No es fácil la tarea que emprende Hernán Rivera
Letelier en "Canción para caminar sobre las aguas",
su nueva novela: a partir de las aventuras de un rocambolesco trío
de hippies, el autor de "La Reina Isabel cantaba rancheras"
intenta recrear el Chile
inmediatamente anterior al 11 de septiembre de 1973. Claro que lo
hace de manera indirecta, porque, si bien Brando Taberna, Cristo Pérez
y Jerónima Monroe adhieren a los principios de la Unidad Popular,
la verdad es que están más interesados en conseguir
algo de hierba que en cooperar con la causa.
En vez de la cantinela a que nos tenía acostumbrados, Rivera
opta ahora por una narración más bien juvenil y hasta
irresponsable, que banaliza -quizás involuntariamente- el último
año de Allende. El ejercicio, en todo caso, no resulta demasiado
provechoso: la reconstrucción histórica se limita a
unos cuantos estribillos setenteros y, aunque la prosa del autor pampino
resulta algo más llevadera que en sus anteriores obras (al
menos en esta novela deja de lado sus palabras fetiches: nadie, aquí,
se "descuajeringa" de la risa, por ejemplo), "Canción
para caminar sobre las aguas" (Editorial Planeta) avanza
con forzada jovialidad hacia un final embutido con fórceps.
Como es habitual en los libros de Rivera, los personajes son perfectas
caricaturas: Brando -el ingenioso del grupo- es un soñador
que comienza a descubrir la poesía; Cristo es un sujeto más
bien desconcertante que pregona el "evangelio de las cosas simples"
a diestra y siniestra; y Jerónima Monroe (una buscavidas desprejuiciada
y generosa que lo único que no tolera es que le digan "gorda
puta") se llama en realidad Jerónima Hasbún, pero
ella ha creído conveniente cambiarse el apellido porque está
obsesionada con Marilyn y quizás también para no revelar
su parentesco con un cura de derecha. Para rematar el cuadro, Jerónima
siempre anda con Joe DiMaggio, un ratoncito que ha adoptado como mascota.
Los viajeros se pasan las doscientas y tantas páginas del
volumen limpiando autos, durmiendo donde sea y fumando hierba -o lo
que haya- con las hojas del Apocalipsis. Lo demás es lo de
siempre: que Woodstock, que Piedra Roja, que el mayo parisino, que
la reforma universitaria, que Inti Illimani, etcétera. Las
frases para el bronce -tan caras a Rivera- también abundan,
pero esta vez resultan menos enojosas, acaso porque el lector atribuye
la cursilería a los efectos desinhibidores de la marihuana.
La idea principal de esta novela es que gracias al gobierno de Allende
los sesenta tuvieron en Chile tres años de yapa durante los
cuales los hippies pudieron perpetuar su cariñoso desorden.
En cualquier caso, el trío se hubiera lucido en una novela
propiamente picaresca: les interesa, claro, la libertad, pero viven
o sobreviven a la buena de Dios, y les queda grande el suceso histórico
del que son más testigos que partícipes.
El final de "Canción para caminar sobre las aguas"
delata que Rivera sintió los rigores de la temida pálida:
a punta de escenas añadidas e inverosímiles sugerencias
(como la de que Cristo haya sido, en realidad, un sapo infiltrado:
¿para qué?, ¿qué peligro representaba
un sujeto como Brando?), intentó que sus hippies se comportaran
a la altura de las circunstancias. Pero no hubo caso: los muchachos
le salieron rebeldes.