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UNA NUEVA ERA: COMA

Raúl Zurita


Lo primero que debo decir de la impresionante concreción de Coma es que no es una obra individual, de Héctor Hernández Montecinos, sino que es una obra colectiva que representa la agonía y simultáneamente el nacimiento de una generación. Como en una de sus acepciones su título lo indica, su gesto es el de un sacrificio; Coma muere para que las nuevas escrituras vivan, para que las nuevas escrituras de una nueva generación vivan. Así en su alucinada monumentalidad, en su absoluta genialidad y riesgo, esta obra es un black hole que succiona todos los textos que orbitan en las proximidades de su campo gravitacional tragándose géneros literarios, disciplinas artísticas, campos textuales. Pero al mismo tiempo de absorberlo todo, lo devuelve todo con una plenitud y nitidez que no tendría la misma intensidad si esta obra no existiese. Los poemas y el arte de una generación brillante; la actual nueva generación de poetas chilenos y latinoamericanos, son más reales, más intensos, más nítidos, porque este libro en coma existe. Coma es así una obra que al planearse a sí misma como una escritura para la muerte, niega radicalmente las nociones capitalistas de producción y propiedad, para trazar en cambio una materialidad textual que representa la democratización de la fantasía. La fantasía en Coma se tiende desde su propio fin hasta alcanzar una amplitud, un hondor y humor tal, que la hace representativa de la pluralidad de los deseos y pulsiones de un presente histórico y que, por lo mismo, contiene todo el poder subversivo y desmembrador que ese mismo presente quiere aniquilar.

Estamos hablando entonces de una desternillante y colosal puesta en escena del deseo y de la fantasía, plural, múltiple, que se construye en base a una travesía en la cual una voz, un ser que de tanto en tanto pregunta y se ríe, se atemoriza, se esconde, se metamorfosea, emerge en Coma en una sucesión alucinante de visiones, de paisajes que no tienen fin, de sueños, de recuerdos, de citas que se van encarnando en personajes tan irresistiblemente cómicos como irresistiblemente desesperados: la Primera Persona, el gran monstruo, los postestructuralistas ("que lloraban porque sin duda era el fin de la posmodernidad"), la niña que se llama Arrepentimiento, las hermanas carnívoras, la Perra Universal, Coyote, Vaca dios, San Jorge Chocan, Bastarda y Divina, Gloria Trevi, Virgen de la Muerte y muchos más, como si lo que en realidad Coma estuviese trazando es un gran mapa de los nuevos arquetipos y de sus nuevos nombres. En sus desplazamientos estos nuevos personajes/arquetipos se encuentran en la pequeña casa que se llama noche y tocan los fondos marinos que no tienen fondo, ven la Colina de la Sorpresa y son consumidos por el Fuego Paralelo, que escuchan el crujiente borbotar del Río de los Huesos, que deben llegar al Árbol del Mundo, y que ya cerca del fin, en otra escena tan hilarante y demencial como desoladora, el "Relato de las 12 escaleras hacia el final de la obra", pasan a tomar los nombres de los amigos comunes: Carmen, Diamela, Soledad, Raúl, o bien Sergio, Rodrigo, Pato, Nicolás, Jaime Luis.

De esa manera las múltiples historias que va abriendo Coma se encabalgan unas en otras de un modo tan vertiginoso, tan desatado y libre, que no sólo hace palidecer hasta la desaparición a los más celebrados autores del merchandising literario (quien lea Coma perderá su inocencia frente a la mercadotecnia: no podrá entender por qué se habla de Roberto Bolaño como un autor extremo o por qué se califican como relatos límites los de César Ayra), sino que nos lleva a preguntarnos por qué el surrealismo clásico, el de Breton y de Soupault, nunca produjo una obra como ésta. Así, junto con anunciar su muerte (esas alucinantes líneas rectas que traza la muerte cerebral sobre el monitor del encefalograma), la realidad sonanbulesca y desmesurada de Coma es también el punto final a esa patéticas críticas del resentimiento y a sus deslavados representantes quienes, sin atisbar las nuevas señales de ruta que los nuevos jóvenes les ponían ante sus ojos y sin tener tampoco la generosidad de reconocerse ellos mismos en los nuevos entusiasmos, no sólo fueron artísticamente incapaces de dar cuenta de su presente, sino que creyendo hacer una critica del futuro no hicieron otra cosa que ocupar las trincheras de los reaccionarios.

Desde lo más devastado y alucinante entonces de la noche de Chile, las nuevas obras y los nuevos creadores han vuelto a poner sobre el escenario todo aquello que ese ciclo de poetas malos se empeñaba en negar: la pasión por hacer de la vida y el arte una sola cosa, la pasión por lo anárquico, la pasión por los extremos, la pasión por la jactancia, por la ostentación del propio talento (la poesía chilena soy yo, dice Coma), la pasión por el riesgo y por lo desmesurado, la pasión por la alteridad, la pasión por lo colectivo, la maravillosa pasión por las malas maneras, el odio a la novela, la pasión por el desborde, la pasión por lo suicida y por el fantástico humor de los que se ríen de los suicidas, en suma, la pasión por destruir todas las barreras de géneros porque todo género es fascismo. Es fascismo imponerle a alguien ser hombre o ser mujer, es fascismo imponerle a un texto que sea narración o poesía, es fascismo imponerle a un ser humano que sea de una raza o de otra, es fascismo imponerle y condenarlo a una identidad. Lo que Coma viene a decirnos en medio de la más absoluta de las dictaduras: la dictadura neoliberal, es que todo es fascismo, menos la poesía.

Es la idea de libertad que en nombre de una generación Coma moviliza. En sus múltiples hablantes, en sus alteridades de nombres, en sus increíbles recorridos, en sus visiones del futuro, el centro de este libro está en todas partes, desmontado así la economía de la apropiación partiendo por la idea de un autor propietario. El que habla es todos y a la vez ninguno. Se trata en rigor de una máquina textual a la que podemos ponerle el nombre de las iniciales de su ejecutante: HH; la más hilarante, la más disparatada, onírica, visionaria, máquina textual que se pueda concebir, y que desde su propia producción despliega las multiformes tramas de una escritura cuyo gran gesto -extremo, bello, revolucionario- consiste en proponernos la liberación de la tiranía de una identidad. Lo conmocionante es que a través de esta escenificación Coma no puede jamás tener un fin sino perpetuas comas, perpetuas interrupciones y saltos de escenarios, en una vorágine torrencial que es también la vorágine de sus infinitos silencios. Si se trata efectivamente de una agonía, es una agonía que se perpetúa a sí misma en una reinvención, nacimiento y muerte incesantes que, reproduce en cada uno de sus momentos el nombre despojado del sujeto. Es lo que se reitera en el comienzo del libro:

Pero esa negación de la identidad es precisamente el no lugar que posibilita la multiplicación de las identidades y de la infinidad paradigmática de sus sentidos. En su producción el ejecutante de Coma, va dibujando tanto el itinerario de una partitura verbal perpetuamente reorganizada, como un programa político que consiste precisamente en ser siempre su negación, su coma, su pausa interminable. Al hacerlo niega la norma, es decir, subvierte la ley y permite que las inagotables identidades que habitan en Coma se reapropien de su silencio. Y eso es exactamente lo que el fascismo no tolera, él persigue los discursos porque lo que quiere en realidad es la propiedad sobre el silencio. El programa de Coma es el desmontaje textual del fascismo. Al tenderse desde los infinitos intersticios de sus pausas y silencios, su desconstrucción del fascismo es la más radical que en esta época podemos conocer.

De esa manera, a través de sus cinco partes cuyos solos títulos ya son en sí otra parte, Coma va conformando un tejido donde cada detalle es una reinvención de la totalidad y donde la totalidad, las casi 400 páginas, es a su vez cada uno de sus detalles en un desdoblamiento permanente que produce el efecto de un texto que se estuviera leyendo a sí mismo. El resultado es que lo que se abre es un mosaico de lecturas que parecieran anteceder a la escritura de lo que se va a leer. Dicho en otras palabras; es como si en Coma la lectura fuese la escritura y la escritura una producción de la lectura. Esta inversión está llevada a sus extremos en las secciones llamadas "La poesía chilena soy yo" y "La aparición del día". Ambos textos levantan paisajes de lecturas, relieves conformados por los propios recuerdos o citas que puede efectuar el lector, desbordando el concepto común de reescritura para erigir lo que podríamos llamar una poética de la lectura. En "La poesía chilena soy yo", el que lee inevitablemente cita sus propias lecturas o recuerdos, en este caso de Neruda, la Mistral, de Rokha y Vicente Huidobro, pero que aquí se abren como los escenarios de otros escenarios igualmente cortados, sesgados, historietizados, por donde los nuevos nombres de Coma: Bastarda y Divina, la Paccha Mamma, el Fuego Paralelo, el Desierto de la Ceniza, transitan. "La poesía chilena soy yo" se alza entonces como una travesía donde el yo no es el yo autoritario del texto sino que es el yo pluralizado de la lectura. El lector único se multiplica de esa manera en una infinidad de lectores porque el campo que recorre es también un gran palimpsesto, un decollage que funde a los poetas consagrados con la inundación de sus silencios. Todo lo que silenció la llamada gran poesía chilena es aquí actuado, y democratizado por la libertad que le imponen los múltiples ejecutantes de la fantasía.

Lo que se reescribe entonces no son los poemas sino sus silencios, sus comas, sus interrupciones. Como el personaje principal de La Naranja Mecánica de Anthony Burgess fagocitaba el lenguaje y era a su vez iluminado por la Novena Sinfonía de Beethoven, los personajes del libro fagocitan los poemas consagrados -me niego a usar la palabra canónicos- en el mismo momento que son iluminados por ellos. El efecto es alucinógeno. Al ingerir los textos sacros de la poesía chilena, Coma ensaya aquí su tercera acepción: coma, come, y al igual que el gran monstruo que se come los recuerdos, lo que hace es primero devorar el estatuto de lo que se entiende como "gran poesía chilena", para luego devorar sus propios significados, de modo que el libro se va borrando exactamente en el mismo instante en que va siendo escrito. "La pequeña casa que se llamaba noche" es también la noche de todos los significados, ellos dejan de existir, son tarjados, comidos, en una inmensa operación digestiva que los transforma y sintetiza para que sean efectivamente los alimentos de todos las fantasías, de todos los sueños que atraviesan el libro:

[…] y todas las estrellas se han convertido
en las pocas letras
que aún quedan vivas en nuestras lenguas

Las bocas son esas cavernas frías
las bocas son esas noches rutilante
Ojos Manos Lenguas que iluminan a través del poema

Sólo vemos su luz
porque las estrellas están muertas
y su último canto es el que se oye en cada noche

como esta misma en la que estoy escribiendo
Es la agonía de desaparecer
es la angustia de la Aparición del día

Lo que se abre entonces es uno de los textos más extraordinarios que pueda haber escrito la literatura de nuestro tiempo. Es la homologación del nacimiento del día con el nacimiento del poema. El corrector de pruebas anotó en el pie de la página donde iba este poema que "este es el texto más hermoso del mundo". Me permitiré al respecto una disgregación marginal: efectivamente el ejemplar de Coma que leí para esta presentación fue uno que tenía las correcciones de imprenta y, junto con anotaciones muy divertidas (el corrector, por ejemplo, se reía mucho del hecho de que si uno de los personajes de Coma se llamaba Coyote, no hubiese otro que se llamara Correcaminos), aparecían de tanto en tanto, también con lápiz de grafito, anotaciones como las que señalé, signos de aplausos, etc. Lo que quería entonces señalar es que la versión del libro que yo tengo, la de sus pruebas de imprenta, ya está horadada por la mirada de un primer lector. Imaginé entonces las sumas de apostillas de nuestras miradas sobre las páginas de este libro y luego la suma de todas las que vendrán. En otro poema que excede todo lo que se pueda decir ("este es el texto más bello del universo" anoto esta vez el corrector), se habla de esa suma de miradas que aguarda en el futuro. Es el poema "A ustedes les hablo":

[…] a ustedes
poetas niños niñas jóvenes vida
los quiero seguir oyendo sobre el mar nocturno
cerrar los ojos y sentir el viento en la cara
son más hermosos que cualquier visión que pueda haber tenido
mi libro sólo existe para imaginarme sus ojos sobre él
[…]

Líneas atrás hablaba que Coma construye una poética del lector, pero si lo es, es porque es también una poética del futuro. El lector es uno de los nombres que allí están contenidos y en el más allá del texto, ese lector es el que sanciona este poema y le imprime sus propias observaciones, sus revisiones, sus correcciones de prueba. Es así, y ya me he extendido sobre el humor desorbitante del libro, sin embargo tanto "La poesía chilena soy yo" como "La aparición del día" emergen como momentos aparte y lo que en su sentido más ortodoxo se lee es el silencio que rodea las profecías, su mudez, su conmocionada devoción: "mi libro sólo existe para imaginarme sus ojos sobre él".

Desde allí es posible volver a leer lo ya leído y, si se ha comenzado desde la primera página, prepararse para las que aún se desconocen. La analogía de las estrellas muertas, de sus vacíos como bocas y de las letras con las mismas estrellas, sumadas a la deliberada construcción del poema base a tercetos, no sólo entablan un dialogo con la Divina Comedia, sino que incorporan a los nombres de este libro el nombre intervenido, y por lo mismo ya impronunciable, de las escrituras consagradas. Finalmente antes de "La pequeña mente" y de las páginas en blanco con que se cierra el libro, hay un último texto que parece reflejar el párrafo de su comienzo:

Como en el Eliot de los Four Quartets, Coma se cierra sobre su comienzo y ambos recuerdan la presencia de los desiertos. Nos damos cuentas entonces que Coma es también un nombre impronunciable, una coma, y que la solemne grandeza de este cierre es la imagen anticipada de un fin: Héctor Hernández Montecinos ha anunciado que esta obra representa el coma de su escritura y que es su último libro. No existe en la literatura en castellano alguien que antes de los 30 años haya llegado tan lejos como él, y creo intuir que en el sólo hecho de esta declaración hay algo demasiado conmovedor que nadie puede tomarse a la ligera: el intento por abarcar la vida, por transformar la gestualidad en obra. No lo sé, pero me parece que la última línea: "y mañana en la mañana un nuevo sol volverá a salir pero nadie lo verá" es infinitamente más profunda y presagiante que lo que hoy alcanzamos a comprender. Sea lo que sea lo que aquí ha comenzado es una nueva era y no hablo sólo de literatura. Es la nueva era de Coma.

Raúl Zurita
Noviembre, 2006

 

 

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