NOVELA
NEGRA
Muerte en
la sombra
Por Hernán
Poblete Varas
Thomas H. Cook tenía ya acostumbrados
a sus lectores al frío y la soledad de esos pueblos costeros del norte
oriental de los Estados Unidos: escasos habitantes, vidas rutinarias, lugares
donde parece que nunca ocurrirá nada hasta que sobreviene ese misterioso
personaje femenino que inocula, en la monótona
existencia cotidiana, un aura de trágico encanto. Así ocurre en
El misterio de la Laguna Negra y en esos Lugares sombríos,
con sus perturbadores desenlaces.
Aquí, en El interrogatorio
(Ediciones Urano, Barcelona, 2004, 263 páginas), el escenario es otro:
la gran ciudad, los alegres parques que muestran por las noches su rostro más
siniestro, los criminales arteros, la locura en andrajos y esa horrible sensación
de anonimato y soledad que sólo pueden generar las desmesuradas urbes de
nuestros tiempos.
Catherine Lake, una pequeña de sólo ocho
años, es asesinada. ¿Para qué? ¿Para robarle esa insignificante
bisutería que cuelga de su cuello? ¿Para violarla? Y no es el primer
caso: hay otras muertes semejantes, otros parques no menos siniestros, otras dolorosas
memorías que afectan tanto como la de aquel hijo drogadicto que se perdió
en las sombras... Tarea para buenos policías reminiscentes que llevan en
su historia personal llagas a menudo parecidas.
¿Sospechosos? Sobran,
pero el predilecto será Smalls, ese sucio vagabundo que vive en una tubería
de alcantarillado y que diariamente atisba, en su desamparada ociosidad, los juegos
y trajines de los niños que van al parque a divertirse...
Y ahí
comienzan los interrogatorios, múltiples, incesantes, acosadores, en busca
de extraer la verdad por cansancio. Pero Smalls no cede ni a las presiones ni
al cansancio. A nada conducen sus monosílabos, mientras los "polis",
agotados, recuerdan sus propias angustias, sus personales tragedias.
Por
algo, esta novela se llama El interrrogatorio: está construida fundamentalmente
en eso; casi no hay descripciones y, si las hay, sólo constituyen los nexos
indispensables para el desarrollo de la historia que se da principalmente ahí,
en esa sala sin más muebles que una mesa y el par de sillas donde se impacientan
mutuamente el interrogador y el interrogado.
Hay que reconocer que Thomas
H. Cook es un maestro en el manejo del diálogo y de las acotaciones puntuales
que dan a su obra un aire de teatro, aunque los juegos de escenario nos devuelvan
a la realidad novelesca. Y a algo más que eso.
Sí, porque
más allá del delito y la muerte, como un ominoso trasfondo, en El
interrogatorio está el paradójico mundo de los parques, tan
llenos de luz y alegre bullicio en el día como sórdidos, temibles,
en la oscuridad nocturna. Tal vez en esta novela los elementos protagonicos no
sean el sospechoso Smalls ni sus impacientes interrogadores, sino ese trágico
y difuso personaje constituido por la multitud de los vagabundos cuyo único
hogar es la tiniebla nocturna, cuyo único lecho es una tubería en
desuso. Sin mayores descripciones —como si lo asustara un poco la crueldad
del mundo que retrata—, Thomas Cook señala, dedo en la llaga, la miseria
de las más ricas urbes.
La evocación de esas existencias
anónimas, de esos seres sin rostro conocido traen a esta novela el recuerdo
de un personaje de Chesterton, definido por el vivaz ingenio del Padre Brown:
ese "hombre invisible" porque nadie lo ve y ni siquiera lo mira. Curioso
detalle en un novelista negro. Como también lo es en esa página
final, que recuerda el "satori" del budismo Zen.
¿Habrá
que anotar, por último, que para traducir no basta con alguna familiaridad
con un par de idiomas y menos tener a la mano un buen diccionario bilingüe?
Traducir, en cierto modo, es ínterpretar. Ojalá lo entendiera así
don Juanjo Estrella en sus futuros trabajos. Pienso que Thomas H. Cook se lo agradecería.