VERSOS ROBADOS
De Óscar Hahn
Visor, Madrid,
1995.
La publicación de
Tratado de sortilegios (Hiperión, Madrid, 1992) constituyó un
momento importante en una carrera poética. El lanzamiento con amplia
distribución internacional de una “obra completa” (hasta la fecha)
fijaba, de una manera u otra, una trayectoria específica y ciertas
orientaciones cronologizables de un pensamiento estético que serían
recibidos por gran cantidad de lectores y que, inevitablemente,
entablarían diálogo con la producción siguiente de Oscar Hahn.
De ese comercio
participa, de hecho, su poemario inmediatamente posterior, Versos
robados. Si el Tratado se cerraba con “Estrellas fijas en un cielo
blanco”, colección donde se esboza explícitamente una reunión de lo
escindido -invitación al lector a que sea el autor de los versos-, en el
volumen ulterior la otredad se hará presente una vez más, mediante el
recurso programático a la cita y a la recomposición de palabras ajenas
en textos nuevos, que por ello pasan a sintetizar voces y discursos
distintos. Ya antes Hahn se había adentrado en las posibilidades
expresivas de la parodia, el pastiche y el homenaje, pero solamente este
nuevo título pone en el centro de nuestra atención el encuentro de lo
diverso como génesis de un decir poético.
La tentativa de
conformar una escritura personal a partir de convergencias participa de
una iniciativa “neohumanista” en un sentido que me parece necesario
precisar en estas líneas. Hemos de detenemos, por consiguiente, en
algunos pormenores que nos ayudarán a comprender más cabalmente los
rumbos presentes de la práctica creadora de Hahn y los que, tal vez,
adopte en el futuro.
Muerte, amor,
poesía: la trilogía de asuntos básicos “tratados” en el libro de 1992
persiste enunciada en Versos robados. Las claves mágicas y oníricas, no
menos, siguen siendo idénticas. La diferencia radica en que ahora el
surrealismo residual de la empresa lírica hahniana se recategoriza en un
nuevo contexto, el del descubrimiento del inconsciente más allá de todo
ludismo. Si se me permite la reducción provisional, casi podría
afirmarse que el aparato surrealista precedente se ha puesto al servicio
de inquietudes más bien existenciales.
Lo dicho requiere
que consideramos textos específicos. “La mantis religiosa”, uno de los
más provocativos, funcionaría a la perfección incluido en colecciones
como “Arte de morir” o “Mal de amor”, que han pasado a
pertenecer al Tratado:
Sobre todo la
Mantis
(...)
Se
comen al macho fíjate
Se lo comen por el agujero de arriba
y
por el de abajo
El Mosco me
llamaban
mis compañeros de colegio
riéndose con sus ojitos
poliédricos
(...)
¿Por
qué me abrazas oye?
¿Por qué me clavas tus uñas en
la
espalda?
(...)
La
religiosidad de la Mantis
no puede ponerse en duda: me
refiero
a la Última Cena me dijo saboreándome
El peso
de las pesadillas
El peso de las pesadillas
en el
cerebro de los
vivientes
En este poema, de
hecho, la dualidad inexpugnable de erotismo y escatología sigue siendo
la de otras obras de Hahn. Lo mismo podría decirse de ciertos recursos
enunciativos, como la aparición clara de una persona caracterizada por
los rasgos más coloquiales del español chileno; el tremendismo de la
situación narrada líricamente, de este modo, se atenúa o se emboza con
el signo de lo cotidiano. No obstante, el enlace de la pieza con el
conjunto de Versos robados se encuentra con gran claridad en la
conclusión: la reiteración de una fórmula aliterada enfatiza la carga
significativa que tiene entrever, imaginar, “el peso de las pesadillas”.
En efecto, la actividad inconsciente, según se insinúa, es tan material
que hasta podría calcularse en una balanza. Esa realidad,, cuerpo con
“peso” y por tanto situable en el espacio, reaparecerá aquí y allá entre
robo y robo poético; constituye el principal indicio diferencial de la
escritura del Hahn actual ante la ya organizada tratadísticamente en el
pasado.
El recorrido
lúgubre, fantástico de ahora (“Una noche en el café Berlioz”), por los
territorios incluso de la locura (“Nietzsche en el sanatorio de
Basilea”, “Lapidario”), será interrumpido, con todo, por visiones
luminosas, extáticas, entre las que se destaca un texto esencial del
libro: “En la playa nudista del inconsciente”. En él, la coincidentia
oppositorum describe muy bien la otra mitad, placentera, no sólo
misteriosa o temible, de las profundidades psíquicas:
Un hombre está
tendido en la playa nudista
del inconsciente a esa hora
de
la noche en que salen dos soles
La parte mujer
del hombre
corre graciosamente hacia el agua
La parte
hombre camina en
dirección a la orilla
En la playa
nudista del inconsciente
las dos partes se bañan
tomadas de
la mano
El sol negro
se alza en el horizonte
El sol blanco se pone al rojo vivo
La mujer y el
hombre hacen el amor
hasta el vértigo
Sus cuerpos luchan
en la arena fosforecente
Y el firmamento se llena de
aerolitos
que se desplazan a la velocidad de la luz
Los textos
pesadillescos que alternan con el citado, o con “Hipótesis celeste” o “A
las doce del día”, dejan de ser fragmentos de una Danza de la Muerte
como los que han ganado merecida fama poética al autor para
transformarse, más bien, en componentes de un retrato o, mejor dicho, de
un autorretrato del hablante de Versos robados, cuya maestría se revela
doblemente: discurso introspectivo que se vale de las obras de los
otros. El esquema, creo, está trazado con acierto en “Sigmund Freud bajo
hipnosis”, donde la insinuación de que contemplamos a un cazador cazado
explica muy bien por qué una voz humana que se dispersa en las obras
ajenas acaba encontrándose a sí misma.
Lo cierto es que el
hombre que arman poco a poco estos textos podría llegar a una conclusión
similar a la que llega, humorísticamente, el poema mencionado: “mi vida
psíquica es ya muy vieja/ pero muy trabajadora mamá”.
Tras la alternancia
de sombras y luces, la sección final de la primera parte del libro,
titulada “Sujeto en cuarto menguante”, ilustra muy bien cómo cobra forma
una subjetividad elocutiva en este libro. La elección de la prosa,
inclusive, señala el parentesco cercanísimo de estos ocho textos con la
articulación de una narración del “sujeto”, nombre con que se
autodesigna el personaje que echa, entre sueños o recuerdos, “un vistazo
hacia dentro”. El cuarto menguante, la cercanía a la obscuridad
absoluta, dota al hablante de una compenetración total con la fábula
entre lúcida y onírica de su existencia o de todo lo que sabemos de
ella, sea diurno o nocturno, racional o irracional, consciente o
inconsciente. No se nos dice adónde llega el “hilo perdido” al que se
alude en alguna ocasión, pero su fusión con el sujeto en la sexta
estación de este peregrinar de imágenes sugiere que la clave hermética
ha sido descubierta, y que todo relato es el relato del Sí Mismo, del
ser autocontemplativo presente en la escritura.
Que surja una
proposición como ésa en una publicación que sigue a la entronización del
lector en el Tratado puede considerarse muy significativo. El individuo
“innominado” por los Versos robados es el resultado, hasta cierto punto,
de comuniones sucesivas: la del amor y la muerte; la de los hombres que,
sin conocerse personalmente, comparten experiencias puras,
universalizables, mediante la literatura; la del citante y el citado; la
de ese “hombre” y esa “mujer” desnudos, en fin, que se encuentran
eternamente en la Psique.
El “sujeto” es
posterior a semejantes síntesis y supone una síntesis mayor, más
abarcadora, quizá la respuesta definitiva a los intentos inacabados
previos de dar con la suma de contrarios parciales, dispersos. El sujeto
unitario es recobrado, no azarosamente, en un poemario donde han ido a
parar materiales de orígenes múltiples: así, por ejemplo, “Rulfo en la
hora de su muerte” se construye o reconstruye a través de frases y
oraciones de las últimas páginas de Pedro Páramo; por otra parte, la
crónica de un “Adán postrero”, postnuclear, pone en boca del Dios padre
las palabras agónicas del hijo en la cruz. El nuevo ser “humano” se
convierte, ni más ni menos, en un producto de vivencias heterogéneas y
se define a sí mismo como ente plural, consecuencia de todos los
desastres y las dichas, de todas las separaciones y los
reencuentros.
Es, sin embargo, un
ser hasta cierto punto abstracto, vivible por todos nosotros, y por algo
se autorrepresenta como “sujeto”: individuo que perdurará mientras
exista gente que pueda llenar su vacío, su generalidad “multiplícate por
cero, loco” (p.39).
Puede tocar esta
tarea al lector o a quienquiera que el lector prefiera... el autor
mismo; toda alternativa resulta factible en un libro que se abre,
precisamente, formulando una hipótesis total y numinosa, “celeste”. Lo
humano como noción intelectual y afectiva y como hecho real, defendido
una y otra vez por la poesía de Hahn ante apocalipsis nucleares o
íntimos, está en el corazón mismo de una nueva etapa del escritor que se
inaugura con Versos robados. Justamente por ese exacto dominio y ese
reconocimiento de medios e intenciones, podemos caracterizar tal periodo
como de una madurez ganada a costa de esfuerzos pacientes e
ininterrumpidos.
en VUELTA , mayo de
1997