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Cigoto, una aproximación al cachureo parlante de Gonzalo Rojas Canouet

Por Biviana Hernández


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El fantasma se percata
que estas palabras son una chaucha

Sabemos que en biología cigoto es el resultado de la unión de las células sexuales masculina y femenina para que se desarrolle el embrión. Y esa nueva célula es la que vemos, sobre un elocuente fondo rojo, en la portada del libro de Gonzalo Rojas Canouet, Cigoto (Santiago: Cortina de Humo, 2016). En la imagen se concreta la unión de las células masculino/femenino que da vida a un nuevo ser. Pero valga advertir que si la imagen por sí sola constituye el significante del libro, el título añade la partícula “poesía”; es decir, hace explícito lo que la imagen enuncia en su propia estructura visual, haciéndonos ver por partida doble la materialidad de este embrión que es tanto materia como pensamiento, verbo y carne, flujo de un estado anatómico-mental o psíquico-fisiológico del poeta devenido hijo y padre.

Cigoto. Poesía. La poesía es aquí doble materialidad. Es cuerpo y es conciencia, células que en su fusión orgánica y mental han dado cuerpo a una crónica fragmentada de la experiencia de vida. De allí que no sea casual que este cigoto poético esté dedicado al progenitor, Beto, padre del poeta (una parte de la célula reproductora) y a la hija, Camila (el embrión). Título, subtítulo y dedicatoria, por tanto, nos ofrecen ya las primeras instrucciones de lectura sobre este cigoto desdoblado del hablante-poeta Gonzalo Rojas Canouet, que en su entrada inicial, operando de apostilla al formato narrativo del libro, puntualiza: “hubo un cigoto/ que a posteriori/ produjo un hijo/ el cual/a su vez/ tuvo una hija”(6). Hasta aquí se tiene completo el círculo de los cigotos que en clave poética darán cuerpo a la voz enunciativa del texto.

Pero los procesos orgánicos de gestación en este poemario no solo dirán relación con el padre, el hijo y la hija en el ámbito de las relaciones consanguíneas, directas e inmediatas, y la memoria de un hablante que los proyecta, metaforiza o asume en la primera persona singular del nombre propio, Gonzalo; abarcará también una dimensión simbólica del territorio y la historia nacional y continental donde se escribe (concibe) el poemario. En esta dimensión,  “América” será parte de una célula mayor que dará origen a otro cuerpo también mayor: la comunidad territorial, lingüística y simbólica que funciona como referencia y contexto de este cigoto de la voz del hijo, que se autoanaliza o exorciza en presente desde su doble condición de padre e hijo. América es célula, embrión, comunidad y territorio, pero también  espacio y tiempo que hermana al hablante con su memoria histórica y su pasado reciente. Es la gran célula o el gran cigoto que a diferencia del padre y la hija, que lo retienen en un pasado estático y a veces nostálgico, lo anclan al presente del aquí y ahora, donde la vida se transforma a cada instante y las cosas cotidianas no dejan de mutar. Así en la referencia al poeta fallecido a temprana edad, y compañero de generación, Antonio Silva, que en el primer poema de su libro Analfabeta (2000), decía: “Estuve sentado en mi lengua por siglos/ora despierto para la antinatural América”[1] , adentrándose en el (re)descubrimiento de una América pagana y sincrética, desde la mirada íntima y cotidiana de un hablante-hijo-ciudadano que buscaba reactualizar la historia y la posibilidad de su rearticulación a partir de un nuevo (micro)relato. Asimismo, Rojas Canouet, en el primer poema de Cigoto, sentencia: “América todavía no pare”, afirmación contenida en el título del poema, donde América es territorio nonato y donde el  hablante aparece metaforizado en la sinédoque “pedazo de mar”. De modo que, si Antonio Silva “despierta” frente a esta magna geografía para contar una nueva historia del continente, desde los signos invertidos del canon y la tradición de los relatos de descubrimiento y conquista, Rojas Canouet asumirá la palabra del no-nacido pero que, paradójicamente, ya engendró, desde un saber que niega la capacidad fértil de esta misma geografía y de esta misma historia, como fracaso de una totalidad: “No te encontraré/no habrá página en blanco” (8). Para ambos poetas, no obstante, América es cuerpo y territorio, un cuerpo fragmentado, disociado del todo, de una matriz o de un origen que permita una visión integradora o total de las cosas y el mundo. En Cigoto, América, como el hablante mismo, solo puede ser “un pedazo de mar” que se habita; un mar “deslizado /en la citara cotorra mía” (7).

En el lenguaje coloquial chileno, cotorrear quiere decir hablar excesivamente y de cualquier cosa (más familiarmente, copuchenteo), pero en Cigoto, el hablante-pedazo de mar “quiere explotar en miles de paracaídas cerebrales” (7), como si lo orgánico (la unión de las células reproductivas del cigoto) fuera dando paso a un flujo de pensamiento que se fragmenta, desprende o desdobla del cigoto principal. Mas, cuando el hablante-hijo-padre explota en esos miles de paracaídas cerebrales, que no nos dejan de recordar el vuelo y caída de Altazor, logra guarecerse en el pequeño mar de la hija-embrión; guarida o refugio donde la memoria es trinchera, añoranza y posibilidad de trascendencia y salvación. De esa habla cotorra se oirán entonces los sonidos, los tonos, los acentos de una microhistoria del nacimiento, del vuelo y caída de este cigoto hijo-padre.

Cigoto es un libro íntimo, confesional, que ofrece no solo una mirada introspectiva del yo sino también una lectura generacional. Allí donde los signos vitales van marcando la pauta de un cierto mood que destaca por su carácter nostálgico y desencantado. No por nada dos partes del libro se titulan, “Yo, el insomne” y “En el patio del hastío”[2]. Quizás en esa lectura epocal o en esa perspectiva de mirar y reconocerse conforme los “síntomas” de un espíritu de época (hastío, apatía, anonimia), esté prefigurado el fantasma de los náufragos del 90 que aún recorren los territorios baldíos de la post-transición en Chile; sujetos erráticos y errantes, anónimos y extraviados en el afuera-adentro de un presente sombrío y sin esperanza. Así vemos a este hablante desplazarse por los dominios perdidos de la memoria entre espacios y tiempos que alternan una mirada personal y cotidiana, por momento romántica, del tiempo y el transcurrir de la vida entre objetos y situaciones que conservan en la memoria la certeza del pleno sentido. Cigoto es por ello un montaje de fragmentos de vida y experiencia personal y singular; una crónica poética escrita con el lenguaje coloquial del habla cotidiana y la evocación de un otro que interpela desde la ausencia el tejido de los vínculos afectivos y familiares que aún quedan; un testimonio que quiere dejar una huella, un rastro visible de esa memoria que el paso de los años se resiste a abandonar…

El hablante de Rojas Canouet, a veces náufrago de sus propios recuerdos, busca encontrar su cauce en el (de)encuentro del otro que ha sido y ya no es, en el umbral de ese estado de conciencia que le recuerda y nos recuerda el ineluctable y despiadado rigor del paso del tiempo, la fugacidad, la transitoriedad, las pérdidas: “Me descubro en el umbral de la puerta/en donde recojo/mis ocasos/de cada mañana” (50). Las horas crepusculares anuncian que la mirada del presente está anclada en los ocasos de cada mañana; ocasos que se viven “hasta el alba” (51). ¿Será que las sombras lo han invadido todo? El oxímoron aquí (ocaso/mañana), preludio de esa eterna lucha entre el día y la noche, la luz y la oscuridad, actualiza el ritual de la memoria. Porque no otra cosa hace el poeta de este tiempo, como aquel de todos los tiempos: dejar testimonio de su experiencia de vida. Y Rojas Canouet afirma en Cigoto esa necesidad vital desde un estado liminal de conciencia (soy y he sido) que lo lleva, en el fragor de “este instante”, a escribir sus propios “vértigos”: “abismos que vienen y van/que aparecen y se acentúan” (51). El poeta es el insomne porque “insomne es el umbral/en donde se dan/todas las cosas” (52).

El poeta insomne, eternamente en vigilia, quiere capturar el instante del recuerdo, de la memoria que espejea su tiempo de plenitud y sus pequeñas maravillas, ese tiempo ya pasado mas nunca olvidado. Porque tener o hacer memoria es aquí, nuevamente, una batalla contra el tiempo. Sí, porque la memoria del útero, “donde no se sabe nada/ni de dónde vinimos” (53), es la forma de resistir contra la fugacidad de la vida; contra la inclemencia del tiempo que todo lo transforma y aniquila. Por eso quizás, como el poeta de los lares, Rojas Canouet quiere dejar testimonio del esplendor y la ruina de otro tiempo, sabiendo, claro y no sin desazón, que hoy “NO AMANECE”, pues “siempre se repite/ese color nauseabundo/que la oruga emite/dentro de mi mundo” (48). La mariposa no puede recordar que ha sido oruga, así como la oruga no puede adivinar que será mariposa, nos decía Enrique Lihn en “Para Andrea”[3], su hija, porque los extremos de un mismo ser no se tocan. En Cigoto, padre e hija repiten el ciclo vital de destrucción y renovación; cambio y permanencia, vida y muerte, un ciclo que en la memoria del hablante es conciencia de esos extremos o límites de un nuevo ser, quizá intocados o quizá tocados pero sin saber: células convertidas en cigotos; cigotos convertidos en niños; hijos convertidos en padres…

Y como en todo ciclo vital, el cigoto-hijo confirma la herencia recibida del cigoto-padre: “Dentro del fermento de gusanos/he aspirado/los mismos círculos /que mi padre me ha heredado” (48). Escribir vuelve a ser antídoto contra la avería (arcada) de lo cotidiano. El poeta insomne opta por ese pedazo de mar que es el útero-paradero de su memoria y su tiempo de vida.

Cuando el presente es puro hastío, el cigoto se va: “Te veré en nuevos rostros/seré olvidado/por mirar el mismo río” (56), quedando como “última estación” de su memoria el embrión de la hija, niñita amasada en el regazo del hablante-padre que espera renacer en este Cigoto de la palabra poética, “como si yo fueras tú” (112).


Santiago, abril de 2016

 




Notas


[1] En Cigoto encontramos un amplio repertorio de referencias a otros poetas de la generación de Rojas Canouet, con los que hace dialogar su poética y a través de los cuales establece su propia genealogía cultural y literaria. La estructura formal del poemario utiliza una cita textual para cerrar cada una de las cuatro partes en que se encuentra dividido. Respectivamente, los poetas citados son: Malú Urriola, Jaime Huenún, Nadia Prado y Héctor Hernández.

[2] La primera parte, sin titular, consta de varios fragmentos narrativos que dan curso a un solo poema extenso.  La Segunda: YO, EL INSOMNE, corresponde a ocho poemas de extensión variable pero más regulares en su brevedad: “NO AMANECE”, “UMBRAL”, “FRAGOR”, “EL INSTANTE”, “ESTALLANDO DESDE EL ÚTERO”, “NINGUNA CIUDAD ES MÁS GRANDE QUE MIS SUEÑOS”, “UN ADIÓS” y “YO INSOMNE”. La segunda parte, EL PATIO DEL HASTÍO, se articula como un relato íntimo en torno a la memoria del padre, mediante la reunión de seis fotografías numeradas irregularmente, donde el hablante rememora la figura de su padre, Humberto Rojas Vergara. Y finalmente, EL CIGOTO SE VA, es la crónica de la cotidianeidad, que termina con la gestación del embrión de la hija que renovará el ciclo vital. El conjunto consta de doce poemas: “AMOR DEL BUENO”, “DAGUERROTIPO”, “LA QUE FUE”, “MI TEJADO ES DE VIDRIO”, “MUERTO CORAZÓN QUE HABLA”, “PRECIPICIO”, SANGRE SECA SERÁS”, “A CARE A FIG”, “ELÁSTICO”, “UN MÍNIMO GASTO DE GESTOS (ARLT)”, “CANCIÓN PARA NIÑOS BAILANDO SOLOS” e “HIJA, ÚLTIMA ESTACIÓN”. 

[3] En A partir de Manhattan (1979).




 

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