Perihelio
y Afelio: Putamadre. La madre de las putas.
Presentación
de "Putamadre" (Lima, Zignos, 2005) de Héctor Hernández
Montecinos
por Arnaldo Enrique Donoso.
Transpuestas a una categoría de plan escritural o de
obra total, las subcategorías simbólica, objetual,
frástica y transfrástica -en la serie Las categorías
visuales de la gloria trágica, constituidas a saber por
No! (2001: Ediciones del Temple), Este libro se llama como
el que yo escribí una vez
(2002: Contrabando del bando en contra), El Barro lírico
de los mundos interiores más oscuros que la luz (2003:
Contrabando del bando en contra), y el inédito Coma-,
son el polo desde el cual Héctor Hernández Montecinos
me hace pensar en la consecuencia crucial que viven las literaturas
contemporáneas que nos sirven de obras capitales. Octavio Paz
sostuvo que la signación de “moderna” para una obra es “el
estigma, la presencia herida por el tiempo, tatuada por la muerte”.
Consecuencia crucial es, pues, no encontrar significación sino
en sus propias leyes, ser apertura y conclusión de su historicidad,
materialidad y desborde, factores que inscriben su derivación
radical. Esto le pasa al putamadre de quien hablo y a Putamadre
(2005: Zignos. Lima) obra que hoy presentamos.
Digo: Tanto contrapunto expansivo, tantas flexiones de la matriz
lingüística que le sirve de soporte al discurso, tanta
hibridación del género del sujeto en el plano enunciativo
a través del ejercicio de la transfiguración y figuración,
intertextualidad e intratextualidad, objetualización del libro
y categorización visual e iconográfica del discurso,
construcción factorial por recurrencia textual y [de]constructivismo
logarítmico, telurismo, extraposición; todos ellos módulos
[léase nódulos] o dispositivos discursivo-performativo-textuales
que exceden los límites del texto en la entrevisión
de la metáfora del país que fisura, entrevisión
que se realiza desde un límite o frontera desde donde podemos
ver con mayor nitidez el centro. Tanto de todo. En todos estos caracteres
veo el límite desde donde el estigma del que Paz nos habló,
dispersa y difumina la precariedad ontológica del hablante
hacia un carácter totalizador que imbrica la experiencia poética
y la vivencial como parte del discurso. Límite que, al tiempo
que concluye la cuadratura operativa que (asumamos, contrajo canónicamente
la poesía en manos del academicismo ciego, decimonónico)
desdobla la univocidad de las desviaciones del texto ocultando o cegando
su estatuto semiótico de fenómeno lingüístico
para inaugurarse ante sí: ante el trastocamiento de un escenario
de imposibilidad identitaria que no sólo decanta en su historicidad,
sincronía, diacronía y gramma estructural. Por
eso no le creo a Héctor cuando habla de intuición
ni de despilfarro. Esto está demasiado bien pensado
para ser una escritura de vómito, ni un mero ejercicio barroco
cerrado sobre sí mismo.
Perihelio y afelio son sólo posibles en la órbita elíptica.
En Hernández veo lo mismo: la cercanía y lejanía
de la imagen que se imprime en la phoné de su propio
desplazamiento. Con Putamadre esa confección del alejamiento,
del ver, de la opsys, y del acercamiento, del rozar, de la
fricción de dos cuerpos o de dos esquemas de movimiento, establece
la binariedad. El acercamiento, la mínima distancia, es plasmada
con sólo dos fonemas transidos: No!, como reza la nominación
de la primera obra del autor. Por contraparte, vemos el alejamiento
en otra nominación: El barro lírico de los mundos
interiores más oscuros que la luz.
Vemos hoy nuevamente con esta antología, impecablemente proyectada
por su autor, una plausible concatenación de devenir textual,
en el sentido etimológico del término, la concepción
de éste como entramado, como mixtura y textura. Putamadre
es el silenciamiento de la voz oficial, un “navajazo a la tela canónica”
en palabras de Severo Sarduy. Es apretar la tecla mute a Lagos. Tanto
así que sí la trasgresión deleuziana y/o batailleana
accede a un nuevo espejismo que es aquel de la ficción cercana
a la prevaricación.
Dos sujetos, dos Héctor, el uno construccional y el otro ficcional.
Existe una ostensible maduración en Hernández 2003 (a
saber, El barro lírico…) momento desde el cual se desmarca
a la ficción de la intervención de los órdenes
reales cuando incendio es incesto. Esto se basa en la primera disgresión
de mi análisis de la contrasolapa cuando obtengo los predicamentos
del texto –el sentido construccional?y el del discurso –el sentido
performativo?. La digresión es tal sólo si es planteada
luego de la lectura atenta del texto que hoy presentamos. Lo será
por tanto.
Quiero dar un abrazo a aquellos que han dado el juicio a la poesía
de Hernández. La apreciación de la factura de un efecto,
de un simulacro de éste, es la vista primera ante un objeto.
Vista primera es aquella que da uno a un texto, a un territorio escritural,
a una materia de texto que se nos es presentada a la luz de la explicación
de sus propias señales. Si sus señales son oblicuas,
oblicuo ha de ser el ojo. No he citado textos de mi amigo. No quiero
echar a perder este paso, paso que es el “Sueño 6”. No tengo
más que pedirte, Héctor, que cuides que tu Manicomia
no se queme de tan transparente. O por lo menos no tan pronto.
Chillán, 26 de Octubre de 2005