La
Cuestión de la Poeticidad
Por
Hugo Quintana
Desde hace un par
de meses vengo observando en distintas revistas de literatura, sean estas de formato
digital o de impresión en papel, una preocupación importante, trascendente
en materia de poesía, o más bien, del hacer poesía. Los "neos",
los que bajan desde el árbol de la adolescencia con una preocupación
prístina acerca de la voz que desde dentro escuchan y que los llama a enfilar
en una ruta escarpada
y peligrosa, ¿cómo reconocen su propia "poeticidad"(1),
primero, y luego, cómo es que deben iniciar esta dura caminata?, ¿por
dónde, hacia dónde deben ir?.
La poesía, desde los
más de 3 milenios que la practicamos, tiene siempre en su origen, el mismo
cuestionamiento, la misma inquietud. Y son muchos los llamados a opinar con respecto
a esta temática, muchos los que sienten el deber de decir sus experiencias,
sus apreciaciones en este cuento. Pero -y he ahí la contradicción-
lo hacen sin tener en perspectiva más que la propia aparición, el
propio reflejo intermitente en una imagen cada vez más oscura y difusa.
Muchos, a decir verdad, no entregan los mejores consejos. Y si en materia de consejos
estamos, muchos de los que opinan, pues debieran seguir sus respectivas instrucciones
al pié de la letra, a fin de mejorar sus producciones, de hacerlas más
honestas o decididas, de incendiarlas si es que fuere necesario, o de apagarlas
con la humildad de quien calla para reflexionar algo de manera más acabada
y responsable.
Y he leído muchos y muchos consejos que me parecen
erróneos. No es que esté acusando a mis compañeros de ruta
de una probable mala intención, o de pobreza técnica o de espíritu.
Lo que sucede más bien, creo, es algo sencillo: nos olvidamos -a menudo-
de nuestro propio proceso, olvidamos nuestras viejas inquietudes, y el hecho concreto
de que el hacer poesía no es una técnica, ni un conocimiento elevado
a la abstracción más pura. De lo que hablamos tan objetivamente,
es de intuición, una brújula acerca de la cual se ha desconfiado
demasiado, históricamente.
Recuerdo fugazmente la clásica
pregunta de un ser inquietante y no muy lúcido que consultaba a los jóvenes
poetas, no sé si con buena o mala intención, respecto de cómo
es que se llegaba a la certeza de que se era o no un "verdadero poeta".
Aquellas palabras enmarcadas en aquel pedestre cuestionamiento, de por sí,
ya nos parecían rancias, y contestábamos con algo de pequeño
orgullo e ironía, a la vez que nos mirábamos de reojo con otros,
también jóvenes, a propósito de quién sería
el primero en abofetear al "zopenco" terminada la sesión.
Todo un golpe en los tobillos, "maletero", a mansalva. Y desconfiados
caminábamos hacia algún bar universitario, sabiendo que desde dentro
algo inexplicable hinchaba nuestros pulmones.
Quizás si la mejor
recomendación que he recibido en la vida, fue la de alguien honesto que
me dio a leer "Cartas a un joven poeta" de Rainer María
Rilke. Y no se equivocaba, ya que el viejo Rilke, con el ceño fruncido
y una voz jerárquica y seria, nos decía claramente -desde los intersticios
de la misma misiva- que debíamos actuar conforme a ese vocativo, haciéndonos
una simple pregunta: ¿moriríamos acaso si es que se nos llegase
a impedir el hacer escritural?, ¿podríamos dejar de existir si es
que, aquello tan hondamente nuestro, se nos fuera negado de ejercer?.
La respuesta era la clave del misterio.
Si alguien es capaz de escuchar
"ésa voz", la "voz otra", o la "otra voz",
como han dicho ya muchos, pues entonces es impensable seguir dudando, y se debe
iniciar esto con la fe, con la convicción de quien lo siente y lo escucha
claramente. Sólo que esto, es una intuición. Ni más ni menos.
De
nada sirve la opinión de otros. Nadie puede decir que se es menos poeta
porque se manejan menos lecturas, o porque se tienen menos recursos o contactos
como para publicar, aparecer, ser un invitado más en el festín de
las letras, en el lugar geográfico que nos encontremos.
¿Cómo
explicamos la aparición de un Rubén Darío, de un Fernando
Pessoa, de un Jorge Manrique, o de tantos otros en tradiciones literarias que
hasta ése minuto preciso, sólo daban muestras de ejemplos precarios,
limitados, o poco luminosos?, ¿con el talento?. Me niego a pensar que algo
tan subjetivo y al mismo tiempo evidente, sea la clave de toda esta gran fábula
que ha sido la poesía.
¿Pero si el talento -que es algo innegable,
insisto- es la diferencia entre los sencillamente grandes y el resto de todos
nosotros, si ahí radica el otro estatus, entonces qué lugar le asignamos
a todos los otros elementos que conforman o configuran lo "verdadero"
dentro de ésta poeticidad?. Voy a echar mano a un pequeño préstamo.
En teatro se dice que el actor es un 1% de talento, y un 99% de trabajo. En todas
las otras artes acontece algo parecido. El signo hecho por un Neandarthal o un
Cromagnón, en la tranquilidad de su guarida, no es menos meritorio que
la gran estructura trazada por un arquitecto de renombre, porque ambos conforman
un mensaje. La diferencia entre ambos gestos es conocimiento y técnica.
¿Qué
hacemos, qué buscamos traducir desde el espejo que llevamos a cuestas,
para que sea interpretado por los otros?.
Tantas y tan buenas preguntas.
Pero en todas respira exactamente lo mismo, una certeza inicial con la cual comenzar
en esta ruta de ciegos. Y para eso es que nos defendemos con nuestras lecturas
actuales, señalando a autores de moda, o bien, títulos o apellidos
de gente tan lejana e irreconocible que sólo aportamos con un poco más
de confusión.
¿Cuál es el inicio?, pues para dar la
respuesta no hay que ser muy iluminado, porque si los clásicos fueron nuestros
orígenes, si consideramos que un árbol se arma desde sus raíces,
pues debemos señalar que son ésas mismas nuestras necesidades. Los
viejos y queridos clásicos, son parte de lo primero que buscamos exponer.
Sólo que con un reparo. Se debe buscar e indagar lo propio también
en aquellas lecturas, es decir, nuestras filiaciones, nuestros préstamos,
las ideas que por absorción o asociación integraremos a nuestra
propia garganta. Y desde ahí, hacia acá, forjarnos una voz, la propia,
la auténtica, la reconocida e incuestionable individualidad de tono, de
acento, de trazo.
Nunca se debe olvidar que con lo que trabajamos, el
material que ocupamos artesanalmente son las palabras, y debemos empaparnos de
ellas, de sus percepciones y significados, de sus materialidades y sus secretas
músicas, para que podamos conmover el entendimiento de otros. Porque no
escribimos para nosotros mismos, insertos estamos en un acto de comunicación.
Y por ello, es que integrar y respetar a nuestro lector, aunque sea un lector
virtual o ideal, es también una exigencia intrínseca.
Y no
descuidar a los compañeros de ruta, se debe leer y dialogar con los contemporáneos,
con los actuales, y oír y des-oír lo que ellos tengan que decirnos.
En
conclusión, son ambas coordenadas las que deben interesarnos, una mezcla
de experiencia y novedad, porque la originalidad absoluta es una utopía
que ha consumido a demasiados ilusos. En literatura, los temas, son y han sido
siempre los mismos, ¿las modas?, pues también pasan, las formas
discursivas alucinantes, que respiran una novedad edénica, pues siempre
ceden espacios a otras novedades.
¿Qué es lo que queda entonces?,
¿qué dejamos inscrito para la inmensidad de los tiempos?. La respuesta
es nada, absolutamente nada. No escribimos para ganarnos un lugar en ningún
Olimpo, no debemos dejarnos tentar por la ambición del semidios, alguien
que busca descubrir la pólvora nuevamente. Por el contrario, hemos de hacer
nuestro trabajo, a lo que vinimos y ya está. Nada de dramatismos o de profecías
a medias. Los "elegidos" siempre se quedan solos, abandonados, encerrados
en las paredes su propio egoísmo. Si alguien busca en su vida ser el "vidente",
como dice Rimbaud, pues que se atenga a las consecuencias.
Dos cosas movieron
en mí la inquietud de querer expresar algo, un poco, si es que sirve. El
hecho de que hay demasiada información paternalista en este cuento, siendo
que el mismo Neruda se reía de esto al señalar, en su discurso de
la obtención del Nobel, que él no iba a dejar ninguna gota de "falsa
sabiduría", algo así como un manual de uso para iniciados.
En cambio quiero acusar recibo de una sentencia de Darío: "que nadie
siga mi estela". Cada cual debe forjar su propio destino. Eso es una responsabilidad,
un compromiso previo, el costo de esto que amasamos.
La segunda motivación,
dice relación con tener una actitud de vida al respecto. Pero no como uno
más de los "malditos", hoy hay que hacer un trabajo distinto,
y eso pocos en esta época lo saben. Tampoco hay que desesperanzarse tan
pronto, si no hay publicaciones, bueno éstas ya llegaran, mientras tanto
hay que escribir. Conozco a varios muy buenos poetas que nunca han publicado un
primer libro, pero sí se han ganado un respeto importante de parte de otros
buenos poetas. Eso, a veces, vale, pesa mucho más que un par de artículos
o de sobadas de lomo para que lleguemos a sentir que estamos haciendo lo correcto,
lo necesario.
Para cerrar este breve ensayo, vuelvo a la vieja y querida
pregunta de Hölderlin -uno que fue capaz de tener algo de lucidez en medio
de la locura-: "¿y para qué poetas en tiempos de miseria?".
Más de alguna vez he reflexionado en torno a esta interrogante, y todavía
más veces esto ha sido planteado también en otros artículos,
por otros pensadores, escritores o poetas. El misterio de lo que debemos hacer
es siempre una cuestión angustiante dentro de este oficio.
La respuesta
es una solución externa-interna, o bien, interna-externa, como me dijera
un joven estudiante hace algún tiempo atrás, que padece de esquizofrenia
y que además escribe poesía.
El cómo llevamos adelante
este trabajo, bueno, eso corre por cuenta de cada cual.
Hugo Quintana Q.
Editor de Ortiga Ediciones.
(1)
Colgándonos un poco del concepto de "Literariedad", propuesto
en la teoría literaria y que trata de sintetizar y concentrar el valor
literario que un texto dado pueda tener.