LA
TETA Y LA LUNA
Presentación
del libro "El barro lírico de los mundos interiores más
oscuros que la luz",
de Héctor Hernández Montecinos.
Por Felipe
Ruiz Valencia
Cuando del surrealismo no quedaba más que una caricatura ajada
de sus primeros manifiestos, y el propio Breton reconocía en
Minotaure que aquella burguesía contra la que tanto habían
despotricado era la misma que les daba de comer, Marcel Duchamp es
encargado, para la exposición surrealista de 1947, de realizar
el catálogo de obras en una edición "de lujo".
Y lo que Duchamp hace es lo siguiente: sobre una superficie de cartón
negro, confecciona una teta de plástico y silicona -
adelantándose ferozmente a la moda de los tiempos -: la teta
sobresale en el relieve
del libro, y su consistencia, color y forma sugieren al tacto, una
teta de lo más real. El famoso postizo fue numerado, e iba
acompañado por una advertencia: Priére de toucher (Se
ruega tocar). El gesto de Duchamp es, antes que una operación
estética, una opción política. Se trata de invertir
el juego del arte como lujo, del arte como objeto de consumo - deleite
inviolable. Se ruega tocar parodia la advertencia repartida
en todas las calles de París, en las que se sugiere por todas
partes en la ciudad más artísitica y sensible del planeta:
por favor, no tocar. Esa sugestiva teta transforma la prohibición
en seducción, insita subrepticiamente a apreciar la forma,
a excitarse tocando, en una cultura que privilegia, como señala
Hegel, los sentidos superiores de la vista y el oído.
El libro hace demasiado tiempo, como señala Chartier, ha dejado
de ser mero depositarios de ideas abstractas, de sendas épicas
y líricas: soporte pasivo de la inspiración de los autores.
Por más que los grandes editores nos quieran hacer ver, la
operación de publicar remite en sí misma una
forma de ejercicio y transferencia del poder. Y así se dice
que Chile es una tierra de poetas, cuando se analizan las estadísticas,
puesto que más de lo setentaitantos por ciento de producción
literaria a nivel nacional son textos encasillados en el género
poético. Pero las estadísticas, como los bikinis, muestran
mucho y ocultan lo esencial: ni veinte obras publicadas por editoras
independientes hacen el peso al tiraje de un solo narrador de una
gran casa editorial. Y tenemos así el caso de Antonio Skarmeta,
brillante ganador del premio Planeta. El crítico Marco Antonio
Coloma, a propósito de una ponencia sobre Bolaño en
la última Feria del Libro, no ha dejado al paso, agudamente,
la relación entre este premio y el lanzamiento al instante
y el marco de esa misma feria de miles y miles de ejemplares de su
última novela, en delicioso papel mantequillado, tapa en relieve
y lomo grueso. Una edición de lujo destinada a adornar los
escaparates del cursi burgués y su insaciable apetito estético,
el mismo que le lleva a consumir pinturas para acompañar los
sillones de cuero de su living room, si es que el color de un Benmayor
le viene más que el de un Cienfuegos. El libro convertido en
objeto de lujo se convierte así en mero adorno, en curricula
de nuestros gustos y del placer del derroche monetario, de nuestra
capacidad excesiva - puesto que el exceso habla de nuestros excedentes,
ya superados los problemas de escasez - de consumo cultural. Esta
allí para no ser tocado, y es duro y grueso para resistir el
paso del tiempo, para ser fetichizado como una Venus, como el rolex
del papá, como una cámara Leika en manos de un
iniciado o iniciada en fotografía, y eso aunque muchas veces,
como en el caso de Skármeta, no implique que el contenido resista
también el paso de la historia.
A partir de lo anterior, el último libro de Héctor
Hernández, El barro lírico de los mundos interiores
más oscuros que la luz, emerge con una lucidez y autoconciencia
territorial que sorprenderían a los propios Deleuze - Guattari.
El territorio consiente de Hernández linda con dos extremos
abominables: con el formato de lujo del burgués pudientes,
del que ya hemos hablado, y del sospechoso concepto del libro de
bolsillo, opúsculo de bajo costo y en formato despreciable,
perfecto para el bolsillo del oficinista o la cartera de la secretaria.
En este segundo linde, el poemario se ajusta al número de páginas
posibles de ser publicadas por editoriales de baja factura pero mucho
retorno: surge así toda una economía escritural disfrazado
de minimalismo posmoderno: verso justo, palabra precisa o sentencia
para el bronce: cuentos cortos, moralejas orientales; novelitas ejemplares
perfectas para la vida celerosa, para el sueño temprano y la
cabecera dúctil. Quizá la misma teta fue pensada por
Duchamp pueda servir como descanso en la nuca del ciudadano satisfecho,
solucionando así, para siempre, el problema del demasiado duro
libro de cabecera. Esta economía escritural sin duda despreciaría
la estrategia desbordante de Hernández, carnavalesca, exuberante
y gritona, pues le recuerda que bajo su complaciente laconismo no
se esconde otra cosa que un agacharse de hombros, un sortear los riesgos
para publicar al tamaño justo de lo exigido por el mercado.
El libro de más de 300 páginas de Hernández
se resiste al sudor axilar, se resiste al bolsillo tanto como al escaparate,
a la biblioteca con llave de seguridad. Busca transitar de mano en
mano, con una estrategia que desborda el material - libro y se inserta
dentro del propio proyecto editorial de Hernández: Contrabando
del bando en contra es sin duda, el nombre justo y apropiado para
una editorial que busca redefinir los espacios de circulación
de textos, saltándose casi dos siglos de historia de cultura
impresa, retornando a lo celular del intercambio escritural: me refiero
a la porfía de esquivar al editor profesional, al librero de
turno, contrabandeando al objeto de mano en mano, haciéndolo
circular entre rostros conocidos o cognoscibles. Se numera el libro
para dar cuenta de su existencia singular y se evita enumerar la página
para no dar cuenta de la singularidad, de la singleridad del poema.
Tenemos con esto que Hernández redefine la función del
libro y la distancia del poema o poemario. Como tengo la oportunidad
de conocer personalmente al autor, y como todos quienes también
la tienen, resulta evidente que dentro de éste como de sus
dos anteriores publicaciones, los poemarios que he tenido la oportunidad
de leer antes de ser editados se encuentran destruidos, mezclados,
parodiados, narrativizados, deconstruídos y vueltos a escribir
de una manera que raya en la demencia: Hernández es un pintor
que arroja Antimonio sobre sus más hermosas pinturas y ama
el resultado de esa mezcla aleatoria, orgánica, que surge de
ese acto. Y ese acto es antes bien político que estético.
Se trata de la negación del poema jingle, del hit, y del formato
que debe contenerlo para deguste del público: el libro. Las
páginas no se enumeran pues se busca la lectura aleatoria,
la pérdida de todo marco referencial, de toda posibilidad -
bastante posmoderna, por lo demás - de una colección
racionalmente delineada. Hernández me ha dicho que ama escuchar
millones de discos en su pc de forma aleatoria y nunca una canción
completa. El mismo procedimiento ocupa en sus textos: algunos, en
la máxima radicalidad de su poética, ni siquiera están
hechos para ser leídos: por el contrario, su existencia es
el reverso de su inexistencia, develando la gratuidad, el vacío
de la obra en su conjunto. Una apuesta que lo acerca más al
Dadá que al queer que algunos críticos le han tildado,
una apuesta que lo convierte en un escritor político más
que estético, un vividor, en el sentido más profundo
de la palabra, más que un escritor.
El autor en performance con sus manos
cortadas por vidrio
(18 de diciembre de 2003).
Política. Hubo un tiempo en que poética y política
eran como dos hijas de la poyesis: ésta era entendida, en la
Grecia, como un acto de producción y a la vez de creación.
Y es bien cierto que ésta actividad ha sido transformada, por
la técnica, en mero acto de reproducción: se espera
siempre de un poeta un determinado género, se espera de un
poeta gay una literatura gay, de un mapuche que nos hable de su abuelo
mapuche en mapudungú, tal como se espera de Bruce Wills una
próxima película de acción. Las industrias culturales
han reducido la actividad artística una expectativa incansable
de género, reduciéndose así el campo de la poética
al campo de la estética entendida meramente como aplicación
o concreción de una determinada matriz de sensibilidad en una
obra dada. Para Hernández, antes bien, la poesía constituye
una actividad política: su texto en cuanto formato es en sí
mismo un acto político. Es una reacción descarnada,
quizá final, de un arte que parece estar cortando sus lazos
con el mundo del afuera, tanto por que la expectativa social ligada
a la poesía es menor que antaño, como porque los mismos
poetas no dan cuenta de nuevos nichos escriturales, ahogados en su
romanticismo decimonónico, o en el eterno spleen de la yerba
y la cerveza. Un pequeño germen, sin embargo, parece abrirse
desde las bases. Y si tanto la política como la poética,
antes siamesas y ahora separadas, parecen estarse agotando en su ensimismamiento,
sin duda volver a conocerlas es una perspectiva saludable para reencontrarse
con ese mundo que parece estarse agotando y acotando cada vez más
en salas como éstas, entre caras conocidas y en repetidas presentaciones,
como ésta. Tras esa puerta está el mundo - la escoria,
la histeria, eso que amamos, la literatura - esperándonos.
Para todos quienes quieren arriesgarse, sin duda encontrarán,
al salir, un buen aliado esperándolos: El barro lírico
de los mundos interiores más oscuros que la luz.
Santiago, 18 de diciembre de 2003 .................