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Trampolines para entrar en [coma]
Héctor Hernández Montecinos. [coma], MANTRA: Santiago, 2006. 380 pp.

Por Felipe Becerra
Revista Taller de Letras Nº41: 235-238, 2007


Guilhem de Peitieu, conocido entre nosotros como Guillermo de Aquitania  (1071-1126), comienza un verso del siguiente modo: “Haré un verso sobre absolutamente nada: no será sobre mí ni sobre otra gente, no será de amor ni de juventud, ni de nada más, sino que fue trovado durmiendo sobre un caballo.// No sé en qué hora nací, no estoy alegre ni triste, no soy arisco ni soy sociable, ni puedo ser de otro modo, porque así fui hechizado sobre la alta montaña” (traducción de M. de Riquer). Héctor Hernández Montecinos (Santiago, 1979) en su libro [coma], publicado por MANTRA el año pasado, lo hace así: “No sé como me llamo No sé si soy una mujer o un hombre No sé dónde estoy No puedo moverme Tengo los ojos abiertos pero no veo nada Parece que soy ciego o ciega Tengo recuerdos en la mente pero no son de mi vida En realidad no sé qué es mi vida”. [coma] es una obra que previene desde su título: mientras el sueño sobre un caballo constituye el vértice desde el cual se defenestra tanto el poema del trovador como la voz del hablante, el libro de Hernández surge desde y para el estado de completa pérdida de la memoria y la sensibilidad. Ese estado de coma representa aquí una suspensión, un cese, un intervalo definitivo, podríamos decir, oxímoron que alumbraría el emplazamiento del texto, ese sitio perfecto porque no es : la vacuidad.

Octavio Paz en Los hijos del limo nos dice que los indios “imaginaron un más allá que no es propiamente tiempo, sino su negación: el ser inmóvil igual a sí mismo siempre (brahmán) o la vacuidad igualmente inmóvil (nirvana)”. En [coma] la vacuidad temporal contraría una de las cualidades de ese más allá: la inmovilidad, pues en cuanto permite la ficción permite también el movimiento. En otras palabras, hay movimiento en esa vacuidad y ese movimiento es justamente el movimiento de la ficción y del lenguaje: “Y noté que los pájaros ya eran manchas y que las estrellas allá abajo se veían como manchas Yo mismo era un montón de manchas en movimiento Por lo mismo la diferencia entre yo y todo lo que estaba a mi alrededor no existía Mi voz era una mancha sonora”. El epígrafe a la primera sección de [coma], “Libro Universal”, pareciera darnos una pista. En él aparecen los primeros versos del Rig Veda y en una nota se nos explica que según la tradición védica las dos primeras letras, “a” y “g”, “simbolizan el origen y la extinción, o sea, la totalidad de un ciclo”. En ese par de sonidos, entonces, estaría contenida toda la obra con sus 1028 himnos. Del mismo modo, todo el libro de Hernández, como señala su título, está contenido en una coma: una suspensión donde no existe el tiempo, donde todo, como en ese paso de la “a” a la “g”, está dicho de una sola vez. Así, al enclaustrársela en el vacío atemporal, la ficción revolotea sin linealidad, sin orden, sin origen ni destino. La ausencia de un terreno firme, de una identidad que la dirija o de una raíz que la sujete, desparrama la fantasía hacia todas las direcciones simultáneamente.

Se enclaustra así a la ficción no entre comas, sino al interior de una coma, de una pausa, de un vacío: gesto con el que la poesía, o la ficción de esta poesía, se niega a sí misma y se obliga a enmudecer. “De lo que no se puede hablar, hay que callar” decía Wittgenstein. La paradoja del precepto la advirtió Blanchot: “indica efectivamente que enunciándolo ha podido imponerse silencio a sí mismo, para callarse hay, en definitiva, que hablar”. La autonegación de [coma] es un intento de radicalizar ese precepto: la literatura deviniendo tipografía para así dejarse caer en el silencio, en lo que no dice, pero que sin embargo constituye la marca de una pausa, la huella de un silencio. Ahí radica la paradoja.

Ricardo Piglia en El último lector busca “las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción”. No se pregunta “qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia)”. En [coma], la autonegación de la poesía, como decíamos, se dispone como una amenaza de la poesía contra sí misma. Y el acto de la lectura de este libro transmite hacia el lector esa amenaza: “Esto que tú tienes frente a ti no es un libro Esto que tú tienes en tus manos son otras manos que te sugieren que te detengas Que no sigas Que están esperando el más mínimo descuido para saltarte encima y arrancarte los ojos Tapiar tu boca con papel y usar tus orejas como marcadores de páginas”. El lector en la obra es un lector amenazado y la lectura, por lo tanto, un acto riesgoso, de peligro. Quien entra en [coma] es víctima de una amenaza, la amenaza de perderse en el vacío, de la desaparición, de que esa pausa se haga definitiva: “El libro es una trampa perfecta para ir quedando ciego mudo y sordo”. De este modo, el lector avanza por ella como un intruso en un castillo a oscuras (quizá el pasillo desolado de la portada), atento a cada sonido, a cada gesto, razón por la cual se intensifica el pulso de la propia lectura y el contraste de esa intensidad con el silencio alcanza el punto máximo. El efecto es similar al del electrocardiograma marcando enérgicos latidos para luego sumirse en el sonido constante de la línea horizontal. Nos referimos a las páginas finales de “La pequeña mente”, el último apartado de [coma], páginas en blanco, vacías, llenas del tono sostenido que indica la muerte, el silencio definitivo. El contraste que sella este silencio nos sugiere así el paso de la coma al punto final.(1)

El territorio de este coma, por su parte, es un espacio que colabora con la evaporación de la identidad del sujeto poético. Estableciéndose una relación entre éste último y el personaje de la primera persona, se logra disociar o desdoblar gramaticalmente al sujeto en la narración: la primera persona es en ella un “él”; y una relación de este tipo sólo puede desplegarse sobre un terreno en el que se está siempre ido, distanciándose de sí mismo: “Porque hasta acá nadie viene Porque aquí no se llega Porque aquí uno se va.

De igual modo, la escritura y la lectura al interior de la ficción impiden cualquier acercamiento a una identidad fija. La lectura en la ficción, más bien, simboliza el descentramiento de cualquier posible estructuración de nuestra propia lectura, la que los lectores reales hacemos de [coma]: “La primera persona me agarró las cuencas y me dijo mira en el centro de esos puntos y esas rayas Hay otros puntos y rayas ¿las ves? Le respondí que sí por miedo porque nada veía en ellas”. Asimismo, el nombre propio, que funciona como un elemento monoreferencial de función identificadora, ya que establece una relación directa entre objeto y palabra, es experimentado en esta ficción como una asfixia, una cárcel: “La primera persona me encerró en esta cárcel suspendida donde busqué a mi alrededor pero no había más nombres que el mío Entonces me acordé de la gente sin sus nombres propios que me entregó los suyos Y resolví nuevamente que yo no era mi nombre que sólo me llaman por él”. Así el proceso identitario da un paso más: se prescinde del nombre propio, con lo que la referencialidad se hace imposible. Desprendimiento que podría deberse a la preferencia por una polisemia que diera paso a múltiples posibilidades de referencia, con el fin de contribuir a la transformación de la realidad y del sujeto, tal como hacían los románticos. Pero no es así. En [coma], lo hemos visto, todo surge y acaba en el vacío. El sujeto, sin rellenar la oquedad de su nombre propio, se reconoce finalmente en la primera persona, con lo que acaba la disociación que permitía el desplazamiento de la ficción y del lenguaje: “Esa singular primera persona era yo y nunca más lo volví a ver”.

Cabe tener en cuenta que el estado de coma no es una enfermedad en sí misma, sino la consecuencia grave de distintas causas, como un trauma craneal o una infección severa. Así, la atracción de los referentes poéticos consagrados (Neruda, Mistral, De Rokha, Huidobro) realizada en la sección “La poesía chilena soy yo”, puede cumplir una doble función: por un lado, es un fagocitar activo y, por otro, la reacción pasiva a un estímulo exógeno. En este sentido, [coma] representa un cese, un claustro voluntario que es un intento por fracturar el discurrir del ejercicio poético en un país cuyas propiedades se difuminan cada vez más. Se propone así como una pausa prosódica que tiene como fin auscultar el estado de la poesía en nuestro continente; en otros términos, generar una urgencia de revisar las posibilidades de la poesía en los tiempos en que “Todo está en contra del poema”.

El apartado “La aparición del día” transita por esta interrogante y en ella brotan versos como los siguientes: “Entonces escribir es una agonía/ la agonía la aparición del tiempo/ como en un gran teatro lleno de asientos vacíos// donde los asistentes vieron un espectáculo/ que nunca existió y ese es el poema”. Se repite la paradoja: es la “angustia por la desaparición” la que abre paso al poema. Ante esa angustia que propicia el tiempo es que [coma] interviene al obstruir su flujo mediante la germinación de la burbuja atemporal en la que se encierra para posibilitar su discurrir poético. Así, con su voluntad de quiebre y su no-decir que es una alarma más bulliciosa que cualquier sonido, busca esta obra hender la huella y alumbrar la ruina señalando: “El poema está allí iluminado e incendiándose/ en medio de la peor catástrofe que se recuerde/ pero sobrevive”.


(1) El autor ya ha leído en público textos de un próximo libro que titulará Y punto.

 

 

 

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