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DE GRAFÍAS E INCISIONES:
dos novelas de Guadalupe Santa Cruz·

Por Francesca Lombardo



 

CITA CAPITAL: UN MURMULLO OSCURO LIGA A LAS MUJERES Y LA CIUDAD

Una ciudad no es más un lugar común ni un lugar definitivo. Antiguamente una ciudad estaba hecha a la medida del hombre que la habitaba, a la medida de sus pasos, de su tráfico diligente o vagabundo; el espacio urbano no era amenazante, era casi doméstico, tomado a la media de la casa, dentro de cuyos muros se resumía una ciudadela a escala: cuartos, corredores, altillos, rincones, sótanos. La casa con sus áreas secretas, digestivas y sus lugares de sociabilidad o privacía es la arquitectura primera, matriz.

Este itinerario, que va precisamente del orden de la casa al orden de la ciudad, ha sido refundado para sí misma y en escritura por Guadalupe Santa Cruz. Su primera novela, Salir, está centrada en las vicisitudes del navegante y su arca diminuta, la casa o las casas privadas mecidas por las aguas biográficas. Salir por esas aguas al encuentro con la ciudad, acudir a la cita en ella o con ella. Perplejidad de dar nombre: se nomina siempre en el asombro y en la máxima sabiduría.

Nombrar es imprimir el soplo, marcar el precipitado de aquello que se muestra. Los nombres son ficciones tácticas, aptas a la resonancia.

El título Cita capital, por ejemplo, de su segunda novela, reúne dos sustantivos; uno de ellos puede ser verbo.

Citar es convocar, llamar, hacer comparecer. En tanto sustantivo, es “el encuentro convenido”.

Capital es el antónimo de accesorio. Lo capital es lo esencial, lo fundamental, aquello primordial o supremo.

Capital es también muerte, la pena o penuria máxima. Y es también la ciudad más importante, allí donde supuestamente reside la cabeza de una nación.

El título de esta novela podría ser entonces “Cita fundamental”. Encuentro que hace comparecer la ciudad y la muerte.

El cómo y dónde estas dos dinámicas se interceptan, se alternan y alteran, quedará a cargo de la trama, las historias fragmentadas entre los personajes, sus encuentros, cruces, fatalidades y desvíos.

Paralela a este tejido está la apertura a la ciudad, a Santiago específicamente. Al recuerdo e inventario de sus barrios, sus usinas, sus órganos repartidos, su metabolismo lento o vertiginoso.

Es a esta segunda vertiente que aludo.


Entre Afrodita y Atenea

Un murmullo oscuro, no suficientemente dicho, liga a las mujeres y la ciudad; es por esto que el levantamiento de una topografía escritural que las concierna, me parece importante.

Hay una antigua comedia de Aristófanes llamada Lysistrata, que habla de la toma del Acrópolis por las mujeres.

En la Atenas de Lysitrata, el Acrópolis detenta en su cima a la diosa industriosa y virgen, Atenea, la patrona de la ciudad; y en su base, en los bajos de la colina, a la diosa del cruce, la contaminación, el comercio sexual; esta diosa es Afrodita.

Si trasponemos con bueno y buen humor, encontramos que al pie de nuestro modesto monte sagrado está la ciudad, extendida, ramificada, pululante; Afrodita turbia que se despereza, se arrastra, comercia, vocifera.  En la cúspide nuestra Atenea nacional, Virgen del cerro.

Entre Atenea y Afrodita están y pasan las mujeres de la capital. Las mujeres aprisionadas entre la “raza de las mujeres” y la ciudad en tanto levantamiento político legal. Blindadas por estas dos anatomías, las mujeres han permanecido silenciosas. 

Dos anatomías que se yuxtaponen de manera irregular. La una anatomía vertical, simbólica, institucional y jurídica. Desde la cima la Virgen intermedia, vigila y religa la ciudad política.

La otra anatomía es carnal y carnívora, segmentada por el cruce y la proliferación, su lengua es errática, confusa.

El plan de Lysistrata consiste en poner a las dos diosas de la ciudad al servicio la una de la otra. De ahí la toma del monte sagrado y la invocación conjunta a la Virgen y al Comercio Sexual.

Manera femenina ésta de servir la ciudad, en el seno mismo de la interferencia que constantemente se opera entre lo femenino genésico, heterogéneo y la ciudad como polis, construcción institucional homogénea y masculina.

Desde este punto de vista, Guadalupe Santa Cruz trabaja en el plano horizontal, en el epicentro o vientre de la ciudad digestiva, considerando el ánimo de las intersecciones, el humor de las despedidas. Los hombres que allí aparecen son ciudadanos a medias, son afuerinos, un poco extranjeros, casi femeninos por oficio, por insurgencia silenciosa que los excluye de la verticalidad.

Por supuesto que no hay aquí ninguna toma del Acrópolis, sino sólo su designación muda y lo que sí hay es la errancia por la anatomía horizontal, el viaje por su metabolismo, un tacto y un olfato para reconocer el territorio.

Al pie del cerro la ciudad se tiende y extiende, desenovillándose hace memoria. Como animal rumiante recuerda sus cirugías, sus implantes, los éxodos y las resacas. La Afrodita turbia pulsa, ejecuta los trasbordos, husmea, trabaja termodinámicamente; ella es la ciudad en tanto baja política.


La ciudad como soporte de la grafía

La ciudad es femenina, es soporte de la grafía, el elemento primordial de escritura, la ciudad es bio-grafía común y particular incrustada con tatuaje en cada nuevo ciudadano.

La Afrodita turbia se despereza por zonas, al borde del río, al pie del cerro, hinca el diente contornando las estaciones, los boquerones de entrada y salida, las manchas industriales, el pequeño comercio de las zonas vociferantes, los mercados, las plazas.

La geneología es bíblica, de ahí su letánica enumeración. Son los nombres incansablemente repetidos, mezclados, mutados los que levantan de verdad la genealogía.  Un génesis para las ventas, los traslados, enumerar para refundar, para retener. Licenciosidad verbal, la lengua obscena de la enumeración. La tradición dice que las mujeres sólo atestiguan con sus cuerpos, con sus anatomías cartografiadas y se callan en el lenguaje social. Aquí una mujer bautiza y lo hace letánicamente; ella se nombra a sí misma en la repetición y el salto.

La salud de la ciudad depende de las mujeres, son ellas quienes aseguran la posesión del funcionamiento orgánico; desde las casas, las proles, las compras, el vitrineo, eligen sus postores.

Reconocimientos arcaicos, el tacto, el olfato, el oído, el alerta sobre los ritmos.

Del territorio las mujeres conocen el diálogo entre la mirada y el mundo, por eso cuando pasean los ojos lo hacen desde la horizontal a la vertical, para retomar la línea que yace y serpentea.

Se trata de un diálogo entre vectores: sus juegos de fuerza, sus tensiones.

Se trata de una cita con el eje, con lo cardinal y sus puntos de proyección y de aferencia.


EL CONTAGIO: DE LO CRUDO A LO COCIDO LA DISTANCIA ES EL LENGUAJE

Acompañar la novela El contagio en el extravío por el laberinto de un Hospital, seguirlo en la dinámica de sus flujos y reflujos. Rastrear y cuadrillar las mareas, Guadalupe Santa Cruz aprieta el círculo, cada vez el recorrido se vuelve más visceral, más pegajosamente digestivo.

Ya no es sólo el paisaje urbano con la nominación de los emplazamientos, ahora es la metabolización, la ingestión y la excreción en la mole institucional.

Hospital. Hospicio, Lazareto, casas profilácticas de tránsito, donde se apoza lo enfermo.

Para conocer una ciudad, importa conocer sus sistemas de circulación, el ritmo de sus pulsaciones, los matices de su metabolismo. Y en la ciudad, sus diversas ciudades: cárceles, manicomios, hospitales –las vísceras pesadas, ahí donde se concentra la toxina. Seguro que ahí “el contagio”, en cualquiera de sus modos, circula, se pega, infecta. Trátese de contagio real de las materias en contacto, o el otro más histérico y por imitación, por simpatía.

/Sólo las enfermedades se contagian, sólo aquello signado con la disfunción y la picadura de muerte se contagia. Nada de exquisito, de magnífico, de precioso se propaga por contacto./

Los Hospitales, esos grandes animales termodinámicos, anacrónicos, donde la institucionalidad ancló en piedra, en hormigón, en ladrillo, la idea que ésta se hace de lo sano, lo enfermo, lo limpio, lo sucio, la vida, la muerte.

Animales anfitriones, hay que conocer el génesis de su levantamiento arquitectónico para corroborar el pulso de su edad civil, sociológica.

Como organismos vivos, los Hospitales poseen huesos, músculos, poseen usos, costumbres, protocolos internos y externos y ciertamente varios dialectos aparte de la lengua madre, que es, me parece, la termodinámica.

El deslinde entre lo privado y lo público es siempre la zona de infección por excelencia.

La usina marcha. El fuego, combustible pasional la recorre, reparte su energía en calor, en combustión, vapor y brasas.


La estrategia consiste en calentar

Una máquina, un motor alimentado con el paso incesante de moléculas, de frotamientos, de chispazos.

Eso pulula, eso multiplica.

La mole, el monstruo vive por la termodinámica y por las filtraciones, las fugas necesarias al equilibrio general del sistema.

En cada Hospital, la ubicación de los Servicios, la distribución en corredores, en pisos, en patios.

La arquitectura interior habilita una diurnidad y una nocturnidad particular. Zonas del día y zonas de la noche.

El saber hacer, la técnica, es el discurso del amo (en el día).

Lo heterogéneo, la angustia, el desborde de la gleba (en la noche).

La noche de los sótanos, las calderas, de la intimidad caliente, agria, a veces pestilente de la marmita. Se copula, se muere, se agrava uno al atardecer y al alba, justo en esas fronteras de la noche.

Hablo de las zonas de la mezcla, del recorte, de la redistribución.

Ahí se bombea.

Se bombea a todo trapo, a muerte.


La incisión como contagio

El contagio infiltra el cuerpo, los diversos cuerpos contenidos en encierro.

En la novela de Guadalupe Santa Cruz el orden de los epígrafes da buena cuenta. Se llama epigrafía al saber o al conocimiento acerca de las inscripciones. Epígrafe es inscripción, sea ésta la colocada en un edificio para indicar su fecha y su destinación, sea la citación corta que un autor elige para encabezar un texto, un capítulo, un libro, señalando con él, el espíritu, el ánimo, la atmósfera.

Diré que la novela El contagio me liga a su inscripción, es decir, al conjunto de caracteres escritos o grabados para conservar un destino, un pulso. Es a esta estratificación, a su señal local que me referiré. Es la incisión como contagio, esa que permite la penetración en el organismo de gérmenes patógenos la que me complicita en primera instancia. Cito:

– “Olí mugre humana corrompiendo el jabón que la había sacado de los trapos que la mantenían”.
– “Soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana”.
– “Acuéstate cerca de mí, en la boca”.
– “Hay que ponerle alimento a la comida, dijo la mujer”.
– “En el aire de su olor, el olor de su alimento”.
– “Me está comiendo la color, dijo el hombre”.

Inscripciones que son epitafios.

Se adentran en el órgano del sufrimiento, del miedo, de la angustia, se adentran cada vez más a ras de válvula, de oscilación peristáltica.

Y en el órgano, la última, la más secreta capilaridad, la de la ingestión y la excreción.

Recuerdo algo: -Cocinerías-

En el actual Hospital del Salvador, el Servicio de Ginecología y Obstetricia ocupa una especie de U a la izquierda de la Capilla, según se entra por Avenida Salvador. Esta U donde ahora se ordenan por un brazo, la sala de Conferencias, los Policlínicos ambulatorios y, por el otro brazo –la Sala de Patología Prenatal y los Puerperios–, se cierra en la transversal con las salas de Parto, el pabellón y la Nursery. Precisamente en esa U que señala el gineceo, estuvieron ubicadas en el pasado y de acuerdo a la distribución original, las cocinas del Hospital. De cierta manera se podría decir que la Cocinería sigue estando allí, –asegurando el tránsito, oscilando en el umbral, desplegando todos los sentidos: tacto, olfato, vista, oído y gusto, el lugar basalmente femenino.

El Hospital y en el Hospital las cocinas

Cocinar reenvía a la exigencia, a la neutralidad del cuerpo aséptico.

No cortar la mayonesa, hacer que el merengue suba, liar la salsa, mantener el ritmo en el batido.

Estatutos de madre, experiencia de la edad, disponibilidad para circular y hacer circular de manera sobria, gobernada.

La cocina pertenece al medio de los manipuladores, de los chasquillas, inventores precarios que navegan entre la improvisación y el fraude, pero también más que eso, la cocinera “coagula”, ella produce la Stasis, la congestión cuando quiere.

Como figura marginal, ella es la reina de los patios traseros, ahí donde las flores brotan entre escombros y detritus.  La cocinera y sus pinches detentan la función ominosa de “hacer comer para otros”.

La mujer que cocina hace la alianza, encamina el entendimiento entre materias, condimentos, tiempos y comensales.
Ella hace “los fríos” y también “los calientes”.

En la alianza, en los avatares de la alianza, no se contenta con hacer de comer, sino que toma a su cargo el vigilar la distribución de las diversas prestaciones de alimentos, qué y cuánto, para cada quién y en qué circunstancia.

Un arte, un criterio no escrito porque no describible, en el que se reconoce la presencia de un don, un talento para hacer cuajar, fraguar, hacer prender.

-La esterilidad sería entre otras cosas “la incapacidad para cocinar”.

El arte culinario sería el arte de ligar, de mezclar substancias y gobernar los fuegos, es decir la duración (la mesura).

Duraciones finamente circunstanciadas que están a la base del arte de la cocción, –patrimonio de las mujeres hechas–, expertas en “maternidad”.

Maestra y aprendices. El pinche de cocina, la niña de mano, es mano de obra que manipula pero no coagula (no aún al menos), su reino es todavía lo crudo, el sexo, la cacería, el desposte.

Por otra parte, cocinar es siempre atender a la transmutación del fuego.

De lo crudo a lo cocido la distancia es el lenguaje y la alquimia.

El fuego cumple su obra, volviendo lo crudo en cocido, lo grumoso en untuoso, la cohabitación inconfortable de materias dispares en ligazón homogénea, unificada y liviana.

En los hogares, la cocina está concebida como el lugar privilegiado de la metamorfosis.

Un rito y una técnica signa el pasaje entre el alimento desnudo al alimento consumible, es decir, disfrazado.

Desde este punto de vista, la cocina está investida de un cierto respeto, de una sacralidad que cubre también a aquellos que en ella disponen, trafican, hacen la mezcla y las porciones.

Espacios promiscuos, a veces exiguos, la cocinería fabrica lo seriado (el menú barato de lo seriado). Allí se “chasquillea” con rapidez, con molestia;  –en medio de los utensilios sucios que se apilan–, el maquillaje que el vapor añeja, el barniz de uñas que se descascara, la media que se corre –así y todo o por eso mismo la cocinería permanece como lugar de tránsito, el terminal termodinámico para el alimento y también para quienes lo tratan.

Cocina y servicios, servicios higiénicos, baños. La distancia es tan orgánica como la que conduce del vientre al recto. La cloaca, ahí donde se absorbe y se evacúa, la zona misma del contagio, de la polución del cuerpo biológico, sexuado y moral y también del otro, imaginario, fantasmático, pegajoso él también y contaminante.

Todo otro contagio pareciera ser derivativo de éste, subterráneo, sagrado y vil, donde la carne de cañón somos todos y cada uno de nosotros, alfilereados entre lo privado y lo público, el salón y el patio trasero. La cocina y el baño, entre ellos la liturgia, las historias, los amores, compareciendo todos y cada cual, a su manera “contagiados”, intentando todos “macerar la leche vertida”, rasparla, disfrazarla para que no se note, al menos no demasiado.

 

* * *

· Publicado en Pulsiones estéticas: escritura de mujeres en Chile, Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina (Cegecal), Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, y Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2004.


 

 


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