UNA TRAVESÍA SOBRE EL VIENTO
Prólogo a Délibáb (Lima: Lustra Editores, 2007) de Víctor Ruiz Velazco
Por Héctor Hernández Montecinos
Quizá la gran metáfora de la poesía sea la del viaje, salir de un lugar y no saber donde ir, o tal vez ni saber que se ha partido ni mucho menos donde y cuando se llegará a algo. La propia historia de la literatura ha sido ese viaje, esa travesía sobre la página en blanco que es el mundo. Todos los héroes, tanto míticos como anónimos, han tenido que salir, fugarse, irse, escapar de un territorio, que es lo mismo que un cuerpo y un discurso. El poema hoy más que nunca realiza esa fuga, de hecho, es esa fuga. No se encasilla, deambula, vagabundea, callejea, recorre los libros, las calles, lo cuerpos y no descansa porque nunca volverá desde donde partió. El poema no quiere regresar a Ítaca, porque en su naufragio es que se hace poema, es decir, cuando está perdido y cualquier dirección le es oportuna y fatal. El viaje del lápiz sobre el papel es la misma travesía de cuarenta años por un desierto, o tras la flor de la inmortalidad, o por las riberas del Indo. El poeta no sabe hacia donde ha partido pero zarpó, y esa es su radicalidad ahora, que no hay ni un mapa que seguir, pero aun así se ha comenzado un recorrido, sin duda trágico y esplendoroso.
Víctor Ruiz Velazco en Délibáb (enemigo del viento), concreta esta cartografía invisible y recorre libros, autores y citas tras una pasión que lo hace cerrar los ojos para verlo todo. En el primer capítulo del libro, “nostos”, un Odiseo recorre las profundidades de la psiquis humana, y donde había monstruos y cavernas hay pulsiones inconscientes, o donde la esposa y el hijo forjan su esperanza sólo hay instinto de sobrevivencia y espectralidad del deseo. Quien habla es el sobreviviente de una guerra, una contienda entre el placer y el miedo, entre un afuera y un adentro, un campo de batalla en el cual la escritura es un campo de sangre que sólo podrá ser cantado cuando haya llegado a su fin. La fortuna de este personaje es que su camino de regreso es un nuevo derrotero a seguir perdiéndose, es decir, mientras avanza va extraviándose más en sí mismo, y sale de ese mar hacia el océano, y de esas islas hacia nuevos continentes. Todo descubrimiento es el triunfo de un extravío, y así es señalado:
Pero volví al cabo de veinte años. Pero
no volví. Eso también es verdad.
En el segundo capítulo, “otros habitantes”, distinto es el viaje, pero es el mismo, pues aquí ya no es el naufragio en un territorio, sino que también en un cuerpo que acompaña en esta pérdida. La serenidad de una casa, la figura de un héroe cuyo triunfo es viajar, la compañía de la amada como retazos de una novela escrita con poemas. La victoria de la poesía quizá sea ser escrita como novela, y el de la novela ser escrita como un poema. No lo sé, pero lo intuyo y Víctor Ruiz también lo intuye, porque las voces, los lugares, los acontecimientos no dejan de sucederse y ser una acción, un poema-cuerpo:
Los espejos de hielo han cambiado nuestros rostros,
haciéndonos menos perfectos, haciéndonos
menos afectos a lo que podemos apreciar con los ojos
y nunca llega a cambiar con la imposición
de las manos.
Si tuviera que volver a un lugar, volvería a tus ojos
antes de la puesta de sol.
En el sentido más trágico, este héroe acompaña a su propia vida que es pura exterioridad, en la cual ve representada su misma historia personal, pero que desconoce por completo. Retazos de palabras, miradas, gestos, lugares que se mueven son la materialidad de este épica biopolítica en la cual lo humano viene a ser ese haz de jugadas más o menos afortunadas tras un triunfo invisible. De esa construccion de vida como archipiélago es que el capítulo siguiente “una isla” viene a ser la gran metáfora de ese intermezzo del que no se sale ni se llega a ningún lugar que sea más allá que los propios límites impuestos por un sí mismo. Esta serie de poemas configura el mito de los seres de piedra de la Isla de Pascua como el preámbulo de haber visto a los dioses, o sea que de este sujeto fragmentario que puede contemplar la totalidad sólo puede resultar que sus partes se hagan una sola, piedra y polvo. Todo lo que no se mueve se convierte en piedra y polvo, ese es el miedo de este héroe que huye de sí tras de sí mismo, y esta es su hermosa tragedia, la misma del poema, escapar de los propios ojos que buscan lo que no se conoce:
Ahora sabemos que aquellos dioses de piedra
no miraban hacia el interior de sus almas
buscando la puerta de salida;
tampoco un sueño perdido en algún hemisferio.
Los ancestros de Rapa Nui descubrieron el paraíso,
es verdad; por eso decidieron dejar
que la eternidad los convirtiera en polvo:
Como un recordatorio del universo
que siempre se empeña en hacernos volver.
Si en el capítulo anterior esta imagen del que huye, también alegorizada con Jonás, en la siguiente serie “Puertas de paraíso”, es figurizada como el hidalgo manchego y allí la tragedia se hace más patente porque la locura esquizo adquiere un cuerpo, un lugar y sobre todo un discurso, porque de algún modo el poema contemporáneo trabaja las zonas mudas de la locura, no la describe sino que la performativiza. La locura en el sentido de que uno es todos, lo cual es la matriz de este viajero múltiple de Délibáb, que deviene cada trozo de realidad en la recuperación y el olvido de su propia vida. El poema homónimo al nombre del libro es el que actúa como contraseña de la totalidad del texto, pues aquí desde la fabulación del Quijote se pasa a una reconstrucción de una historia familiar, es decir de la épica como narratividad se hace el desliz a una biografía entrecortada por el tiempo, el miedo y la tristeza, pero tras la cual se halla una biblioteca, que es lo más parecido a un mapa, una cartografía esquiva: el cielo.
Y teníamos un árbol de Palto,
en medio del jardín,
que llegaba hasta el tercer piso,
si es que papá hubiese construido
el tercer piso. En cambio,
construyó una gran biblioteca
“Último goce” es donde la despersonalización biográfica vuelve
a encontrarse en las identidades de Ozymandyas, Apolo, Pedro, Simón, todos ellos que a partir de un fracaso pueden construir una derrota exitosa, una heteropoiesis, que devuelve a la vida una errata como una luz. Asimismo, la poesía toma de la vida lo que a nadie le importa y lo transfigura en un detalle luminoso con una corporalidad, un territorio y una palabra que responde lo que aún no se le ha preguntado. En “1879” esta travesía diacrónica que comenzó con el célebre viaje homérico y fue avanzando a través de la historia como una autobiografía inversa, escrita desde el futuro, como un palimpsesto literario que sirve como simulacro para hacer el retrato de un escritor, esto es, hacer con la literatura la literatura de la propia vida, escribir todos los poemas que han existido como si fueran el primer poema que uno escribe. No es acumular los libros en esa biblioteca paradisíaca sino que hacer de cada lectura de ellos un infierno placentero, pues aquí la muerte, ni la eternidad, existen.
Y nosotros, claro,
y solo nosotros, claro,
moríamos un poco.
Moríamos de cuando en cuando,
para guardar las apariencias.
Si en “Tres poemas finales a ella” la amada actúa como una redención imposible debido a su desaparición, también es el contrapunto a este “Pozo del infierno” que es el último capítulo del libro donde la imagen del viento toma cuerpo como transversalidad a toda la obra, pues lo que todo héroe, todo viajero siempre lleva consigo es el viento, el aire en la cara al irse desplazando, ese amigo que escupe en el rostro la materia de la vida, ese enemigo que va diciendo a cada momento que el aire es la sangre de todo poema, de todo libro, de todo árbol con el cual se hace un libro. Es desde el ‘elogio de la locura’ que Délibáb de Víctor Ruiz Velazco se nos presenta como una obra de largo aliento, llena de momentos aterradoramente hermosos, un itinerario por los cruces entre literatura y delirio que hacen del metarrelato de la historia un susurro fresco e iluminador en las nuevas escrituras latinoamericanas actuales. Este libro de este joven poeta nos lleva por una línea de tiempo curva, rutilante, adversa, pero sobre todo firmemente delineada como los tatuajes sobre la piel que producen el sol y el viento, como una página en blanco leída por un ciego.
Si con Aprendiendo a hablar con las sombras (2003), Víctor Ruiz Velazco inauguraba su imaginario tan personal y a la vez intensamente literario, con Délibáb profundiza en los intersticios de esas llanuras, mares y desiertos, densifica su palabra poética y construye un cuerpo sin órganos como libro donde la autoría es un juego de despersonalización, especulación y genio.
Es el viento, querido,
el lejano enemigo que nos aleja. Solo eso. Solo eso.
Santiago de Chile, Octubre de 2007.