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La “epoché” de las quebradas(1)

Por Sergio Rojas

 

Enfrentado a este libro, debo prestar atención a una percepción que se me imponía desde un comienzo de manera tan inmediata y pre-reflexiva, que, por lo mismo, no la había considerado del todo hasta que me dispuse a la tarea de escribir. Me refiero a la sensación primera de que se trata de un “objeto” antes que de un libro. Me he preguntado entonces, para comenzar, qué es aquello desde donde este “objeto” se ha desmarcado, ¿qué verosímil ha sido puesto en cuestión aquí? El viaje a las quebradas del Norte de Chile no es sólo una cuestión de desplazamiento geográfico, sino también un cambio en el tiempo. Un viaje desde la modernidad, desde la literatura y el arte del grabado, a una época desde la cual “no se viaja”, no al menos en el sentido moderno que le reconocemos al concepto de viaje. El viaje a una época, es decir, a un tiempo que acontece entre paréntesis, suspendido sobre sí mismo. Entonces el trabajo de Guadalupe Santa Cruz ha debido desmarcarse precisamente de aquello con lo cual podría confundirse, ante todo, precisamente, el libro de viaje. El viaje moderno por antonomasia, que exhibe el libro como la prueba de la conquista de lo otro por lo mismo.

La modernidad ha desarrollado desde siempre una relación, con una cierta estética de lo pre-moderno, incluso a veces melancólica: la lucidez moderna, su ironía crítica, su cinismo moral, su afán enciclopédico, buscan un contenido, una gravedad, una densidad en la creencia primitiva, en la religiosidad pagana, en la fiesta comunitaria. Es como decir que cultura es “lo que había antes”. Pero la modernidad no puede relacionarse con esa densidad cultural sin proceder a inventariarla. Tal es el “toque de Midas” de la lucidez de la conciencia: la modernidad transforma en época todo tiempo pasado. Esto es una necesidad interna de la modernización. En este sentido, podría decirse que toda forma de cultura está necesariamente destinada a desaparecer como tal cultura. Desde el individualismo competitivo y el malestar en la subjetividad “integrada”, sometida a procesos de permanente acreditación, lo que la modernidad busca en aquellas formas “premodernas” de mundo, por las que se ha dejado seducir estéticamente, es un espíritu de comunidad y de arraigo que reconoce en extinción.

Lo que Quebradas ha debido resistir y desplazar es, pues, el libro de autor.

El grabado no es sólo el recurso para “ilustrar” o “documentar” este viaje que nos propone Guadalupe Santa Cruz, como si el centro de gravedad para nuestra atención consistiera sólo en el relato, sino que el grabado es también –y de una manera esencial- reflexionado por el viaje. Porque, en general, al tener su origen en una matriz y no en un modelo externo (como en la pintura) el grabado no es propiamente representación. En efecto, tiene el grabado una relación con la presencia, que lo hace especialmente adecuado para elaborar este viaje a las quebradas del Norte de Chile, porque de lo que se trata es de recuperar la memoria de aquella experiencia. ¿Y qué son los recuerdos? ¿Acaso “representaciones” que nos hicimos de las cosas cuando asistimos a ellas? Los recuerdos son huellas de una presencia. Por eso el grabado es aquí el recurso privilegiado, porque acaso entre las artes no haya ninguna tan distante de la representación como el grabado. Tampoco cuando se trata del paisaje: “¿A qué va el paisaje? El paisaje no es la imagen. El paisaje es el deseo, hoy, de lijar. Del negro atraer blanco, extraer luz y relieve de una zona oscurecida.”

Y, a la vez, el viaje sirve a la reflexión sobre el coeficiente de presencia que sería inherente a la impresión en el grabado, porque por prolongado que haya sido el proceso, siempre ha habido una relación contemporánea con el objeto, con el cual en un momento no hubo distancia alguna.

¿Y las quebradas? ¿Podremos también conjeturar una relación interna en este proyecto entre las quebradas y el grabado? Las quebradas son –como suele decirse- accidentes geográficos, accidentes que son lugar de otros accidentes, quiero decir que en una quebrada sólo hay accidentes, y por lo tanto no constituyen sólo un fenómeno en el espacio, sino también en el tiempo, son fuente de temporalidad. “Se cruzan cuerpos en las quebradas –escribe Guadalupe-, ventoleras inversas que descolocan, chiflones y cauces, abismos horizontales. La promesa de otras rutas.” Algo análogo acontece en el trabajo del grabado, en que precisamente es el trabajo lo que da cuerpo a la imagen, y los elementos figurativos se presentan a veces como el soporte del proceso que comparece en toda su materialidad. “Lo que me ata al grabado –señala Guadalupe- es el error, nada en él es definitivo. Una equivocación es punto de partida (…).” Hay aquí una extrema lucidez: nada en el grabado es definitivo, es decir, la imagen se ha obtenido allí en donde el trabajo se decidió suspender, no en donde “se terminó”, porque no tiene como patrón una representación con la cual deba coincidir.

Ahora bien, ¿qué clase de libro es este? La pregunta tiene sentido, porque me encuentro antes que con un libro, con el cuerpo de un libro. Incluso, su diseño me sugiere que no ha querido ser simplemente un libro o, para ser más precisos: que en su elaboración ha resistido la disponibilidad del libro. No ha querido dejarse leer como un libro. Pero no se ha tratado de resistir al libro desde una supuesta materia inarticulada, sino, por el contrario, desde la escritura. Escribe Guadalupe: “El Norte no es la pampa y la pampa no es el desierto, sin embargo lo desértico del Norte es su escritura entornada, no fatiga ni agrede como el libro de las ciudades que fuerzan a contradecirlas, páginas y páginas por responder, hojas y hojas, capítulos enteros de anotaciones al margen, de tarjar, de leer entre líneas, de hacerme cuerpo con sus dichos para atravesarlos en el modo de la distancia que permite ir allende su afanoso cuaderno. Prefiero corregir las inscripciones en la matriz de grabado.” Habría que entender entonces a este libro que no ha querido ser un libro como una trabajo de transcripción, en que se trata de llevar a la bidimensionalidad de las páginas la “escritura entornada” del Norte. El trabajo en el taller de la artista da un cuerpo matérico a la escritura o, mejor, habría que decir que se lo restituye: “Es distinto escribir ‘yermo’ a pulir una superficie, con la goma abrasiva que lleva por nombre yermo. (…) Es distinto escribir yermo a tocar la palabra y dejarse rasmillar por su materia”.

En cierto sentido la obra final ha querido hacerse a la quebrada. El orden de los textos contenidos en su interior, la distribución de los fotograbados, algunos emplazados en el centro del libro abierto -quebrada pues la imagen-, la ausencia de índice, incluso la falta de numeración en las páginas, etc., hacen de este objeto un cuerpo texturado antes que un libro en el sentido convencional del término. Se trata, por cierto, de una edición muy cuidada. ¿Cómo interpretar entonces este gesto? Creo que se trata de un gesto de fidelidad. Lo llamaría fidelidad a los accidentes. “Hay que amar los accidentes que presenta la tierra seca, una raíz tal vez, bolones que asoman o una piedra que se encontraba allí, para respetar de este modo el relieve por pavimentar persiguiendo las curvas o los quiebres de manera literal, adoptando apasionadamente su forma.”

La escritura es como una sutura, es como la costura en un cuerpo al que de esa manera se lo va haciendo ingresar en el ámbito finito de la materia, en la medida en que su superficie va emergiendo en ese reino de inciertas jerarquías que es el claroscuro. Pliegues, cicatrices, heridas, arrugas, en fin, todo aquello que habla del largo viaje que ha hecho ese cuerpo para llegar hasta el lugar en que lo encontramos. Expuesto a una constante tormenta de los elementos, el cuerpo inscribe el viaje de una manera distinta a como queda éste registrado en una bitácora, en un cuaderno de apuntes o en un diario de vida. Porque allí la escritura es una forma más de anticipar el final del itinerario, de sobreponerse a la intemperie a la que nos somete la alteridad. La escritura de autor protege del cuerpo, porque es cosa de la conciencia que ordena, clasifica y traduce. Pero el cuerpo como memoria sabe que el final no se dejaba ver en medio del viaje, el cuerpo no sabe de conclusiones pues siempre se encuentra en la intemperie, en el lugar de los accidentes.

¿Qué es un mundo sino la articulación entre lo sensible y lo suprasensible, entre lo mismo y lo otro, entre lo familiar y lo inhóspito? No hay mundo allí en donde el entorno ha sido allanado por una total domesticidad. Tampoco reconocemos el mundo en el momento de la catástrofe, en el que un acontecimiento inédito desencadena locura y terror, y en el que pueden llegar a existir cosas incluso peores que la muerte. No obstante ello, el mundo siempre ha cobijado la alteridad en su seno. El mundo se articula para cobijar aquello de lo que se protege.

Varios de los textos sirven a la descripción testimonial de un mundo cruel, en el sentido que Artaud daba este concepto: existencias sometidas a la fatalidad de un paisaje que no se sabe “paisaje”, una profunda y férrea legalidad de las cosas que tiene lugar más allá de las posibilidades del sujeto. Pertenece también esta fatalidad el absurdo. “Si no fuera por los cementerios floridos pampa adentro –leemos-, por el cementerio de Ayquina donde las flores se destiñen en la intemperie del exacto reloj que traza un año solar, el pueblo parecería desierto.” El libro también quiere ser fiel a esa crueldad, por lo que no se trataría simplemente de prestar asistencia a ese mundo, por ejemplo para comunicarlo, pues no quiere ser una novela, tampoco una crónica ni un reportaje. Es curioso, pero por algún motivo pareciera que es precisamente en el testimonio de la crueldad que se deja ver la condición de mundo en aquellas historias de un tiempo que no es el de hoy, como si se tratara de atisbar precisamente lo que en ese mundo habría de inhabitable para nosotros, individuos de las postrimerías. “Un niño sin madre en Pichasca debe herrar los animales y hacerlos pastar, cosechar la uva de mesa en los patronales. Tiene las rodillas enclenques porque la falta de madre de aloja allí, en las articulaciones que unen el cuerpo al camino.” “Debe herrar los animales…”, tal es, pues, su fatalidad. Es el orden de las cosas. “Las fechas inscritas en las tumbas hablan de la juventud sorprendida en las mujeres. Dicen que muchas morían antes del parto.” Nos parece inhabitable ese mundo porque se nos hace plenamente visible la manera en que esos hombres, mujeres y niños se conducían hacia la muerte. “Antes, los niños en los pueblos eran esclavos de su familia, trabajaban, no conocían el mar y los amarraban para darles chicotazos (…). La profesora los golpeaba con permiso de los padres, no decían nada. Los milicos atemorizaban a los niños. Si agarraban a uno le cortaban el pelo. Se entretenían disparándole a los guanacos en las piernas.” Ha quedado de ese mundo una memoria hecha de relatos, de testimonios que dan cuenta de un universo en cierto modo “naturalizado”, un mundo sin futuro, pues ni el progreso, ni la dialéctica sirven allí a la elaboración del sentido, porque no estamos en el tiempo de la emancipación. Porque el mundo se ha hecho uno con el paisaje. Hay algunos relatos –pocos, pero los hay- que podrían leerse en relación al “mundo social”. Pero tienen lugar al interior de esa epoché que son los relatos.

El libro hace aquello de lo que “trata”, en efecto, el libro hace el viaje para nosotros, sus lectores. Es el relato de un viaje, pero el libro es también el proceso de cómo se fue produciendo éste, como el cuerpo del viaje. “No doy con el Loa, un río misterioso, aunque su misterio sea sencillo, es pequeño y se camufla entre la chilca y las algas, la espuma que produce el agua al contornearlas lo disimulan verde entre los verdes de las vegas.” Y señala inmediatamente a continuación: “No doy con el Loa, cuesta diferenciar en la plancha de aluminio el blanco del agua del blanco más blanco de la espuma, y resaltar su suave curso entre las hierbas.”

Las imágenes no sólo traman el verosímil de un itinerario, sino que han conservado el roce de las cosas, el trabajo de permanente desplazamiento –entre la lentitud de no saber hacia dónde se va y la rapidez con la que se quiere descifrar el nombre del lugar donde se llegó-, el ejercicio de la mirada de enfocar y reenfocar, conforme a la novedad de los lugares y de los relatos a cuyo abrigo esos parajes se han hecho habitables.

Nosotros, lectores, empezamos a relacionarnos con este viaje allí en donde el viaje ha terminado. Es decir, donde ha finalizado el recorrido por las quebradas del Norte de Chile y también ha llegado a término su transcripción, esto es, el proceso del grabado mismo como viaje. ¿Y qué se encuentra al final del viaje? “La mugre, que es alegría de este trabajo y cochina como los viajes, ha sido pasada en limpio y ya no hay pasión, solo contemplo un objeto.” Como decía al comienzo, yo veo un cuerpo que ha resistido al libro de viajes, y nos remite a la vez a la seducción por los lugares y los relatos, como por los procesos que han trabajado la elaboración de la experiencia de esa temporalidad que surge en los paréntesis de las quebradas.
 


(1) Texto leído en la presentación del libro Quebrada. Las cordilleras en andas de Guadalupe Santa Cruz, Francisco Zegers Editor, junio 2007; publicado en Las obras y sus relatos II de Sergio Rojas, Ediciones Departamento de Artes Visuales, Facultad de Artes, Universidad de Chile, Santiago, 2009.
 

 

 

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La “epoché” de las quebradas.
"Quebrada. Las cordilleras en andas" de Guadalupe Santa Cruz, Francisco Zegers Editor, junio 2007.
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