No hace mucho afirmó que si una mujer muy bella admiraba a
Dostoievski, esa afición la hacía, para él, aún
más deseable, pero que ocurría lo contrario si ella
era lectora de Marcela Serrano o Paulo Coelho.
Interesante
paradoja, pues Rivera está mucho más próximo,
en su propia narrativa, de estos dos autores que del epiléptico
ruso. Quizás sea un truco para eludir el narcisismo, pero lo
cierto es que este parentesco literario resulta evidente en , su última
novela.
En este relato, donde se narra la amistad itinerante de tres hippies
a lo largo del norte chileno y en pleno año 1973 -son los últimos
días del gobierno de Allende-, el autor intenta una loable,
y literariamente fracasada, fusión entre la picaresca y la
novela “on the road”.
Lo hace con su habitual soltura de pluma, pero sucumbe ante los demonios
del estereotipo y la superficialidad.
Si los manejos dudosos de un político progresista socavan
su autoridad moral para enarbolar el tantas veces traicionado banderín
de la justicia social, así también, en el terreno estético,
una mala novela, al hablar de los luctuosos sucesos del golpe de Estado
del ’73, caricaturiza penosamente el escenario en que esa tragedia
tuvo lugar. No tiene importancia, podría decir alguien, si
no es más que una novela. Y tendrá razón, pues
el daño no es “moral” sino, precisamente, novelístico.
En otras palabras, el tema se chacrea, y podría cundir el
desánimo en escritores más solventes que se apresten
a novelar los acontecimientos de aquel año crucial.
Tal vez Canción para caminar sobre las aguas no sea,
en rigor, una novela sobre el golpe militar, pero el hecho es que
sus tres protagonistas -Jerónima Monroe (muchacha excitable
y entrada en carnes, admiradora de la Marilyn cuyo apellido adopta),
Brando Taberna (poeta y seductor callejero) y Cristo Pérez
(un iluminado moralista y anoréxico)- recorren el norte chileno
durante los meses finales de la Unidad Popular y su aventura común
termina, justamente, con la violenta instalación de la dictadura
militar en el país.
La historia de estos tres amigos se inicia en las playas de Arica,
adonde han llegado, cada uno por su cuenta, impulsados por las ganas
de conocer el mundo más allá de cualquier atadura familiar,
lo que suena acorde con la época y, en el caso de Jerónima,
no es poco decir: ella afirma provenir de una familia “burguesa”,
aunque su padre -un señor Hasbún emparentado con el
célebre cura- no parece interesarse en su hija.
Brando es una suerte de romántico vividor y, en el fondo,
el verdadero protagonista de la novela, mientras que Cristo Pérez,
algo mayor, camufla un pasado más misterioso bajo sus arranques
moralistas y su exacerbada (¿mentirosa?) aversión a
la lujuria de sus dos compañeros (Brando no le hace ascos al
ratón que la joven acoge entre sus pechos). Un trío
aparentemente colorido, pero que a poco andar destiñe.
Tanto la subcultura de los hippies como -es el telón de fondo-
la fallida revolución de los desposeídos con empanada
y vino tinto (y la crueldad final de los milicos), o incluso las relaciones
personales de los tres, se diluyen en la prosa altisonante del narrador.
Aunque fumen innumerables pitos de marihuana, y por más que
Brando y Jerónima copulen cuando se les frunce, no hay tensión
trasgresora -conflicto dramático-, y cualquier posible erotismo
brilla por su ausencia.
Propensos a ejercer, a la menor provocación, una verborreica
filosofía de bajo precio, estos “simpáticos” vagabundos
son poco más que caricaturas delineadas a punta de pintoresquismo,
sin profundidad y despojados de toda verosimilitud, que no es sino
la capacidad que tiene un personaje de parecer real -en la ficción-,
aunque sea un marciano con antenas retráctiles.
Siempre al filo de la pobreza total, pero rescatados gracias al “ingenio”
o por obra del azar, Brando, Jerónima y Cristo Pérez
acaban sus andanzas en un Santiago tomado por los golpistas.
En el camino quedó un sinfín de anécdotas que,
desarrolladas con mayor inteligencia y menos frivolidad narrativa,
habrían podido -quién sabe- recrear con humanidad la
condición marginal de los que optan por el eterno desarraigo,
y a la vez explorar el doble fondo de los afectos, pues no en vano
la amistad se triza aquí apenas la violencia política
muestra la cara. Y es que en el siempre vivo fantasma de la traición
estaba el genuino filón de esta historia; por desgracia, al
autor se le apareció demasiado tarde.
Canción para caminar sobre
las aguas
Hernán Rivera Letelier
Editorial Planeta, 2004.
237 páginas.