A Hernán Rivera Letelier no le agrada Santiago. Nunca
le gustó, ni siquiera cuando patiperreaba por Chile a principios
de los setenta mientras las hacía de hippie en un viaje sin
destino. Recorrió el país de norte a sur y al revés,
pero acá no tuvo escala. Esta mañana son las 11 y media
y Rivera está evidentemente
resfriado. Carga en el cuerpo tres días en Santiago y le quedan
dos más antes de regresar a Antofagasta. Esta vez no pudo hacerle
el quite a la ciudad: es aquí donde un escritor best seller
como él debe presentar su última novela, Canción
para caminar sobre las aguas, que a dos semanas de su lanzamiento
ya está primera en las ventas. Es la novela hippie de Rivera
Letelier. La novela que cita, dice, su propio viaje iniciático.
La novela que hace una escala imaginaria en el Santiago de 1973.
-En la vida real no tuve temporada hippie en Santiago-
dice, sin apurarse al hablar porque Hernán Rivera es levemente
tartamudo-. Siempre le hacía un by pass, porque a mí
me gustaban los pueblos chicos. Me crié en un campamento minero
de tres calles, entonces una ciudad muy grande se volvía monstruosa.
Ahora tampoco me gusta el ruido, el tráfago, la gente apurada,
neurótica en las calles. Yo camino con pachorra, lentamente,
con las manos atrás o en los bolsillos. Como se camina en los
pueblos chicos. Aquí no puedo hacerlo. Aquí me empujan,
me pegan codazos.
- ¿Y usted empuja de vuelta?
-No. Yo soy manso- dice Rivera, y parece molesto. Puede que sea el
resfrío o los tres días de empujones o la metafórica
urticaria que dice sufrir en los aeropuertos y en los hoteles. De
la vida de escritor best seller. Rivera detesta estos lugares. -Ya
no los soporto. Aunque sean de cinco estrellas y media. Cuando te
quedas solo en tu cuarto, la soledad te pone una pata encima y es
la misma
soledad en un hotel de lujo. En esos momentos agarro el teléfono
y llamo a mi mujer, a mis hijos, a mis nietos. Es una soledad extraña.
Porque piensas que en este mismo instante hay montones de gente que
están leyendo mi libro. Y yo estoy solo.
Son las 11 y media y Hernán Rivera está
sentado en el lobby de un céntrico hotel santiaguino. Alrededor
suyo hay ejecutivos en plan de negocios. Nadie lo saluda, nadie lo
reconoce. Rivera parece sentirse solo.
EL EVANGELIO SEGÚN RIVERA
La crianza evangélica que hubo en su familia se
le quedó pegada a Hernán Rivera Letelier aunque él
diga que la vivió sólo hasta que pudo soltarse de la
mano de sus padres. Y se le cuela cuando habla de la amistad, por
ejemplo, a la que eleva a categorías sagradas. Uno de los personajes
de su última novela se llama Cristo Pérez, un tipo que
fabrica pitos con las páginas del Apocalipsis. Y en una suerte
de santísima trinidad de su proceso creativo. Rivera proclama
que en él vive una tríada del oficio literario, porque
luego de ser escritor se convierte en el lector privilegiado y después
en el corrector severo de todas sus novelas.
Hasta para explicar la versión chilena de la revolución
de las flores. Rivera saca de la manga una cita sagrada: "Hay
una frase bíblica que dice 'Muchos son los llamados, pero pocos
los escogidos'. Creo que en Chile el hippismo se puso de moda, y un
90 por ciento de los seudohippies era eso, seguidores de la moda y
nada más. Ponerse pantalones pata de elefante, camisa floreada
e irse al
Coppelia no es de hippie, es una moda. Los verdaderos fueron muy pocos
y lo siguen siendo aunque no se vistan como tales. Se los reconoce
por su modo de ser, por su forma de pensar".
Entonces, Rivera vendría siendo uno de esos hippies
de verdad. Lejos de la moda que se ha apoderado de las tiendas y de
las teleseries. Si uno la mira bien, la tan citada chaqueta de cuero
negra que Rivera usa siempre podría ser una reminiscencia de
esos días hippies, pero está impecable y tal vez sea
cierto que la mandó a hacer a Argentina.
"Yo sigo siendo hippie de alma. En cada ser humano
bien nacido hay un hippie dentro", dice él, y ese ser
humano bien nacido es el que sueña con la paz, el amor y la
libertad mundial. La trilogía imposible.
A los 18 años, cuando Rivera Letelier no era el
escritor que es ahora porque no había terminado la escuela
y trabajaba en una mina en plena pampa, supo de la revolución
hippie. Hacía tiempo que se mandaba solo. Su madre había
muerto cuando él tenía nueve años, a los 11 comenzó
a trabajar vendiendo diarios y a los 15 ya era minero, como su padre.
Dice que no encontró mejor cosa que irse de viaje y proclamar
el amor libre. Que quería vivir la prolongación de los
sesenta, porque está convencido de que la década revolucionaria
tuvo en Chile un bonus track: los tres años del gobierno de
Salvador Allende.
"Fue un fracaso para el país, pero para los
que anhelábamos la libertad, fue una batalla perdida, no más.
No perdimos la guerra. Con el golpe nos llevaron todo, pero no pudieron
llevarse la música, que es lo que nos mantiene vivos",
dice Rivera con ese lenguaje suyo lleno de metáforas. Tiene
algunas que son inclasificables. "Más serio que perro
en bote", por ejemplo. Y siguiendo con lo de la música,
el escritor cree que en la melodía del Chile post golpe recién
se están afinando los instrumentos.
-En todos estos años que llevamos de democracia,
aún no volvemos a la música de entonces. Todavía
se siente la bulla de las marchas militares y se escucha por ahí
a Los Huasos Quincheros. Todavía no recuperamos esa música
verdadera, de libertad. Lo que pasó en esa época es
que se juntaron todos los sueños y se formó un gran
sueño entre los jóvenes. Algunos dicen que esa revolución
fue un fracaso. A lo mejor. Pero hacerla fue hermoso. Por lo menos
nos cambiamos a nosotros mismos.
Eso es cambiar el mundo, según Rivera.
MÚSICA PARA LAS MASAS
El fin de su viaje coincidió con la muerte de su
padre, víctima de la silicosis. El papá de Rivera quería
que el hippie se buscara un trabajo. No tenía idea de que su
hijo había empezado a escribir poesía. Murió
sin saber que era padre de un escritor.
Igual que Brando Taberna, su alter ego en Canción
para caminar sobre las aguas, Rivera se encontró con el
escritor en sus días de nómade. Partió de Antofagasta
como minero y regresó como poeta.
-A lo mejor fue un despertar, a lo mejor siempre fui así
y no lo había descubierto no más. A lo mejor siempre
fui un tipo audaz, aunque era muy tímido. Todos esos sentimientos,
esas sensaciones, se despertaron con estas andanzas. En este viaje
me conocí a mí mismo, eso fue lo primordial. Fue un
poco el viaje iniciático, un poco como el viaje de Peter Fonda.
Salí a buscar mi destino, y lo encontré. Encontré
que era escritor, descubrí que era poeta. Quién te dice
que sin ese viaje, a esta hora estaría todavía en la
pampa. Y sería un jefe de turno.
Pero no es el jefe de turno, sino uno de los escritores
chilenos más premiados y que más vende. Al que definen,
para bien y para mal, como un autodidacta. Rivera ha colaborado con
eso: ha contado que aprendió a leer a los 7 años, pero
que pronto abandonó la escuela; que después fue ayudante
de gasfiter, de carpintero, de mecánico; que a los 27 años,
mientras trabajaba en la mina, se matriculó
en una escuela para adultos donde consiguió aprobar séptimo
y octavo, y que la enseñanza media la cursó en el Inacap.
Hay quienes no le creen sus historias, sospechan que Rivera
ha construido un personaje que exalta el mito del sobreviviente y
no les calza ese tipo de anécdotas con la prolífica
producción literaria en la que se anotan La Reina Isabel
cantaba rancheras, Himno del ángel parado en una pata, Fatamorgana
de amor con banda de música, Los trenes se van al purgatorio,
Santa María de las flores negras. Y ésta, la novela
hippie.
A diferencia de las ventas, las críticas para Canción
para caminar sobre las aguas no han sido buenas. Rivera parece
no complicarse: "Siempre digo que hay que distinguir entre las
malas críticas y las críticas malas, y en Chile, lamentablemente,
son casi todas críticas malas. Se responden solas, se caen
solas. Ya estoy acostumbrado a ellas. El día en que estos tipos
comiencen a hallarme alguna
cosa buena, tendré que comenzar a preocuparme, algo estaré
haciendo mal".
En el ambiente literario se ha llegado a decir que lo
del Rivera pampino es una estrategia de marketing. Al Rivera escritor
ese comentario le hace gracia y jura que la suya es una coraza que
resiste lo que le lancen desde cualquier punto. Que por eso prefiere
marginarse de las reuniones de escritores.
-Me margino no porque me sienta menos que ellos o porque
me sienta cohibido. Me margino porque no me gusta este mundillo, porque
no lo soporto, porque siempre he sido un francotirador, un lobo estepario.
Y además tengo una piel blindada contra toda esa envidia y
esa cizaña. A mí me han tirado mierda desde los cuatro
puntos. ¿Sabes por qué? Porque tengo algo que ellos
quisieran.
El cariño de la gente. Porque no escribo para las élites,
sino que para la gente como yo.
Nunca conoció a Julio Cortázar, pero de
tanto leerlo dice que sentía que eran amigos. Que cuando Cortázar
murió, él se tiró sobre un sofá, a llorar.
Nunca se vieron, pero Rivera habría vestido luto por el argentino.
Ese cariño, asegura, es lo que la gente siente por él.
"Y eso es impagable. Ya con eso no quiero más".
No quiere más, pero tiene más. Pese a mantenerse
al margen del mundo literario, él ha conseguido mantener algunos
lazos, más concretos que el que tuvo con Cortázar. Rivera
dice tener amigos escritores pero no da nombres, excepto el de su
coterráneo Patricio Jara, escritor a quien le ha dado a leer
sus dos últimas novelas y por quien apuesta. "La amistad
puede surgir en lo más adverso. Tengo un par de amigos y amigas
escritores que están entre mis mejores amigos. Sé que
es una amistad eterna. Están involucrados, además, los
sueños. Leímos los mismos libros, nuestras raíces
se juntan también en otro plano, somos amigos en la vida real,
pero además soñamos lo mismo, construimos lo mismo,
ficcionamos lo mismo en esta ilusión que es el arte de escribir.
Por supuesto que hay amigos entre los escritores. Como hay hijos de
puta, también".
A Rivera le cambia la cara cuando habla de Roberto Bolaño.
El novelista que murió hace un año no tuvo empacho en
lanzarle dardos en su libro El gaucho insufrible. Allí,
Bolaño escribió: "Dios bendiga a Hernán
Rivera Letelier. Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo,
sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas
formales, pues yo he contribuido a ello". Una cosa poca,
porque Bolaño despotricó contra todos los que llamó
escritores de folletón. Y Rivera, que lo admiraba, ya se lo
había topado en Santiago en la presentación de un libro
y ahí Bolaño le dedicó un débil apretón
de manos y lo dejó para reunirse con periodistas. "Conocerlo
fue muy triste", habla Rivera. "Yo lo quería mucho
y lo admiraba mucho, era un chileno que estaba triunfando en España
y mis libros recién llegaban a ese país. Cuando me lo
presentaron fue muy triste. El tipo sin conocerme ya me tenía
tirria. Qué más se puede decir. Está muerto,
lo siento mucho, me dolió mucho su muerte".
-¿Falta generosidad, entonces, para admirar
el talento ajeno?
-Se da poco entre los escritores. Para admirar hay que ser grande
de espíritu. Falta generosidad, exacto. Cuando Jorge Edwards
ganó el Cervantes, en España le preguntaron por Rivera
Letelier. Dijo que no lo conocía. Mi nombre no le sonaba para
nada. Esa es la diferencia. Pero no me importa. He logrado hacerme
un cuero de una dureza prehistórica.
Con esa misma dureza prehistórica que lo tiene
sentado en el lobby de su hotel. Rivera no desconoce que le gustan
los premios. Que ya se lo habían preguntado antes, en El Mercurio
de Antofagasta, y que el periodista tituló la nota así:
"Mi sueño es ganar el Nobel". "La respuesta
fue la siguiente: todo artista que diga que no le interesa el premio
nacional o el premio Nobel es un farsante, un mentiroso. La diferencia
es que el verdadero artista no escribe para eso. Yo no escribo para
ganarme ningún premio, pero si llegan, bienvenidos sean. De
alguna manera están considerando tu obra,
que es lo importante. He tenido mucha suerte porque me han dado muchos.
Bienvenidos. Yo no escribo mejor por eso. Si estoy escribiendo cada
vez un poco mejor, es porque me saco la cresta trabajando y punto.
Con premio o sin premio, voy a seguir trabajando igual".
Y trabaja mucho. Sin método. Dice que puede demorarse
tres meses en escribir una novela, pero que gasta año y medio
en corregirla. De lo que no se preocupa es de las traducciones, las
que no revisa. "Que se las arregle el traductor, qué voy
a revisar yo si apenas hablo el español", ironiza y claro,
tendría que hablar francés, italiano, alemán,
griego, portugués.
Hernán Rivera ha dicho que lo que más agradece
es el cariño de la gente. Que en Antofagasta las mujeres le
gritan "te amo", que los adolescentes lo tutean, que los
taxistas le dicen "maestro". Hay que hacer un acto de fe
en sus palabras porque es posible que los antofagastinos sean gente
cariñosa que prodiga todo tipo de mimos a su escritor más
famoso. Pero este viernes lluvioso de nuestra
entrevista, cuando Rivera camina a paso lento por la calle Londres,
un hombre se le acerca sonriendo y estrecha su mano con fuerza. Le
palmetea la espalda, lo felicita y le da las gracias. Como debe ocurrir
a diario en Antofagasta, probablemente.
A Rivera, el gesto lo deja más contento. "Me
dijo que a su mujer le encantaban mis novelas", dice. Hay algo
picaro en el nuevo y animado rostro del escritor. Con otra voz, larga:
"En las presentaciones de mis libros llegan hombres que me dicen
que sus esposas están enamoradas de mí. Hasta me muestran
fotos. A veces son mujeres bien lindas. No sé por qué
no van ellas en vez de enviar al marido". Se ríe. Levanta
la cabeza y su paso lento se hace más decidido. El escritor
que odia Santiago -porque aquí lo empujan- sigue su camino
luego de que un hombre le
palmetea la espalda. Y recién ahora parece sentirse menos solo.
Imagen: Dig. sobre fot. de Juan Eduardo López