte clínico de hoy con fecha y hora exacta:

Aquí llegó, donde otro no ha llegado,
don Alonso de Ercilla, que el primero,
en un pequeño barco deslastrado,
con sólo diez pasó el Desaguadero
el año cincuenta y ocho entrado
sobre mil y quinientos, por febrero,
a las dos de la tarde, el postrer día
volviendo a la dejada compañía.

Señoras y señores: difícil enhebrar la aguja lúcida para este barbarofonón. La poesía encarna en uno como por azar. Y es que uno no la merece a la palabra. Se la dan porque se la dan. Será cosa de los dioses, pero también del obseso de ser y más ser que anda en el mísero alumbrado que soy yo mismo, ese otro alumbramiento más allá de la madre, de la niñez a la reniñez, del vagido al velorio, y por ahí cosa más de fisiología que de metafísica, más de animal de instante que de loco de eternidad, aunque siempre hice mías unas parcas líneas de Teresa de Ávila, a unos milímetros de Gabriela.

Tengo una grande y determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera me muera en el camino, siquiera se hunda el Mundo.

Lo que quiero decir es que encima de los ochenta —ya destemporalizado y desespacializado— sigo intacto, creo que sigo intacto, nadando en el oleaje de las pubertades cíclicas, de encantamiento en encantamiento y de desollamiento en desollamiento. Nada me desengaña y el mundo me ha hechizado, sin insistir en la cuerda de Quevedo. Ni en la de Huidobro que nos hizo viejóvenes para siempre. No paso de aprendiz y el seso no me dio para letrado, ni menos para el fulgor encandilante de estar aquí. Pónganse en mi caso, es que no lo merezco, ¿qué lo voy a merecer?

"Alone", pontifex maximus de la crítica oficial de Chile, cartero o no pericoloso de las honras, me echó fuera del planeta el 48, cuando mi primer libro; ¿cuál sería ese domingo mercurial? "Al paso que van, dijo, las letras nacionales no prometen nada bueno." Epitafio antes de nacer, la vanidad se cura a la intemperie como las grandes heridas, ¡y además mi libro se llamaba La miseria del hombre! Escarnio pide escarnio, y es bueno que a uno le digan no. No, porque lisa y llanamente no, y basta. Mucho sí te encumbra y te envilece. Ah, y otra cosa en esto de escribir y difundir: demórate demorándote todo lo que puedas, ritmo es ocio y sosiego (y eso lo supo Cervantes como nadie), prisa para qué, laudatio para qué, vitrina publicitaria, publicidad vergonzosa para qué. Este oficio es sagrado y no se llega nunca. Claro, uno cree que de repente dice el Mundo, y puede ser, ¿por qué no?, cada diez, cada cinco, cada tres, cada nunca, ¿por qué no? Se escribe y se desescribe, Kafka, Rulfo, Vallejo incomparable. ¡Y Cervantes, mi Dios!

Y algo entonces sobre el aprendiz interminable que soy yo mismo. Escribo cada día al amanecer cuando el duchazo frío me enciende las arteriolas del seso. Siempre me funcionó el crepúsculo matinal; el otro, el vesperal, mucho menos; será cosa de respiro imaginario. Porque de veras soy aire y eso tiene que ver con el océano del gran Golfo de Arauco donde nací, y también con las cumbres de Atacama donde (allá por mis veinte años) los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo: a descifrar el portento del lenguaje inagotable del murmullo, el centelleo y el parpadeo de las estrellas.

Permítanme aclarar: yo tenía veinte años y estaba ahí estudiando en una facultad de letras de Santiago capital de no sé qué, a unos metros del gran Huidobro a cuya casa solíamos concurrir algunos jóvenes para oxigenarnos. De golpe se me dio el hartazgo. ¿Hartazgo de qué? De nada, como es el hartazgo; en ese asomo al ser que dice Heidegger. Entonces me aparté de todo y me marché a las cumbres de Atacama en búsqueda de mí mismo como son todas las búsquedas o en busca de mi padre muerto, que casi siempre es uno mismo. Además él fue un minero que venía de mineros, de esos mismos nortes. Así, fui a parar al norte, en diálogo amoroso con mujer, una muchacha limpia y mágica de apellido británico, madre del hijo primogénito. Después, ya libre de academias y vanguardias vanguarderas, el viento de esas cumbres me lo dio todo.

Sé que me repito pero qué le voy hacer. Soy la metamorfosis de lo mismo. Y el país longilíneo es para la risa: se lo da todo a sus poetas: la asfixia y el ventarrón de la puna, el sol hasta el desollamiento, lo pedregoso y lo abrupto, ¡y que lo diga la Mistral!, el piedrerío, lo hortelano y la placidez, el sacudón que no cesa y unas veces estalla cataclístico, la fiereza de las aguas largas y diamantinas, los bosques donde vuelan todos los pájaros, ¡esos bosques!, ¡esa hermosura que nos están robando del Este y el Oeste en nombre de la tecnolatría!, lo geológico y lo mágico de más y más abajo donde empieza el Principio, más allá todavía de lo patagónico y lo antártico. El rey Juan Carlos anduvo el otro día por ahí y alcanzó a ver lo diamantino de lo antártico y sus increíbles proyecciones para otros plazos del planeta. Yo también anduve ahí hace unos años y fundé una escuela para niños en La Villa de las Estrellas. Esto vengo a pedir en la gran fecha cervantina: volvamos al reencuentro de los unos y los otros. Volvamos al rehallazgo en la Villa de las Estrellas.

¡Chile: país vivido! Personalmente yo he vivido largo a largo ese país y no por turismo literario, ¡Dios me libre!, sino por locura y, ya de niño, me fui a morar para siempre a cada uno de sus párrafos geológicos y geográficos, de norte a sur. Pero no soy eso que dicen un poeta lárico o telúrico sino más bien un poeta genealógico de mundanidad, que cree en la doble parentela: la sanguínea y la imaginaria. De eso supo Cervantes como ninguno. Así, por ejemplo, si el minero del carbón don Juan Antonio Rojas me engendró en plena juventud en la ventolera seminal de los ocho hijos al cierre de la primera guerra, también me engendró Vallejo y, ¿por qué no?, Quevedo.

Dos animales literarios por portento especial me deslumbraron en el siglo que pasó, tanto o casi tanto como el genio de Alcalá a lo largo de mis niñeces y mis reniñeces, dos adivinos anarcas y mágicos a la vez hasta las medulas desolladas, como hubiera dicho Quevedo (sin esdrújula), dos esquizos prodigiosos que hablaban solos y no es cosa de niños ni de viejos: Ezra Pound, que hablaba solo; Borges, que hablaba solo; Roberto Matta, que sigue hablando solo. Lo incluyo a Matta en la dinastía porque ese sí es un poeta pura sangre, como Juan Rulfo, aunque ninguno de los dos haya escrito nunca un verso. ¡Ese Matta transgresor —roto y pije a la vez, fino y rajado (como se dice en Chile), allendero como yo, partidario de la justicia hasta las últimas consecuencias como el ingenioso hidalgo, defensor de los humillados y ofendidos, los ametrallados y los mutilados, los desaparecidos y los muertos en el plazo pavoroso del 73, ese Matta que sigue dándole buen oxígeno a la especie! En cuanto a Pound, "galimatías y esplendor" —como lo juzgó alguna vez Octavio Paz—, nacido en Idaho donde dicen que crecen las mejores patatas del planeta (potatoes se dice allá); en cuanto a ese clásico único apaleado por loco en nuestro plazo, cuyos Cantares todavía serán leídos más allá del siglo veinticuatro, a ese tal lo vi o lo intraví en Venecia el 99 bajo la llovizna en la prisa del cimitero de San Michele a medio cerrar, porque ya iban a ser las cuatro y el vaporetto cincuenta y dos que sale de San Marcos no espera. Ahí alcancé a ponerle al acostado bajo el mármol alguna rosa y alguna lágrima —¿por qué no?— y a decirle "Arrivederci. Miglior Fabbro: nos vemos".

T.S. Eliot acertó cuando le puso así en la dedicatoria de su Waste Land (La tierra baldía): "Al miglior fabbro." Al mejor hacedor. Ahí quedó durmiendo el ocioso, al arrullo del tableteo de las aguas.

A Borges, en cambio, lo vi en pie, bastón en mano, en Yale el 81, pero él naturalmente no me vio. Todavía está ahí ¿será el único que no se nos ha muerto nunca? Algo hay en él de resurrecto incesante, como en Huidobro o todavía más en Vallejo, quien es el que más me es, en rigor de abolengo, de los progenitores inmediatos de la centuria que pasó. Siempre hablando de Borges, o últimamente de Neruda, eso de los cien años es cosa peregrina, ¿quién no cumple cien años? Además, qué importan las efemérides engañosas. El tipo está joven y el Aleph está escrito en ese texto genial, como le pasó a Neruda con su Residencia en la Tierra. Lo que fascina a la gente es el renombre y el estruendo de los premios, pero nada más escaso que el ojo de leer. ¿Y Matta? Bueno, él es para mí el relámpago y parece gobernarlo todo con su invención: lo visible y mucho de lo invisible. No sólo es ojo sino galaxia distinta, parto de mundo, alguien que de veras ve de día a las estrellas, como Don Quijote, un alumbrado en fin. Y además, qué modo de silabear el mundo en sus escritos, de vislumbrar el caos primigenio, y cuánto amor por el hombre entero que algún día vendrá después del descuartizado que somos.

De repente estoy en la reniñez y me digo con el gran Horacio de hace dos mil años: "Lusisti satis, edisti satis, atque bibisti. Tempus abire tibi est." Jugaste bastante, comiste romanamente, y bebiste: ¡tiempo de que te vayas!

Vamos cerrando con un texto que escribí allá abajo en la Antártica entre el zumbido y el crujido de los grandes hielos color turquesa, y el silencio que sigue siendo para mí la única voz.

Lo escribí en un rapto casi instantáneo el 93 como una carta al Nadie que anda en lo efímero del hombre. Quiera oírla Cervantes desde la eternidad de los hielos donde no se cronometran nuestros míseros siglos.

Y ahora la última página, la diez como prometí. Se me excuse la asfixia de los versos veloces.
Los leo ahí, sin más:

1. Poca confianza en el xxi, en todo caso algo pasará,
morirán otra vez los hombres, nacerá alguno
del que nadie sabe, otra física
en materia de soltura hará más próxima la imantación de la tierra
de suerte que el ojo ganará en prodigio y el viaje mismo será vuelo
mental, no habrá estaciones, con sólo abrir
la llave del verano por ejemplo nos bañaremos
en el sol, las muchachas
perdurarán bellísimas esos nueve meses por obra y gracia
de las galaxias y otros nueve
por añadidura después del parto merced
al crecimiento de los alerces de antes del mundo, así
las mareas estremecidas bailarán airosas otro
plazo, otro ritmo sanguíneo más fresco, lo que por contradanza hará
que el hombre entre en su humus de una vez y sea
más humilde, más
terrestre.

2. Ah, y otra cosa sin vaticinio, poco a poco envejecerán
las máquinas de la Realidad, no habrá drogas
ni películas míseras ni periódicos arcaicos ni
—disipación y estruendo— mercaderes del aplauso ignominioso, todo eso
envejecerá en la apuesta
de la creación, el ojo
volverá a ser ojo, el tacto
tacto, la nariz
éter de Eternidad en el descubrimiento incesante, el fornicio
nos hará libres, no
pensaremos en inglés como dijo Darío, leeremos
otra vez a los griegos, volverá a hablarse etrusco
en todas las playas del Mundo, a la altura de la cuarta
década se unirán los continentes
de modo que entrará en nosotros la Antártica con toda su
fascinación
de mariposa de turquesa, siete trenes
pasarán bajo ella en múltiples direcciones a una velocidad
desconocida.

3. Hasta donde alcanzamos a ver Jesucristo no vendrá
en la fecha, pájaros
de aluminio invisible reemplazarán a los aviones, ya al cierre
del xxi prevalecerá lo instantáneo, no seremos
testigos de la mudanza, dormiremos
progenitores en el polvo con nuestras madres
que nos hicieron mortales, desde allí
celebraremos el proyecto de durar, parar el sol,
ser —como los divinos— de repente.

 

 


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