Alexis
Iparraguirre, escritor
"Mi
padre no desaprovechó la oportunidad para convencerme de las posibilidades
inventivas de la literatura"
Por
Gabriel Ruiz-Ortega
Indefectiblemente,
Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) es uno de los mejores narradores peruanos
de hoy. Con toda justicia, su muy buen libro de relatos El Inventario de las
Naves se alzó con el prestigioso Premio Nacional PUCP 2005. En la narrativa
de Iparraguirre es notorio un altísimo grado de ambición llevado
con la convicción de los que se toman en serio un oficio tan arduo y proteico
como lo es la literatura.
- Alexis,
¿cómo llegaste a la literatura?
- Creo que en 1981
vi El Imperio contraataca, una película decisiva en mi niñez.
Tenía ocho años y me hizo comprender intuitivamente, caprichosamente,
la superioridad de las posibilidades de la imaginación sobre la realidad.
Cuando terminó la función, deseé que todos esos seres fantásticos
y esa tecnología deslumbrante constituyeran parte de nuestra realidad y
no de dos horas de proyección. De inmediato, emocionado, quise ser científico
o inventor para forjar ese mundo aquí y ahora. Se lo conté a mi
padre y este me aseguró que ni en un millón de años podrían
efectuarse mis sueños, que muchos incluso iban contra las leyes de la física
y, lo más interesante, según supe, de la economía. Como es
natural, le creí. Me dije, entonces, que lo siguiente mejor era dedicarme
al cine, para
prolongar esa maravillosa fantasía en las mentes de las personas, aunque
solo fuesen sueños ilusorios, válidos solamente en su enorme poder
de sugerencia. Naturalmente, mis pensamientos no se articulaban de esta forma
entonces, pero ahora estoy seguro de que eso estaba en toda mi intención.
Pero otra conversación con mi padre también me convenció
de que mis ambiciones de director de cine resultaban irrealizables en el Perú.
Por lo menos como yo me las proponía, tales fantasías requerían
de presupuestos millonarios y tecnología de punta, las que también
eran absolutamente inimaginables en el Perú, además de una instrucción
profesional completamente fuera del alcance de la que él podría
brindarme. Entonces, juiciosamente, dejé de lado mi temprana vocación
de cineasta. No obstante, al poco tiempo, la casualidad y mi padre me ofrecieron
la posibilidad de cultivar la imaginación y luchar por no dejarla nunca
de lado. Encontré un libro de El imperio contraataca y tuve una
experiencia muy gratificante leyéndolo. Me sorprendí diseñando,
imaginariamente nuevos escenarios para las acciones de los personajes, más
acordes con mi idea del texto y no con las ideas que decidió hacer patente
el director de la película. Eso me pareció un hallazgo.
-
Entonces, aquel libro de la saga fue el que te llevó al encuentro con la
literatura. ¿Quiénes fueron los autores que te marcaron en la adolescencia?
-
Mi padre no desaprovechó la oportunidad para convencerme de
las posibilidades inventivas de la literatura y, sobre todo, de la economía
de su ejercicio; al fin y al cabo, lápiz y papel había por todas
partes. En esos años me compró docenas de libros que devoraba a
velocidades que ahora me resultan difíciles de imitar. Capturado por la
ficción, podía tener semanas e incluso meses seguidos de lectura.
Total: solo comía, dormía e iba a la escuela. En esos años
la literatura me permitió encontrar un espacio donde efectuar operaciones
de la imaginación distintas y, por esos años, abundantes y, progresivamente,
más intensas que las que me deparó el cine infantil. Leía
el canon juvenil de la generación del 50, lo supe más tarde: Verne,
Dumas, Salgari en una colección de libros que la editorial de García
Márquez, La Oveja Negra, difundía a precios módicos bajo
el título de Grandes Aventuras. Tolstoi fue un salto cualitativo que me
quitó el aliento y que, curiosamente, entonces conocí por Guerra
y Paz, un texto de mil doscientas páginas que estuvo incluido en una colección
llamada Best Sellers. Hoy nadie puede pensar en un libro tan voluminoso y que
muchos llamarían tedioso pudiera considerarse un Best Seller. Pero entonces
lo era. Cuando lo empecé, simplemente renuncié al mundo; fue durante
unas vacaciones del año 88. Le dediqué mes y medio, día y
noche. No estoy seguro, pero poco después de esa época mi ilusión
por la literatura se hizo tan intensa que me comprometí con la honestidad
de un púber a serle fiel, cultivarla y tratar de emular en mi escritura
alguna de esas personas excepcionales que me había regalado.
-
Antes de ganar el Premio Nacional PUCP de Narrativa habías mandado algunos
de los cuentos de El Inventario de las Naves a otros concursos. ¿Cómo
te fue con ellos?
- Sí. Recuerdo haber enviado un par de
cuentos de mi libro a alguna versión del premio Copé y a la única
versión del premio Adobe. Hasta ahora me persigue una imagen: la de la
mañana que iba a ver los resultados en el periódico, que invariablemente
me eran adversos. Luego supe, por un amigo que ganaba con frecuencia esos concursos,
que los favorecidos eran informados por teléfono unos días antes
de la difusión pública. Me sentí infantil por esperar con
ansiedad un día que era para que otros festejaran de antemano. Aunque muchos
lo nieguen, la literatura y los concursos también son un asunto de amor
propio, pero con los años uno lo maneja mejor: uno solo es un medio falible
de una imaginación siempre por encima de sus realizaciones y escribir solo
es una actividad de una vida múltiple y no puede servir para evaluar a
nadie en su integridad. Pero lo que veo un poco azorado, cuando miro el camino
recorrido desde esos concursos, es que he sido verdaderamente terco. A pesar de
que procuré siempre estar atento a cualquier tipo de crítica de
mi trabajo, creo que esos reveses me hicieron persistir en consolidar mis preferencias
estéticas, antes que cambiarlas, porque, ahora veo que carezco de razones
para ello, pensaba que mis defectos -los defectos que podía ver el jurado-
no eran por disgusto, sino porque yo no había sido lo suficientemente enfático
y coherente en mi propuesta. Por ello, a continuación, me reconcentraba
en revisar los cuentos en busca de ejecutar con la mayor coherencia posible la
sensibilidad, las atmósferas y las tramas que había planeado para
ellos. En mi fuero interno, la actividad literaria se terminó volviendo
una obsesión por adquirir una visión peculiar, inmediatamente reconocible,
distintiva del mundo. Y quería que convocase muchos estilos, pero que el
conjunto de cuentos (porque desde un principio fueron pensados para componer un
libro) no se caracterizase por ninguno. Quería relatos que exprimiesen
el meollo de la contingencia humana y la propia contingencia de la ficción
-su fragilidad, su parcialidad, su indeterminación en perspectiva- en tanto
esa reflexión me provocaba la vida de la que era testigo por los años
90, mi propia contingencia. Planeaba que cada cuento fuese implacable en la casualidad
que vinculase sus hechos, pero que a la vez proliferase en las posibilidades interpretativas
de sus símbolos y en el resultado intenso y ambivalente de su acción;
y que la luz que uno echase sobre otro a su vez deformase, incluso desinformase,
sobre el plano mismo de la información objetiva ofrecida, para destacar
mejor el valor contextual de cualquier explicación sobre tal o cual suceso.
Quería que fuese evidente que una explicación cualquiera depende
de la circunstancia del encuentro de una historia con otra y de ella con el lector,
aunque la primera mirada -cada cuento, en su momento- pareciera decirnos lo contrario.
De ahí surgiría la profundidad del libro, si alguna podía
tener. No sé si lo he logrado porque, como es natural, yo he experimentado
el libro no solo como mi primer lector sino que lo he situado en mi historia personal,
como una etapa singular de mi aprendizaje, y eso es fijarlo en una significación
que solo puede tener sentido para mí, aquí y ahora, que en este
momento pienso que fue positiva, pero creo que es definitivamente muy distinta
del mero encuentro con el texto que experimenta el lector común, que lidia
con él como producto. Este solo se encuentra con lo que en efecto sucede
y mi esperanza es que suceda lo que terminé por querer.
-
¿Por qué?
- Porque, vale decirlo como prueba de la
inevitable relectura del propio proyecto, cuando comencé a imaginar mi
libro tenía una visión más lineal de su textura: solo me
interesaba contar historias que revelasen un aspecto de los hechos, a lo sumo
con una variedad significados y símbolos. Entonces, no entreveía
las posibilidades de jugar a desmontarlas desde su interior y a partir de las
miradas que se tendiesen entre ellas, no suponía la idea de mantenerlas
tensas entre la intuición de una interpretación coherente, la completa
negación de la coherencia y la invocación a considerar esa tensión
como una explicación en sí misma, la posibilidad de una opción
distinta para mirar los acontecimientos. Entonces, aunque buscaba un libro de
significaciones variadas, como todo escritor de veinte años que quiere
colocar mucho en poco, también quería decir Verdades con V mayúscula
y que mis historias condujesen a ellas, aun en el terreno de las emociones. Pero
creo que eso sucedió porque como tantos chicos de entonces, y como sucede
con muchos chicos hoy, necesitaba verdades en las que confiar, por encima de mis
percepciones y justo porque durante los noventas nos tocó experimentar
una emergente sociedad de consumo, que acentuó la velocidad de la vida
y la conciencia de que todas las certezas parecían inútiles, contradictorias
o precarias. Iba en sentido contrario de mi propia sensibilidad. Pero escribir
lentamente el libro (durante diez años) me fue cambiando y me hizo caer
en cuenta de que era interesante explorar eso que no quería ver, era un
desafío plasmarlo en su inasibilidad en una historia, darle perfil de poética,
porque solo podía testimoniar de aquello que entonces me acorralaba.
-
Una vez te escuché decir que escribes de lo que te molesta, de lo que te
indigna. Como autor, ¿cómo estos estados de ánimo pueden
percibirse en El Inventario...?
- Se pueden notar en muchos
planos. Descubrir que escribía para no mirar una sensación molesta,
que finalmente era la única valiosa para mí, fue un proceso paulatino.
Como todos, partí del deseo de narrar lo que me implica en el ámbito
personal y testimoniar a su vez, quería pensar, parte de mi tiempo. Luego,
una amiga de esos años leyó uno de mis originales. Detectó
que los conflictos siempre se resolvían por anulación, disolución
o destrucción de los protagonistas. Entonces, miraba hacia una historia
para cuyos conflictos no imaginaba salida. Mi primer encuentro con una forma para
El Inventario fue imaginar un mundo distinto para cada ficción,
uno afín a la mirada de sus protagonistas, que debía disolverse
a ojos del lector, de la manera que instalaba el fin del mundo en una dimensión
íntima, pero con toda su simbología. Mis cuentos buscaban inducir
a una eliminación ficticia, pero satisfactoria de lo que me molestaba.
Y me molestaban muchas cosas durante mi experiencia universitaria. Un joven vive
incordiando de manera profesional. ¿Por qué? Me observé y
observé mucho a mis amigos. Molestábamos y nos molestaban. Pero
molestaba el mundo en que habíamos "aterrizado". Muchos vivían
atrapados por el tedio de vidas satisfactorias que los privaban de sus sueños,
les minaban la voluntad y la ambición. No existían motivos reales
para abandonar la inercia, a pesar de la ambición, el deseo de un futuro
brillante. Muchos de mis amigos se dedicaban a dormitar en los jardines de la
universidad o se encerraban en sus cuartos. No imaginábamos un paso al
frente posible si todo parecía no moverse. Yo estudiaba a veces por curiosidad
o porque siempre he sido irreflexivamente competitivo. Pero a nadie se le podía
arrancar esa sensación de calma chicha, y de la que padecían mortalmente.
Incluso las drogas y las emociones fuertes les confirmaban la sensación
de que todo estaba dicho. Ahora pienso de otra manera de esa época: nadie
era algo, todos queríamos distinguirnos de alguna forma y la educación
y nuestra edad nos igualaba insoportablemente. Éramos vagos proyectos de
persona sometidos a un marco institucional cuyas órdenes cumplíamos
incluso cuando no lo imaginábamos: nos dedicaban cantidades ingentes de
esfuerzo de todo tipo para tener especialistas que ocupasen puestos profesionales
previstos, a condición de que no hiciéramos nada salvo estudiar.
Pero no se calculaba un daño colateral: pertenecíamos a una generación
que aun aspiraba a la gloria y no sabía cómo adaptarse a ser sistemáticamente
incompetentes en cualquier materia a mediano plazo. Experimentábamos esa
"suspensión inanimada" como una tortura en la que delirábamos
e incluso algunos llegaron a autoaniquilarse. No soportábamos ese tiempo
infinito. En especial, los que estudiaban carreras por las que experimentaban
borrosas simpatías o ninguna, obligados por la inercia de encajar en el
futuro, pero las más de las veces sin ninguna inclinación comprometida
o convicción personal (los padres ya empezaban a abandonar a sus hijos
a la suerte en el terreno vocacional, imaginando que uno escogía su futuro
por adivinación, cuando el gusto por ejercitar una destreza siempre se
entrena; si desde la infancia, mejor). Para ellos, la sensación de inutilidad
era más intensa. Fue una juventud exasperante, sin duda, sobre todo porque
nadie podía examinar su condición desde "fuera".
-
¿Y qué vino después?
- Solo cuando acabó
ese espantoso entrenamiento para la adultez se comprendió algo, pero en
el camino quedaron quienes se enfermaron por ese tedio, quienes no acabaron los
estudios, quienes nos conformamos con no ser héroes y nos acostumbramos
a ocupar nuestras sillas tras oscuros escritorios. Y la convicción, no
sé si de un fracaso, pero sí la sensación de un mal sabor
en la boca; y no es que hubiera algo mejor, sino que nuestras expectativas siempre
fueron desmedidas sobre el futuro. Y por lo que significó para mí,
en El Inventario de las Naves, todos mis personajes están transitando
esa época. Es mi testimonio: están padeciendo un hueco de tiempo
sin dirección. Pero a diferencia de mis amigos de la vida real, tienen
una oportunidad: desaparecer, del algún modo, de ese infierno que es por
definición injusto; pueden hacerlo en un acto pleno de sentido, en una
de las posibilidades de lectura del libro. Vienen otros tiempos. Por ello el tono
de consuelo de Luciana en la matanza de "Sábado" o la aceptación
plena de la nueva identidad de Mónica en el desenlace de "Hombre en
el espejo".
- En El Inventario...
tenemos lugares como la Calle de los sueños perfumados -muy mencionado-,
los cuales llevan consigo una carga muy tétrica, acorde, eso sí,
con el espíritu apocalíptico que se percibe en cada página
del libro.
- Es cierto que la Calle de los Sueños Perfumados
es uno de los escenarios mencionados con mayor frecuencia y que en él sucede
buena parte de "Orestes". Pero las más de las veces son solo
calles estrechas, que cualquiera de los personajes de los diversos cuentos-mundo
pudiera recorrer. Así, sus personajes las podían mirar de distinta
forma, incluso con climas distintos y filtrarlas hacia distintos temperamentos.
Pretendí que los escenarios discreparan de relato a relato, puesto que
son otros dependiendo de quien los cruce, aunque todas las tramas se implicasen
de muchos modos: citas, símbolos trasladados, nombres en común.
Y, alternativamente, esas calles son llamadas barrio y ciudad; es un pueblo en
"Proximidad del Huracán" y una metrópoli en "Orestes"
y "El francotirador". Son espacios que el lector intuye idénticos
y no le falta razón. Pero, ¿hasta qué punto? Traté
de sembrar la lectura coherente y la incoherente en el mismo grado de tensiones
y contrapuntos. Traté de intensificar un procedimiento que me sugirió
"el llano" que inventa GGM en La increíble y triste historia
de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, un libro de cuentos
que me dejó boquiabierto cuando lo leí a los diecinueve años.
Ahí los personajes, por lo regular viajeros, se entrecruzan en una llanura
que en unos cuentos es fantasmal y en otros llena de ferias. Los transeúntes,
vistos por otros, y a los que creíamos ya conocer por historias previas,
son cada vez más incongruentes conforme avanza el libro, y en algún
caso se dice de unos las historias de otro. Desde luego, no es un factor central
en la composición del libro; GGM lo hace para intensificar los espejismos
del llano; las personas también son espejismos. Pero a mí me deslumbró
la posibilidad de extremar el método y relativizar todos los puntos de
vista y, sin embargo, sostenerlos desde la mirada de una ficción, de vocación
coherente.
- ¿Qué autores estuvieron
presentes, específicamente, en El Inventario...?
- Por
esa misma época, empecé a leer a Italo Calvino, para quien el centro
de un cuento terminó siendo intentar interpretar cómo es que se
podía contar, y a Richard Rorty, para quien la palabra verdad no servía
sino para referir a aquello de lo que no se estaba hablando. Tales ideas se superpusieron
y simpatizaron con convicciones personales que habían ido madurando: la
perspectiva de un mundo multiforme, simultáneo, contingente, pero accesible,
a fin de cuentas, a través de esa perspectiva. Ese fue mi segundo encuentro
con la forma definitiva de El Inventario. Me di cuenta de que el espacio
debía transformarse conforme a la insania de diferentes generaciones e
idiosincrasias y de ese modo refirmar la completa contingencia de cada drama,
no obstante fuese percibido desde cada personaje, e incluso por cada perspectiva
discrepante de estos, como cuestiones absolutas, y justo por ello: la tensión
entre la máxima coherencia que uno organiza para sí, la coherencia
de soslayo del prójimo, y la mirada fisgona del autor que desarticula los
relatos desde otros relatos; pero ninguna voz más autorizada que la otra,
puesto que ahí donde más presente puede aparecer mi mirada omnisciente,
la voz de una personaje o una historia se adelanta a corregirme. Así, mi
libro terminó siendo un texto que antes que dar explicaciones, las pedía.
Como dice en su epígrafe, mi proyecto terminó por suponer que la
narrativa no tenía ningún papel esclarecedor; no se podían
contar historias lineales como antes porque ni sus componentes tenían un
orden o sentido natural. Y me sentiría complacido si mis lectores, a lo
sumo, vieran aparecer los hechos consecutivos y los encajaran al azar en su mente,
unas eventualidades a las que aplican su propia imaginación para leer historias
que no son más que las que cada quien organiza para sí, y solo eso.
Y en ello se corre el riesgo de equivocarse siempre, de ser injusto, puesto que
no hay una manera correcta de hacerlo. Me he persuadido de que así nos
movemos cuando evaluamos y decidimos nuestras propias historias. Algo de ello
no solo se trasluce en las connotaciones sino en textos explícitos de "La
Hermandad y a Luna", "El Inventario de las Naves" y "El francotirador".
Pero me sentiría mucho más a gusto, más complacido, si mis
lectores efectuaran una operación distinta, que yo quiero creer de rango
apocalíptico: dejar de leer linealmente los cuentos y preferir la oscilante
contingencia del libro que les exige avanzar decidiendo.
-
¿Desde cuándo tienes este interés por el libro bíblico
del Apocalipsis?
- Luis Hernán Castañeda, en un artículo
que publicó en Hueso Húmero, planteó una lectura heterodoxa
del Apocalipsis de San Juan en mi libro, lo que me halaga mucho. Con Luis Hernán
he compartido más de una vez la creencia de que no hay buena lectura que
no sea una lectura desviada, lo que no es muy edificante para los amantes de las
citas. Su texto es muy acertado, pero sobre todo me fue útil para reflexionar
sobre qué pulsiones básicas me animaban. Mientras reflexionaban
sobre cómo articular las tensiones entre perspectivas y el valor de relatar,
como lo venía entendiendo, no era conciente de mis pulsiones más
remotas, los miedos irracionales de la infancia, pero aún estaban ahí.
Sabía que, si suponía una lectura de máxima coherencia, estaba
escribiendo cuentos-mundo a punto de colapsar; sin embargo, el texto de Juan no
se me aparecía como un referente de primera mano. Pero el énfasis
de Luis Hernán en el libro bíblico en sí me hizo recordar
hechos de cuando era muy niño.
- El libro
del Apocalipsis suele ser una lectura prohibida para los niños en los hogares
católicos.
- El Apocalipsis de Juan era una lectura prohibida
por mi tía abuela, quien me leía la Biblia una noche no y otra sí
antes de acostarme. Su prohibición, naturalmente, lo volvió un misterio
muy seductor. Porque entonces yo creía mucho y ese era el futuro de la
humanidad, revelado por Dios a uno de sus apóstoles. Aunque no lo leí
con temor reverencial hasta los doce o trece años, mi imaginación
ya había sido turbada por él través de los cromos de un álbum
de la Biblia Ilustrada para niños. Mi tía abuela lo dejaba entrever
entre las curiosidades religiosas que juntaba para sus sobrinos nietos: estampas,
rosarios y bendiciones. Y en ese álbum presencié por primera vez,
muy niño y muy sugestionable, las imágenes de monstruosidades y
castigos inhumanos, que ocurrirían durante una Segunda Venida de Cristo.
Me produjeron pesadillas, sobre todo por el pavor del creyente que siempre se
sospecha en falta a ojos de Dios. Sí, sin lugar a dudas, empleé
mi memoria de la infancia y las imágenes que guardaba del libro de Juan,
incluso, puede ser, en el orden en que dispuse algunos motivos y símbolos.
Pero debo confesar que fue un uso inconciente. Yo estaba más preocupado
en que las alegorías explicitas, implícitas y sugeridas por El
Inventario remitiesen a las fantasías propias del Milenio y al valor
simbólico y al miedo atávico que convocaba esa fecha. La proximidad
del año 2000, mientras escribía el libro, me empujaba en esa dirección.
Aunque, como es obvio, la fuente de los "prodigios" milenaristas en
la mayoría de los casos era la iconografía del Apocalipsis de San
Juan, y pienso que fui amalgamando símbolos del libro junto con los provenientes
de las leyendas paganas europeas asimiladas al cristianismo e incluso mitos egipcios
de la muerte y el renacimiento que por esa época revisaba. También
resumí un libro de Duby sobre el Año Mil y observaba con atención
una serie de televisión, Millenium, cuya atmósfera oscura
me parecía hipnótica. Pero, más que narrar el fin de una
época corrupta y el renacimiento utópico, los motivos apocalípticos
por excelencia, quería referir, como ya dije, el fin de una época
que había corrompido el sentido del tiempo. Y quería que no hubiera
Dios porque eso suponía algún tipo de renacimiento utópico
ajeno a la voluntad humana. Me interesaba que lo que estuviese en juego, en una
lectura de máxima coherencia, fuese la autorrealización de los personajes;
no una mítica "Redención", un salvavidas trascendente.
Si podía entenderse que estos tenían algún escape o adquirían
algún sentido, este debía surgir de su propia fuerza interna. En
esa línea, una idea que de inmediato surgió fue la de santidad laica.
Me explico: quise que mi historia tuviera algunos personajes lúcidos, que
fuesen sensores extrafinos del tiempo y lo purgasen en su interioridad, que es
una de las formas en que la Iglesia Católica concibe a los santos. Así
como ellos, quería que se transformasen a través de la sensibilidad,
el padecimiento y una creciente comprensión de sí mismos. En este
sentido, Mónica en "El hombre en el espejo" es una santa, y los
tres chicos de "La hermandad y la luna" también lo son. Pero
pretendí que su "santidad" no proviniese de algún Dios,
sino de su propio mérito individual. Naturalmente, el siguiente componente
que establecí fue su contraparte: la falta, el vicio, lo que condena. Si
el renacimiento se alcanza conociendo, la perdición debiera ser sinónima
de ocultar, velar, confundir intencionalmente la capacidad de discernir. En el
libro su alegoría más frecuente fue la fiesta desbocada y su capacidad
para desviar la atención del estado de "suspensión inanimada".
El espacio catártico solo es un señuelo que cultiva inútilmente,
pero con plena intencionalidad. Solo, al final, en "El Francotirador",
quise efectuar la inversión radical del sentido de la alegoría.
En una lectura de máxima coherencia, puesto que ya no existen fiestas en
el barrio, esa celebración fantasmagórica se convierte en espejo
de la enajenación de mi protagonista: una eficaz imagen pedagógica
que lo rebela en su necedad.
- Cada cuento encierra
un estilo diferenciado. Cuando se realizan esta clase de proyectos siempre hay
uno que demanda una mayor complejidad temática y estructural.
- Sí,
estoy de acuerdo. Y más de uno, pero en diversos sentidos, y no se cuán
bien librado haya salido de algunos retos que me impuse. Como te he dicho, el
libro forma parte ya de mi aprendizaje personal y mi imparcialidad sobre este
tema es, naturalmente, dudosa. Lo que puedo decir es que "Sábado"
es el cuento que me exigió más retoques. Busqué que recogiera
el caos, la superposición de acciones y voces de una fiesta adolescente,
que el lector se percibiera violentamente inducido a ella, a un estado de "blanco
conceptual", pero donde se manifestasen muchas conductas entrecruzadas y
en conflicto. Por ello, supuse un torrente de ritmos en las frases que dotasen
a la historia de una atmósfera verbal rápida, entrecortada y turbulenta,
muy activa. No recuerdo ahora cuántas veces he reescrito ese cuento; con
seguridad más de veinte veces. Siempre temía que mi hilo rítmico
se perdiese en las acciones o que la historia se perdiese en las muchas posibilidades
que ofrece el ritmo de la prosa. Incluso planeé revisarlo para una segunda
edición de El Inventario de las Naves, próxima a salir, y
también emprendí el ejercicio de escribir una versión paralela
del texto, mucho más centrada en los detalles "escenográficos"
y no en las voces de los protagonistas. Pero esta nueva mirada a un texto que
se hunde en diez años de escritura solo sirvió para reencontrar
algunos hallazgos, los que consideraba muy satisfactorios; por ejemplo, me gustó
que una pelea de adolescentes no solo fuese una confusión de cuerpos, sino
una de voces, donde la desaparición de signos de puntuación y verbos
no solo no quebraba la velocidad de lectura sino que colaboraba con la percepción
de la ficción. Al final, decidí dejar el cuento así, no porque
fuese completamente de mi gusto, sino porque tenía tantos detalles que
me satisfacían y que implicaron mucho esfuerzo, y porque supe de inmediato
que necesitaría un tiempo semejante al que pasó desde que lo ideé
(casi diez años) para hacerlo a mi capricho. Y sucede también que,
así como estaba, gustaba mucho a los jóvenes, a pesar de ser un
texto técnicamente demandante; es el cuento favorito de los alumnos de
la universidad que lo han leído. Eso me halaga mucho.
-
¿Y otro cuento?
- También hubo otro cuento que demandó
mucho de mí, y que implicó no solo reescrituras sino más
de cuatro rediseños de la historia; fue "Orestes". Quería
que tuviera, en clave, una historia sobre la familia, los amigos, los deberes
y el amor adolescente. Que fuera una suma de muchos conflictos del libro, sobre
todo los generacionales. Por otra parte, los cuentos anteriores tenían
muchas referencias veladas al mundo griego clásico o posclásico
que adquirían una evidencia intelectual muy fuerte en "El Inventario...",
el texto central, y quise que en "Orestes" la evidencia fuese sentimental.
Mucho de esa influencia se debió al curso de Literatura Griega Clásica
que dictó por esa época Ciro Alegría Varona. Ciro acababa
de regresar de Alemania y el mundo de la literatura ática estaba vivísimo
en sus clases, en su entusiasmo. Sobre todo, me impactaron sus clases sobre el
autor trágico Esquilo y su trilogía la Orestiada; su análisis
de la obra me mostró la intensidad del conflicto entre distintas obligaciones
personales y el bienestar público. Pensé que si fuese una historia
contemporánea trataría del conflicto entre el egocentrismo individualista
adolescente y la responsabilidad ciudadana. Pero, ¿de qué tipo de
ciudadanía podría hablarse si esa historia tuviese que ser un cuento
situado casi al fin de los tiempos? Las posibilidades creativas eran muy tentadoras.
Admito que fue una arrogancia y tontería mayúscula emprender esa
tarea: había que cambiar de género, reducir personajes, mantener
ese temperamento turbio, de amenaza permanente, y que el lector pudiera entender
la anécdota sin tener la menor idea de su modelo. Pero no resistí
el entusiasmo y ahí está "Orestes", con sus muchos desaciertos
y errores, y algunos aciertos. No sé si la posibilidad de los juegos mentales
entre los protagonistas le haga bien; me molesta que no pudiera concluirlo con
la prosa que imaginaba. Solo tengo claro las analogías básicas:
La Máquina de seis cabezas es el coro de la tragedia; Diego es Orestes;
el enano, con quien Diego ha establecido una comunidad de compromisos mínimos,
ausente casi todo el relato, es Agamenón, el padre de Orestes y rey de
Argos, cuyo vínculo obliga. Luego hubo que diseñar a los antagonistas:
Melissa iba a ser Cassandra desde un principio, la bruja vidente que predica tragedias,
pues todas mis mujeres tenían un componente profético bien definido
en su personalidad; Melissa debía verse como una pelirroja despeinada,
bella y viciosa. Pero tenía que ser también la reina Clitemestra,
madre de Orestes y asesina de Agamenón, puesto que obedecerla implica abandonar
al enano y a las obligaciones contraídas con él, repudiar el pacto
ciudadano por el apetito erótico juvenil. Hay otras equivalencias, pero
no definen el conflicto sino que solo lo intensifican y no vale la pena mencionarlas.
Demoré mucho en sentirme satisfecho con el lenguaje del cuento y hacer
los diálogos me provocó más de un dolor de cabeza, sobre
todo para mantener las analogías que establecí en su sitio sin distraer
demasiado la atención de la mera anécdota -un joven sobreviviente
del huracán que busca comida. Pero "Orestes" siempre será
una pregunta abierta. Incluso puedo decir que no me siento capaz de decidir si
todas esas analogías tuvieron finalmente un efecto más allá
del mero juego cultista. Lo gracioso es que no importa porque el cuento tiene
también un temperamento propio producto de las sugerencias del libro y
de su propio asunto. Pero el esquema esquiliano está ahí, para quien
desee leerlo.
- Después de leer El Inventario
de las Naves tuve una sensación que me llevó a pensar que usaste
ciertos géneros que muchas veces suelen soslayados por el periodismo y
la crítica: los Thrillers y la Science Fiction.
- En efecto.
Y no imagino cómo no usar el sci-fi, por ejemplo, si fui y soy fanático
del género. Junto a mis lecturas juveniles de Dumas o Verne hubo abundante
lectura de sci-fi. Pienso en Fundación de Asimov, la Tierra Multicolor
de May y Duna de Herbert. Y sobre todo la antología de cuentos Visiones
peligrosas de Harlan Ellison, que me parece un libro de pequeñas joyas
de la escritura de anticipación difícilmente igualado. Y también
soy fanático del thriller policial, pero no por las novelas, sino por el
cine; como todo el mundo en los noventa, no podía ir al cine sin ver un
thriller que, además de enredarnos en sangre, nos desbarataba toda hipótesis
sobre la resolución no solo de los misteriosos crímenes, sino sobre
el sentido del dichoso filme y de la realidad misma. Me acuerdo clarísimo
de Doce monos, Seven y Sospechosos comunes. Muchos de sus
ecos, en una reverberación que principalmente se percibe en atmósferas
enfermizas, están en mis cuentos de El Inventario. Y, como se sabe,
muchos escritores en todo el mundo encuentran alguna veta qué aprovechar
del thriller y de la sci-fi, fuera de aquellos que se dedican exclusivamente a
ellos. Algunos especialistas dicen que eso se debe a que el mal gusto de la "mass
media" contamina la buena literatura y ven en el hecho de que se narre bajo
tales claves un signo de lo que han venido en llamar la "decadencia de la
cultura". Eso me parece injusto, porque antes que decadentes me parecen géneros
exuberantes. En lo personal, cuando trato de racionalizar mi entusiasmo por ellos,
me parece que son tipos de ficciones que han sabido expresar, no sé si
de forma intencional desde sus orígenes, el miedo de nuestra civilización
frente a su reflejo: el miedo a lo horrorosa que pueda ser.
-
Explica aquello.
- Me explico: en el thriller, por ejemplo, la hija
predilecta de la civilización, la ciudad, ha dejado de ser el espacio de
habitación seguro, que se opone a la selva de las fieras, y que fue una
de las razones de esta para persistir por milenios y una de sus justificaciones
originales. Cuando resulta que la ciudad se ha vuelto un conjunto de esquinas
oscuras e impredecibles, de las que salta el asesino, el violador, el psicópata
irreversible, deja de ser el refugio que justifica su lógica habitacional
y su mismo propósito, sus jerarquías y, en suma, su gobierno. Entonces,
el miedo es un estado natural con el que se lidia en cada uno de sus espacios,
por más insignificante que parezca ese miedo. Cuando la ciudad se vuelve
un bosque enmarañado que perturba la mente y, en demasiadas ocasiones,
hace evidente que la lógica del crimen está en la propia lógica
de la urbe, entonces historias crueles, ominosas y paranoicas adquieren por derecho
propio una preeminencia en la sensibilidad y en la estética de la época.
Esto ya resulta perceptible en el Londres de finales del siglo XIX, cuando la
primera ciudad plenamente industrializada, cosmopolita y superpoblada se deja
seducir por las gacetillas sobre Jack el Destripador y las fantasías de
horror sobre el conde Drácula. Y no me resulta casual, por ello, que el
fetiche predilecto del género sea el superdepredador, el hombre come hombres,
que hace explícito la caducidad de la buena vida que ofrece la civilización
y la reaparición, bajo el símbolo del hombre bestia, del miedo a
los antiguos enemigos de la selva. Incluso creo que es la identificación
con tal estado de la cultura lo que hace al thriller un fenómeno aprovechable
por best sellers, donde el prejuicio suele arrinconarlos, y no un fenómeno
inverso, es decir, inventado por los medios de masas. En mi caso, su influencia
a través del cine y de series de televisión como X Files
y Millenium fue decisiva para capturar una sensibilidad que yo experimentaba
de forma desorganizada en el típico estrés capitalino, el caos de
las calles, la inestabilidad política, la paranoia sobre la posibilidad
del desempleo y otra suerte de fenómenos de orden francamente neurótico
que pulverizan el medio urbano como ideal de convivencia civilizada.
-
Probablemente coincidamos en esto: la literatura latinoamericana de hoy aún
no logra superar a lo escrito por los narradores del Boom. Lo comento porque noto
desde hace un buen tiempo un llamado a negar o desconocer lo escrito por esos
escritores.
- Me imagino que lo que pasa es que la narrativa contemporánea
se decanta por alguna técnica de manera exclusiva e intensiva. Por ejemplo,
Roberto Bolaño ama las "cajas chinas" y las explota hasta la
histeria y se regocija con el anecdotario "maldito" de los intelectuales,
como Borges podía sintetizar el perfil más luminoso de estos con
fines igual de irónicos, y se trata de uno de los narradores post Boom
más celebrados y con toda justicia. No obstante, me parece que ahora se
suele hablar de novedad cuando las viejas técnicas se descubren únicamente
al servicio de determinado esquema ético, político u otro semejante,
lo que, en lo personal, sostengo que es un asunto ideológico e incluso
de la historia de las ideas, pero no de la literatura. Como fuese, si solo las
novedades de este estilo nos llamaran la atención en el momento de leer,
pienso que no nos dedicaríamos a leer literatura. O tal vez estaríamos
leyendo algún tipo de documentación, aunque tampoco me queda claro
para qué. Pero no quiero extenderme en intentar interpretar cómo
observo el proceso de la narrativa peruana como la entiendo hoy, o la latinoamericana
en general, porque todavía no sé si tenga sentido el tipo de panorama
"objetivo" que supone una opinión así cuando siempre he
efectuado mis lecturas y mis reflexiones críticas en función de
mis intereses personales y estos, quiero creer, son los mismos que los motivos
estéticos que expreso en mi libro. En otras palabras, temo decir, como
ha sucedido en casi toda entrevista que he leído de narradores peruanos
nuevos, que invariablemente el proceso de la literatura latinoamericana termina
resumiéndose en algunas constantes, dando a entender que, curiosamente,
la obra del entrevistado las representa con mayor originalidad, concisión
y pericia. Me parece de muy mal gusto.
- ¿Algunos
narradores peruanos jóvenes que te llamen la atención?
- Me
gusta lo que ha hecho Daniel Alarcón en su primer libro, quien define sus
conflictos con claridad y alcanza en pocas páginas una intensidad emocional
desusada. Pero antes que sus argumentos, me interesa su peculiar diseño
de psicologías. Siento que es alguien de quien tengo que aprender, así
no trate sus temas ni aborde su estética. También me gusta lo que
escriben Luis Hernán Castañeda y Carlos Gallardo, esa suerte de
Cástor y Pólux que publicó Estruendomudo editores. Me parecía
que hacían una mancuerda estupenda cuando los conocí en sus años
universitarios y se retroalimentaban literariamente con muy buenos resultados
creativos.
- Y en conjunto, ¿qué
es lo que ves?
- Me llama la atención, antes que un narrador,
el perfil de narrador peruano nuevo que ha entrado en vigencia durante los últimos
años. Me parece que la difusión de la imagen pública antes
que de la obra es solo un signo de cómo ahora el artista emerge a un mundo
en donde solo vale la mera exterioridad. En esta afirmación, desde luego,
esta supuesto que la obra es un recinto de la interioridad tal como la he descrito,
una sensibilidad antigua, casi siempre muy difícil de presentar, comerciar
y, en general, dar a conocer. Pero no solo se trata de ello, sino de que esa imagen
busca ser convencional, no problemática, casi adocenada y ajustada a una
iconografía fotográfica predecible (el escritor posseur inofensivo,
el escritor afeminado, el escritor fashionable y así un número
de figuras de inventario cerrado). Pareciera que en la lógica de la exterioridad
y de la exposición de la imagen para mayor difusión importa más
ajustarse a valores en uso del mercado (un buen amigo lo resumió bajo el
símil del hijo de la familia del comercial de avena), que por lo general
son los más fáciles de aceptar, los más difundidos y los
más conservadores. Por eso me parece lógico que, salvo excepciones
honrosas, ninguno de esos narradores tenga agendas propias de discusión
profesional o estética, sino que, en sus declaraciones, empleen tópicos
desgastados (el peor: "el trabajo con el lenguaje") o se adhieran a
las agendas de algunos críticos que proyectan una imagen respetable con
el propósito de compartirla y cultivar un espacio en posibles circuitos
de influencia literaria. Sin embargo, no creo que ello tenga consistencia con
la labor de escribir, que presiento mejor vinculada con la originalidad radical
y el cuestionamiento de los convencionalismos, sobre todo cuando se trata de refutar
esquemas conservadores tan manidos. No puedo imaginar a un escritor joven valioso
-MVLL o GGM durante los 60- ejecutando en su discurso público, pasivamente,
la agenda de los críticos mejor apreciados.
-
En la solapa de tu libro leo que preparas un libro de cuentos titulado Light.
¿De qué va?
- Pienso que continúa mis intereses
ahí donde los dejé en El Inventario. Ahora la juventud arrasada
por el huracán del libro anterior va a ser reemplazada por una que usa
celulares y computadoras y se encierra en sus cuartos y discotecas para disfrutar
mejor la plenitud de la virtualidad. De un modo intuitivo, observo, se integran
a una socialización que ha vuelto a la personalidad un bien de consumo,
cuyo símbolo por excelencia es el romance tecnológico por Internet.
Las nuevas generaciones tienen modelos claros para seguir, ofrecidos por la moda
y la tecnología. Creo que es una forma de sensibilidad nueva que se extiende
en todos los estratos sociales, definida solo por lo sensorial, de donde yo, como
es natural, obtengo otras fuentes de preguntas y de "molestias" obsesivas.
Quiero saber qué sucede con algunos contenidos mentales de la vieja época
que ya no tienen una mente en qué habitar, puesto que la mente es sinónimo
de interioridad y ahora las personas se definen en lo exterior. Me parece que
ahora el deseo erótico y la ansiedad de consumo son sinónimos que
aspiran a perfeccionar nuestras vidas, de por sí incompletas, con mucha
mayor eficacia que la religión o la acumulación de riquezas, pero
que dejan muchas zonas oscuras por las que asoman sensibilidades muy antiguas,
que también requieren satisfacciones y no las obtienen. De principio, todas
las historias tienen por eje un moderno y espacioso centro comercial en los que
la gente compra y vende personalidades, objetos y deseos. Pero todos los cuentos
deben tener la perspectiva de historias de amor puesto que me interesa cómo
es el amor en la personalidad exterior de la que antes he hablado, pero sin clichés.
Quiero mostrar que sí es amor, el viejo pathos, pero de una forma
que entendemos aún solo a medias por su nuevo rostro. Los cuentos a la
fecha incluyen la historia de una adolescente loca por vender un quimono del Japón
medieval que recibe como regalo de un novio bipolar y obtener así diez
mil dólares y viajar a ver a su viejo amor, que sufre depresión
enmascarada; la de un niño subsidiado por una trasnacional para extraer
excremento con la mano de las tuberías atoradas de los baños de
un centro comercial y otras delicadezas de ese tipo. Desde luego, el libro tendrá
una organización que tienda a acentuar la contingencia, pero de una forma
distinta a la de El Inventario. Será absolutamente light;
eso puedo asegurarlo, en un solo sentido, por supuesto.