SOBRE LA POESÍA DE GONZALO ROJAS
Eduardo
Llanos Melussa
I
Lentamente, la figura de Gonzalo Rojas Pizarro (Lebu, provincia
de Arauco, 20 de Diciembre 1917) ha venido consolidándose como
uno de los poetas más vigentes y destacados de nuestra América.
Contemporáneo de Nicanor Parra (1914) y Eduardo Anguita (1914-1992),
y literariamente equidistante de ambos, su registro resulta particularmente
representativo de las glorias y los aprietos que caracterizan a la
poesía actual en casi todo Occidente. Si desplegamos el telón
de fondo empezando por la poesía escrita en lengua castellana,
comprobamos que nuestro autor tiene casi siempre tanto o más
atractivo intrínsecamente poético que sus coetáneos
más afines: el español Blas de Otero; los mexicanos
Octavio Paz y Efraín Huerta; los cubanos Lezama Lima
y Gastón Baquero; los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra
y Joaquín Pasos; los argentinos Enrique Molina, Alberto Girri
y Edgar Bayley, y los peruanos Martín Adán, Emilio Westphalen
y Jorge Eduardo Eielson.
Más allá del espejeo de semejanzas y diferencias entre
todos estos poetas, hay dos aspectos que importaría destacar.
Por un lado, las coordenadas históricas en que estos autores
inauguran su quehacer, que los convierten en testigos consternados
e impotentes de la Guerra Civil de España, la Segunda Guerra
Mundial y la segunda postguerra, incluyendo el primer período
(el más agudo) de la Guerra Fría. Por otro lado, habiendo
nacido mayoritariamente en la segunda década del siglo XX,
todos ellos contaban en sus respectivos países con respetables
minitradiciones, de las cuales vienen a ser prosecutores dignos y
en absoluto imitativos. Así, en Argentina, Molina, Girri y
Bayley vinieron a sumarse a los lirismos diversos de Molinari, Martínez
Estrada y Juan L. Ortiz, como también a la vanguardia encabezada
por Girondo y Borges, vanguardia que en más de un sentido descendía
de -o había sido prefigurada por- Leopoldo Lugones, Macedonio
Fernández y Baldomero Fernández. En Cuba, el grupo Orígenes
entroncaba con la diversidad previa de Mariano Brull, Nicolás
Guillén, Zacarías Tallet y Emilio Ballagas. Los peruanos
se consideraban naturalmente filiados a César Vallejo y quizás
a su tocayo Moro. En México, la mirada universalista de Octavio
Paz nunca fue un impedimento para hacer referencia reiterada al grupo
de los Contemporáneos (Novo, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza)
y sobre todo a López Velarde y José Juan Tablada. A
su vez, los nicaragüenses compartieron con Coronel Urtecho como
con un congeneracional, y en todo caso en ese país la estirpe
poética se remonta a Alfonso Cortés, Salomón
de la Selva y, principalísimamente, Rubén Darío.
Por su parte, la generación española del 36 está
en muchos sentidos unida a la del 27 y, por esa vía, remite
a una tradición multisecular. Por último, los poetas
chilenos de la generación del 38 nunca han desconocido la gravitación
de Huidobro, De Rokha, Neruda e incluso de Gabriela Mistral.
II
Estos “usuarios de la tradición” -como se los ha llamado-
no fueron simples herederos, sino actores relevantes en la configuración
de ese espacio de libertad escritural que caracteriza hoy a nuestros
países. Se trata de una actitud maduramente filial, alejada
tanto del canibalismo edípico como del epigonismo mimético.
De ese modo, Gonzalo Rojas es tan nerudiano (por lo sensorial) como
rokhiano (por la violencia y la reiteración); tan mistraliano
(por la gravedad) como huidobriano (por esa levedad lúdica
y ligeramente proclive a la experimentación). Nada de ello
impide que un sello de singularidad troquele toda su obra, dando incluso
la impresión de haberse liberado de lo que Bloom llamó
“angustia de las influencias”. Por lo demás, la genealogía
poética de Gonzalo Rojas desborda con mucho el marco de la
poesía nacional y, en todo caso, muestra más afinidad
con el peruano Vallejo que con todos los chilenos ya nombrados. Como
prueba evidente, repárese en “Por Vallejo”, un verdadero
homenaje incluido en Contra la muerte (1964).
[...] Nada pasó. Pero alguien
que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.
Ninguno fue tan hondo por las médulas
vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la
piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano [...]
Una red muy compleja da coherencia a estos versos. La solidez de
esa “piedra más que piedra” contrasta con la levedad “del oxígeno
hermoso”; pero la piedra puede hallarse tanto “en la cumbre” como
en el subsuelo, e incluso puede ser subterránea: Vallejo “sacó
el ser de la piedra más oscura / cuando nos vio la suerte debajo
de las olas” y “en el vacío de la mano”. El lector recordará
aquel panorama de la poesía hispanoamericana trazado por Octavio
Paz, según el cual Huidobro fue nuestro “aviador”, y Vallejo,
nuestro “minero”. Pues bien, se puede decir que Gonzalo Rojas viene
a representar una síntesis dialéctica entre ambas polaridades:
un puente colgante entre las dos orillas, un punto medio entre la
gravedad de la piedra y la levedad del oxígeno.
En tal sentido, su poema “En cuanto a la imaginación de las
piedras” (Materia de testamento, 1988) es muy revelador. Si
ya resulta insólito que las piedras sean presentadas como seres
vivos, más sorprende que se les atribuya imaginación
(facultad nuclear de la creatividad y que sólo es posible articulando
sensorialidad y memoria). Pero de las piedras el poema nos dice además
que “su naturaleza no es alquímica sino música” y que
“respiran por pulmones y antes de ser lo que son fueron máquinas
de aire”; agrega incluso que “aun las más enormes vuelan de
noche en todas direcciones y no enloquecen” y que “la ventilación
es su sustancia”; “no creen en la inspiración ni comen luciérnagas”;
“les gusta la poesía con tal que no suene”, bostezan con algunas
discusiones humanas y “viven del ocio sagrado”. Según este
bello delirio, las piedras serían una suerte de vínculo
sacramental entre este mundo visible y el todo inabarcable: “por desfiguradas
o selladas, su majestad es la única que comunica con la Figura”.
Se ha escrito bastante respecto a que, en sus años de formación,
Rojas practicó una doble apertura: hacia la vanguardia (por
mediación de Huidobro en persona) y hacia la tradición
(vocablo cuyo sentido verdadero alude –en su caso– antes que nada
a Catulo, Quevedo, Blake, Hölderlin, Baudelaire y Rimbaud). El
propio poeta lo ha reiterado con una frecuencia que ya puede llamar
a confusión. En efecto, esos nombres constelan el universo
de lecturas de casi todos los poetas actuales, de modo que mencionarlos
como ascendencia de Rojas resulta más bien vago: haría
falta precisar de qué modo concreto se articulan y repercuten
dichas lecturas en la obra del chileno, cuya originalidad obliga por
otra parte a distinguir entre meras afinidades, posibles filiaciones
e influencias propiamente tales (conscientes o no, reconocidas o negadas).
Por último, si se tratara de levantar el mapa de las lecturas
significativas de Rojas, habría que cuidarse de no omitir la
vertiente trascendental y/o mística, desde Lao Tse hasta Swedenborg,
pasando por San Juan de la Cruz y algún otro integrante de
ese coro polifónico cuyo elenco el poeta enumera explícitamente
en “Concierto”, poema perteneciente a Del relámpago
((2) 1984). Incluso últimamente Marcelo
Coddou ha indicado también la incidencia que sobre esta obra
tendría la tradición sufí (“Prólogo” a
Obra poética, (2) 1999).
III
Si hubiera que señalar un aspecto clave en la poesía
de Gonzalo Rojas, un eje que dé cuenta de su vertebración
más intrínseca, señalaría sin vacilaciones
la búsqueda de la unidad. Tal parece ser, en efecto,
el sentido último de su afán de individuación
creadora, la aspiración más secreta de la fusión
erótica y también el horizonte final de la convivencia
solidaria y de la vivencia religiosa: en todos esos planos vemos al
poeta en pos de la unidad y de la integración, como esperamos
mostrarlo en las páginas que siguen.
Descritas muy sumariamente, habría tres grandes temáticas
de esta poesía: la creación misma, transformada en “ejercicio”
de meditación metapoética y de individuación
del propio autor; el impulso erótico, orientado celebratoriamente
en torno a la belleza femenina y su eterno misterio (antesala tanto
del éxtasis religioso como de la desesperación y del
tormento), y la presencia del mundo y de la muerte como espectáculo
cotidiano. De hecho, estos tres temas corresponden a las subdivisiones
de dos obras antológicas: Oscuro (Caracas, 1977) y Del
relámpago (México, (1) 1981;
Santiago, (2) 1984). Salta a la vista que estos
dos libros explicitan con sus títulos los polos antinómicos
(oscuridad y relámpago, hondura y altura) de la dialéctica
que recorre y unifica a esta poesía: lo originario y lo original;
asfixia terrestre y oxigenación alada; apego sensorial y distanciamiento
discursivo; gravedad reflexiva y levedad lúdica; monólogo
intrasubjetivo y diálogo intersubjetivo; vertiginosidad rítmica
y elaborada autocontención; arraigo en la tradición
y apertura “posmoderna”; casticismo y neologismo; devoción
filial y señorío paternal; fraternidad afectuosa y alejamiento
mordaz; abundancia autorreferencial e implacable autosarcasmo; metaforicidad
novedosa y recurso levemente irónico a la frase hecha; adhesión
de prosecutor y anarquismo de innovador.
Se dirá que semejante enumeración de polaridades sólo
nombra los matices de un arco voltaico más general: las antinomias
y aporías de la lírica actual, con su enorme sobrecarga
de responsabilidades y libertades contradictorias. Un comentario de
esta índole resultaría incontestable, y de hecho estas
líneas se iniciaron con una afirmación similar. Sólo
que en muchos poetas contemporáneos estas polaridades tienen
una presencia más atenuada o meramente episódica, mientras
que en Gonzalo Rojas adquiere un carácter sistemático
y central, casi como si correspondiera un verdadero programa creador.
Aparte de la disposición de los poemas en los volúmenes
ya aludidos (que los agrupan “en tres vertientes conforme a un trayecto
de vasos comunicantes”), es también de notar la conducta editorial
del poeta. Como la Mistral y Parra, Rojas prolonga por más
de quince años el silencio que media entre el primer libro
(La miseria del hombre, 1948) y el segundo (Contra la muerte,
1964). Por otra parte, sus libros sucesivos siempre recogen (con la
excepción de El alumbrado, 1986) parte significativa
de los poemarios previos, de modo que cada nuevo volumen es una suerte
de antología provisional, una tentativa más de unificación
–en el aquí y ahora– de una producción diseminada en
espiral a lo largo del tiempo. Por último, siguiendo la misma
línea de análisis aquí propuesta, se puede citar
también el contraste dialéctico entre la precoz gravedad
de sus poemas iniciales y ese rejuvenecimiento lúdico y a veces
humorístico de algunos poemas más recientes. No por
nada, pues, este poeta se define como un “viejoven” (neologismo huidobriano
–que no parriano– cuya sola adopción refrenda pragmáticamente
su significado: viejo de años, pero joven de espíritu,
lo suficiente al menos como para sonreír respecto a sí
mismo).
IV
Siguiendo la pista de estas dualidades unitarias, y retomando lo
planteado en un artículo anterior, diría que la obra
poética de Rojas puede verse como un continuo dinámico
entre la inspiración y la expiración.
Por cierto, ambos términos deben entenderse literal y metafóricamente
al mismo tiempo. Así, la inspiración es el acto fisiológico
de inhalar el aire necesario para mantenerse vivo, pero a la vez constituye
una metáfora ya inmemorial de la disposición poética.
Dé fe de ese doble significado el poema “La palabra” (de Contra
la muerte), que procura fusionar un arte poética y un arte
de vida:
Un aire, un aire, un aire
un aire,
un aire nuevo:
no para respirarlo
sino para vivirlo.
Según se ve aquí, la disposición gráfica
de los versos obliga al lector a deponer su respiración automática
para aventurarse en otra nueva. Esta respiración renovada sugiere
así una existencia también renovada y rítmica.
A su turno, la expiración es el momento inverso –pero complementario–
de recogimiento elegíaco, en que el poeta presiente su propia
muerte o la experimenta vicarialmente a través de la ajena.
Véase, como ejemplo, el poema “Desde abajo”, de Oscuro:
Entonces nos colgaron de los pies, nos
sacaron
la sangre por los ojos,
con un cuchillo
nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número
25.033,
nos pidieron
dulcemente
casi al oído,
que gritáramos
viva no sé quién.
Lo demás
son estas piedras que nos tapan, el viento.
La zona intermedia –equidistante de la inspiración solitaria
y de la expiración solidaria– es la zona del eros, otra versión
de “ese aire nuevo” que se pone en circulación en ambas direcciones,
unificándolo todo. El eros oxigena un aire común y comunal,
renovado y eterno; pero, al mismo tiempo, ese eros constituye un aliento
del tú y del yo en comunión. “Mortal”, también
de Contra la muerte, rebasa incluso la pulsión erótica
y se hace oír como una urgente proclama de confraternidad:
Del aire soy, del aire, como todo mortal,
del gran vuelo terrible y estoy aquí de paso a las estrellas,
pero vuelvo a decirte que los hombres estamos ya tan
. ............. ............. ................
...... . /cerca los unos de los otros,
que sería un error, si el estallido mismo es un error,
que sería un error el que no nos amáramos.
Como se ve, el eros puede transfigurarse también en
ágape o en simple acercamiento interhumano. El lector reconocerá
en ello el rastro y el rostro de una utopía de alcance colectivo,
como en el surrealismo o, más atrás, en el cooperativismo
de Fourier o simplemente en el cristianismo. De ahí que un
poema como “Pareja humana” (Oscuro) termine con una verdadera plegaria:
–Dios,
ábrenos de una vez.
Acaso sea esta apertura ascendente –implorada a Dios– lo que posibilita
también la apertura descendente de la ayuda divina: el don
de la videncia poética, la lucidez infusa de la intuición
creadora, la gracia numinosa. En todo caso, ambas aperturas (ascendente
y descendente) dan a esta poesía ese tono trascendente
que le es tan característico. Repárese en el poema “Espacio”
(Obra selecta, (2) 1997), que nos ahorrará
más ejemplos:
Subo a pedir aire a gritos a las cumbres;
el cielo
está más bajo que la tierra.
Sólo que ni siquiera la religiosidad puede vivirse cabalmente
si se la reduce a una dimensión vertical de arrobamiento místico:
la vida real impone forzosamente una dimensión horizontal.
Y ese movimiento hacia otros y con otros –no contra otros– campea
vastamente en estos poemas, más allá de ocasionales
notas de denuncia o de sátira. Se trata, pues, de una corriente
integradora, que articula lo personal y lo social, la inhalación
y la exhalación, la aspiración religiosa y el jadeo
gozoso, la posesión y la entrega, el pedir (y aun rogar) junto
al dar y al aceptar. En cualquier caso, se hace evidente una vez más
ese denodado afán de unificación en que hemos venido
insistiendo.
V
Ciertamente, la descripción previa puede resultar algo esquemática;
de cualquier modo, no pretende ser exhaustiva. Podríamos añadir
otros temas, diferenciar más motivos o sus variantes, rastrear,
en fin, su evolución de libro en libro. Es un desafío
que otros han asumido de buen grado, realizando aportes que los estudiosos
de esta obra deberán considerar: me refiero a dos libros de
Marcelo Coddou (1984, 1986), uno de Nelson Rojas (1984), un cuarto
compilado por Enrique Giordano (1987), un quinto –muy voluminoso–
de Hilda R. May (1991) y un sexto de Jacobo Sefani (1992). Sin embargo,
el espacio me impide pasar revista a la bibliografía crítica
sobre el autor (creciente, pero ya muy considerable). Por ahora me
conformaré con consignarla al final de este artículo,
para facilitar su consulta.
Al intentar una lectura retrospectiva, se hace perentorio revalorar
La miseria del hombre (1948) como un libro inaugural, pero
nada primerizo, que lamentablemente no fue tratado con visión
ni suficiente sensibilidad por la crítica a la sazón
vigente. Hoy existe una reedición facsimilar y crítica
de esta obra –a cargo de Marcelo Coddou en colaboración con
Marcelo Pellegrini– , lo cual permitirá las lecturas justicieras
que se le debían.
Por nuestra parte, en estas páginas nos limitaremos a mostrar
las alturas mayores de ese libro. Dos poemas (de extensión
muy similar) destacan nítidamente: “Perdí mi juventud”
y “La lepra”. He aquí el primero:
Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre bestia
reventada en el baile.
Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.
Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer al mundo.
Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.
Allí, bella entre todas,
reinabas para mí, sobre las nubes
de la miseria.
A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.
Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.
Y se me heló la sangre al verte
muda,
rodeada por las otras,
mudos los instrumentos y las sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
que copiaban en vano tu hermosura.
Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.
No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo obscuro de tu cuerpo
cuando te hallé recostada boca arriba,
y me dejaste frío en la caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.
Aunque el tipo de prostitución expuesta por el poema ya es
muy infrecuente, el drama poetizado sigue impactando por esa conmovedora
simbiosis entre eros y thánatos, verdadero leit motiv
de toda la poesía rojiana. Además, el poema presenta
ciertos rasgos que en su obra posterior se tornarán más
y más abundantes. Destaquemos primeramente esa urdimbre sensorial
que da vida a todo el poema: lo visual se refuerza con imágenes
de movimiento, táctiles e incluso somestésicas: “A torrentes
tus ojos despedían / rayos verdes y azules. A torrentes / tu
corazón salía hasta tus labios, / latía largamente
por tu cuerpo, / por tus piernas hermosas / y goteaba en el pozo de
tu boca profunda”. Aparece también aquí esa marcada
tendencia a las antítesis (“maldiciendo la luz del nuevo día
/ entré al salón esa mañana negra”; “y me dejaste
frío en lo caliente”). Cabe destacar además esa versificación
a un tiempo armónica y violenta, que reencontraremos en poemas
como “Contra la muerte”. Por último, en este poema se puede
apreciar asimismo esa capacidad de Rojas para desarrollar una cierta
historia –incluso cierto suspenso– y rematar de modo coherente y memorable.
VI
El otro poema magistral, “La lepra”, Rojas lo ha republicado como
“Aula áulica”, sustituyendo los términos retóricos
y estilísticos por tecnicismos de la teoría literaria
y semiótica más reciente. A continuación se lo
cita tal como aparece en la versión original:
Todavía recuerdo mi clase de Retórica.
Ceremonia del Juicio Final. Un gran silencio
hasta que el profesor irrumpía: “Sentaos”.
“Os traigo carne fresca”. Y vaciaba un paquete
de algo blanco y viscoso
envuelto en diarios viejos como un pescado crudo,
sobre la mesa en que él oficiaba una misa.
“Capítulo Primero”. “El estilo
del hombre
corresponde a un defecto de su lengua”. Y mostraba
una lengua comida por moscas de ataúd
para ilustrar su tesis con la luz del ejemplo.
“Mirad: la lengua inglesa no es la lengua
española”.
“Aquí tengo la lengua de Cervantes. Su forma
de espada no coincide
con el hueco del paladar”. El profesor hablaba
de condiciones, rasgos, influencias,
metáforas, estrofas. Y cada afirmación
era probada por la Crítica.
Ahora bien, los puntos de vista de la
Crítica
–pobres cuencas vacías–
eran toda esa carne palpitante
saqueada a los distintos cementerios:
lenguas, dientes, narices, pulmones, vientres, manos
que un día fueron órganos de los grandes autores,
hoy tumores malignos servidos en bandejas
por profesores-asnos a discípulos asnos
adentro de una sala-alcantarilla.
Donceles y doncellas extasiados
copiaban en “papeles” todas las proporciones
de una obra maestra: las leyes de la lírica,
la épica y dramática, causas y consecuencias,
la decadencia, el desarrollo
de las literaturas.
Ante tal entusiasmo,
el olor de los restos de los grandes autores
se mezclaba al olor de esos bellos difuntos
sentados en la silla de su propio excremento,
y una sola corriente de inmundicia era el aire,
mientras la admiración llegaba al desenfreno
cuando ese Profesor: “Si aprendéis –nos decía–
los requisitos de la creación,
seréis fieros rivales de Goethe, y superiores”.
Y cerraba su clase.
Guardaba todos los despojos nauseabundos
en su paquete, y con la frente en alto,
coronado en laurel por su buen éxito
nos volvía la espalda como un Dios del Olimpo
que regresa a su concha.
Todavía recuerdo mi clase de Retórica
en que la vida y la belleza
eran un plato de carne podrida.
Yo tuve que cortarme la lengua en la
raíz
para librarme de la lepra.
Otra vez estamos en presencia de un poema que compatibiliza armonía
y violencia, locuacidad y parquedad, exageración y autocontrol:
“Yo tuve que cortarme la lengua en la raíz / para librarme
de la lepra”. Y al igual que “Perdí mi juventud”, este poema
reactualiza la memoria con tal vivacidad, que revive cada episodio
como si estuviera ocurriendo en el momento mismo de la escritura.
Por otra parte, en ambos textos comparecen vida y muerte, asociada
la primera a cierto coraje juvenil y existencial, capaz de desdeñar
moldes y apariencias.
A estos dos poemas pueden añadirse varios otros bastante notables,
como “El sol y la muerte”, “El principio y el fin” (nótese
el carácter dialéctico de cada uno de los dos títulos),
“El sol es la única semilla”, “Crecimiento de Rodrigo Tomás”,
“La salvación”, “Carta del suicida”, “Elegía”, “El dinero”
y “La vaca racional”. Definitivamente, este volumen inicial contiene
ya esa singular violencia rojiana, esa mezcla explosiva de pasión
y lucidez, sensorialidad y reflexión. En cierto sentido, pero
con menos resonancia inmediata, Rojas muestra en estos poemas ya tanta
calidad como Dámaso Alonso en Los hijos de la ira (1944)
o Nicanor Parra en Poemas y antipoemas (1954), para citar dos
obras relativamente próximas en el tiempo, en ciertos tonos
y en su influjo sobre las nuevas generaciones (de España y
América Latina, respectivamente).
En la primera parte de ese libro inicial, Rojas incluyó un
poema -sugestivamente titulado “La libertad”- cuyos dos versos finales
pueden considerarse una síntesis anticipada de su credo poético:
“ya no respiraré para otra cosa / que para estar despierto
noche y día”. Nótese que en esta libertad resultan de
nuevo indisociables los grandes motivos ya comentados antes: la
respiración (con toda su carga metafórica y pneumática),
la aspiración a la vigilia y la insistencia en las antítesis
(“noche y día”, es decir, oscuridad y claridad, recogimiento
y actividad, vivencia solitaria y convivencia solidaria).
VII
Si por “prudencia” o por miopía se quiso ver en el primer
libro sólo una muestra promisoria, Contra la muerte
(1964) fue una demostración irredargüible de que se trataba
de una promesa cumplida. Este libro es uno de los mejores volúmenes
de la poesía hispanoamericana de los años sesenta. Como
no faltará quien lo ponga en duda -en nuestro país más
bien que en el extranjero-, yo pediría que la eventual refutación
se fundamente en el siguiente ejercicio comparativo: indicar en cuántas
otras obras de nuestro idioma, publicadas desde 1950 hasta ahora,
puede el lector encontrar una docena de poemas como los que a continuación
enumero, siguiendo su orden de aparición: “Al silencio”, “Los
días van tan rápidos”, “Una vez el azar se llamó
Jorge Cáceres”, “Oscuridad hermosa”, “Contra la muerte”, “Mortal”
(citado completo más arriba), “Carbón” (finamente comentado
alguna vez por Floridor Pérez), “Victrola vieja”, “Las hermosas”,
“Valparaíso” (que figura aquí como poema autónomo,
pero que en realidad corresponde a los seis versos iniciales de “El
amor”), “¿Qué se ama cuando se ama” y “Por Vallejo”.
No cabe duda: estos doce poemas (a los que se podría añadir
“Uno escribe en el viento”, “Orompello”, “Retrato de mujer”, “A veces
pienso quién”) mantienen un nivel promedio que en justicia
sólo se puede calificar de sobresaliente. En Chile sonará
a herejía, pero creo que, después de Canto general
(1950), ni el mismísimo Neruda nos ofrece un libro de una calidad
tan pareja. Y en su generación, sólo Nicanor Parra había
mostrado, con Poemas y antipoemas (1954), una capacidad semejante
para dar con un solo libro una demostración de excelencia sostenida
poema a poema.
El primero de ellos, “Al silencio”, abre el conjunto y en cierta medida
lo resume:
Oh voz, única voz: todo el hueco
del mar,
todo el hueco del mar no bastaría
todo el hueco del cielo
toda la cavidad de la hermosura
no bastaría para contenerte,
y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera,
oh majestad, tú nunca,
tú nunca cesarías de estar en todas partes,
porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,
porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,
y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.
Como en “¿Qué se ama cuando se ama?”, también
aquí están todos los motivos y temas principales de
Rojas (la hermosura, lo oscuro, el silencio, la cavidad, la paternidad,
Dios). La síntesis es tan bella y honda que ahorraremos comentarios.
VIII
Por todo lo anteriormente planteado, creo que la gran poesía
de Rojas se encuentra en mayor proporción contenida en sus
dos libros iniciales. Compilaciones ulteriores, como Oscuro
(Caracas, 1977), Transtierro (Madrid, 1979) o Del relámpago
(México, 1981, Santiago, 1984), agregan indudablemente varios
poemas memorables (por ejemplo, “Escrito con L”, “Desde abajo”, Transtierro”,
“Flash”, “Esquizotexto”, “Concierto”, “Visiting profesor”); sin embargo,
de no haberlos escrito o publicado, su autor seguiría siendo
una figura imprescindible en cualquier antología hispanoamericana
medianamente seria.
Con lo anterior no se quiere insinuar que la obra posterior del poeta
resulte en algún sentido desdeñable. De hecho, sigue
brindando gratas sorpresas. El alumbrado (1986), que por lo
demás es el único libro suyo que incluye sólo
poemas nuevos, es un buen ejemplo: allí se pueden leer al menos
media docena de textos notables: “Al fondo de todo esto duerme un
caballo”, “Rimbaud” (severa autocrítica, como el ya citado
“Visiting professor” y “No haya corrupción”), “Guardo en casa
con llave”, “Adiós a Hölderlin”, “Qudeshím qedeshóth”
y “Ningunos”. Otro tanto se puede decir de Materia de testamento
(1988) y Desocupado lector (1990), con el agregado de que en
tales obras vemos aparecer cierto humor que –si exceptuamos sus textos
más satíricos– no abunda en su obra previa y tampoco
resultaba predecible. Ya he citado fragmentos de “En cuanto a la imaginación
de las piedras”, pero cabe agregar “El señor que aparece de
espaldas”, así como los poemas que dan título a cada
uno de esos libros: “Materia de testamento” y “Desocupado lector”.
Los recursos expresivos de esta poesía son muy variados y complejos;
en todo caso, diríamos que los más peculiares son aquellos
que contribuyen al relieve del ritmo, verdadero eje de casi todos
sus poemas. Entre esos recursos rítmicos destaca la eufonía,
la alternancia de muy diversos metros, el encabalgamiento, el hipérbaton,
la reiteración acezante y a veces coloquial, la interrogación
inesperada o autorrectiva. Para un lector medianamente perceptivo,
resulta notable cómo el consumado oficio de Rojas puede compatibilizarse
con una extraña fluidez, y cómo un solo verso puede
fusionar el plano del enunciado y el de la enunciación, el
lenguaje y el metalenguaje, el empleo del recurso y la conciencia
de ese empleo. “También tú te aliteras”,
leemos en un verso en que la aliteración se marca intencionalmente
de modo reflejo, gracias a esas cuatro palabras con sus sendas t
(las cursivas son nuestras), y gracias también al inesperado
tú, que podría aplicársele al lector,
al autor, a un tercero o incluso a todos simultáneamente.
Aparte de tales recursos expresivos, “Materia de testamento” se agencia
la enumeración caótica, un recurso conocido, pero al
que Rojas arranca algunos chispazos dramáticos y otros –como
ya hemos dicho– de tono humorístico. El poeta va legando a
personas y circunstancias no sus pertenencias, sino los bienes mostrencos
o comunes que no pueden tener dueño:
A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a
Lebu, todo el mar,
a mi madre la rotación de la tierra [...]
a mis 5 hermanas la resurrección de las estrellas,
a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio,
a mi hermano Jacinto, el mejor de los conciertos
al Torreón del renegado donde no estoy nunca, Dios,
a mi infancia, ese potro colorado,
a la adolescencia, el abismo,
a Juan Rojas, un pez pescado en el remolino con su paciencia de santo
[...]
al año 73 la mierda
al que calla y por lo visto otorga el Premio Nacional,
al exilio un par de zapatos sucios y un traje baleado,
a la nieve manchada con nuestra sangre otro Nüremberg,
a los desaparecidos la grandeza de haber sido hombres en el suplicio
y haber muerto cantando [...]
Es de notar que al inicio el poema parece una variante leve de un
testamento (que por otra parte recuerda a Villon): se beneficia a
familiares y seres queridos, y en cada caso el legado implica un gesto
afectuoso; pero luego aparece la herida nacional y personal (el golpe
militar, el exterminio, el exilio), cuya herencia resulta sangrienta.
Por otra parte, el poema va incorporando gradualmente un tono metapoético:
alude al poeta César Vallejo y le ofrece “la mesa puesta con
un solo servicio” (así como en las ropas de ese Pedro Rojas
recién muerto –en España, aparta de mí este
cáliz– se encuentra “una cuchara muerta”); también
se alude al Premio Nacional concedido bajo la dictadura. Hacia el
final, el poema alude a la circunstancia en que está siendo
escrito:
A la torrencialidad de estos días, nada,
a los vecinos con ese perro que no me deja dormir, ninguna cosa,
a los 200 mineros de El Orito a quienes enseñé a leer
en el silabario de Heráclito, el encantamiento,
a Apollinaire la llave del infinito que le dejó Huidobro,
al surrealismo, él mismo,
a Buñuel el papel de rey que se sabía de memoria,
a la enumeración caótica el hastío,
a la Muerte un crucifijo grande de latón.
Anexando su situación inmediata, el poema borra la frontera
entre enunciado y enunciación, casi como si el sentido estético
exigiera poetizar esas circunstancias apoéticas (el vértigo
cotidiano, el vecindario molesto). El poeta insiste además
en dar sentido trascendente a su adhesión social: de ahí
el recuerdo de esos obreros a los que enseñó a leer
tomando por silabario los fragmentos de Heráclito. El texto
retoma luego el carácter metapoético explicitando un
intertexto (Apollinaire / Huidobro) y legando al surrealismo el propio
surrealismo (es decir, deseándole que siga siendo fiel a sí
mismo). Y cuando ya el recurso de la enumeración caótica
parece agotado, ésta se torna reflexiva y autoalusiva (como
antes la aliteración citada más arriba): “a la enumeración
caótica el hastío”. Finalmente, ante el riesgo de repetirse
sin renovación (una fatiga de materiales poéticos),
el poema se anticipa legando “a la Muerte un crucifijo grande de latón”.
IX
Pero si esta es una poesía de la sintaxis, no lo es menos
de la sensorialidad, en especial la de carácter directamente
somático. Volvamos, por ejemplo, al poema “Carbón”,
quizás el más difundido y, por cierto, uno de los más
memorables:
Veo un río veloz brillar como
un cuchillo, partir
mi Lebu en dos mitades de fragancia, lo escucho,
lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un beso de niño
como entonces,
cuando el viento y la lluvia me mecían, lo siento
como una arteria más entre mis sienes y mi almohada.
El él. Está lloviendo.
Es él. Mi padre viene mojado. Es un olor
a caballo mojado. Es Juan Antonio
Rojas sobre un caballo atravesando un río.
No hay novedad. La noche torrencial se derrumba
como mina inundada, y un rayo la estremece [...].
Como en la mayoría de sus poemas, en éste observamos
también diversos sentidos que se imbrican y convergen en un
solo plexo multisensorial. En primer lugar, nótese cómo
el río del enunciado parece recrearse subliminalmente en la
enunciación, cuyo flujo envuelve también al lector,
retrotrayéndolo quizás a su propia infancia. Esta sutil
interpelación no opera por la inventiva de la imaginación
y las metáforas -poco numerosas en este caso particular-, sino
más bien por una viva sensorialidad. En efecto, estos versos
implican un registro marcadamente visual (“veo un río
veloz brillar como un cuchillo), auditivo (“lo escucho”)
y olfatorio (“lo huelo”, “un olor a caballo mojado”).
Sin embargo, quizás sea aun más dominante la sensación
directamente somática: el hablante se siente como envuelto
por una fragancia y una atmósfera cuyo recuerdo equivale a
una caricia y a un beso, vuelve a sentirse mecido
y mojado por el viento y la lluvia, etc). El hablante no nos
comunica imágenes mediante una memoria ausente y linealmente
discursiva, sino a través de un cuerpo presente, pulsando un
teclado de sensaciones que se hacen palabras y de palabras que se
hacen sensaciones. Repárese, por ejemplo, en el encabalgamiento
de los versos cuarto y quinto: “lo siento / como una arteria más
entre mis sienes y mi almohada”. El río se hace arteria y el
mundo exterior se incorpora al hablante (que a su vez es un adulto
reconvertido en niño al evocar su infancia). Al mismo tiempo,
en esos versos iniciales hay ciertas suaves aliteraciones: véanse
por ejemplo las repeticiones en ill (brillar / cuchillo;
en ar (brillar / partir / arteria); en
cu (escucho / cuchillo); en sien (siento
/ sienes); en mo (como / almohada); en
m (más / mis); en ien (viento
/ siento), etc. Además, también se advierten
algunas asonancias que refuerzan los paralelismos semánticos:
entre / sienes (e-e), veo / huelo
/ beso (e-o), etc.
Es como si, sintiendo el río fluyendo entre sus sienes y su
almohada, el hablante palpara a tientas la clave de lo poético:
ha hecho confluir en un solo acto creador la sensación y la
memoria, la percepción y la imaginación, el aquí
y allá, el ahora y el entonces.
Junto a esa sensorialidad múltiple, en la poesía de
Rojas destaca a menudo la imaginería libérrima en que
está cifrada. Sin embargo, esta poesía rehúye
la vaguedad gratuita; su mentada oscuridad se refiere al ámbito
más o menos nocturnal del mundo poético del que da cuenta,
y no a embrollos semánticos o a una sintaxis ininteligible.
La poesía de Rojas es perpicaz y al mismo tiempo perspicua,
y sus frecuentes polisemias no comportan evasivas ideológicas
ni indefiniciones existenciales, sino más bien un deseo de
rehuir el énfasis y las seguridades facilonas de las visiones
maniqueas. De ahí que a veces sus textos comiencen con preguntas:
“¿A qué mentirnos?”, “¿Qué se ama cuando
se ama?”, “¿Quién dijo videncia?” De ahí también
que, más a menudo incluso, terminen con versos interrogativos:
“Alcohol y sílabas”, “La salvación”, “Pintemos al pintor”,
“Saratanes”, “Sartre”, “Los compañeros”, para espigar ejemplos
sólo en sus dos primeros libros. Y es que, en sus textos posteriores,
la interrogante final se hace cada vez más frecuente: “Del
cubismo como serpiente”, “Playa con andróginos”, “A Novalis”,
“Solo de aullido”, “Los errantes”, “Flash”, “Trotando a Blake”, “Concierto”,
“Fragmentos”. Es de notar que el rasgo aparece especialmente en aquellos
textos de alcance metapoético o religioso.
Pero así como muchos poemas suyos resultan de difícil
clasificación temática (ya que aluden simultáneamente
a asuntos eróticos entremezclados con reflexiones metapoéticas
o testimonios críticos o elegíacos), así también
la mayor parte de las veces concurren en un solo poema (y a menudo
condensados en unos pocos versos) todos los recursos expresivos antes
anotados, más otros que por razones de espacio no han sido
comentados.
A modo de ejemplo, y para terminar, véanse los versos finales
de “Las hermosas”, que además sirve de título a una
compilación homónima editada por Hiperión (Madrid,
1991):
Tan livianas, tan hondas, tan certeras
las suaves. Cacería
de ojos azules y otras llamaradas urgentes en el baile
de las calles veloces. Hembras, hembras
en el oleaje ronco donde echamos las redes de los cinco sentidos
para sacar apenas el beso de la espuma.
Nótese cómo estos versos realizan cabalmente lo mentado
en ellos. En primer lugar, asombra esa enumeración acezante
y admirativa, que termina desencadenando la “cacería de ojos
azules”. Seguidamente, esas “llamaradas urgentes”, condensación
de una serie vertiginosa de asociaciones: por semejanza fonética,
se asocian fácilmente llamadas y llamaradas,
ambas urgentes y ardientes; por connotación metafórica,
bien cabe representarse cabelleras rubias o pelirrojas, etc. Luego
viene ese extraño “baile / de las calles veloces”, hipálage
que sugiere una atmósfera carnavalesca y expansiva, a cuyo
contagio hasta las calles –no ya sólo los transeúntes–
se tornan veloces. Además, el poema viene rematando propulsado
por una sintaxis tan flexible y móvil como las curvilíneas
mencionadas, dinamizándose con la alternancia de versos cortos
y largos, combinados con enumeraciones y predicaciones que parecen
la expresión misma del deseo. Obsérvese la urdimbre
de vocablos cruzados: mientras el “oleaje” está vivificado
por el adjetivo ronco (impredicable de lo no vivo), con “los cinco
sentidos” ocurre lo inverso (son señales de vida, pero aparecen
concretizados en hebras de “las redes”). Por si fuera poco, esa elocuente
imagen final revela el sin sentido de tanto frenesí: “para
sacar apenas el beso de la espuma”...
Pero ahora corresponde al lector incorporarse al juego de la re-creación.
Para ello recomendamos especialmente dos volúmenes panorámicos:
Antología de aire (Editorial Fondo de Cultura Económica,
Santiago, 1991, 308 pp.) y Obra selecta (Biblioteca Ayacucho,
Caracas / Editorial Fondo de Cultura Económica, Santiago, 21999
[11997], LXXXI-358 pp.). La primera fue preparada por Hilda R. May,
esposa y seria estudiosa de este poeta; además, como ya se
ha dicho, es la única antología que presenta los poemas
según el orden de publicación, aunque en algunos casos
los ofrece en sus versiones finales. La segunda se debe a Marcelo
Coddou, seguramente el mejor conocedor de esta poesía (no en
vano le ha dedicado tres libros, aparte del largo prólogo y
las numerosas notas incluidas en dicha antología), y ofrece
una amplia muestra de poemas, ordenados en siete líneas temáticas
y acompañados de algunos textos en prosa.
El lector puede tener por seguro que, si se aventura en esta obra
oceánica y lanza, con cierta intuición y paciencia,
“las redes de los cinco sentidos”, sacará algo más que
“el beso de la espuma”. En todo caso, recordemos que “el mar se aprende,
pero nadando”...
BIBLIOGRAFÍA DEL AUTOR
- La miseria del hombre [(1)
1948]. Edición crítica, notas, cronología y bibliografía
de Marcelo Coddou con la colaboración de Marcelo Pellegrini.
Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 1995, 131 pp. (edición
facsimilar) y CLXVII pp.
- Contra la muerte [(1) 1964]. Editorial Universitaria, Santiago,[
(2) 1993], 96 pp.
- Del relámpago [(1) 1981]. Editorial Fondo de Cultura
Económica, México, 276 pp. Segunda edición ampliada,
FCE, Santiago, 1984, 311 pp.
- Cincuenta poemas [1982]. Ediciones Ganímedes, Santiago,
92 pp.
- El alumbrado [1986]. Ediciones Ganímedes, Santiago,
57 pp.
- El alumbrado y otros poemas [1987]. Ediciones Cátedra,
Madrid, 90 pp.
- Materia de testamento [1988]. Ediciones Hiperión,
Madrid, 201 pp.
- Desocupado lector [1990]. Ediciones Hiperión, Madrid.
- Antología de aire [1991]. Editorial Fondo de Cultura
Económica, Santiago, 308 pp.
- Las hermosas. Poesías de amor [1991]. Ediciones Hiperión,
Madrid, 142 pp.
- Río turbio. El Kultrún / Barba de Palo, Valvivia,
1996, 59 pp.
- Obra selecta [(1) 1997]. Biblioteca Ayacucho, Caracas / Editorial
Fondo de Cultura Económica, Santiago, (2) 1999, LXXXI-358 pp.
- Oscuro y otros textos. Pehuén Editores, Santiago,
1999, 247 pp.
BIBLIOGRAFÍA
SOBRE EL AUTOR
- Coddou, Marcelo: Poética
de la poesía activa. Ediciones LAR, Madrid, 1984, 333 pp.
- Coddou, Marcelo: Nuevos estudios sobre la poesía de Gonzalo
Rojas. Ediciones del Maitén, Santiago, 1986, 68 pp.
- Giordano, Enrique (ed.): Poesía y poética de Gonzalo
Rojas. Edicones del Maité, Santiago, 1987, 215 pp.
- May, Hilda R.: La poesía de Gonzalo Rojas. Ediciones
Hiperión, Madrid, 1991, 501 pp.
- Rojas, Nelson: Estudios sobre la poesía de Gonzalo Rojas.
Editorial Playor, Madrid, 1984, 150 pp.
- Sefami, Jacobo: El espejo trizado: la poesía de Gonzalo
Rojas. Universidad Autónoma de México, México,
1992, 269 pp.