Gran 
Sertón: 50
Por 
Mauro Libertella
Radar Libros. Pagina12. Domingo, 
23 de Julio de 2006
En 
1956 se publicaba en Brasil Gran Sertón: Veredas, fracturando la 
opinión de la crítica, pero instalando a su autor, Joao Guimaraes 
Rosa, comparado inevitablemente con Joyce desde entonces, en el centro de 
la vanguardia latinoamericana. A cincuenta años de su aparición, 
Radar indaga en las circunstancias que dieron origen a este experimento monumental 
con el lenguaje y a los insalvables problemas de traducción a que dio origen.
En 
1908, mientras Matisse daba a conocer La habitación roja en el Hermitage 
de San Petersburgo, nacían personajes tan dispares como Simone de Beauvoir, 
Atahualpa Yupanqui y James Stewart, y se fabricaba el primer auto Ford T, nacía 
Joao Guimaraes Rosa. La secreta lógica del mundo acordó que 
el nacimiento se produzca en Cordisburgo, un pueblo perdido en el centro de Minas 
Gerais, en el corazón del vasto mapa brasileño. Su padre, como casi 
todos allí en el pueblo, practicaba muchas y muy extrañas profesiones: 
comerciante de aves, juez de paz, peluquero y contador de historias. Esa multiplicidad, 
tan propia del aquí y ahora en el que se moldeó Guimaraes Rosa, 
marcaría una de las grandes líneas narrativas en que supo desplegarse 
su obra. En su primera 
infancia, 
Guimaraes se escapaba de su casa y vagaba buscando aquellos antros en donde los 
gauchos y los vaqueros contaban sus historias mientras comían. Podemos 
imaginarnos al joven, escondido entre las sillas de paja de una casona parecida 
a nuestras pulperías, escuchando atónito las historias que cuarenta 
años después puliría y transformaría para su gran 
obra Gran Sertón: Veredas. Recordaría aquellos años 
tempranos así: “No me gusta hablar de la infancia. Es un tiempo de cosas 
buenas, pero siempre con personas grandes incomodando, estrangulando los placeres. 
Recuerdo a los adultos, los más y los menos queridos, como soldados y policías 
del invasor en tierras ocupadas. En ese entonces fui rencoroso y revolucionario. 
Era miope y nadie lo sabía. Me gustaba estudiar en soledad. Los momentos 
buenos comenzaban cuando podía conquistar algún aislamiento, con 
la seguridad de tener una puerta para cerrar. Entonces me reclinaba en alguna 
silla e imaginaba historias”. Algún tiempo después, un médico 
amigo de la familia que había sido invitado a cenar, se sorprendió 
por la forma en que Joao miraba las cosas. Lo revisó, lo encontró 
miope, y le dieron anteojos. Allí se abisma un nuevo capítulo en 
la vida de Guimaraes Rosa: ahora podía leer y, callado y solitario como 
era, se volcó a ese vicio sin mediación y de un modo salvaje. Niño 
prodigio, autodidacta y de un intelecto voraz, sus biógrafos coinciden 
en que a los siete años se abocó a la empresa de aprender por su 
cuenta, y a un mismo tiempo, el francés, el holandés y el alemán. 
El fulgor plurilingüista jamás se eclipsó, y años después 
declararía: “Hablo portugués, alemán, francés, inglés, 
español, italiano, esperanto, un poco de ruso; leo sueco holandés, 
latín y griego, entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la 
gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del 
lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del 
finlandés, del danés... chapurreo algunas otras”.
Hacia 
los 14 años descubrió que su otra fascinación eran los insectos 
y la vida natural en general. Coleccionaba mariposas, aves muertas y serpientes. 
Probablemente eso haya influido para que unos años después se matricule 
en la Facultad de Medicina de Minas Gerais. Del primer año universitario 
sobrevive una anécdota. Un compañero de curso murió por fiebre 
amarilla y fue velado en el aula magna de la facultad. Cuando Guimaraes se acercaba 
al ataúd, escuchó a un chico que, reclinado sobre el muerto, meditaba 
en voz alta: “Las personas no mueren, están encantadas”. Cuarenta y un 
años después, el escritor repetiría aquella frase en su discurso 
de ingreso a la Academia Brasileña de Letras. Hoy, el aula magna de la 
facultad en la que estudió y donde escuchó esa frase se llama Sala 
Joao Guimaraes Rosa.
Una vez recibido se mudó 
a Itaguara, un pueblo chico con pocas casas y sin médicos. Allí 
pudo ejercer su profesión por casi dos años. Estaba acompañado 
por su mujer y sus dos hijas. El doctor Rosa atendía por igual a marginados 
y a gobernantes, a moribundos y a terratenientes. Así pudo vislumbrar las 
primeras aristas de una arquitectura única, aquella que se erige en los 
pueblos del Brasil profundo, lejos de las urbes y en el vértice tenaz de 
esa tierra que llaman Sertón. Durante todo su vida, comoactividad paralela, 
secreta, y en el fondo exclusiva, Guimaraes Rosa recorrería el Sertón 
brasileño, esa geografía semidesértica que tiene como vértices 
cardinales el Mato Grosso, Bahía, el Amazonas y Minas Gerais. Todavía 
nada sabía, por supuesto, de Gran Sertón: Veredas.
A 
los 28 años, el escritor ganó el primer premio de Poesía 
en la Academia de Letras, con un poemario titulado Magma. El poeta Guillerme 
Almeida tuvo palabras de alto elogio hacia el minero y se negó a otorgar 
un segundo premio a otro libro. Muchos afirman que aquel poeta fue nada menos 
que el descubridor de Guimaraes Rosa, veinte años antes de que se convierta 
en el escritor más importante de Brasil. Magma, que Guimaraes Rosa 
no permitió que se publicase, sólo pudo ver la luz después 
de treinta años de muerto su autor. Pero, más allá de la 
extraña negativa a ser editado, la carrera literaria de Guimaraes no se 
interrumpiría. En “siete meses de exaltación y deslumbramiento” 
escribió su primer volumen de cuentos, Contos, que quedó 
segundo en un concurso. Un año después fue nombrado cónsul 
adjunto en Hamburgo. Como tantos otros, encontraría en la diplomacia el 
tiempo y las condiciones económicas necesarias para tramar pausadamente 
su literatura. Sin embargo, el clima de época no era el mejor. Estalló 
la guerra y ayudó a muchos judíos a escapar de las redes del nazismo. 
Años después sería homenajeado en Israel. (En los archivos 
del Museo del Holocausto, en Jerusalén, descansa un grueso volumen con 
declaraciones de sobrevivientes que afirman deberle la vida a Guimaraes Rosa.)
Antes 
de clausurada la guerra, en los últimos estertores del horror se mudó 
a Bogotá, en donde escribió su libro editado póstumamente, 
Estas Estorias. De vuelta en Brasil, se dedicó a limar las asperezas 
de toda su producción cuentística y publicó lo mejor tras 
esa limpieza en el libro Sagarana. Faltaban diez años para Gran 
Sertón: Veredas. El libro agotó en pocos meses dos ediciones, 
y el nombre de Guimaraes Rosa empezó a resonar en el mundo literario con 
un eco que nunca desaparecería.
Entre 1957 y 1951 alterna su residencia 
entre Bogotá y París, y en 1952 regresa definitivamente a su tierra. 
Hacía diez años que no publicaba, y si bien su primer libro se seguía 
vendiendo, su nombre fue pasando a un segundo plano. Se pensaba que sería 
un autor de un solo libro. Pero en el año 1956 derribó todas las 
conjeturas con la fuerza implacable de dos libros históricos. Primero llegó 
Cuerpo de Baile, largos poemas en prosa editados en un volumen de más 
de 800 páginas. Pero el impacto definitivo acontece en el mes de mayo, 
cuando Guimaraes Rosa publica su insuperable novela Gran Sertón: Veredas.
Nadie 
quedó indiferente. Como sucede siempre con los grandes libros, aquellos 
que desestabilizan, no hubo críticas templadas y el escenario se dividió 
de inmediato entre los fervientes defensores y los detractores mordaces. Dos años 
después, la revista Lectura publicó un dossier titulado “Escritores 
que no consiguen leer Gran Sertón: Veredas”. Sin embargo, un año 
antes, el crítico Alfonso Arinos había desentrañado el efecto 
de lectura en un bello párrafo: “Cuidado con este libro, porque Gran 
Sertón: Veredas es como ciertas casonas viejas, ciertas iglesias llenas 
de sombras. Al principio la gente entra y no ve nada. Son contornos difusos, movimientos 
indecisos, planos atormentados. Pero, de a poco, una luz nueva llega y la vista 
se habitúa. Y, con ella, la percepción empieza a admirar. Por eso 
el imprudente, el apurado que entra sin tiempo, se arriesga a chocar inadvertidamente 
contra cosas que, después, identificará como infinitamente bellas”.
Durante 
la siguiente década de su vida, Guimaraes Rosa editaría algunos 
libros de cuentos que muestran la maestría narrativa alcanzada en estado 
puro. En 1967 acepta por fin entrar como miembro de la Academia de Letras, honor 
que le había sido conferido algunos años antes y que el escritor 
no aceptaba por temor a no poder expresarse correctamente en el acto.
 
Finalmente aceptó, y ése fue el final. Tres días después, 
en sudepartamento de Copacabana, a los 59 años, ya sin poder sostener una 
salud frágil, Guimaraes Rosa moría acostado y en silencio. Al día 
siguiente, el Jornal da Tarde de San Pablo estampó en su portada un título 
inmenso: “Murió nuestro mayor escritor”.
En el momento de su muerte, 
la literatura latinoamericana ya había hecho boom y los ecos de aquel estallido 
perdurarían con una longevidad obstinada. Las obras fundamentales del fenómeno 
ya habían sido cocinadas y servidas en bandeja a los más diversos 
paladares del mercado europeo, y en ese ardor la literatura brasileña tramaba 
su propio derrotero. Se suele afirmar que las décadas del ‘30 y del ‘40 
fueron la época de oro de la narrativa brasileña. Por cierto, en 
sólo dos décadas los muy diversos narradores del vasto país 
lograron, blandiendo las herramientas de la renovación formal, de la búsqueda 
temática y de la apropiación de las herencias europeas, desestancar 
la tímida literatura que se venía practicando. Y lo hicieron bien. 
De esas décadas, los nombres más reconocidos son Guimaraes Rosa 
y Jorge Amado. Luego, en 1943, Clarice Lispector publicaría su primera 
novela, Cerca del corazón salvaje, de la que la crítica diría 
que era la primera novela dentro del espíritu y la técnica de Virginia 
Woolf. El camino ya estaba abierto. Así, podemos pensar que el boom, a 
Brasil, le llegó un poco antes. O, mejor: el boom en Brasil fue un estallido 
paralelo, de tentativas bien propias, fuera y dentro del gran puente que tendió 
la literatura sobre Latinoamérica. Porque también tenemos que pensar 
en ese género tan propio, enraizado en los albores de las letras brasileñas: 
la literatura de sertón. Curiosamente, las distintas tradiciones latinoamericanas, 
de poquísima antigüedad en relación con el Viejo Mundo, han 
sabido apropiarse de los movimientos estéticos europeos, pero han cultivado, 
también, su diseño propio, una literatura que sólo podría 
haberse escrito de este lado del mundo. En la Argentina sucedió con la 
gauchesca. La literatura de sertón brasileña es un fenómeno 
análogo. Surgida de la intrincada topografía del Brasil, las novelas 
del sertón conjugan los mil y un dialectos que empapan la totalidad del 
país, con historias deudoras de la picaresca y un muy elegante componente 
local. Algunos de los autores más importantes en esta línea fueron 
José Lins do Rego y Graciliano Ramos. Ambos murieron un poco antes de la 
publicación de Gran Sertón: Veredas. Y, digámoslo 
sin mayor preámbulo: Gran Sertón: Veredas lleva la narrativa 
del sertón a su punto más alto y su clausura. Como sucede con el 
Martín Fierro en el marco de la gauchesca, la novela de Guimaraes 
Rosa absorbe toda la tradición y construye el artefacto culminante, la 
última expresión del género.
Como ocurre en muchas 
obras, la historia que se cuenta en Gran Sertón: Veredas puede resumirse 
en un párrafo, en un solo argumento resbaladizo que nos estaría 
diciendo muy poco del libro. Esa trama sería la siguiente: Riobaldo, un 
viejo bandido del Brasil árido, relata su vida y las vidas que conoció 
en el sertón, en un extenso monólogo ante un oyente mudo cuya presencia, 
sin embargo, gravita con la fuerza de un segundo narrador. Riobaldo tiene un secreto: 
ha pactado con el Diablo y ahora es invencible. Se aboca así a cumplir 
con el propósito de vencer a Hermógenes, la representación 
del mal, y cuyo contrario es Diadorim, la figura del bien en Riobaldo. Así, 
en el fragor de esa simple y complejísima trama, se va desplegando paulatinamente 
una novela que se afirma y se contradice a sí misma, y en donde se narra, 
ante todo y sobre todo, una forma. Con recursos heredados de Joyce (hoy todavía 
se dice que Gran Sertón: Veredas es el Ulises latinoamericano), 
como el ahora clásico pero entonces vanguardista fluir de la conciencia, 
la novela de Guimaraes Rosa se construye como un edificio de una arquitectura 
trabajadísima, en donde la trama y la forma ya no pueden pensarse como 
pares binarios porque se absorben mutuamente, se superponen hasta el punto de 
disolverse. El autor juega con el lenguaje y lo estira hasta puntos en donde la 
palabra "experimentación” deja de funcionar. Porque es algo más 
que tomar el lenguaje y experimentar con él. Es quizá, por qué 
no, la invención de una lengua, destilada con el paso de los años, 
decantación de tradiciones orales y escritas, europeas y americanas.
En 
1967, un poco antes de la muerte de Guimaraes Rosa, la traducción castellana 
del libro ya estaba terminada. Ese mismo año se publicó. Es curioso: 
mientras en su modesto departamento de Río de Janeiro el minero dejaba 
de respirar, sus libros empezaban a ser traducidos, y esa forma tan literaria 
de la inmortalidad, la gloria póstuma, comenzaba a consolidarse. La exquisita 
traducción castellana fue del poeta español Angel Crespo para Seix 
Barral. Un poco antes del fin, Guimaraes Rosa había declarado, con extrema 
bondad, que la traducción superaba al original. Es que, si la traducción 
es de por sí una práctica de lo imposible, Gran Sertón: 
Veredas presenta complejidades demasiado únicas para ser transmutadas 
a otra lengua. Así lo expresó el traductor: “El lenguaje de Riobaldo, 
narrador de sus propias aventuras, posee un fondo de términos, de expresiones, 
y hasta de sintaxis propio del interior del estado de Minas Gerais. Apuntan en 
él ciertos arcaísmos corrientes en el interior del Brasil a los 
que hemos buscado correspondencia en otros de estirpe castellana. Pero lo más 
característico de su manera de hablar es el empleo impropio de ciertas 
palabras que, sin embargo, subsanan el contexto de la frase”.
El libro es, 
además, proliferante en neologismos, algunos acuñados en la concentración 
de varias voces en una palabra, y otros que han sido llamado “cultismos”. Claro, 
esto no nos puede dar más que una somera idea de las dimensiones titánicas 
de la inventiva lingüística de la novela. Sólo la lectura podrá 
desentrañar esas complejidades. Incluso podríamos afirmar que este 
libro fue escrito para ser recitado, leído en voz alta. La narrativa de 
Gran Sertón: Veredas es subsidiaria y remite en cada movimiento 
al ritmo hablado, en las subidas y bajadas de ese largo discurrir de Riobaldo. 
Con respecto al título, vale decir que la traducción castellana 
es casi literal (Grande Sertao: Veredas). Las “Veredas” son las corrientes 
de agua que bordean los valles. Una traducción totalmente castellanizada 
del libro podría titularse, entonces, “Gran Desierto: Arroyos”. Pero uno 
de los grandes méritos de Angel Crespo ha sido, justamente, el de conservar 
ciertos localismos, no supeditar el original a la lógica del castellano. 
Así, la traducción mantiene lo que quizás haya hecho grande 
al libro: ser, con toda su realidad y sus contradicciones, una visión completa 
del mundo. Una visión completa en su parcialidad, una visión subjetiva, 
como todas lo son. No ya una novela decimonónica, que refleje la totalidad 
social, sino una novela de lenguaje y de acción que hable del sertón 
desde todas las perspectivas humanas y lingüísticas de esa realidad. 
En 1965, Emir Rodríguez Monegal, uno de los primeros en trabajar a fondo 
la obra de Guimaraes Rosa, escribió: “Por la magnitud de su empresa, por 
el nivel de creación verbal y mítica en que se sitúa Grande 
Sertao: Veredas, por la sabiduría de su enfoque humanístico 
y la ironía sazonada de su visión narrativa, esta obra de Guimaraes 
Rosa es una de las creaciones mayores de la literatura latinoamericana de hoy. 
Es, también, una síntesis magistral de las esencias de esa enorme, 
desmesurada, escindida tierra de Dios y el Diablo que es su patria”.
Hoy, 
a cincuenta años de su publicación, ya con una buena cantidad de 
ensayos críticos que el libro ha detentado como una estela en las aguas, 
nos queda una obra moderna, que le extirpó a la literatura de nuestro continente 
su regionalismo, al mismo tiempo que la clavó impecablemente en estas tierras. 
Un libro soberbio, cuyas sucesivas reimpresiones son un reconocimiento a una de 
las más completas y extrañas literaturas del mundo.