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La Rueda de la Fortuna
Groggy de Héctor Figueroa. Santiago, Ediciones Esperpentia, 2003

Por Claudio Gaete Briones
En antítesis, revista de poesía. Valparaíso, verano 2007.




Alcohol, moon, smoke, nights of city & jazz. Estas palabras podrían constituir la atmósfera, los lugares comunes del Groggy, aturdido y tambaleante boxeador alcohólico, sujeto atontado por el cansancio o por otras causas físicas y emocionales. Y en inglés precisamente, así como jugando a que las dice un negro o un mestizo, un jazzman de voz algo gangosa, algo rapeada y ripiosa: Charles Mingus, por ejemplo. En esa línea, y a contracorriente de las filiaciones objetivistas que reclama explícitamente el autor, aparecen los beatnik de la carretera, tanto y a veces más que una poesía alejada y reñida con el yo:

.......... Helécho es que pareciera que no sé describir
otra cosa que no sea mi ombligo;
.......... como si el centro del universo partiera de
mi barriga cervecera
.......... mareóme con el canto etílico deljo-yo.

"¡Mea culpa, mea culpa, mea gravísima culpa!"

Es el reino de Tyjé, la fortuna, donde no gobierna la razón y donde no hay, por tanto, luces. Esas luces. Tyjé es la enemiga de la política ilustrada (si alguna vez existió), que buscaría reducir el poder de los acontecimientos fortuitos. Sin embargo, tal diosa o topos cultural pasó al siglo XX — nuevas epistemologías científicas mediante— en forma de "incertidumbre" o "indeterminación". El mito temido se convirtió en malentendida verdad científica; este malentendido se hizo realidad histórica. En este último plano, son la violencia y la desigualdad interesada y estructural del "modelo", las encargadas de clausurar la fe en la ratio, mucho más, desde luego, que el papel de las vanguardias artísticas.

Ahí están las luces tristes de la rueda de la fortuna: cesantía, trabajos mal pagados, alcoholismo e intentos de rehabilitación, mujeres que han pasado a ser "un futuro imposible". "Cómo hablar de la precariedad —se pregunta Héctor Figueroa en Pasión de ver, texto de presentación de Poemas cesantes de Raúl Hernández—, del estado indigno del que no tiene dónde ir porque no hay plata, en definitiva, cómo hablar de la pobreza, pero sin reclamar, sin llorar". Y es que si Groggy es en realidad un disco de jazz travestido de libro, no le es, por lo mismo, en nada ajeno ese patíos nacido de la indeterminación, bebop que en sus solos nos revela una aplastante sobredeterminación: el dinero. El capital esquivo de la Capital de Chile, la Moneda.

"Es el egoísmo y los bajos salarios —dice San Alberto Hurtado en un pie de página del autor— los que anidan toda su amargura. Y se emborrachan (se refiere al pueblo) más bien para disipar su amargura que por vicio..." De esa amargura se bebe sucesivas cañas leyendo a Figueroa: la frustración ridicula de asistir al veraneo de los famosos por televisión, el no haber sacado nunca plata de un Redbanc, la mala broma de las cuentas impagas, el hallarse marginado de esa institución que se llama "la casa propia". Claro, un horizonte así tiene la forma de un televisor encendido noche tras noche, hasta que la programación se acaba y sólo quedan "pulgas". El miedo a la vejez y a sus achaques se indistingue con el miedo a la falta de dinero, esa irritación sostenida mes tras mes que aplana el tiempo y de algún modo anula cualquier entusiasmo puesto en su devenir. No hay mayorazgo, lo que supone carestía no sólo bancaria sino también carestía de solvencia. No se es solvente: no se llega a soluciones, no hay modo de zafarse de las deudas, no se está facultado para disolverlas. Y aquí, nuevamente, se trata de algo más que de plata y del "pago de Chile". Se trata, más bien, de la historia de sus deudas.

Al margen de algún relato épico sobre la poesía chilena de los últimos diecisiete años, los de postdictadura, ha habido quienes se han preguntado por la historicidad de las escrituras latinoamericanas actuales, por el modo en que estas nuevas viejas poéticas enfrentan o eluden la fricción permanente entre escritura y mercado (piénsese, por ejemplo, en Eduardo Milán, Patricia Espinosa o Edgardo Dobry, por mencionar algunos).

Esto, en el contexto del páramo del ciudadano y el paraíso del consumidor, de una democracia en jaula de hierro, y de una autorregulación económica y un chorreo que no acontecen, que son puro cuento.

A nuestro excelentísimo Sr. Presidente
ingeniero Eduardo Frei Ruiz Tagle
sin pudor alguno, le tirita la pera:
derech!... izquierd!... derech!... izquierd!...


"Septiembre de 1995 en la República de Chile"

El autorretrato del marginado — "yo soy la marginación", gritan a voz en cuello algunos — es un recurso frecuente en el "discurso del arte". Porque es fácil hacer de él un fórceps de autoridad moral y porque en un país en duelo, o muerto (dicen los apocalípticos integrados), la insütucionalización y la profitación de la figura de la víctima — los últimos, los que están fuera del sistema — no son algo tan extraño. Es real, como en el tema de la Alta poesía: puedes pretender ser a un mismo tiempo un doctorando y el ejemplar más apaleado de los derrapes underground.

Digo esto en negativo, es decir, para destacar la capacidad de Figueroa de hablar de la precariedad sin llorar, sin manipular al lector por medio de la autoconmiseración fetiche. Ejemplos hay muchos en su libro, aquí va uno:

Inútiles sociales, en la inopia (pasotas)
rebuscárselas, un pitutito
inventarse el aguinaldo
pero este año no nos quedamos sin chupar:
.. .... .. .. .. . .. .. . .. . .. . .. . .. .. tal vez
hablar con mis amigos profe (Manuel Rodriguez, Maxi
Díaz)
para revisar pruebas de Castellano (enseñanza media)
y gustoso regalar algún puntito.


"Septiembre"

Se acusa a los poetas de los '90 de apolíticos, de acomodados y academizados. No pretendo terciar en esa polémica imaginaria, pero sí señalar que ése no puede ser el caso (a menos que no se los lea, que es probable) de Yanko González, Jaime Huenún o Germán Carrasco. Ni tampoco lo es de Héctor Figueroa, quien consigue entrecruzar experiencia abierta a los otros, por un lado, y oficio en el plano de realización, por otro. Creo que él no temería reconocer el papel de las "técnicas". Así, las citas a Edgar Lee Masters, William Carlos Williams, Cioran, Dostoievski, Onetti, Kafka, etc., conviven "sin problemas ni orgullo" con referencias a Elvis Presley, las palabras del "jefe", la Sonora Tommy Rey o un uso desprejuiciado del habla chilena ("más chileno que las rechucha"). En este sentido (excusas por listar) pueden encontrarse en el volumen poemas notables como Dinero, En la ausencia de mayorazgo, Después de dos meses de claustro, Los verbena, "No me resolví nunca a abandonar la casa en el momento oportuno ", Veraneo o Septiembre.

Naturalmente, el libro sirve también para expresar opciones poéticas —el objetivismo, especialmente— y terminar "aplicando" lo que unas líneas más allá se dice en tono ensayístico, discursivo. Por ejemplo, en Período de seca se dice: "(tratar de hacer un poema objetivista acerca de la orfandad de los etílicos en las garitas de micro...", voluntad que toma cuerpo al final del texto que abre el conjunto, Perpetuos del instante: "un alcohólico tembloroso, con ojos fijos / observa cómo se levanta la cortina del bar / a primeras horas de la mañana."

Escribir claro es difícil. Hacerlo sin acumular una sarta de poses, lo es más aún. No se trata de una desiderata; la poesía de Héctor Figueroa, por lo general omitida del canon de los '90, coexiste con otras estéticas más barrosas a las cuales, en más de una ocasión, echa mano, como quien abre una viscera y es sorprendido por imágenes deliradas aunque concretas: fusión de cumbia & jazz, pasión singular por el rastreo de rastrojos y genealogías sin originalidad.

Aparte de que el poeta sea fotógrafo, lo que está de fondo es un rasgo que comparte un grupo importante de la poesía latinoamericana última —digamos, para precisar, de autores nacidos en los sesenta hasta los más recientes, a comienzos de los '80—: la incredulidad en las teleologías y dogmas de interpretación histórica; la agenciación de microcánones; el rechazo ante los signos de exclamación y las mayúsculas; la cancelación de la poética-manifiesto; el descarte, por absurda, de la idea de lo nuevo y lo viejo. Es la opción también, como ha dicho Bolaño, por una poesía civil en contraposición a una poesía sacerdotal. Por otra parte, la escritura real visceralista de Figueroa bien podría haber tenido lugar en Zurdos, la antología de González y Araya donde se echa de menos al Groggy.

"Sólo imagínense un rato —escribe Figueroa en Pasión de ver—, arriba de un helicóptero o un aeroplano, sobrevolando Santiago. Fácil cachar desde el aire la famosa mala distribución del ingreso y los desiguales planes urbanísticos. Avenidas hiperiluminadas, prodigiosos jardines y áreas verdes por un lado; calles lóbregas, mal iluminadas, hacinamiento, pobreza y vastos rincones de sitios eriazos y maleza por el otro": al margen de una "gran poesía política" (De Rokha, Neruda o Zurita, si pensamos en Chile), en este libro Figueroa practica una escritura micropolítica que pone ojo a los actores secundarios de la sociedad, allí donde no se puede participar del blanqueo histórico, de los espejismos del progreso urbano o de "la igualdad de oportunidades" del modelo. Renuncia al voto de silencio ante los conflictos sociopolíticos y a la unidimensionalización del texto. Por el contrario, abunda la referencialidad, sólo así el cesante, el mapuche de la panadería, el lector de medidores o el cabo de la 4a comisaría, pueden dejar de ser una cifra que se arrastra por la superficie indiferente del mercado laboral. De manera que si el objetivismo bien puede ser una vacuna contra la grandilocuencia, no es menos cierto que de objetivos estos poemas no tienen casi nada. Lo que hay es lenguaje de la calle, contriciones fotográficas y, sobre todo, testimonio. Uno de los más valiosos testimonios de los años '90, esa "década siniestra y tenebrosa".


 

 

 

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