Un extraño en la capital
Héctor Hernández resucita en Lima con A 1000
Por José Carlos Yrigoyen
El Comercio, Lima 17 de febrero de 2008
A finales del 2006, al poco tiempo de publicar Coma -inclasificable y descomunal proyecto lírico que sobrepasa las trescientas páginas- Héctor Hernández Montesinos (Santiago, 1978), uno de los poetas chilenos más voceados en la última década, anunció en algunas entrevistas que consideraba agotada su propuesta y que luego de haber publicado alrededor de diez poemarios en menos de ocho años había decidido sumirse en un silencio editorial permanente. Retractándose apenas un año después, y haciéndose llamar simplemente HH, vuelve al ruedo con el que quizá sea su libro más sobrio, directo y confesional. A 1000 (o la vida muerta) es, a primera vista, un conjunto de textos acerca de la costa del Perú (sobre todo Lima), sus poetas jóvenes y un amor recobrado en varios cuerpos que el poeta va hallando en su viaje múltiple, caleidoscópico, a través de ruinas, estaciones de bus y hoteles de una noche. Pero una lectura más atenta nos permite descubrir que la aventura no se limita al desplazamiento físico que realiza el autor y a los textos que dan constancia de este hecho: presenciamos en sus páginas un periplo más radical y arriesgado que le permite a Hernández abrir una etapa distinta en su ya dilatada obra. Una etapa que le posibilita intentar -aunque sin abandonar del todo la irregularidad del pasado- la refundación de un imaginario y un lenguaje cuando parecía que los excesos y rebalses de sus entregas anteriores habían acabado por devorárselo entero.
La objeción más frecuente frente a los libros de Hernández Montesinos anteriores a A 1000 consiste en que, si bien se puede encontrar en estos diversos núcleos de interés, momentos de una poesía auténticamente visionaria y que armoniza con rara habilidad motivos cósmicos y fantásticos con la minuciosa descripción de un subconsciente pansexual de ribetes grotescos, esta casi siempre se basa en una torrencial y desbordante sucesión de imágenes que alcanza por ratos cierto brillo, pero que, dada la inclinación del autor por extender desmesuradamente sus poemas, usualmente termina por ser sepultada bajo una capa de ripio. En A-1000 HH realiza una suerte de autocrítica literaria. Aunque se burla en varias estrofas de los consejos de aquellos que le piden mesura a la hora de escribir, está claro que va por primera vez a la búsqueda de elaborar un libro de poemas conversacionales clásicos, redondos, donde las imágenes compartan el protagonismo con las ideas. Esta intención estaba insinuada en algunos momentos de Coma, pero es aquí donde puede desarrollarse plenamente, dejando a un lado las complejas estructuras de sus volúmenes anteriores, aparentemente originales pero en el fondo muy deudoras de los primeros libros de Raúl Zurita.
Los resultados de esta empresa son disímiles. Cuando HH explora su entorno más próximo (los amores furtivos en Lima, sus impresiones de viaje, los libros que va descubriendo y reescribiendo mientras pasea por la capital) consigue los mejores tramos de A 1000 y me atrevería a decir que de toda su obra hasta hoy. Varios poemas, como "La lavadora es el mejor amigo de un homosexual con el corazón roto" o "Castigo y llanto" exponen con fortuna una sensibilidad propensa al dolor, pero que se da un respiro para ironizar sobre sí misma y de paso sobre una realidad más amplia: "la bolsa del comercio y del amor dan vuelta / pero también se acaban / como un poema / escrito en un libro / que nadie querrá leer en mi país / porque mi país / ya se acabó." En cambio, cuando el poeta quiere fungir sin coartadas de cronista social, o más bien, social-literario ("Los estúpidos de siempre son ahora amigos", "La parte de los intelectualoides") le es casi imposible no caer en el más llano panfleto: "invierten tanto en su / vanidad como en su vanidad, / y creen que uno no se da cuenta / de sus fascismos camuflados". Es evidente que HH ha decidido cambiar no sólo la orientación de su discurso, sino también trocar unos riesgos por otros. Prudente ahora en la experimentación y la extensión, menos cercano a Zurita que nunca, ha elegido volverse más reflexivo pero no por ello más frío; bastante menos grandilocuente y más interesado en las posibilidades del sarcasmo y de lo lúdico. Quizá por ello sea en este libro donde Hernández Montesinos se encuentra por primera vez más cerca de Enrique Lihn que del poeta de Anteparaíso.