Hay que confesarlo: este libro resulta un parto de ballenas para
un lector no iniciado. Con más de ciento cincuenta páginas
de grueso calibre y de una escritura singularmente barroca y naif
a la vez, cualquiera que intente aproximarse al universo de Hernández
debe estar dispuesto a abandonarse a las condiciones internas que
el texto exige, y que están a años luz de las convenciones
poéticas habituales.
Pero la gratificación de esta escritura es un aliciente irresistible,
y nadie quedará con la sensación de haber sido embaucado
otra vez por el efectismo sin contenido sino que, por el contrario,
sabrá que el esfuerzo valió con creces la pena. Este
libro se llama como el que yo una vez escribí debe ser,
sin duda, la obra poética más profunda y sincera que
se ha escrito en los últimos diez años, y si no fuera
porque la poesía ha sido excluida de las artes populares de
este país, su impacto puede ser comparado con otras joyas como
son La Nueva Novela, de Martínez o Purgatorio,
de Zurita. Quien crea que exagero, debe considerar que sólo
la segunda obra -dada las condiciones históricas de la época-
fue considerada de inmediato un impacto para la poesía, mientras
que la obra de Martínez es un manjar que hace muy poco comenzamos
a disfrutar. Pero estos tiempos no son para la poesía y eso
se siente en la poca relevancia pública que éste y otros
libros tiene en la actualidad. Si las cosas mejoran a futuro, estoy
seguro de que el libro de Hernández se inscribirá en
los anales de la poesía chilena, como el desde y el
hasta de una generación. En efecto, si los 80 fueron
una generación náufraga, y los noventa la poesía
estuvo marcada por el individualismo, Hernández indica el camino
que está asumiendo la generación de menos de 25 años
para el futuro de la literatura. Su poesía reúne una
cantidad innumerable de influencias tan notables (desde la antipoesía,
pasando por el barroco y hasta el romanticismo más puro), que
al ser amalgamadas producen un extraño efecto de dulzura y
rabia, de ternura y crudeza. Nos encontramos con poemas de un discurso
directo y combativo como D.S.E (porque nuestras bocas no hablaron/
alguien abre nuestros ojos a las esferas celestes del pescado) hasta
la calidez naif, incluso lárica, de Nuevos contribuyentes
a la vacilación. Antes que un arte de estilo de la "voz
propia", el texto de Hernández es una búsqueda
de contrastes, una muy posmoderna combinación de voces y recursos
trabajados inteligentemente y que desde luego desesperará a
quienes busquen una lectura unidireccional (reaccionaria), o la voz
ética del verdadero sujeto tras las palabras.
Y es precisamente porque la voz de Hernández es colectiva
que Este libro... es ante todo una olla común
de la nueva poesía, una búsqueda solidaria de conexión
con el mundo poético que lo circunda e inspira. En su anterior
libro, NO! (Ediciones del Temple, 2001), Hernández ya
daba indicios de esa búsqueda, al incluir en su trabajo "individual"
las voces e imágenes de sus compañeros poetas, y al
incluir un poema célebre y decididoramente "generacional"
como lo es No a las respetables putas de la belleza. Pero en
este libro sin duda esa búsqueda se resuelve vía poesía
y no resulta tan introducida a la fuerza como en el texto anterior,
que posee una impronta mucho más proselitista y juvenil. Aquí,
por el contrario, nos encontramos ante un trabajo más maduro,
y cuya pulsión en la búsqueda de una voz colectiva va
más allá de la simple necesidad de compañía
en las soledades y competencias mercantiles del nuevo milenio, sino
que apunta hacia un fin más profundo. Lo que Foucault llamaría,
la muerte del autor.
Hernández quiere desaparecer en una voz colectiva que lo supera.
Quiere fundirse - en un acto que puede ser tan irónico, cobarde
como solidario - con la "tradición" y formar parte
del susurro de la misma. Pero esa actitud, tan "posmoderna",
dirán algunos, no revela más que la necesidad de vínculo
con el Otro, el deseo (incluso la dependencia) de pertenecer a algo
mayor, en definitiva a un proyecto, tan ausente en la generación
de los 90. Ese anonimato poético queda expresado, sin duda
alguna, en el último y quizá más logrado en la
trilogía última de poemas del libro: Todo puente
se llama ficción, Cuando hay signos de que la obra podría
desaparecer y Cuando la obra ha desaparecido para siempre. En
el primero, Hernández asume la alineación de la otredad
y el precario vínculo con sus congéneres como una suerte
de miedo al prójimo, muy propia de nuestros tiempos (Entre
tú y yo hay un abismo que a los dos nos aterra, que se parece
al Vuestro tiempo y vuestro espacio, no son ni mi espacio ni mi tiempo,
de Huidobro), y proclama la ficción como el inútil refugio
ante dicho estado (No soy yo quien escribe porque escribir es desaparecer).
Mientras en el segundo vuelve hacia sí mismo desaparecido,
en una suerte de sujeto desdoblado al que llama, irónicamente,
Homónimo. Homónimo, o sea, del mismo nombre (empieza
con H, como Hernández), es una suerte de muñeco grotesco
del hablante ventrílocuo que lo sustituye en la escritura y
la propiedad del libro. Homónimo es la voz ausente de toda
una generación y la vez es la voz hueca, vacía, que
genera esa ausencia. De este modo, mientras Homónimo lucha
esquizofrénicamente con Hernández por la propiedad de
la obra, es la obra misma la que se va desarrollando, a la manera
como Fellini filmó Ocho y Medio o como Proust escribió
En busca del tiempo perdido: escritura barroca que busca la
disolución del hablante en la historia misma, pero que en Hernández
no es más que la disolución en la voz colectiva.
Así, finalmente, el gran susurro de la tradición, o
sea, Homónimo, es el que vence. Hernández, el "autor"
del libro, no es más que un personaje más en la trama
de la poesía nacional y de su generación. Hernández
sólo puede decir que el libro escrito por Homónimo se
llama "como el que yo una vez escribí" pero que,
irónicamente, no recuerda.
Para quienes creían que la poesía se terminó
con la Dictadura, aquí hay una noticia: Existe sabia nueva
alimentando el árbol. Hace mucho tiempo que no teníamos
oportunidad de leer una obra que transmitiera tanto sentido de solidaridad
generacional de manera no panfletaria ni "quejumbrosa",
sino recurriendo a la mejor arma que la poesía jamás
podrá tener: la palabra.