En el artículo “Impunidad/Inmunidad (economías de la violencia)”, Guadalupe Santa Cruz ha señalado lo siguiente sobre la época actual en Chile: “El delirio que propondría hoy es visualizar el traumatismo de este tiempo blanco de post-dictadura como un empacho que vive nuestro cuerpo cultural” (17). El empacho o saturación alimenticia y el traumatismo de la violencia son los ejes que sostienen la novela El contagio (1997) de Santa Cruz, sátira de una nación concebida como un hospital donde poderes y saberes tejen redes de silencio y represión. El contagio y las novelas Salir (la balsa) (1989), Cita capital (1992) y Los conversos (2001) constituyen hasta el presente la obra literaria de esta escritora, traductora, artista del grabado y tallerista.
El contagio es un texto de oscuras tonalidades que critica, desde una perspectiva marginada, un orden social saturado de disparidades y violencia. El relato desmitifica la engañosa representación oficial que de la realidad chilena actual proponen los discursos dominantes. Ejecuta esto en un espacio dialógico en que se conjugan los dos elementos básicos de una sátira: un sentido de lo grotesco o absurdo, y un objeto de ataque (nuestra traducción Frye 224). La novela constituye una acusación contra el mal, los vicios y los crímenes secretos de un lugar representado como un espacio pesadillesco en el que todo se supedita al orden y la eficiencia. El contexto satirizado en El contagio es la sociedad post-dictatorial, armazón social en que la capacidad consumidora ha desplazado a la ciudadanía política. El castigo ficticio de los creadores de este orden se combina, como en otras sátiras, con la expresión literaria del deseo tendiente al restablecimiento social y moral de esta sociedad.
Las frecuentes referencias a alimentos y sustancias orgánicas evocan en El contagio la función original de la sátira de maldecir la esterilidad durante los ritos propiciatorios de la fertilidad (Paulson 6). El texto narrativo se refiere a los contrastes entre fertilidad y esterilidad, lo que propicia la vida y lo que la imposibilita, esto se alude en la novelaa través de las imágenes de salud y enfermedad en el espacio clínico del hospital “Pedro Redentor”. La trama configurada alrededor de variaciones del acto de la alimentación como “metáfora más amplia que involucra intercambio y metabolismo... comprometiendo a la comunidad y a la palabra” (Santa Cruz, “Impunidad” 17), recupera la conexión entre los vocablos sátira y saturar, del latín satura o “plato lleno” que durante el Imperio romano consistía en una ofrenda de frutas a Baco durante las fiestas de la cosecha (Sochatoff 1). La novela se divide en doce capítulos o fragmentos de variada extensión que prefiguran dichas imágenes y metáforas por medio de encabezados como “La mejor presa”, “Posta”, “El azúcar”, “Mala leche” y “Pan comido”. Esto refleja la visión de Santa Cruz de que la sociedad chilena ha debido tragarse el dolor “no digerido” (Ojeda, “La grabación” 540), mientras ofrenda en sacrificio a los desposeídos para satisfacer la voracidad del sistema dominante.
Aunque el relato incorpora dialógicamente variados textos tanto históricos como artísticos, la trama queda estructurada alrededor del orden discursivo dominante en Chile durante las últimas décadas. El corpus discursivo que sirve de pre-texto al relato consiste en el discurso dictatorial —que impuso por medio de “el Orden. . . mítico, trascendental y utópico” (Munizaga y Ochsensius 73) la salud y modernidad a la nación—, y el discurso post-dictatorial, que organizó un traumado país en torno a las consignas del olvido, el blanqueamiento histórico y el marketing.
Lo que El contagio impugna es el estatus utópico que la dictadura le adjudicó a un proyecto modernizador refundacional que se arrogó, mediante el argumento clínico-higiénico, sus derechos de exterminio. La narración desarrolla en la suma de imágenes, motivos y personajes, el desmontaje de los pilares ideológicos con que el pinochetismo sostuvo su utopía totalitaria: el orden social jerárquico, la seguridad moral, el progreso económico y la unidad nacional. El ataque acérbico contra el terror que acompañó dicha utopía, determina que la novela asuma la forma de una distopía, como la de George Orwell en 1984, o Aldous Huxley en Brave New World, un infierno en el que la humanidad es controlada por quienes en nombre de “la salud” u otro lema ejercen un saber científico-utilitario en demanda de la máxima productividad. Por ello, es posible clasificar la novela como lo que Erika Gottlieb llama una sátira distópica cuyo mensaje predominantemente socio-político y didáctico apela a la razón y sentido moral del lector para decodificar el conflicto central (nuestra traducción 15).
El proceso de desmitificar la imagen oficial de la nación se desarrolla mediante la figura metonímica hospital-nación. La descripción del hospital “Pedro Redentor”, marco escénico del relato, presenta una imagen degradada de un territorio donde la recuperación de la salud perdida evoca el proyecto-mito de la dictadura. El espacio hospitalario se describe como un lugar en ruinas desmoronado y sucio donde hay “muros ocres” (84), “supuraciones grasosas del ascensor” (109), “acidez que rezumaban los paños y muebles” (109), “musgo de codos y cantos” (20), “aire fermentado en el subsuelo” y la “infección” (21). El ruinoso y opresivo “Pedro Redentor” semeja en el contexto del relato aquellas galerías parisinas que Walter Benjamin exploró a comienzos del siglo veinte imaginándolas como utópicas imágenes-deseo o representaciones congeladas de genuinas aspiraciones luego distorsionadas por el capitalismo (Gilloch 105). La apariencia derruida y surrealista del hospital desmitifica los términos que sostienen la modernidad del Chile actual y apunta al carácter fracasado de sus fundamentos utópicos. La “ciudadela ocre” (83) se contrapone a las imágenes de un territorio nacional limpio y brillante, donde impera la felicidad democrática afiatada sobre la tranquila institucionalidad y el libremercadismo:
Al fondo de las dos alas —porque el hospital tiene dos divisiones fundamentales— hay unas torres elevadas, que le dan un porte majestuoso a la construcción. Pero fuera de ellas, y a la distancia, el edificio es una mole opaca, de muros lisos y ventanas estrechas. . . Se distingue apenas la entrada bajo las columnas, y el portero parece una estatua, quieto como la puerta giratoria en desuso donde nos tropezamos a lo largo del día los de afuera y los de adentro. (35-6)
Los trabajadores del hospital circulan silenciosos por pasillos y ascensores, desde el subsuelo hasta las áreas superiores, siempre vigilados en un lugar semejante a los “universos concentracionarios” (Monsiváis 175) del fanatismo totalitario. En el espacio panóptico del hospital las jerarquías de clase son inamovibles y los movimientos son calculados, pues “el hospital opera como regulador del orden de los cuerpos internados” (Olea, Lengua víbora 97). En el subsuelo, las manipuladoras de alimentos se mueven anónimas “en esta semipenumbra con los balones de oxígeno vacíos. . . [que] esperan allí su turno para subir a alimentar” (19). Como el oxígeno, ellas permanecen invisibles en su labor de mantener vivo un sistema que les exige eficiencia máxima y obediencia total. Allí los poderes dominantes intervienen y controlan los movimientos de los trabajadores, su habla y sus apariencias físicas. En dicho espacio surge la conexión directa entre los agentes de la salud —el médico, la dietista— con la vigilancia opresiva y el control patológico de todo lo que circula por el “Pedro Redentor”. De este modo, la narración deconstruye la oposición salud-enfermedad mostrando la oximorónica “salud enferma” que aqueja a la nación. Se trata de una salud cuya dependencia en el miedo y la vigilancia en vez de dar salud (y vida), la sofoca.
La satírica representación de la distopía del “Pedro Redentor”, por medio de la cita, (entendida en un sentido amplio y metafórico) del discurso “curativo” dictatorial, es un índice de abarcadores planteamientos contenidos en la novela, en que se interceptan cuestiones políticas y literarias. El uso de citas —políticas, literarias, pictóricas— con las que se actualizan textos del pasado, señala un deliberado cuestionamiento de la dinámica implicada en la ruptura con ese pasado que Antoine Compagnon define como “la operación moderna por excelencia” (101). La novela cuestiona esa dinámica del corte con el pasado (como corpus textual amplio), para, en su lugar, reescribir ese pasado y re-contextualizarlo. Como “la más poderosa figura posmoderna” (Compagnon 105), la cita posibilita un diálogo entre discursos heterogéneos, un diálogo ausente en el espacio extra-literario. La estrategia literaria de El contagio participa de la estética posmodernaa través de un citarque siendo a la vez evocación, reflexión y crítica “descubre que la literatura se disgrega en un panorama textual mucho más vasto” (González 202).
Además de la reflexión estética mediada por la estrategia del citar, dicha estrategia posibilita la incorporación en la novela de planteamientos políticos sobre las posibles formas actuales de la utopía. La denuncia del carácter distópico de la polis hospitalaria apunta al fracaso de un proyecto modernizador cuyo violento corte con el pasado —el golpe militar— perpetuó la lógica de la ruptura propia de la modernidad, ya no estética sino política. Pero más allá de representar satíricamente los resultados de esa lógica, el relato traduce a imágenes y motivos literarios “la pregunta del método utópico. . . [sobre las] posibilidades [que] escapan hoy a la realidad” (Monsiváis 175).
Al reflexionar sobre el destino de las utopías latinoamericanas del siglo veinte, Carlos Monsiváis plantea que en la búsqueda de otras utopías viables hoy en día han ido surgiendo “frases que apuntan a la construcción de un lenguaje. . . actitudes originadas en la necesidad de abrirle sitio a lo exigible ética y socialmente. Y una gran diferencia con el pasado es la cancelación del lema fundador de la intolerancia: el fin justifica los medios” (174). El alcance reducido de las actuales frases y actitudes “utópicas” aparecidas en el continente latinoamericano desde los 90 (en comparación con la magnitud totalizante de las utopías anteriores), hacen que el suyo sea un “vigor demiúrgico [que] se concentra, humildemente, en la posibilidad de su existencia” (Monsiváis 174-5). El discurso de la novela representa, en forma simbólica y metonímica, frases y gestos de un lenguaje utópico como el descrito por Monsiváis, que imagina una realidad distinta de la distopía chilena del presente, sin postular la violencia como el medio para dicho fin.
La voz narrativa y protagonista que formula literariamente ese lenguaje utópico es Apolonia, que describe así su oficio en el “Pedro Redentor”: “Soy nutriente de nuestra galera, el más imponente de los hospitales públicos. Soy una mano, dedos que moldean el bolo alimenticio y lo echan a rodar por los corredores del pontón” (19). Su visión del hospital como galera comunica el grado de opresión ejercida por el férreo control vigilante sobre ella y los demás. La referencia metonímica a sus dedos que mueven el bolo masticado pero no digerido dentro del hospital, lo representan a éste como un inmenso y grotesco estómago que fagocita y tritura su humanidad. Su estatus de “presa fácil, mercado barato, feria de día fijo, remate al mejor postor” (21), indica una condición desechable de sujeto subalterno al servicio del orden clínico y mercantil. El sistema del “Pedro Redentor” reduce a los trabajadores a “blancos delantales” y “albos gorros”, carentes de individualidad y de biografía. Bajo la vigilancia hospitalaria, Apolonia no es una mujer sino un cuerpo fragmentado e intervenido por un orden que la explota negándole la individualidad. Aunque esta exclusión y explotación socavan sus esfuerzos por acceder a la condición básica de ser persona, la narradora no ceja de lograr una medida de dignidad y libertad, mientras rechaza el orden dominante:
Odio ser parte de este ejército de blancos delantales, de esta congregación forzada a hacerle votos a la limpieza, siempre inclinada sobre otros. . . Nuestros rostros. . . asoman de los albos gorros que ciñen las cabezas desde la raíz del cabello hacia atrás, provocando una grotesca deformidad. Ningún defecto escapa a esa implacable franqueza capital... (20)
En contacto con los desechos orgánicos del hospital, su odio por éste la convierte en una rebelde que aprovecha los pequeños resquicios del sistema para humanizar su existencia. Este esfuerzo la lleva a contactarse con su entorno y articular su relato, para lo cual ella “marca” el aséptico territorio hospitalario con su cuerpo, sus gestos y sus palabras. La magnitud de su esfuerzo es proporcional a la carencia del saber y del poder que la aquejan y que intenta superar con lo único que posee: un cuerpo que “vincula la identidad al contexto, a un territorio concreto. Reclama de forma directa sus derechos de representación” (Masiello 187). Es la necesidad de crear una representación de sí misma que no falsee ni sublime la espesura material de su existir, lo que la impele a generar la historia en El contagio.
Es con su cuerpo y escritura que Apolonia resiste y formula una utopía de mujer pobre y explotada: crear a la medida de sus fuerzas una historia en la que pueda figurar. Con el material orgánico del cual dispone —su cuerpo, la comida—, ella ansía la representación y el saber. Con ese objetivo, expande su lugar y (des)ordena el sistema en citas eróticas con Luciano, el médico jefe cuyo enorme poder contrasta con la aguda carencia de la alimentadora. Junto a él, la protagonista “puede cambiar las cosas de lugar” (24) en extravagantes citas culinarias y eróticas. Apolonia escenifica su placer en el lugar de la abundancia, del banquete, donde todo es consumo delirante: “El restorán donde nos encumbrábamos empujaba a perder las dimensiones. En vez de sentir la Cordillera como jaula, bebíamos colgados de sus faldas” (66). Pero el carácter equívoco y amenazante de la relación con Luciano se le revelará como una trampa cuando el banquete produzca el empacho.
La narración de sus transgresiones corporales dentro y fuera del espacio hospitalario se detiene de modo súbito al realizarse el encuentro central del relato entre Apolonia y Elías. Esta forzada cita rompe el ritmo de la escritura, la vuelve discordante y, al empujarla al dolor, la hace tambalear. Si por una parte, el goce erótico-alimenticio le había permitido salirse del lugar asignado e iniciar el relato, por otra, es el dolor el que la fuerza a explorar los límites del lenguaje con que hasta ese momento había construido su historia.
Como nutriente del “Pedro Redentor”, Apolonia ayuda a “los sobrevivientes [que]... despiertan en la fuga y el frenesí del decir, en la mañana de los signos” (23) a través de las materias alimenticias que ella procesa y entrega. En contraste con el método científico-tecnológico del hospital, ejerce “un querer-saber en el sentido más amoroso del término... dejando pedazos de sí misma” (Ojeda, “La grabación” 545) en su contacto con los demás. Pero esos intercambios con los que ha sustanciado su identidad en el hospital también constituyen la vía para contagiarse del mal y hacer peligrar esa identidad:
Escuché el gorgoteo viscoso de la masa informe desechada con un gesto brutal, resbalando luego por las paredes blancas del lavatorio. Como un bulto aún en vida que se manipula sin asco, arándolo de daño, tumefacto y congestionado.
Rodaba en el recipiente de loza sin debatirse, con húmedo estruendo. Humillado en su destrozo, disminuido. Era una irrisoria bolsa de carne humana que estallaba, luego del cuarteo carnicero, como anatomía indagada hasta el límite de resistencia y vencida, como feto fuera de matriz. (51)
La ambigua descripción de lo orgánico en descomposición —¿animal que se prepara para el caldo o cuerpo humano torturado?— prefigura el descubrimiento de Elías, cuya presencia revela las fisuras de la máscara de la “salud” del hospital y revela la práctica de la tortura política como su más oscuro secreto. El cuerpo y la comida son los materiales con que se erige el puente que conectará las vidas del torturado y la nutriente. El pretexto de su cita es el imperativo de alimentar, pero en su función de nutriente, Apolonia no está preparada para enfrentarse al mal del que Elías es síntoma y señal. Su escritura registra esto por la absoluta carencia de palabras a las que recurrir para armar su relato. La cita con la violencia impide la escritura, la des-arma: “Me faltaban palabras para lo que yo había visto y presentido en aquella pieza viciada. Nadie había hecho un relato para mí” (46).
Herida, la delirante escritura refleja la tortura del otro y el carácter distópico del hospital y sus agentes. Para impedir que el relato naufrague en el silencio, Apolonia le da cuerpo a su carencia, materializa las letras, sustancia la escritura tambaleante contactándose piel a piel con el otro. Sus clandestinos encuentros en los rincones olvidados del hospital conjugan sudor y sangre en un erotismo desgarrado, precario gesto de resistencia a la voluntad aniquiladora del hospital. Cuerpo a cuerpo, la narradora se abre al contagio y al delirio, mientras reconoce en el silencio de los demás la complicidad con el mal.
El acceso corporal al logos se complementa con la actividad de soñar, de permitir que el subconsciente de Apolonia la lleve al conocimiento prohibido y deseado. En sus angustiados sueños surgen imágenes surreales del torturado político que citan las pinturas delirantes de Salvador Dalí: “Primero vi la figura de Elías, tan grande que los pisos del Redentor se le hacían estrechos, como si hubiese logrado salir de allí sólo por intensidad, trascender la perspectiva del edificio [...]. Su figura se me hacía una cruz. El cuerpo elevado tenía por barra horizontal la boca” (77). En la imagen crística y daliniana del prisionero político se superponen los cuerpos de Cristo y Elías en una parodia del mensaje dictatorial seudo-redentor, el cual sostenía que para “salvar” a la patria era indispensable sacrificar a unos para el beneficio y la salud de todos. En Elías se intersectan lo cristiano y lo pagano, la ingestión ritual del cordero sacrificial con la ofrenda a Baco, voraz dios de la cosecha.
El acto de nutrir(se) revela las dimensiones del mal de Apolonia cuando Elías rechaza el alimento ofrecido, incapaz de procesarlo, mientras Luciano la insta a participar de un banquete que, ya empachada, la narradora sólo puede rechazar. Con el vómito “del manjar empalagoso” (95), Apolonia le devuelve al médico lo ingerido para tratar de liberarse de la atrofia que la aqueja. Contagio, violencia, empacho y vómito conforman la cadena satírica de significantes que deconstruye la dicotomía oficial salud-enfermedad llevándola a su punto cero. Apolonia desecha el banquete vuelto ponzoña para liberarse del malestar de la carencia y del empacho, como anverso y reverso de la misma enfermedad. ¿Cómo sanar? ¿Cómo procesar esa realidad y sacudir la complicidad? En la búsqueda de respuestas, ella se apropia del alimento del torturado para remediar su mal y armar una historia que se perfila como “el objeto del deseo. . . el poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault 12).
La ingestión solidaria del dolor es alianza y resistencia pasajera contra la malla de poderes que los aplasta. A medida que su contacto con Elías se intensifica, Apolonia comprende que su deseo de generar —dar género— a su historia es un grave desacato que la estigmatiza ante los demás como una “loca”, a medida que persevera en desdecir “el cuerpo sin hilachas de la vestal, desactivando la inmovilidad de la musa” (Santa Cruz, “Diva” 23). Entre ella, el médico y el paciente-torturado se forma un triángulo en que los cuerpos se penetran y resisten mutuamente. El triángulo, sin embargo, se desdibuja con la presencia de una cuarta voz, la de Laura, que desde el encierro carcelario hace un recuento de su vida mientras reflexiona, angustiada por la suerte de Elías. El relato entrecortado de Laura revela su fracaso en resistir los mecanismos con que una sociedad patriarcal la ha subyugado. En contraste con Apolonia, que no ceja en sus esfuerzos por resistir el orden dominante dentro y fuera del hospital, Laura ha sido vencida por ese orden. La magnitud de la derrota metaforizada por su encierro aumenta con la yuxtaposición de su relato y el de Apolonia, cuyo lenguaje utópico imagina una realidad distinta a la del encierro literal y simbólico de Laura.
En búsqueda de su utopía, Apolonia comprende los alcances de la distopía de su entorno. Aliada de forma pasajera a Elías, enemigo del Poder, ella agrava su precariedad al exponerse a la violencia del “Pedro Redentor” desde sus particulares márgenes genéricos. Pero el choque ideológico (propulsado por utopías distintas) entre torturador y torturado le es ajeno. En su último encuentro con Elías, comprende que las razones de éste como víctima política y las de Luciano, su torturador y victimario político, son parte de “un relato limpio” (119), de un juego de antagonismos en el que “No hay merma ni hilachas” (119) como las que ella enfrenta. En contraste con Elías, “Sujeto de la Resistencia —trofeo del ideario progresista” (Richard, La insubordinación 63), coherente hasta la muerte en su sacrificio por sus ideas políticas, la de Apolonia es una situación distinta. Como mujer desposeída que enfrenta a diario las “pequeñas mugres” (119) de aquello que nunca ha cabido en las visiones redentoras y demiurgas de los grandes relatos, ella está lejos de la coherencia ideológica del sujeto progresista. Para Apolonia, el mundo gira en torno a lo vulgar, lo que carece de pathos. Su marginalidad excede y precede la lucha ideológica entre Elías y Luciano que no le sirve para enfrentar las miserias de cada día y su propia condición oprimida de mujer. Su lacónico comentario lo resume con apabullante certeza cuando afirma que “Él pudo ser parricida y apartado. Yo alimenté a los pequeños en mi casa” (63). Porque se sabe desvinculada de los fundamentos ideológicos esgrimidos por el torturador y su víctima, la narradora busca una salida y rechaza las afiliaciones conocidas. Su conclusión es simple: con su subordinación han contado los proyectos liberadores de todo el espectro ideológico. Apolonia y otras como ella han sido el “engrudo que pega una cosa con otra mientras gira el mundo alrededor, centrífugo y exorbitado... Por mí se ataron las fábulas como gravedad contra sus infinitas dispersiones” (140). El engrudo de sus cuerpos ha unido los violentos cortes que han dado pie a las fundaciones, las refundaciones, las revoluciones y seudo-redenciones de la historia.
Para generar su propia historia, la protagonista debe rescatar ese cuerpo que ha sido puente y ancla de la violenta teleología del progreso, y huir. Apolonia ha de pisar el no-lugar de una utopía desconocida. Para ello inicia su travesía recurriendo a la mediación de la comida y no sucumbir al descalabro físico de la amenaza: “Durante días seguidos rellené los hiatos de mi desvarío con víveres, para mantenerme unida. No junté nada con nada, probé cada cosa en su impecable y humilde sabor” (168). El dolor por el pasado y la necesidad de generar e imaginar lo que aún no existe, es paliado por la espesura de su cuerpo y las sustancias que lo han nutrido. En su desplazamiento hacia ese no-lugar, son las sustancias orgánicas y el sueño los que se entrecruzan y la ayudan a armar su discurso.
Si las citas del espacio hospitalario le habían revelado a la narradora su ausencia de una historia de la que sólo ha sido “engrudo”, serán otras citas, esta vez literarias, las que sustentarán el lenguaje humildemente utópico de su relato. Tras la muerte de Elías, los sueños de la narradora dejan de referirse a los lienzos delirantes de Dalí para citar un delirio diferente: el sueño epistemológico de Sor Juana Inés de la Cruz, otra trasgresora del orden dominante.
En las líneas de Primero sueño (1692), la narradora encuentra el eco de su angustia cuando lee cómo “fatigada del espanto, no descendida, sino despeñada se hallaba al pie de la espaciosa basa, tarde o mal recobrada del desvanecimiento” (181), el alma de quien siglos antes que ella había intentado salirse del lugar asignado. El despeñamiento barroco sorjuaniano y su cansancio le hablan de modo directo al desengaño de la narradora. Este desengaño común deriva, respectivamente, de la imposibilidad de aprehender la compleja obra divina, y de la decepción frente al carácter violento del funcionamiento del universo hospitalario. Menos ambicioso que el sueño epistemológico de la monja mexicana, el sueño de Apolonia comparte con aquél el metafórico despertar desengañado del alma tras el esfuerzo por alcanzar la cima piramidal del entendimiento. La cita nos recuerda cómo el deseo de conocimiento y de libertad de la narradora dista mucho de ser nuevo, pero lo que diferencia ambos sueños es que en la silva barroca el desengaño no es político y en El contagio sí lo es.
El motivo por el cual el poema se cita en la novela es establecer el desengaño común a ambos sujetos de la enunciación: el barroco y el posmoderno. Pero en este punto cabe preguntarse: ¿Es la causa del desengaño de Sor Juana similar a la de la decepción de Apolonia? La respuesta es negativa y el entendimiento de la diferencia conduce a la problemática de la utopía latinoamericana.
El desengaño de Sor Juana, en lo que toca al tema de Primero sueño, surge frente a la propia incapacidad de sus poderes intelectuales para entender el orden de una creación demasiado vasta y compleja. Esa complejidad es clara manifestación del poder de un Creador cuya grandeza la pobre razón humana es incapaz de comprender. La incapacidad intelectual produce el desengaño que obliga a la escarmentada Sor Juana a refugiarse barrocamente en la fe católica y los confines del espacio conventual. El final del poema constituye su gesto de aceptación de la inescrutable jerarquía divina —y de la humana como su reflejo— y de la admisión de su propio y subordinado lugar dentro de ella.
La causa del desengaño de Apolonia, en cambio, consiste en su claro entendimiento de la mortífera racionalidad dominante —no la suya en particular— responsable del orden del hospital-nación. La narradora del texto posmoderno, que alcanza el conocimiento de cómo funciona su universo, se desengaña de la violenta racionalidad que sustenta dicho universo y, en lugar de someterse, se rebela contra éste. El planteamiento de Aníbal Quijano sobre el desprestigio de las utopías del siglo veinte calza aquí para decodificar la problemática del desengaño respecto a la racionalidad expuesta en El contagio, al indicar cómo “[las] primigenias promesas de la modernidad sucumbieron a la fuerza de la ‘razón instrumental’. Mucho peor, intentaron, y no sin éxito, presentarla nada menos que como la racionalidad liberadora misma. Contribuyeron así al más completo oscurecimiento de la asociación entre razón y liberación” (20). La negativa de Apolonia de entender —identificarse emotivamente o sentir empatía—, de suscribirse a la trastocada racionalidad “liberadora” del hospital y de ser parte del juego de los antagonismos ideológicos, conduce a la difícil pregunta que el texto plantea desde sus primeras páginas, referida a la posibilidad de encontrar otra utopía tras la decepción histórica.
El escrutinio del motivo del desengaño plantea una diferencia ideológica adicional entre la silva barroca y la novela: frente al deseo de Sor Juana de refugiarse en el seguro espacio conventual, la iluminación divina y el dogma, Apolonia insiste en salir a la intemperie de lo desconocido. El hecho que la cita de Primero sueño surja tras el abandono del hospital, señala que el refugio —seguro pero sofocante del hospital—, ha sido reconocido como una trampa.
Tras la expresión literaria del desengaño del sujeto posmoderno, la novela de Santa Cruz da un paso más, por medio de la cita, al sugerir una respuesta a la urgente pregunta sobre la viabilidad de la utopía en el espacio distópico del Chile actual. Durante su viaje, la narradora encuentra entre sus “papiros, papeletas [y] pergaminos” (178) un fragmento literario capaz de expresar su duelo y de imaginar la utopía de lo éticamente exigible. En la cita de Las ciudades invisibles (1972) de Italo Calvino, Apolonia reconoce una forma discursiva de su deseo: la imagen de hilos tendidos que presenta como metáfora una historia diferente de aquélla que ha conocido en la ciudadela-hospital.
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros según indiquen relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar entre medio, los habitantes se van: se desmontan lascasas; quedan sólo los hilos y los sostenes de los hilos.
Desde la cuesta de un monte, acampados con sus trastos, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con las casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma. (178-9)
Las sugestivas imágenes de los hilos tejidos y tendidos por la gente de Ersilia crean una metáfora distinta sobre las relaciones humanas de aquélla del “Pedro Redentor”. En vez de la metáfora del contagio, patología del mal y del empacho de un orden clínico que aprisiona entre sus redes a sus habitantes, en Ersilia los hilos no atrapan ni sofocan a sus tejedores. Los habitantes de Ersilia son capaces de reconocer el momento en que los hilos de sus relaciones se vuelven una asfixiante maraña para entonces abandonarla sin olvidar, empero, su forma. En Ersilia, los hilos abandonados de su historia son ruinas visibles para sus habitantes, recordatorios que no se pueden borrar, ni enterrar en el olvido. En diálogo intertextual con la cita de Las ciudades invisibles, el discurso narrativo de El contagio elabora la metáfora de Calvino cuando Apolonia señala: “por los cuerpos que había ingerido, pasaría por esos bultos de mi memoria: un mirar lento y vertiginoso, cóncavo y convexo a la vez. Habrían otras pupilas en las mías” (180). Al rechazar el silencio cómplice de la malla contagiosa del “Pedro Redentor”, Apolonia se convierte en otro de los habitantes de Ersilia cuando dirige la mirada de su memoria al tejido del pasado, rehusando olvidar su forma. Su deseo de procesar de otro modo la violencia ingerida en el hospital expresa la necesidad de remediar “la inmovilidad [de] aquel relato único y congelado, actualizándolo y multiplicándolo” (Santa Cruz, “Impunidad” 19).
La incorporación de esos otros cuerpos al suyo, la fusión de sus pupilas, repite al nivel del enunciado la estrategia posmoderna de la enunciación que al citar el fragmento literario lo ha hecho suyo, lo ha incorporado a su discurso. Doble incorporación, doble procesamiento: el de los cuerpos y el de los textos. Las imágenes de Las ciudadesinvisibles citadas en El contagio renuncian a la lógica moderna (estética y política) de la ruptura con el pasado. En ello reside la paradójica salida de la modernidad distópica y sus violentas teleologías del progreso. Al revisitar el amplio corpus textual de la historia y recordar simbólicamente los cuerpos de los muertos, la novela de Guadalupe Santa Cruz propone y escenifica el derecho a una utopía a la que es imposible renunciar.
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Notas:
[1] Capítulo del libro Los imaginarios de la decepción en las novelas chilenas de los 90. Imageries of Deception in Chilean Novels of the 1990s.Cecilia Ojeda and Guillermo García-Corales. New York: Edwin Mellen Press, 2004. (ISBN-0-7734-6367-4). 137 pp.
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Por Cecilia Ojeda