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ENTRE LA INMENSIDAD DEL DESIERTO ESPEJISMOS SOBRE EL MAR
Presentación de Desierto sol de Martín Camps (México, 1974)
Por Héctor Hernández Montecinos
Incluso al día posterior de la peor de las guerras, o a las horas siguientes después de una catástrofe mayor, las primeras palabras que podrían escribirse serían poemas aunque las personas, o los sobrevivientes, no se estén dando cuenta de aquello, porque de algún modo los poemas han resultado ser la única escritura que puede decir con fatalidad y videncia que han sido los testigos a las calamidades, y los únicos que han podido dar cuenta de ellas, fuera del prepotente tiempo de las circunstancias.
Si la poesía nos narra el celebratorio estrépito del comienzo o el fin de civilizaciones, culturas, comunidades, personas es porque ella es un grado cero mismo de lo que otros no han podido decir, y ese otro siempre es la muerte que habla, y cuando digo muerte no pienso en un fin sino en un medio o una intermitencia entre lo que aparece y su desaparición. He allí lo que hoy en día nos puede mostrar la poesía, que vemos como el mundo se hace cada vez más honesto, y por ello más bestial y bárbaro. La muerte ha ganado su señorío y el poema sigue siendo un sueño, y por fortuna, todo sueño es más poderoso que la muerte.
El primer capítulo de Desierto sol del poeta mexicano Martín Camps se llama “Tramos de noche”, en él podemos observar, como si de un largometraje se tratara, a un sujeto encerrado en una habitación comenzando un nuevo día y hablando solo a un sujeto amoroso que se ve representado por todos los fenómenos climáticos y los accidentes geográficos como si se fuera un deseo que va más allá de la mano, y que intentase alcanzar esa otra mano que está en el punto exactamente contrario a su emplazamiento. Da la impresión de que en ese cuarto estuvieran todos esos mares, desiertos, lluvias, montañas, ríos, cielos a modo de libros, algo así como una biblioteca de un filósofo presocrático, o la de un sabio sumerio que ansía y delira con la invención de las ciudades porque cree que allí encontrará a quien ama. Es decir, se recuerda y se vislumbra una ciudad que ya existió o que existirá, un pasado o un porvenir que se confunde en la misma espectralidad de esta habitación en la cual las ventanas parecieran ser los poemas o los lienzos o las pantallas donde todo esto va ocurriendo. Más allá del monte Albán, más allá de Oregon, el mar, al final el mar, como única real utopía de salir de ahí.
En el capítulo siguiente, “Vencer el horizonte”, el cuerpo del sujeto amado se convierte en el locus de la imaginación poética, ya no es ese cuarto solitario sino que hay un cuerpo que sirve como espejo para construir el recuerdo que se tendrá de él. Cita:
Pero el poema no se presta, recula, se desdice, se apaga, no enciende.
Le falla todo.
Unas cuantas imágenes inflamables, sin combustión;
Flamean, latiguean, se consumen y apagan.
Aparece una mujer (bella entre paréntesis).
En esta hoja aparece una mujer.
En el peso de esta hoja bond de 0.05 miligramos en bond. (p. 45)
El desierto y el mar parecieran representar estas dos subjetividades que se tranzan en el deseo, en esta dialéctica en que todo ha sucedido o sucederá. Lo que antes fue desierto será mar, y todo lo que fue mar será desierto. Como si fuera el mensaje del presocrático o el sumerio que saben que la intermitencia es la única realidad de lo que existe. Entre la noche y sus estrellas y el día y sus plantas medicinales, entre los secretos escritos en piedra a los augurios de los pájaros. El poema está allí, vive allí, es allí. Inmenso pero diminuto como para escribirlo en granos de arroz y sembrarlo en los mares de la Luna que no son más que desiertos.
En “Ciudad a la deriva” el desierto de tanto verlo y nombrarlo se ha hecho real, ha pasado de ser un discurso, luego un cuerpo y ahora un territorio que advierte que el vacío y la arena son la mejor metáfora de la humanidad. El polvo pareciera erguirse ante el orgullo y la vanidad y decir: antes fui un libro, ahora soy un poema. De hecho, esta reversibilidad entre el agua y la tierra, entre el aire y el fuego se ve expuesta en la siguiente cita:
Las puntas de aquellas montañas fueron, alguna vez,
la parte más profunda del mar.
Pero un día,
el mar recogió sus olas y se marchó a otro lugar.
Entre sus ropas cargó moluscos,
barcos hundidos y muertos indisolubles.
Nos dejó esta ciudad (p. 68)
En efecto, esta ciudad a la deriva no es más que un conjunto de ruinas que no dejan de brillar y revelarse a la preponderancia del tiempo, señalando que toda ciudad se construye con las ruinas de otra anterior y de otra que vendrá. Las ciudades siguen o huyen a los desiertos y los mares, van sorteando entre ellas sus muertes y sus nacimientos, eso es real amor, como el poema que esquiva a la muerte para luego inmolarse. Aunque las ciudades, y las civilizaciones, se acaben, se muden, se reproduzcan, siempre habrá algo en ellas que no termina, algo las une, del mismo modo como esas tablillas de barro se filian al computador en el cual escribo estos signos cuneiformes sobre el desierto de esta página en blanco. La ciudad es una extranjera que habla mi misma lengua, un idioma horizontal, un “sueño transcrito”.
“Fórmula de agua”, como si de la concretización del espejismo se tratase es que el fantasma de esa ciudad nómade que anteriormente había rondado adquiere un nombre: Ciudad Juárez, que actúa como escenario y tragedia de una misma obra, el páramo donde las pesadillas y las esperanzas se hacen brutalmente reales. Tanto la falta, como el exceso de líquidos, sean cual sean, producen espejismos, hologramas sobre la carretera que es el punto más intermedio entre lo que ha aparecido y lo que desaparecerá. En estos textos se retorna a la pregunta del escribir cuando el horror al vacío supera todo territorio, y cada palabra parece ser uno de esos espejismos en el desierto de papel donde se escribe. La memoria tal como la imaginación pierde su brújula y aparece esta serie de flashbacks que son los “Poemas numerados sin título” donde la agonía, y la presencia de la muerte, quisieran hundirse con lo más posible de un yo: sus recuerdos, sus miedos, sus deseos, sus sueños, sus escritos. Si la muerte en vida tuviera otros nombres seguramente serían desierto u océano. Imposible de cruzar de punta a cabo, y habitado de todos las visiones y delirios que se pueden argumentar para no tener que confirmar que se está absolutamente solo.
El libro concluye con “Decálogo para la frontera”, quizá el conjunto de textos más poderoso y penetrante, en el cual se da una serie de sentencias para quienes viven en una frontera donde hay un déspota y otro dañado, donde una frontera es una cicatriz en la geograficidad de un mapa pintado con los colores del arcoiris. Estos poemas son hermosos en su delicada violencia y cargan una tristeza que conoce todo aquel que vislumbra los límites de una esperanza, tanto por los conocidos crímenes de mujeres como por la soberbia nortemaericana. México, y su frontera norte más en específico, resulta ser así el tapón al postcolonialismo; todas sus sangres han servido como costra para que no sea derramada la nuestra. Todas esas mujeres asesinadas son y serán las habitantes eternas, ya no de las ciudades que pasan, sino que de los desiertos y los nuevos mares que vendrán. Ellas contarán esta tragedia no sé a quienes, pero lo harán, y los nombres de los culpables serán aborrecidos.
De algún modo, Desierto sol de Martín Camps, plantea casi sin saberlo una mitología que une lo más pretérito del inconsciente con el futuro de nuestra civilización. Hay un mensaje claro ante la prepotencia de los poderosos, de los tiranos, de los genocidas: toda ciudad está destinada a volver a ser un desierto o quedar sumergida bajo las aguas. No hay más. Todo poder humano es polvo, y todo polvo es sueño, como el poema que no cesa de ser la primera palabra después de que todo se haya acabado.
Santiago, 2 de junio