Texto leído en la Mesa “Azar y espacios subjetivos” del Seminario “Estéticas de la intemperie”,
Facultad de Artes y Extensión de la Universidad de Chile, Santiago, 2008.
Como el tema que convoca este ciclo gira alrededor de la intemperie, me voy a permitir cartonear algunos textos que la ponen en juego, que la reflexionan. Tal vez no por sí mismos, sino por la intemperie, por la intemperancia que muestran en el choque de unos con otros, entre sí. No creo gobernar su azar, pero sí proceden de mi elección.
¿Cómo no hablar, hoy, de las prácticas urbanas propuestas por los situacionistas? Y relacionarlas con el discurso que sostuvieron, por ejemplo, en Mayo 68, en que exigían “Queremos todo, ahora”[1], consigna alejada del cálculo y de la estrategia, más cercana a una intervención de arte, a un sentido y a un tiempo que se suspenden, que a una reivindicación contingente. Recordamos la lúcida obra de uno de ellos, La sociedad del espectáculo de Guy Debord, pero la teoría de la deriva que propuso esa colectividad ha sido más echada al olvido. Así la define el propio Debord[2]: la deriva se presenta como una técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos. El concepto de deriva está ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica, y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, lo que la opone en todos los aspectos a las nociones clásicas de viaje y de paseo. La deriva busca, a la vez, estudiar un terreno y llegar a resultados afectivos desorientadores. Mediante un estado personal de abandono y entrega a las solicitaciones del terreno, levantar el relieve psicogeográfico de la ciudad según sus unidades atmosféricas, sus ejes de paso, sus corrientes constantes, sus defensas y torbellinos que dificultan el acceso o la salida a ciertas zonas. Más allá de lo que el lenguaje técnico llamaría los resultados de estos experimentos, quiero subrayar la poética de estas acciones, su deseo de extrañamiento –de extrañeza, de extravío– respecto del mapa oficial, pero también en relación al catálogo de las emociones (la deriva debe moverse en “el terreno pasional objetivo”) y a la idea misma de desplazamiento: existen también las derivas “estáticas”, como permanecer un día entero en una estación de trenes. Apuntaré, a modo de provocación, que Debord trata el azar de manera paradójica. Le concede un papel importante en la deriva sólo en la medida en que “la observación psicogeográfica todavía presenta insuficientes garantías”, pero estima que la acción del azar, en este plano, es conservadora, conduce a la repetición de los trazados en el recorrido por las calles de la ciudad.
Es en la tensión entre el extrañamiento subjetivo (desorientación que permite, por ejemplo, captar un torbellino que defiende o aísla una zona) y esa extraña ley de objetividad (el terreno pasional objetivo) donde percibo el ademán poético de la deriva situacionista: quizás la misma tensión, el mismo “ahora” e imposible “todo” de aquel eslogan que no sabe sino de promesas. Tal vez sea en ese declive, no del terreno, sino provocado en la subjetividad por el terreno, es decir en el terreno, donde pueda alojarse lo azaroso que palpita en el inestable y efímero entre de cualquier psicogeografía.
Otro juego con las calles de la ciudad, con el azar y no-azar que allí se juega, lo puedo leer en uno de los relatos que conforman La trilogía de Nueva York[3] de Paul Auster. En “Fantasmas” un detective (Quinn, escritor en el relato que le antecede) persigue y entra en relación con un vagabundo, Stillman, desde arriba y desde abajo, es decir, desde la pieza de su hotel y desde la calle. Al seguirlo y registrar sus erráticos recorridos por las calles (de Nueva York) en su cuaderno rojo, el detective cree percibir en los diagramas de su itinerario la formación de letras y, luego, para su horror, una palabra, una palabra inconclusa que él podría completar. Por cada día de seguimiento que él hace del vagabundo, concluye, se agrega una letra. No ahondaré en la trama del relato, un espejeo en el que tanto el detective como el vagabundo han sido objeto de la vigilancia y de los recados del otro. Me interesa permanecer en el momento en que las calles emergen de pronto (relámpago benjaminiano en el que se bifurca y aúna aquello, imposible y posible, que está por ser comprendido) como alfabeto, gracias a un viejo vagabundo que las traza con su cuerpo, y al desvarío de un testigo –un escriba, en esta circunstancia– que teme descifrarlas, que parece deberse a este desciframiento, envuelto en la duda y en una semivigilia que lo hace recordar el vertedero de su infancia donde rebuscaba “en una montaña de basura”.
De este pasaje del libro, de este episodio, quisiera retener otro itinerario, que se forma en la escritura misma, y que va del cuaderno rojo al diagrama y al vertedero. En todos ellos hay una búsqueda –en la “montaña de basura” incluso se “rebusca” (según la traducción española)–, pero ese itinerario podría ser inverso, o simultáneo: el cuaderno rojo es, en sí, el diagrama del vertedero, un diagrama imposible que, por lo mismo, acoge la escritura. Y las ciudades son un incomprensible vertedero, las calles su aparente diagrama. ¿El cuaderno? ¿El cuaderno rojo? Puede recoger, guardar la ciudad –entre vertedero y diagrama– a modo de búsqueda, de invención de otros itinerarios y, sin embargo, por rojo que sea, es parte del vertedero y del diagrama de la ciudad. Está escrito por la ciudad. Y tal vez sea uno de los modos de leer al anciano en sus vagabundeos: es la ciudad la que merodea. Nosotros, sus habitantes, creemos –queremos– descifrarla, como si hubiese un texto anterior a aquel que le lanzamos.
“Potlatch sensual del desperdicio”, escribe Néstor Perlongher a propósito de la ciudad[4]. Desde la poética de este autor, “desperdicio” estaría más cercano a derroche que a desecho. Aun permaneciendo en lo irresuelto de los sentidos de esta palabra, este acertijo puede leerse como el algo más que se encuentra siempre en lo desperdiciado, y que puede volverse objeto de don así como reto a su multiplicación impredecible. No por nada el poeta del “neobarroso”–como declina Perlongher el neobarroco para nuestros paisajes latinoamericanos, concentrando tal vez en el prefijo “neo” todo lo que puede haber de nomadismo en las jugadas por consumar entre ciudad y escritura– se diera a explorar diversas formas de éxtasis, de la ayahuasca a la poesía. No por nada volviera sinónimos pensamiento y delirio. La intemperie que se desprende de “Poética urbana” sería aquella que surge del borramiento, por saturación, de la trama urbana, provocando la emergencia de otras materias. Entre éstas, los cuerpos. “Cuerpos vibrátiles"[5] entrando en resonancia con esta invención impersonal que es toda ciudad, escribe Perlongher, llevando a cabo un “periplo por las intensidades” en cuyo desplazamiento la ciudad es pensada y delirada, a la vez que estos cuerpos son imaginados por ella en la capacidad que tiene la ciudad de producir imágenes. Intemperie, entonces, no sólo porque en algún afuera, ni siquiera fuera del mapa, sino en una perspectiva que carece de autor, lugar de fugaz coincidencia en el estar siendo creado por un otro sin nombre (que es la forma en que se inscribe, finalmente, el nombre de una ciudad en los cuerpos).
(Recuerdo: un boliche santiaguino en su disposición habitual: un grupo, o agrupamiento, digamos, por mesa. Algo empieza a suceder en la trenza de las conversaciones de cada mesa, algo en el eco de alguna conversación que, de pronto y por contraste (el rumor en cada mesa habla de asuntos distintos y distantes), porque se destaca, precisamente, esa conversación, permite escuchar dos tonos, dos escenas en el escenario del boliche (en su cuaderno, a punto de ser rojo, a punto de escribirse). Sucede una súbita interpelación, una frase lanzada de una mesa a otra (alguien, en la mesa donde me ubico, le espeta algo a otra mesa) que trastoca el escenario: sillas y mesas mutan de lugar, como en una imagen cubista, en todas direcciones. El escenario se vuelve escena, convertido en una sola mesa larga, teatral (encogida y vasta a la vez), que desbanca a la ciudad, que suprime ese espacio y su tiempo, para inscribirlos. El recuerdo es de una cabalgata por, sobre la ciudad. Como si el techo del boliche —al igual que en la letra de Blanca palidez[6]— se hubiese volado, y, en la misma imagen alucinada, el espacio físico se sostuviera únicamente sobre “la bandeja del mozo”, aquí inexistente.
Pero, por permanecer fiel a los humores que arrastran las calles, quisiera traer algo cortante a esta discusión, subrayar una ausencia que no es azarosa en la intemperie. Las calles, las ciudades literarias en que vivimos han sido en parte levantadas por un “corpus” de grandes obras: Tres tristes tigres de Cabrera Infante, Trópico de Capricornio de Henry Miller, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, Rayuela de Cortázar, por nombrar algunas. En ellas, en esas calles digo, también han sido creados nombres de mujeres que las habitan (“Y se alejó por la calle, por todas las calles de París”, escribe Juan Emar de “Chuchezuma"[7]). Ni Justine, ni Nadja (cuya descripción —un ojo maquillado y el otro no— es la imagen que ha quedado más fuertemente grabada en mi lectura), ni “la Maga”, nombran esos recorridos, escriben el nombre de las ciudades que levantan esas novelas.
Hay una falta de azar en la intemperie que escriben esas obras. Como si la intemperie pudiera ser confundida precisamente con ese lugar de mujer, y la ausencia de autoría –creación mutua y efímera de la ciudad y los cuerpos– provocara el acosamiento a la imagen de una mujer.
Hay una repetición cuya matriz algunas críticas[8]creen reconocer en una de las Ciudades invisibles de Ítalo Calvino, Zobeida. Allí, “hombres de naciones diversas tuvieron el mismo sueño"[9], una mujer que corre de noche en una ciudad desconocida, a la que persiguen, perdiéndola, para luego buscar la ciudad del sueño sin encontrar a esta mujer –imagen de mujer–, pero encontrándose ellos, los hombres, entre sí.
A esta imagen, a este maquillaje asimétrico, quisiera entonces sumar otras lecturas, otras miradas, digamos, en que son autoras que habitan y hablan la intemperie. No es extraño que se me impongan algunas escritoras del Quebec, sus textos transpiran una particular intimidad con la ciudad, que se escribe en “ríos de tinta, alianza de palabras, aleación de santos y señas"[10]. Voy a leer parte del torrente que provocan las calles, las calles acontecidas tal como las escribe Nicole Brossard, haciendo entrechocar cuerpos e historia en un tiempo literario: “ROJO-EXIT puntos cardinales centinelas (…) Problemática de lo pelirrojo reproduciendo sin cesar bajo aquel aspecto de cabellos teñidos el curso de los años (es decir las calles, sus nombres históricos británicos de victoria y de derrota, sus nombres franceses de ultramar), la imitación de la excelencia, la imitación a secas que se fragua un lugar en lengua ficticia. (…) La noche quebequesa (así recordada por testarudez para que todo sea apaciguador casi verídico a fuerza de hechizo) vivida a la intemperie bajo los neones rojo pekín del viejo montreal. Noche caliente maleable, noche plástica, así llamada para jactarse. Relumbrante de letras que imantan. Circunscrita, alucinógena ritmada noche de la materia blanda y dócil sobre la cual tenderse y no soñar de universo halo nocturno denso alrededor del centro de atracción donde morir sería algo más que un efecto del azar (…) en el piso del edificio de la Sun Life el building más alto de todos. Mil novecientos cuarenta y uno en la escritura de las secretarias empleadas expertas en la fabricación de letras suntuosas, opulentas por la curva prolongada de las f y de las d desvíos sucesivos f magníficas. ESCRIBAS”. Ciudad vuelta escritura –“de pie y mirando la palabra río”– en que todos los materiales son arrastrados hacia la destemplanza de los signos, trocando su sentido entre superficies heterogéneas: “(…) la pavorosa cifra de seres dibujados en la retina, que se distinguen a veces, que casi siempre se confunden con la realidad de montrealeses vertiendo uno por uno su doble sobre la superficie reverberante del papel espejo que los engloba a todos en una ojeada en una prosa hecha de resistencia y de abandono (…) Estar en peligro al borde de. De sí devastando la página". En este paisaje des-atado, ni nombres fijos para los cuerpos, ni significados unívocos para los materiales urbanos: la ciudad –revuelta en sus nombres– se orilla a sí misma y habita la intemperie de una página.[11]
Otro es el espacio callejeado por la protagonista en Un invierno de lluvia[12] de Lise Tremblay, errabundeo que recorre y colma la novela entera en la desolación del lugar que falta: “(…) había dejado de caminar. Luego, no sé por qué, volví a hacerlo. No podía evitarlo. Me pasaba la mañana esperando que fuera hora de prepararme. Partía a comienzos de la tarde y sólo volvía con el atardecer. Me detenía siempre en el mismo café, me había vuelto una parroquiana. No me gusta esta palabra. En el medio de la tarde, es la hora de los locos y de los desobrados. El hombre flaco venía a menudo. Todos están sentados a solas, uno por mesa, muchos tienen al frente un cuaderno abierto y escriben o pasan largos minutos mirando el vacío mientras hacen girar un lápiz en la mano. Miro a las mujeres. La locura las encoge, las aplasta contra los muros. Todos sus gestos son lentos, apenas perceptibles. Tragan constantemente su saliva. La locura reseca sus bocas. Están mal vestidas, ya no saben cómo poner en valor una joya, ni amarrar un pañuelo, ni combinar los colores de su ropa. Su piel está seca, pronta a escamarse. La locura reseca a las mujeres, sus cuerpos, vuelve dolorosos sus sexos. Los hombres son distintos, menos tristes. Parecen extraviados, sobreexcitados. A veces se interpelan de una mesa a otra, sus voces son demasiado altas. He visto sobresaltarse a algunas mujeres. Nunca hablo de estas horas pasadas en el café, ni de la caminata que las precede. Es como si eso no existiera, como si el hecho de caminar no contara. La soledad en que llevo a cabo estos ritos invalida el tiempo. Los que caminan ya no creen que existen. Están enteramente engullidos por lo que los rodea. Tengo en la memoria grietas de veredas, el recuerdo exacto de una reja de fierro forjado esculpida con ramos de tulipanes, la madera parda aceitada de los postes telefónicos y los pedazos de papel rasgados colgando en la punta de los espetones de metal. A veces me detenía y retiraba los papeles”.
Subrayo por sobre todo esta frase, “los que caminan ya no creen que existen”. No se sabe si atender a ella, o si dejarse llevar por las palabras de Sergio Rojas: “Alguien debe siempre deambular por la calle para que los lugares existan"[13]. Tal vez en la suma poética de ambas, al modo de los “Ejercicios de Matemáticas” de Juan Luis Martínez[14], estuviera descrita la intemperie. Y algo de la ecuación que han vivido los cuerpos sexuados en el espacio urbano.
De nuestra ciudad, que atraviesa el Mapocho, quiero evocar la escritura de Loreto Hernández Ravest. Esta joven autora no sólo escribió un único libro atravesado por su pasión callejera, Ojo de pez[15], sino que se escribió a sí misma en la ciudad lanzándose al río, desde el Puente Loreto, y produciendo un último texto que es la noticia de su muerte en un periódico[16]: “Una joven se lanzó pasadas las 16.00 horas a las aguas del río Mapocho desde el puente Loreto, próximo al Museo de Bellas Artes. A pesar de los esfuerzos de quienes intentaban hacerla desistir de sus intenciones, la mujer finalmente se lanzó al caudal. A continuación se inició un intenso operativo por parte de Carabineros y Bomberos para ubicar el cuerpo, el cual pasadas las 19.00 horas aún no era rescatado. Se informó que los trabajos de búsqueda se concentran en el sector del puente Bulnes, y que se abrieron las compuertas del río, ubicadas varios metros hacia el poniente, para evitar que el cadáver quede atrapado”.
De quienes habitamos esta ciudad ¿quién sabía antes de estos hechos que existían compuertas en el Mapocho?
Suponiendo que cuerpo, biografía, firma y escritura converjan de algún modo, el nombre que provocara la apertura de estas compuertas desconocidas del Mapocho señala en Ojo de pez un propósito, “pasar con rapidez las láminas superpuestas de lo ya visto”. Como si fuera preciso atravesar la geometría arquitectónica de calles, edificios y cuerpos, exacerbando el juego de su ley hasta el absurdo, como en “Nómades a las puertas de la ciudad”[17]: “Quiso ordenarlos a todos como veleta desbocada de la alcaldía. Se movió trazando un amplio círculo antes de que pudieran coincidir los ejes, como si fuesen listones en bruto de una casa a medio construir. Amarró piezas y vigas de madera, alineó los balancines hacia un solo lado e ideó un complejo sistema para verlo equilibrado con cada uno, como si fueran pesos de arena./ Pensó en el interior habitable de una cámara de madera, de un reloj de pared./ Ellos condescendieron a representar su rol de apretar brazos y piernas al cuerpo, a plegar su humanidad. Jugaron a ser piezas de un engranaje negro y enrevesado (…).” Y sólo allí, en la fatiga de los materiales todos, se pudieran entrever grietas, conexiones y posibles líneas de fuga: “Entre los edificios más brutales de Huérfanos cae de la rasgadura en cada arista polvo gris limado por el roce de los abrigos. (…) Hay planos abiertos, sueltos, amarrándose entre ellos, acercándose unos a otros, dudando si unirse por los bordes en ángulos sorpresivos”. Si por momentos estos “planos” intercambian su trama, y un tejido levanta, imperceptible, una edificación (“Supongamos que la vida es un par de rayas paralelas que ascienden verticalmente. Rematan en dos espirales simétricas que abren hacia los costados, como sería el bosquejo abstracto de una columna griega de capitel jónico o dos clavijeros de violín puestos frente a frente. Una de las líneas, la de la izquierda, transcurre sin novedad alguna desde el nacimiento, por el fuste de la columna junto a las demás vidas. Luego comienza a desgajarse cada vez más rápido en el crucial momento en que, en posesión de una madeja de lana y dos palillos, una persona se aboca a la tarea de tejer un tejido”), y las calles, a su vez, devienen una urdimbre (“se vuelve, descose el camino hecho, corre ahora enrollando los hilos regados por los palillos del paraguas hacia el codo de la esquina y el filo de las escaleras”), algo de aquella ciudad –no sabemos si esta que trasluce un ojo de pez o esa otra que disimula las compuertas de su río– retiene la vertiente más azarosa de sus materias y, del mismo modo que la autora describe el ademán del rompecabezas[18], “cae como un trapo sucio el diseño esperado”.
Inicié este texto con la imagen de un cartoneo, tal vez pueda concluirlo con lo que sus materiales (cartones –envases, cajas, afiches, cuadernos, periódicos y tantas otras declinaciones del papel–, habitantes que desechan y habitantes que recolectan) imprimen de simultáneo orden y desparramo por las calles de la ciudad: la intemperie surge de las velocidades empujadas por los cuerpos entre una y otra forma, de la maleabilidad que se prestan –se dan– las materias todas. De ahí lo vasto del paisaje que acude a esa cita, su apertura en más de una dimensión. (Escribe Nicole Brossard: “La que conduce el taxi mira de frente, rara vez hacia el retrovisor, me parece que enfoca el vacío con un solo ojo, precisamente aquel que vuelve coherente el día, tridimensional y ficticio”[19]).
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Notas
[1] Intento de traducción del slogan “Nous voulons tout, tout de suite”. [2] Guy Debord, “Théorie de la Dérive”, 1958. Ver Libero Andreotti, Xavier Costa, editores. Teoría de la deriva y otros textos situacionistas sobre la ciudad, Museu d’Art Contemporani de Barcelona, ACTAR Barcelona, 1996. [3] Paul Auster. La trilogía de Nueva York, Anagrama, Barcelona, 1996. [4] Néstor Perlongher. “(Poética urbana)”, en Prosa Plebeya. Ensayos 1980-1992, Ediciones Colihue S.R.L., Buenos Aires, 1997. [5] Noción que pertenece a Suely Rolnik, citada por Néstor Perlongher en “(Poética urbana)”. [6] Procol Harum. A whiter shade of pale. [7] Juan Emar. Diez, (1937), Tajamar Editores, Santiago, 2006. [8] Teresa De Lauretis. Alicia ya no/ Feminismo, Semiótica, Cine, Cátedra, 1992. [9] Ítalo Calvino. Las ciudades invisibles, Minotauro, Barcelona, 1990. [10] Nicole Brossard. Sold-out (étreinte/ illustration), Éditions du jour, Montreal, 1973. [11]Sold-out (étreinte/ illustration), op. cit. [12] Lise Tremblay. Un hiver de pluie, XYZ éditeur, Quebec, 1990. [13] Sergio Rojas, “Desde la calle no se ve la ciudad”, en Calle y acontecimiento, Francisco Sanfuentes coordinador, Santiago, 2001. [14] Juan Luis Martínez. La nueva novela. [15] Loreto Hernández Ravest. Ojo de pez, Surada, Santiago, 2004. [16] Diario La Tercera, 23 de septiembre de 2002. [17]Ojo de pez, op.cit. [18] “Entramados”, Ojo de pez, op. cit. [19] Nicole Brossard. Picture Theory, L’Héxagone, Montreal, 1989.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com DESEO DE AZAR Por Guadalupe Santa Cruz
Texto leído en la Mesa “Azar y espacios subjetivos” del Seminario “Estéticas de la intemperie”
Facultad de Artes y Extensión de la Universidad de Chile, Santiago, 2008.